Una grieta que parece no tener fin

 


La dramática y fascinante historia argentina

Lo que nos pasó a partir del 25 de mayo de 1810 hasta la deposición del virrey Pezuela el 29 de enero de 1821    

“Una nación es un alma, un principio espiritual. Dos cosas que no forman sino una, a decir verdad, constituyen esta alma, este principio espiritual. Una está en el pasado, la otra en el presente. Una es la posesión en común de un rico legado de recuerdos; la otra es el consentimiento actual, el deseo de vivir juntos, la voluntad de continuar haciendo valer la herencia que se ha recibido indivisa. El hombre, señores, no se improvisa. La nación, como el individuo, es el resultado de un largo pasado de esfuerzos, de sacrificios y de desvelos. El culto a los antepasados es, entre todos, el más legítimo; los antepasados nos han hecho lo que somos. Un pasado heroico, grandes hombres, la gloria (se entiende, la verdadera), he ahí el capital social sobre el cual se asienta una idea nacional. Tener glorias comunes en el pasado, una voluntad común en el presente; haber hecho grandes cosas juntos, querer seguir haciéndolas aún, he ahí las condiciones esenciales para ser un pueblo. Se ama en proporción a los sacrificios que se han consentido, a los males que se han sufrido. Se ama la casa que se ha construido y que se transmite. El canto espartano: Somos lo que vosotros fuisteis, seremos lo que sois, es en su simplicidad el himno abreviado de toda patria. En el pasado, una herencia de gloria y de pesares que compartir; en el porvenir, un mismo programa que realizar; haber sufrido, gozado, esperado juntos, he ahí lo que vale más que aduanas comunes y fronteras conformes a ideas estratégicas; he ahí lo que se comprende a pesar de las diversidades de raza y de lengua. Yo decía anteriormente: haber sufrido juntos; sí, el sufrimiento en común une más que el gozo. En lo tocante a los recuerdos nacionales, los duelos valen más que los triunfos; porque imponen deberes; piden el esfuerzo en común. Una nación es, pues, una gran solidaridad, constituida por el sentimiento de los sacrificios que se ha hecho y de aquellos que todavía se está dispuesto a hacer”.

Ernest Renan: “¿Qué es una nación?” (conferencia en la Sorbona el 11 de marzo de 1882)

De la Revolución de Mayo a la expedición libertadora

Introducción

Marzo de 2008 fue un mes clave para el gobierno de la presidente Cristina Kirchner. Con su apoyo el ministro de Economía Martín Lousteau lanzó la Resolución 125 basado en un esquema de retenciones móviles para engrosar las arcas del Estado. Esta decisión desató una de las crisis políticas más graves desde la restauración democrática en 1983. La Sociedad Rural. Confederaciones Rurales Argentinas, Coninagro y la Federación Agraria tomaron la drástica decisión de desafiar la voluntad presidencial. Ese desafío se tradujo en cortes de rutas, discursos que asombraron por su violencia dialéctica y cacerolazos que se extendieron a lo largo y ancho del país. Los máximos dirigentes de las corporaciones mencionadas tuvieron la habilidad de elevar un reclamo sectorial a la categoría de defensa de los sagrados intereses de la Patria. Apoyados por el poder económico concentrado, los grandes medios de comunicación y los sectores medios y medios altos de la sociedad, “el campo” puso en jaque al gobierno nacional durante cuatro largos meses. Fue entonces cuando se popularizó la palabra “grieta”. Como el gobierno nacional no se amilanó ante la feroz embestida del “campo” la tensión política e institucional creció a tal punto que en un momento se temió por la estabilidad institucional.

La relación política amigo-enemigo enarbolada por Carl Schmitt se había instalado en el país. Dos grupos antagónicos se habían declarado la guerra poniendo en jaque la legitimidad democrática. Causó asombro el odio anidado en el espíritu de quienes participaron en los cacerolazos, odio que fue cuidadosamente alimentado por las usinas mediáticas opositoras al gobierno. Quedó de esa manera dramáticamente en evidencia la existencia de dos modelos antitéticos de país, dos Argentinas que jamás congeniaron. Por un lado la Argentina que enarboló desde siempre las banderas del orden conservador; por el otro, la Argentina que enarboló desde sus comienzos las banderas de lo nacional y lo popular. La Resolución 125 no hizo más que avivar un fuego que se había prendido en el lejano 25 de mayo de 1810 (saavedristas versus morenistas) y que nunca se apagó. La Resolución 125 no hizo más que poner en evidencia que nunca fuimos capaces de “tener glorias comunes en el pasado, una voluntad común en el presente; haber hecho grandes cosas juntos, querer seguir haciéndolas aún”. Nos demostró que jamás fuimos capaces de ser una nación, en suma.

¿Por qué nunca fuimos capaces de ser una nación? He aquí la gran pregunta. Se cuentan por millares los libros escritos intentando responderla. No es mi intención, por ende, pretender hacerlo. Lo que sí intentaré hacer es tratar de poner en evidencia la imposibilidad de la democracia como filosofía de vida de echar raíces en nuestro suelo. Nunca fuimos capaces de garantizar, a pesar de nuestras diferencias ideológicas, una convivencia basada en el respeto y la tolerancia.

Todos nuestros desencuentros, nuestra incapacidad para vivir en democracia, comenzaron a partir de la revolución que nos permitió independizarnos del imperio español. Esta afirmación no implica una valoración negativa de lo que aconteció el 25 de mayo de 1810. Todo lo contrario. Simplemente es una constatación de un fenómeno al que jamás logramos encontrarle solución: la lucha a muerte entre sectores antagónicos, ávidos de poder. En aquellas jornadas históricas comenzó a incubarse el germen de la discordia, la intolerancia, la violencia. Hasta el día de la fecha hemos sido incapaces de encontrarle el antídoto adecuado.

Lo que nos pasó a partir del 25 de mayo de 1810 hasta la deposición del virrey Pezuela el 29 de enero de 1821

La antesala del 25 de mayo de 1810

La revolución del 25 de mayo de 1810 fue el fruto de un largo proceso social, político y económico que comenzó a acelerarse el 22 de febrero de 1809 cuando el marino Baltasar Hidalgo de Cisneros, residente en Cartagena, recibió una impactante noticia: había sido nombrado virrey en el Plata en reemplazo de Liniers. La Suprema Junta Central había designado a un militar profesional destacado y experimentado. Pese al descontento generalizado que provocó dicha designación, Cisneros se presentó el 24 de marzo ante la Junta Central de Sevilla a recibir las directivas correspondientes. Según las autoridades españolas la situación en el Río de la Plata era harto complicada. La administración pública era un emblema de abusos de autoridad de toda índole, especialmente en la delicada esfera de la Justicia. Según una instrucción entregada a Cisneros, era deseo de su Majestad que “se olvide el principio abominable de que la opresión es la que tiene sujetos a los pueblos y que V.E. sustituya en su lugar la máxima que la conviene al gobierno liberal y justo que ejerce S.M., de que los hombres obedecen con gusto siempre que el Gobierno se ocupa de su felicidad. En su consecuencia deberá V.E. tratar de proteger y fomentar el comercio de aquellos habitantes, con recíproca utilidad suya y de la Metrópoli” (1). Evidentemente a la Junta Central le había llegado una información lapidaria respecto a lo que estaba aconteciendo en estos lares. Ello explica la confianza que depositó en Cisneros cuya misión fundamental era poner la colonia en orden.

El gran problema que tuvo Cisneros aún antes de emprender el viaje rumbo al Río de la Plata fue el cúmulo de información contradictoria que recibía minuto a minuto sobre la situación en el Río de la Plata. Quedaba así en evidencia la desorientación que reinaba en la intimidad de la Junta Sevillana. Ello obligó a Cisneros a analizar con sumo cuidado los informes que le acercaban y cotejarlos con lo que decían algunos testigos rioplatenses, para poder actuar con la responsabilidad que la situación ameritaba. No quería, por ende, dar ningún paso en falso. La mejor noticia que recibió provino de la propia Junta Central: lo autorizó, apenas arribara a Buenos Aires, a actuar con entera libertad. En otros términos: decidió no condicionarlo para que no se sintiera un títere del gobierno español. Una libertad, cabe aclarar, relativa ya que poco antes de su viaje recibió el último “consejo”, según el cual debía hacer todo lo que estuviera a su alcance para enervar los afanes independentistas exhibidos por sectores de la población de Buenos Aires. La Junta Central consideró, por ende, que Cisneros era el hombre adecuado para aplastar cualquier intento de rebelión en el Río de la Plata.

Cisneros arribó a Montevideo el 30 de junio de 1809. Estaba convencido de que Buenos Aires era un hervidero político. En realidad, las ideas de independencia no eran populares. No había, en aquel momento, una opinión pública que las apoyara. Sin embargo, había grupos, como los miembros del partido Carlotista, que estaban “inquietos”. Así lo reconoció Felipe Contucci, quien residía en Buenos Aires trabajando por el reconocimiento de la infanta Carlota. Según su mirada, en marzo de 1809 “unos están prontos a reconocer cualquier dinastía, sea francesa, española o musulmana, con tal que hallen en ella la conservación de sus puestos y empleos y la continuación de las restricciones comerciales; otros desean un gobierno que de esperanzas de reformar la administración y proscribir toda especie de restricciones. Este último partido es el más numeroso pero sin influencia en razón de la discrepancia de sus planes y proyectos; aquél, muy inferior en número, prevalece en razón de la unión y la identidad de vistas e intereses, y riquezas”. Según Contucci este partido estaba compuesto por “el gobierno y los comerciantes” mientras que el otro partido, por “los agricultores, los hombres de letras y los eclesiásticos”. Y advertía que si el partido más débil llegaba a equilibrar su fuerza con la del partido del gobierno y los comerciantes, se crearía un vacío de poder que obligaría a la Corte de Brasil a intervenir con su poder armado. Cabe aclarar que la posición de Contucci era totalmente interesada ya que lo que en el fondo deseaba, porque era funcional a sus intereses (y a los de la infanta Carlota), era precisamente la intervención de la Corte brasileña.

(1) Roberto H. Marfany, Vísperas de Mayo, Ed. Teoría, Buenos Aires, 1960, citado por Carlos Floria y César García Belsunce, Historia de los argentinos, Ed. Larousse, Buenos Aires, p. 276.

Cisneros en el Río de La Plata

El sorpresivo arribo de Cisneros a Montevideo provocó cierto descontento en Buenos Aires. El flamante virrey había ordenado la entrega del mando fuera de la sede gubernamental de Buenos Aires, lo que fue considerado un agravio por su antecesor, Liniers. Sin embargo, el Cabildo tomó la decisión de recibirlo como el garante de un orden público bastante resquebrajado, según sus miembros. La opinión pública, es decir los habitantes de Buenos Aires, no mostraron entusiasmo alguno por su figura. Quienes sí se mostraban preocupados eran los miembros de las fuerzas militares. Dicho estado de ánimo resultaba perfectamente entendible. El cambio de Liniers por Cisneros perjudicaba los intereses de aquellos militares criollos que habían adquirido una gran influencia gracias a su participación en la defensa de Buenos Aires durante las invasiones inglesas, y luego durante el mandato de Liniers. Temían que Cisneros los juzgara “hombres de Liniers”. Otro factor de perturbación fue la designación de Elío como subinspector general de las tropas del Plata, catalogada como una ofensa a raíz de las tensiones con la ciudad de Montevideo. Por último, el nuevo escenario era considerado un triunfo para quienes habían sido derrotados en los hechos acaecidos en enero (1). El terreno se estaba sembrando con las semillas revolucionarias.

Quien supo analizar con extrema sagacidad lo que estaba aconteciendo por esas horas fue Manuel Belgrano. Consideró que Cisneros carecía de autoridad para ejercer el poder en el Río de la Plata por una simple y contundente razón: la autoridad que lo había designado no era legítima. Proponía, por ende, la desobediencia a un gobierno ilegítimo que, en plena decadencia, tenía la intención de continuar sojuzgando a los pueblos rioplatenses. Pese a no sentir por su persona mucha simpatía Belgrano visitó a Saavedra para convencerlo de que abrace la cruzada contra el yugo español. Según el citado Marfany esa reunión tuvo lugar el 11 de julio de 1809 con resultados poco satisfactorios para Belgrano. En efecto, el creador de la futura bandera nacional se encontró con personas que no comulgaban con sus ideales revolucionarios. La grieta comenzaba a emerger. Según consta en las actas del Cabildo y en lo que escribió el propio Belgrano las reuniones militares y las juntas de comandantes efectivamente tuvieron lugar (2). Si bien varios militares se mostraron indecisos, es justo reconocer en honor a la verdad histórica que hubo consenso en torno a la imperiosa necesidad de resistir la autoridad del flamante virrey. Si la rebelión no se produjo fue gracias a que Liniers tomó la decisión de entregar el mando. De esa forma se evaporó transitoriamente el clima conspirativo surgido a raíz de la designación de Cisneros. Saavedra también había puesto su grano de arena para tranquilizar los ánimos, pero ello no significaba la extensión de un cheque en blanco a las nuevas autoridades.

(1) El 1 de enero de 1809 una delegación del Cabildo exigió la renuncia del virrey Liniers. Su suerte parecía echada. La presión era tan fuerte que decidió presentar su renuncia por escrito. Los revolucionarios pro españoles dieron por descontado el derrocamiento de Liniers. En cuestión de horas el panorama cambió radicalmente. Saavedra, seguro de contar con más tropas que los sublevados, avanzó sobre la plaza mientras él ingresaba al fuerte protegido por una escolta. Al sentirse apoyado, Liniers intimó a los sublevados a que se rindieran. Cuando el choque armado era inevitable las tropas comandadas por Álzaga se dispersaron. Las sanciones fueron muy severas: las tropas intervinientes en la asonada fueron disueltas y sus jefes fueron desterrados a Patagones, que en aquella época era como obligarlos a emigrar a la Siberia. Además, el Cabildo perdió gran parte de su influencia.

(2) “Llamó Cisneros al virrey saliente (Liniers) y a los comandantes a Colonia, donde según los capitulares, “se desengañaría con (su) desobediencia, de (sus) verdaderas intenciones”. Pero ante el llamado de Cisneros, añade Saavedra, “al momento Liniers se presentó en la Colonia; en seguida hicimos nosotros lo mismo sin la más ligera repugnancia”. Cisneros pasó a Buenos Aires el 29 de julio. Saavedra termina diciendo que: “verificó su viaje el nuevo virrey y fue recibido del mando sin oposición ni contradicción alguna”, Floria y García Belsunce, Historia de…, p. 2281.

El desembarco de Cisneros en Buenos Aires

Al arribar a Buenos Aires el nuevo Virrey se encontró con un clima político que ni era tan tempestuoso ni tan calmo. Todo parece indicar que el pueblo de Buenos Aires lo recibió con amabilidad. Ello se debía porque, por un lado, la opinión pública aún no se había anoticiado de lo que estaba sucediendo en España y, por el otro, porque la presencia del nuevo Virrey no podía más que acaparar la atención de todos. Además, un acontecimiento semejante era propicio para ocultar aquello que el poder no quería que la población se enterase. Sin embargo, no todo era un lecho de rosas. Como bien señala Ricardo Levene “no sólo eran innumerables y graves los asuntos internos del Virreinato a mediados de 1809, sino que los resortes del gobierno se habían aflojado por completo, desgastados por su uso violento, indóciles a la voluntad dirigente” (1). En lenguaje contemporáneo, Liniers le dejó a Cisneros una “pesada herencia”. El problema de ingobernabilidad era muy serio. Escaseaban los recursos políticos, económicos y militares, abundantes en épocas pretéritas. El circo montado en torno a la ceremonia de asunción de Cisneros no podía ocultar la cruda realidad.

La dirigencia de Buenos Aires vivía aquellos momentos con marcada tensión. Había dirigentes que se mostraban partidarios de Cisneros, aunque costaba creer que fueran sinceros. Otros no ocultaban su disconformidad e insatisfacción, y otros se oponían a la presencia de Cisneros en una clara actitud antisistema. Para colmo, la fuerza militar había entrado en estado deliberativo, lo cual no hacía presagiar un clima afable para Cisneros. Apenas tomó las riendas del poder el flamante virrey ordenó un censo para determinar el número de extranjeros. Realizado en un total hermetismo, fue la herramienta utilizada por Cisneros para sacárselos de encima de manera gradual. Evidentemente no confiaba demasiado en ellos. En agosto se produjo una sublevación militar con motivo de la designación de Elío, la que pudo ser controlada luego de que el gobierno cediera a la amenaza. Al mes siguiente Cisneros se quejó por el elevado sueldo que Liniers había otorgado a las tropas de veteranos y urbanas, pero optó por mantener el statu quo. Consciente de la difícil situación reinante el virrey se convenció desde el principio que no debía “molestar” a la fuerza militar. Y para que no quedara ninguna duda acerca de su intención de ejercer un férreo control social sobre la población, en noviembre creó el Juzgado de vigilancia política “en mérito de haber llegado a noticia del Soberano las inquietudes ocurridas en estos sus dominios y que en ellos se iba propagando cierta clase de hombres malignos y perjudiciales afectos a ideas subversivas que propendían a trastornar y alterar el orden público y el gobierno establecido” (2).

Cisneros no tomó estas medidas por capricho. Era evidente su capacidad para percibir de entrada el escenario sobre el que debía moverse. La creación de una policía política obedecía al temor que sentía por la endeble estabilidad política e institucional. El virrey, hombre de armas con vasta experiencia y político astuto, no tuvo más remedio que garantizar el monopolio legítimo del uso de la fuerza, requisito esencial de todo sistema de dominación. ¿Por qué obró de esa manera? Porque seguramente temió que en poco tiempo lo derrocaran. Olfateó muy pronto el clima que estallaría apenas un año más tarde. Evidentemente la situación lo sobrepasó. Fue incapaz de neutralizar aquellos factores de poder que se pusieron en su contra apenas pisó el suelo de Buenos Aires. Su intento de reorganizar las fuerzas militares tampoco dio los resultados apetecidos. Era evidente su carencia de legitimidad.

Para colmo, el factor económico ejercía una notable influencia. A comienzos del siglo XIX Europa era el escenario de un desarrollo notable del sistema capitalista apoyado en el principio de la libertad económica. Surgieron nuevas actividades económicas que, al introducirse en territorios como el del Virreinato del Río de la Plata, colisionaron con las reglas económicas que imperaban hasta entonces. Los intereses que se vieron afectados fueron muchos. El monopolio comenzó a verse seriamente amenazado por el principio de la libertad económica. Fue así como se articularon y vincularon intereses que hasta ese momento habían carecido de un rumbo fijo. El puerto de Buenos Aires y los ganaderos eran plenamente conscientes de los beneficios de la apertura comercial. En la ciudad los comerciantes y los hacendados que residían cerca del límite con Buenos Aires sabían cuáles debían ser sus demandas. A ellos deben agregarse los comerciantes de España cuyos intereses eran resguardados por sus representantes en Buenos Aires, los comerciantes españoles europeos y los extranjeros no españoles, donde predominaban los británicos.

Fue, qué duda cabe, una prueba de fuego para el flamante virrey. Lo fue porque debió extremar su cintura política para garantizar la coexistencia de intereses antagónicos y que, además, fuera económicamente sustentable. En términos actuales se podría decir que Cisneros no tuvo más remedio que satisfacer demandas influyentes y antagónicas sin caer en el populismo. Como era lógico y previsible, fueron los comerciantes españoles quienes le exigieron un tratamiento de privilegio. Pero si el objetivo era lograr un precario equilibrio, no tuvo más remedio que permitir el comercio legal con Gran Bretaña siempre dentro de determinadas restricciones definidas por el Consulado. Para colmo, hacía cinco meses que las tropas no cobraban y los recursos escaseaban. Ello explica la impotencia de Cisneros para combatir el contrabando, una práctica habitual en aquella época.

Su intención de dejar contento a todo el mundo tropezó con serios obstáculos. Los comerciantes españoles y los peninsulares utilizaron el Cabildo y el Consulado para ejercer su poder de lobby en beneficio de sus intereses. Ello explica su dura oposición a la intención del virrey de imponer el libre comercio. En defensa del proteccionismo y el monopolio tuvieron la habilidad de cubrir sus intereses haciendo hincapié en la importancia de velar por el porvenir de los artículos y artesanías del interior del país. Tampoco se privaron de hablar de moral y religión. El gran defensor de las industrias nacionales fue Miguel Fernández de Agüero. Robusteció su postura con datos de la realidad de Mendoza, San Juan, La Rioja y Catamarca (el cultivo de la vid) y de Corrientes y Paraguay (las maderas empleadas para la construcción de embarcaciones); y rememorando los quebrantos sufridos anteriormente por las industrias en las provincias. Sin embargo, no logró ocultar lo que era evidente hasta para el más lego: su única intención era defender los intereses de los comerciantes españoles. Además, no dijo nada respecto a un asunto central: las crisis enumeradas carecieron, las más de las veces, de conexión alguna con la apertura indiscriminada del comercio. Y se privó de utilizar un argumento difícil de rebatir: ante el creciente poderío del imperio inglés el monopolio defendido por los españoles no sería sustituido por la libertad comercial sino por el monopolio inglés. Podría haber dicho lo siguiente: “Está bien Cisneros, eliminemos el monopolio español. ¿Pero usted cree que será reemplazado por una absoluta libertad comercial? No, lo que pasará es que ese vacío será ocupado inmediatamente por el monopolio inglés. ¿Eso es realmente lo que desea?” Cisneros se hubiera visto en figurillas para contestarle. Fue entonces cuando Mariano Moreno publicó su histórico escrito “La representación de los hacendados”. En dicho escrito Moreno esgrime razones económicas para sostener que los principios de la libertad de comercio se instituyeran de manera provisoria hasta que el actual sistema de comercio fuera sustituido por otro, tan estable como aquél. El documento ponía en evidencia la influencia que ejercieron sobre quien sería el jacobino secretario de la Primera Junta, autores como Quesnay, Filangieri, Jovellanos y Adam Smith (3).

El entuerto tuvo su fin con la sanción del Reglamento de libre comercio de 1809 y una posterior medida cuyo objetivo era impedir la entrada a piacere de los extranjeros y su eventual residencia definitiva en el Río de la Plata. Los datos de la economía le dieron la razón al virrey. En apenas cuatro meses los recursos que ingresaron al Tesoro fuero equivalentes a los recursos de todo 1806. Sin embargo, Cisneros orientó su accionar más con criterio político que criterio económico. Le preocupaba sobremanera, fundamentalmente por razones estratégicas, que los ingleses que ingresaran al río de La Plata pretendieran permanecer más tiempo del permitido. Al fin y al cabo, Cisneros era miembro de un imperio y lógicamente desconfiaba de quienes fueran miembros de otro imperio competidor. Ello explica la dureza con que fueron tratados al principio los comerciantes británicos. En efecto, sólo disponían de ocho días para cumplir con sus obligaciones de negocios para abandonar el Río de la Plata. Tiempo después ese plazo se extendió a cuatro meses. El argumento esgrimido por lord Strangford, ministro británico en Río de Janeiro, era difícil de refutar: si España permitía a los comerciantes ingleses comerciar dentro de su territorio sin problemas ¿por qué no adoptaba igual actitud respecto a los comerciantes ingleses que deseaban comerciar libremente en el Río de La Plata? Evidentemente la colonia española era un preciado botín de guerra. Finalmente, Cisneros decidió a favor de los comerciantes ingleses. Es probable que la presencia amenazante de barcos de la armada británica haya tenido algo que ver…

Al despuntar 1810 la situación económica lejos estaba de ser apremiante. Es más, el futuro se mostraba amable con quienes habían demostrado su adhesión al nuevo régimen que asomaba. Ni los criollos ni los comerciantes británicos se veían afectados por el cambio que había comenzado a gestarse. Sólo había un grupo (los españoles europeos) que se quejaba pero estaba lejos del Río de La Plata. Si bien en aquel momento no provocó ninguna reacción virulenta, La Representación de los Hacendados señaló el rumbo económico elegido por quienes pretendían modificar de cuajo el sistema de poder vigente hasta entonces. En definitiva, el factor económico ayudó a la consolidación del cambio económico que acompañaría al cambio político que estallaría en poco tiempo.

(1) Ricardo Levene, La Revolución de Mayo y Mariano Moreno, Ed. El Ateneo, Bs. As., 1949, Tomo I, p. 370, en Floria y García Belsunce, Historia de los…., p. 283.

(2)Libro de comunicaciones del consulado, en Floria y García Belsunce, Historia de los…, p. 285.

(3) Floria y García Belsunce, Historia de…., p. 287.

Vísperas de la revolución

En aquel entonces el sistema político español se resquebrajaba sin remedio. Napoleón estaba obsesionado con España, a la que quería someter a como diera lugar. Pero la empresa no era sencilla. A partir de 1808 la lucha entre españoles y franceses se tornó encarnizada y Napoleón decidió el envío de sus mariscales para ponerle punto final a la cuestión. Al expirar 1808 se produjo la capitulación de Madrid y un año más tarde José I y sus tropas vencían a los españoles en Ocaña e invadía Andalucía. Finalmente, el 31 de enero de 1810 se produjo la caída de Sevilla provocando la inmediata huída de la Junta Central del Reino y su posterior disolución. Napoleón había logrado su cometido.

Floria y García Belsunce utilizan la expresión “sistema político” para caracterizar al imperio español y citan a dos eminentes politólogos del siglo XX: Robert Dahl y David Easton, y sus libros “Análisis sociológico de la política” y “El sistema político”, respectivamente. El imperio era, por ende, un conjunto interconectado de instituciones y actividades que hacía factible la elaboración y aplicación de decisiones que comprometían a la metrópoli y las colonias. España y sus posesiones americanas estaban vinculadas a través de una sólida red de comunicaciones y lo que decidía el corazón del sistema, España, repercutía sobre sus satélites. Al invadir la Península, Napoleón hirió de muerte al sistema. Las rebeliones que se produjeron en sus colonias atentaron contra sus flancos. La red comunicacional estalló en mil pedazos. El rey, imposibilitado de dar órdenes, se desconectó de los virreyes. Para colmo, fue puesta en tela de juicio la legitimidad de las reglas de juego que pretendían imponer los representantes españoles del monarca depuesto. Todos estos factores, al estallar al unísono, ocasionaron la quiebra del sistema político español.

Mientras tanto, el clima político reinante en el Río de La Plata era, a comienzos de 1810, bastante más tranquilo que el que había en 1809. Hubo algún temor sobre lo que podría pasar con motivo de la elección, el 1 de enero, de alcaldes y regidores. Nada pasó y la calma continuó durante los próximos meses. Pero se trataba de la típica calma que precede a la tormenta. Cualquier chispa podía desatar un incendio de impredecibles consecuencias. En marzo se tuvo noticias de la violenta represión de la revolución paceña comandada por el general Goyeneche. Este cruento acontecimiento despertó la ira de los criollos y liberales, y no hizo más que alimentar le sueño independentista. Tal era el malestar que cuando a fines de ese mes llegó a Buenos Aires la noticia del avance francés sobre Sevilla, el júbilo se apoderó de la población provocando la lógica alarma de Cisneros. Es probable que en ese momento al virrey se le haya helado la columna vertebral. Días más tarde se conocieron otros hechos de extrema gravedad: la disolución de la Junta Central, la constitución del Consejo de Regencia y la orden de regreso dada a Liniers. Resultaba por demás evidente que España no confiaba demasiado en él. En abril se conoció la caída de Sevilla y la incertidumbre comenzó a cortar el ambiente político como una filosa navaja. En mayo el buque Mistletoe arribó a Buenos Aires con periódicos confirmando la caída de Sevilla, la constitución del Consejo de Regencia y el avance francés sobre Cádiz, último baluarte español. Para los criollos independentistas había llegado el momento de precipitar los acontecimientos.

Para comprender lo que estaba aconteciendo en Buenos aires aquel histórico mayo de 1810 resulta insuficiente, remarcan Floria y García Belsunce, hacer hincapié en esos episodios. Es fundamental considerarlos como partes o elementos de un complejo proceso de cambio político. Valiéndose del análisis sistémico consideran que “Los factores e influencias que se cruzan entonces-de índole económica, social, política, administrativa, militar e ideológica-, deben ser apreciados como interacciones que se explican dentro de un sistema social del cual forman parte, con autonomía relativa, un sistema-o subsistema-político y otro económico, en cada uno de los cuales suceden hechos que rompen o hieren su lógica interna” (1). Lo que acontecía en el subsistema económico repercutía en los restantes subsistemas y lo que acontecía en estos subsistemas repercutía a su vez en el subsistema económico. Y así sucedía con todos los subsistemas localizados dentro del sistema social. Además, un proceso político revolucionario como el que aconteció en el río de la plata en mayo de 1810 no puede explicado desde una única perspectiva. Apoyándose en Crane Brinton (2) Floria y García Belsunce consideran que un fenómeno tan complejo como el proceso revolucionario que tuvo lugar en Buenos aires no puede ser analizado desde una única perspectiva. Sería erróneo suponer, por ejemplo, que la revolución de Mayo surgió de manera espontánea, como si fuese un fenómeno natural (un tsunami, por ejemplo). También lo es creer que un proceso de esta índole fue el resultado de un plan perfectamente diagramado y ejecutado por los revolucionarios. Para que se produzca una revolución es fundamental que existan hombres dispuestos a cambiar el statu quo en un ambiente que sea propicio.

El problema era que los revolucionarios de aquella época tenían en mente proyectos de cambio disímiles. Ello se debía a diferencias en sus temperamentos, en los medios de que disponían, en sus ideologías y en la pertenencia a generaciones diferentes. Para ponerlo con nombre y apellido: no eran lo mismo Cornelio Saavedra y Mariano Moreno. Sin embargo, ambos tuvieron un gran protagonismo en los sucesos de mayo. Ello significa que cuando se producen cambios tan radicales personalidades diferentes se unen en torno a un mismo fin. Saavedra y Moreno se unieron para cortar el cordón umbilical con el imperio español. Ahora bien, el hecho revolucionario en sí era lo único que garantizaba la unión de los diversos grupos que actuaron en la revolución. Una vez consumado, cada uno de ellos intentó conducir el proceso que acababa de tener lugar en función de sus intereses y objetivos. La armonía reinante en los momentos previos al hecho revolucionario y en el momento de su consumación, desaparece una vez consumado. Muchas veces meras diferencias de forma no hacen más que encubrir diferencias de fondo que salen a la luz una vez que el proceso revolucionario se afianza para luego ponerse en marcha. Al principio, los dos grupos que destituyeron a Cisneros, los jacobinos (Moreno) y los moderados (Saavedra) lograron una suerte de “coexistencia pacífica”. El afán de independizarse de España había sido más fuerte que sus desavenencias. Pero más temprano que tarde os jacobinos impusieron su concepción del proceso revolucionario. La revolución se había radicalizado o, si se prefiere, “morenizado” (3). “La morenización” del proceso revolucionario fue cuestionada, por ejemplo, por Ricardo Zorraquín Becú, para quien Saavedra “quiso mitigar (…) la violenta lucha ideológica y política que se desencadenó inmediatamente después de la revolución (pero) no pudo evitar que en Buenos Aires mismo se produjeran los motines populares y las maniobras políticas que en definitiva iban a quebrar su popularidad y a eliminarlo del gobierno” (4).

(1) Floria y García Belsunce, Historia de los…, p. 294.

(2) Crane Brinton, Anatomía de la Revolución, Ed. Aguilar, Madrid, 1958.

(3) Aunque no lo reconozcan abiertamente, Floria y García Belsunce lamentan la “morenización” de la revolución: “Parecería como si los moderados debieran resignar su idealismo ante la presión de un realismo sin mayor preocupación por las reglas del juego acordadas. Aquéllos parecen obrar de acuerdo al sentido común, pero éste no parece regir las circunstancias revolucionarias, de ahí su rápida desubicación en el proceso”, “Historia de….”, p. 295.

(4) Ricardo Zorraquín Becú, Cornelio de Saavedra, Revista “Historia”, núm. 18, Buenos Aires, 1960, p. 8, en Floria y García Belsunce, Historia de…., p. 295.

Del 22 al 25 de mayo

La sociedad de Buenos Aires lejos estaba de ser homogénea. Había diversos grupos que, pese a estar unidos por su afán de independencia, perseguían objetivo diferentes. Un grupo bien diferenciado eran los hacendados y los militares, que presionaban para forzar al gobierno a adoptar una política económica determinada. Otros, como Elío y sus seguidores, pretendían imponer específicas políticas de oposición y forzar dentro del gobierno cambios en su personal que las garantizaran. Álzaga y los suyos también pretendían cambios de personas en el gobierno pero además, querían que existiera un gobierno formalmente independiente bajo el dominio de los españoles europeos. Por último, estaban quienes proponían una suerte de reformismo social promocionando la participación criolla en la estructura del Virreinato. Salvo el grupo de los hacendados y los militares, que conformaban un genuino grupo de presión, el resto quería participar activamente en el proceso de toma de decisiones del flamante gobierno revolucionario.

Lo acaecido el 22 de mayo demostró la “convivencia” de fuerzas políticas muy diferentes. La deposición de Cisneros fue apoyada tanto por Saavedra como por Moreno, tanto por el general Ruiz Huidobro como por Castelli. Como se expresa en la actualidad de manera coloquial, “no los unía el amor sino el espanto”. Tres días más tarde, la coalición desconoció la decisión del oficialismo de nombrar el 24 a Cisneros presidente de la Junta, e hizo saber de inmediato al Cabildo que exigía la inmediata constitución de una Junta integrada por Saavedra (presidente), Paz y Moreno (secretarios), Alberti, Azcuénaga, Belgrano, Castelli, Larrea y Matheu (vocales). Se trató del primer gobierno de coalición de nuestra historia. El grupo de la independencia (Saavedra, Paso, Belgrano, Castelli y Azcuénaga) y el partido republicano (Moreno, Larrea y Matheu) limaron momentáneamente sus diferencias en aras del supremo bien de entonces: deponer a Cisneros e instalar un gobierno criollo.

La quiebra del sistema político español permitió a la constelación de poderes (el político, el económico, el militar y el moral) liberarse de las cadenas que la tenían subyugada. De esos poderes el ideológico y el militar fueron vitales. Cuando se unieron-el primero como factor determinante y el segundo como factor legitimador-la caída de Cisneros fue inevitable. El proceso revolucionario había encontrado el actor ideal para ejecutarlo y una ideología que lo justificaba. El poder militar había dejado de ser un grupo de presión para pasar a ser un poderoso factor de poder, capaz de tornear el curso de los acontecimientos. La unión del poder militar y el poder ideológico hizo que el resto de los poderes se unieran. En otros términos: la iglesia y los grupos económicos concentrados concluyeron que no había otro camino que el apoyo a un proceso revolucionario que contaba con el apoyo de los militares y la justificación de la ideología liberal. Los hechos que tuvieron lugar entre el 18 y el 24 de mayo, los lugares en los que tuvieron lugar y la identidad de sus protagonistas, corrobora la alianza militar-ideológica (1).

(1) “Esta amalgama de ambos poderes-el ideológico y el militar-se refleja desde los lugares de reunión-casa de Rodríguez Peña y Martín Rodríguez, por ejemplo-y sus asistentes militares y civiles, hasta la representación conjunta en todas las cuestiones trascendentes: Castelli y Martín Rodríguez el 18 de mayo; Saavedra y Belgrano el 23; Castelli y Saavedra en la Junta del 24”: Floria y García Belsunce…. p. 299.

El Cabildo del 22 de mayo

El derrumbe del sistema político español había afectado severamente la autoridad de Cisneros. Éste se demostraba incapaz de garantizar la obediencia espontánea de los gobernados, lo que derivaba en una severa crisis de legitimidad. Se había roto el acuerdo básico que debe existir entre gobernantes y gobernados sobre las reglas de juego que debían regular la sucesión del monarca. Si bien aún el principio fundamental de legitimidad vigente hasta entonces-la confianza en la monarquía como sistema de gobierno- aún no era cuestionado por el pueblo, un alto porcentaje de personas quería tener participación en el proceso de elección del virrey y también expresar su disconformidad con un régimen político que implicara la continuidad del anterior. La idea de un cambio político profundo rondaba en muchísimas cabezas. En ese clima efervescente funcionó el Cabildo el 22 de mayo de 1810. Quien primero hizo uso de la palabra fue el Obispo Lué. Au mensaje fue claro y contundente: si quedaba tan sólo un vocal de la Junta Central y arribase al Río de la Plata debía ser considerado la única autoridad legítima. Su marcado conservadorismo fue rechazado por un buen número de miembros. Fue entonces cuando hizo uso de la palabra el joven abogado Juan José Castelli. Consideró que el gobierno soberano de España había caducado a partir del momento de la salida de Madrid del infante Antonio y de la disolución de la Junta Grande, cuyos poderes eran personales e indelegables. En consecuencia, remató, el Consejo de Regencia había pasado a ser un órgano ilegítimo lo que implicaba automáticamente la reversión de la soberanía al pueblo de Buenos Aires. En buen romance lo que Castelli dijo fue que a partir de lo que estaba aconteciendo en España el pueblo de Buenos Aires tenía todo el derecho del mundo a gobernarse por sí mismo.

Quien le salió al cruce fue el fiscal Villota. Expresó que sólo la Junta Central (que poseía votos de las provincias) estaba facultada para elegir la Regencia y que el pueblo de Buenos Aires no tenía la autoridad para tomar una decisión tan trascendente-la elección de un gobierno soberano-por sí mismo. Villota acusó, pues, a Castelli y sus seguidores de encabezar un movimiento revolucionario exclusivamente “porteño”. El argumento hizo trastabillar a Castelli pero fue socorrido por Juan José Paso. Lo primero que hizo fue reconocer la veracidad de la afirmación de Villota respecto a la nula representatividad del proceso revolucionario pero consideró que, a raíz de la compleja situación reinante no había tiempo para hacer participar del acontecimiento a los restantes pueblos. Cualquier retardo, enfatizó, podía llegar a hacer naufragar la revolución. La necesidad y la urgencia, por ende, apremiaban. Era imperiosa la constitución de un nuevo gobierno a nombre del rey, sentenció Paso. Una vez resuelto el asunto se procedería a la invitación a los demás pueblos para que concurriesen a conformar un gobierno definitivo. Vale decir que para Castelli el gobierno que emergería luego de la revolución sería de transición y su único objetivo sería sentar las bases para conformar un gobierno independiente definitivo. Luego del acalorado debate se procedió a la votación. Ciento sesenta y dos presentes votaron por la destitución de Cisneros y los restantes sesenta y cuatro por su continuidad. La fórmula que prevaleció fue “Se subrogue el mando Superior que tenía el virrey en el Exmo. Cabildo de la capital, hasta que se forme la corporación o junta que debe ejercerlo, cuya formación se hará en el modo y forma que estime el Cabildo”. Para que no quedaran dudas Saavedra expresó: “Y que no queden dudas que el pueblo es el que confiere la autoridad o mando” (1). La revolución se había consumado.

(1) Floria y García Belsunce, historia de los…, p. 302.

La relevancia del factor ideológico

Una vez consumada la destitución de Cisneros la Junta de Buenos aires remitió el 28 a los embajadores de España y Gran Bretaña en Río de Janeiro, al virrey del Perú y a los presidentes de Chile y Cuzco un comunicado en el que explicaba y justificaba lo que acababa de acontecer en Buenos Aires. He aquí el texto: “La Junta Central Suprema, instalada por sufragio de los Estados de Europa (alude a los reinos peninsulares) y reconocida por los de América, fue disuelta en un modo tumultuario, subrogándose por la misma sin legítimo poder, sin sufragio de estos pueblos, la Junta de Regencia, que por ningún título podía exigir el homenaje que se debe al señor don Fernando VII. No se le oculta cuánto la incertidumbre del Gobierno Supremo podía influir en la división y causar una apatía que rindiese estos Estados a la discreción del primero que fuera, o del interior aspirase a la usurpación de los derechos del rey. Por eso (el pueblo de Buenos Aires) recurrió al medio de reclamar los títulos que asisten a los pueblos para representar la soberanía, cuando el jefe supremo del Estado cual es el rey se halla impedido y no proveyó a la Regencia del Reino…” (1). El texto alude a la doctrina de la participación de los reinos y provincias de América en la soberanía acorde con la noción de plurimonarquía, al origen ilegítimo de la Junta de Sevilla, la doctrina de la reversión de la soberanía del pueblo y la doctrina respecto a la imperiosa necesidad de garantizar la seguridad propia, expuesta en el Cabildo por Juan José Paso. Pero nada dice sobre la profunda crisis que se había abatido sobre el pueblo de Buenos Aires y que había puesto en cuestión la legitimidad del proceso revolucionario. Ello significa que la Primera Junta y el régimen político resultante se apoyaban sobre pies de barro. Daba toda la sensación de que se estaba en presencia de un momento álgido donde no era sencillo vislumbrar cuál de los grupos intervinientes en la revolución lograría imponer su idea política a partir del 25 de mayo.

Ello explica lo tumultuosas que fueron aquellas jornadas cruciales. En el mediodía del 25 Cisneros presentó su renuncia luego de ver fracasar su último intento por salvar el régimen. Los revolucionarios ratificaron por escrito la constitución de una nueva Junta. El síndico Leiva intentó un gesto desesperado. Aprovechando que la tarde de esa histórica jornada era lluviosa y había, por ende, escasos militantes en las adyacencias del Cabildo, exclamó que dicha petición carecía de apoyo popular. La reacción fue fulminante. Si era intención del Cabildo conocer el nivel de adhesión con que contaba el movimiento revolucionario, bastaba con un simple gesto: la inmediata convocatoria a una sesión. En caso de no hacerlo se procedería inmediatamente a abrir los cuarteles para “convencer” al Cabildo de que el proceso revolucionario tenía el apoyo del pueblo de Buenos Aires. El Cabildo tomó la decisión que se imponía: aceptó la formación de una nueva Junta e inmediatamente prestó juramento a sus miembros, quienes se comprometieron a preservar esta región americana para don Fernando VII y sus legítimos sucesores. De esa forma quedó constituido el primer gobierno patrio, aclamado por una multitud que colmaba el lugar pese al mal tiempo.

(1) Demetrio Ramos, Formación de las ideas políticas que operan en el movimiento de mayo de Buenos Aires en 1810. “Revista de estudios políticos”, Ed. Del Instituto, Madrid, núm. 134, 1964, ps. 139/215, citado por Floria y García Belsunce, Historia de…., 305.

Un tema polémico: las fuentes ideológicas de la revolución

¿Cuál fue la ideología que orientó el accionar de los hombres de Mayo? No hay una única respuesta. Hay quienes consideran que el proceso revolucionario que desembocó en la destitución de Cisneros se nutrió de la tradición filosófica española. Otros, en cambio, prefieren destacar el influjo de las ideas de revolución norteamericanas y francesas. Es curioso que entre los defensores de la influencia española sobre el proceso revolucionario se destaquen dos autores situados en las antípodas. Por un lado, Jorge Abelardo Ramos para quien los levantamientos americanos fueron “prolongación en el Nuevo Mundo de la conmoción nacional en la vieja España” (1). Por el otro, Germán Bidart Campos quien expresa que “Lo que interesa poner de relieve es que la ideología empleada, y la forma como se institucionaliza en la Revolución de Mayo en su ciclo inicial, son de rancia estirpe española” (2). En la otra vereda cabe mencionar a Beatriz Bosch y Carlos Sánchez Viamonte (3). Floria y García Belsunce se valen del “principio de complementariedad” (4) para explicar la compleja trama ideológica que influyó sobre los revolucionarios. Según dicho principio la realidad se le presenta al hombre como un sistema o conjunto. De esa forma se pueden explicar problemas que en apariencia son contradictorios. Ello permite comprender la influencia que ejercieron en el proceso revolucionario autores disímiles como Suárez y Rousseau.

(1) Jorge Abelardo Ramos, Revolución y contrarrevolución en Argentina, Ed. La Reja, Buenos Aires, 1961, citado por Floria y García Belsunce, Historia de…., p. 307.

(2) Germán Bidart Campos, Historia política y constitucional argentina, Ed. Ediar, Buenos aires, Tomo I, 1976, p. 27. En las notas al capítulo I aconseja la lectura de Tulio Halperín Donghi, Tradición política española e ideología revolucionaria de Mayo, Ed. Eudeba, Buenos Aires, 1961; y del citado por Floria y García Belsunce, Demetrio Ramos, Formación de las ideas políticas que operan en el movimiento de mayo en Buenos Aires, Revista de Estudios políticos, Madrid, 1964, núm. 134.

(3) Beatriz Bosch, Trascendencia revolucionaria del Cabildo Abierto del 22 de Mayo, Ed. Univ. Nac. Del Litoral, Santa Fe, 1960; Carlos Sánchez Viamonte, Historia institucional argentina, FCE, México, 1948, en Floria y García Belsunce, historia de…, págs. 30//308.

(4) José Maravall, Teoría del saber histórico, “Revista de Occidente”, Madrid, 1958, pág. 58.

La teoría de la reasunción del poder por el pueblo criollo

El 25 de mayo de 1810 arrancó la gestión del primer gobierno criollo y señaló el comienzo de un proceso revolucionario cuyo objetivo no fue otro que la independencia. Se trató de un profundo cambio político y social. Político porque la autoridad del virrey fue reemplazada por la autoridad de la Junta de Buenos Aires. Social porque los criollos se hicieron cargo del mando conformando un gobierno autóctono. El cambio también abarcó lo económico porque a partir de esa fecha histórica el gobierno patrio tomaría medidas que provocarían el reemplazo de España por Gran Bretaña como país de referencia a nivel internacional. Y, finalmente, daría lugar a un profundo cambio militar ya que a partir de ese momento el poder militar tendría una activa participación en la estructura del Estado que nacía. La revolución de Mayo germinó en la cabeza de una élite intelectual. Las jornadas del 22 al 25 de mayo fueron posibles porque un selecto grupo político tenía en mente ideales políticos nuevos que sirvieron para justificar la revolución. A poco de instalado el primer gobierno criollo Mariano Moreno dijo a modo de sentencia que se había producido la disolución del pacto político que unía al virreinato con España, que los lazos que lo ligaban con la madre Patria habían sido disueltos. “La disolución de la Junta Central restituyó a los pueblos la plenitud de los poderes, que nadie sino ellos podía ejercer, desde que el cautiverio del rey dejó acéfalos al reino y sueltos los vínculos que los constituían, centro y cabeza del cuerpo social. En esta disposición no sólo cada pueblo reasumió la autoridad que de consuno habían conferido al monarca, sino que cada hombre debió considerarse en el estado anterior al pacto social de que derivan las obligaciones que ligan al rey con sus vasallos…” (1).

En este párrafo el fogoso Secretario del primer gobierno patrio destaca una teoría política que jugó un rol central en la revolución de mayo: la reasunción del poder por el pueblo de Buenos Aires. El cabildo del 22 de mayo dio por finalizado el mandato de Cisneros. Ahora bien ¿podía el pueblo de Buenos Aires tomar semejante decisión sin antes haber consultado a los restantes pueblos del Virreinato? Fue el fiscal Villota quien, en aquella histórica sesión del Cabildo, planteó que el pueblo de Buenos Aires carecía de la autoridad suficiente para decidir por sí mismo acerca de la caducidad del virrey. En consecuencia, sólo cabía esperar a que todos los pueblos del virreinato opinaran al respecto, lo que en la práctica significaba un aplazamiento del revocamiento de Cisneros. Lo que pretendía Villota no era más que ganar tiempo. Su argumento era difícil de ser rebatido. Si bien España estaba por desaparecer el establecimiento de un gobierno criollo en el Río de la Plata únicamente era legítimo si contaba con el apoyo de todos los pueblos del virreinato, representados por diputados reunidos en Congreso. Según Bidart Campos la aseveración de Villota sentó las bases del derecho público argentino (2). Juan José Paso decidió salirle al cruce esgrimiendo un argumento tan válido como el de su contrincante. Consideró que Buenos Aires, por su puerto y su ubicación geográfica, era blanco fácil para los cañones del enemigo, lo que también implicaba un riesgo para los restantes pueblos; en consecuencia, tenía “la facultad y el derecho de tomar la gestión del asunto ante el peligro común, sin perjuicio de someterse después a la aprobación de sus consocios, dándoles cuenta y razón de lo que ha hecho”. Urgido por la necesidad y el peligro Buenos Aires tomó una drástica decisión cuyo carácter era transitorio y precario, comprometiéndose, por ende, en poco tiempo a invitar a los representantes de los restantes pueblos a conformar un gobierno permanente (3), para conformar lo que hoy se denominaría un gobierno de “unión nacional”.

Vale decir que “la asunción de la capacidad política por parte de Buenos Aires lo es, entonces, a sólo título de gestión de negocios, con carácter provisorio, y sujeta a ratificación de los demás pueblos virreinales”, enfatiza Bidart Campos (4). Si bien el pueblo de Buenos Aires reasumió el poder, no era, por ende, su titular exclusivo. Lo eran todos los pueblos que componían el virreinato del Río de la Plata. La decisión que tomó el Cabildo el 25 de mayo fue provisoria, fruto de la delicada situación que imperaba en aquel momento. En términos actuales se puede decir que Saavedra, Moreno y compañía tomaron una dramática decisión a través de un decreto de necesidad y urgencia. Para dotar de legitimidad a semejante decisión era fundamental la inmediata participación de los restantes pueblos a través de sus representantes. Dice Bidart Campos: “Hemos de recordar que se conoce con el nombre de “ratihabición” la confirmación tácita o expresa que los pueblos del interior hacen con respecto a la decisión de Buenos Aires. Ratihabición significa, pues, en la historia de nuestro derecho constitucional, la ratificación por parte de los pueblos del interior de lo que, sin mandato suyo-pero a título de gestor de negocios-, hizo Buenos Aires entre el 22 y el 25 de mayo de 1810” (5).

(1) Mariano Moreno, Selección de escritos, Buenos Aires, 1961; en Floria y García Belsunce, Historia de los…, p. 310.

(2) Germán Bidart Campos, Historia política y constitucional argentina, Tomo I, Ed. Ediar, Buenos Aires, 1976, p. 32.

(3) Germán Bidart Campos, Historia política…., Tomo I, p. 32.

(4) Germán Bidart Campos, Historia política…., Tomo I, p. 32.

(5) Germán Bidart Campos, Historia política…., Tomo I, p. 33. Desde la página 33 hasta la página 35 Bidart Campos expone con extrema minuciosidad la manera en que quedó insinuada la futura participación de los pueblos del interior durante las históricas jornadas de mayo.

La revolución de Mayo y la influencia del ejército

Lo que aconteció en mayo de 1810 fue una revolución cívico-militar. Un grupo de vecinos calificados tomó la decisión fundamental el 22 y en la constitución de ambas juntas, la del 24 y la definitiva del 25, las fuerzas militares tuvieron un rol protagónico. Como bien señala Bidart Campos en la segunda acta capitular del 25 para la constitución de la Junta, se lee que los miembros del cabildo tuvieron noticia de una representación efectuada por vecinos, los comandantes del ejército y miembros de los cuerpos de voluntarios, a nombre del pueblo. Ello significa que el proceso revolucionario fue motorizado por el sector civil y el sector militar. ¿La revolución de Mayo presentó, entonces, un carácter elitista? ¿El grueso de la población quedó al margen de las graves decisiones que se estaban tomando? Es cierto que sólo una minoría participó activamente pero no pueden soslayarse las constantes invocaciones al pueblo como el ámbito donde germina el poder y como el sujeto final que legitima las decisiones tomadas por la élite. La élite política y la élite militar fueron capaces de actuar de ese modo porque a sus espaldas había un pueblo que las apoyaba. Hay quienes, como Rodolfo B. Rotman (1), están convencidos de que la revolución fue protagonizada exclusivamente por la élite política y la élite militar. Otros, como José Ingenieros (2), enfatizan el carácter popular del movimiento revolucionario. Para los primeros hubo una notoria indiferencia del pueblo, una apatía que fue contrarrestada por el ímpetu revolucionario de la élite civil y la élite militar. Para los segundos lo que aconteció en mayo fue lisa y llanamente una revolución popular. Los vecinos calificados y los jefes militares habrían sido literalmente empujados hacia el Cabildo por las masas para encender la llama revolucionaria. Bidart Campos opta por el honorable término medio. La revolución fue protagonizada por la élite civil y la élite militar apoyadas en un amplio consenso que brotaba de la comunidad. No hubo, pues, incompatibilidad alguna entre el activismo de las élites y la naturaleza popular del proceso que se estaba gestando. No se trató ni de una revolución preparada y ejecutada por unos pocos, ni de una pueblada que arrasó con Cisneros y compañía.

Surge una cuestión por demás interesante, vinculada estrechamente con la anterior. ¿Qué entendían por “pueblo” los ideólogos y los protagonistas de aquella gesta? Bidart Campos hace una interesante distinción. Cuando los documentos de entonces hacían referencia, por ejemplo, al pueblo congregado en la plaza aguardando saber de qué se trataba, la palabra “pueblo” era sinónimo de población. En cambio, cuando se aludía al pueblo apostado en las adyacencias del cabildo, dicho vocablo aludía al pueblo activo determinado a dotar de legitimidad al proceso revolucionario. Se utiliza el término en sentido calificado. No se trata de la población pasiva que espera en sus hogares el devenir de los acontecimientos sino del protagonismo de los grupos sociales y las élites que actuaban en representación de todos. El pueblo en sentido amplio alude a la masa inorgánica de individuos mientras que en sentido estricto hace referencia a los grupos activos situados en lo más alta de la jerarquía social (los vecinos principales, la alta burocracia, el clero principal, los militares criollos y la burguesía intelectual). La revolución de Mayo fue posible porque el pueblo en sentido estricto tomó la decisión de hacerla y porque el pueblo en sentido amplio le brindó su apoyo. El vocablo pueblo, enfatiza Zorraquín Becú, “tan pronto era la comunidad política en su totalidad, representada por el vecindario urbano (pueblo en sentido amplio), y tan pronto era una reunión accidental de personas sin jerarquía política pero con evidente influencia sobre las decisiones de las autoridades (pueblo en sentido estricto o, si se prefiere, grupos de presión)” (3). Otro autor considera que en los sucesos de Mayo actuó solamente el pueblo en sentido estricto (4). Enemigo de las posturas extremas, Bidart Campos sentencia que “En la semana de mayo, el poder militar es fundamentalmente activo; sumada su fuerza a la del poder ideológico, y mediante la intervención de la minoría calificada-de composición y extracción pluralistas-que participa en el cabildo del 22 de mayo, se obtiene la participación popular que los documentos oficiales de la época describen y se llega, en definitiva, a la conclusión de que las fuerzas refractarias y de oposición quedan neutralizadas o no alcanzan a contener el movimiento (…) Lo importante y decisivo es que logró eficacia, y que la logró con legitimidad porque quienes consumaron los actos del 22 al 25 de mayo dispusieron de la gravitación necesaria para transformar en poder la obediencia y el consenso de la comunidad. Incluso afianzaron doctrinariamente la instalación del nuevo gobierno en la fuente de autoridad popular” (5).

En aquellas épicas jornadas ejerció un rol estelar el poder militar. Destacar el papel que jugaron las fuerzas armadas en el proceso revolucionario no significa reducir los hechos de Mayo a una conjura castrense sin el apoyo del pueblo. Tampoco significa negar el consenso popular del que gozó. Significa reconocer la activa participación de los jefes militares y las fuerzas bajo su mando, que hicieron posible una revolución que gozaba de un fuerte apoyo popular. A partir del 18 de mayo las casas de Martín Rodríguez, Rodríguez Peña y Viamonte, fueron el escenario de reuniones entre civiles y militares. En una de ellas fue requerida la presencia de un relevante hombre de armas: Cornelio Saavedra. Mientras tanto, Cisneros, cuyas horas en el poder estaban contadas, imitó a los revolucionarios, es decir, convocó en la Fortaleza a los jefes de los cuerpos armados con un único objetivo: quería saber qué pensaban y cuáles era sus intenciones. Quería saber, por ende, si todavía contaba con el apoyo de las fuerzas armadas. Inmediatamente tuvo conciencia de lo que significaba una expresión que se popularizó mucho tiempo después: vacío de poder. El 20 de mayo Castelli le habría exigido a Cisneros dejar el poder en estos términos: “Excelentísimo señor: tenemos el sentimiento de venir en comisión por el pueblo y el ejército, que están en armas, a intimar a V. E. la cesación en el mando del Virreinato” (6). El 24 de mayo Cisneros logró retener el mando de las fuerzas militares pero al mismo tiempo reconoció que la legitimidad de la Junta erigida ese día dependía de la voluntad de los jefes castrenses. Al día siguiente fue elevado al Cabildo un petitorio suscripto por más de cuatrocientas firmas en demanda de la remoción del virrey, algunas de relevantes comandantes y jefes de tropas. La influencia de Saavedra, jefe del cuerpo de Patricios, fue decisiva para torcer el curso de los acontecimientos a favor de los revolucionarios.

Emerge en toda su magnitud el rol de las fuerzas armadas en el proceso revolucionario. A tal punto fue así que el propio Saavedra reconocería tiempo después que la revolución no hubiera tenido lugar si no hubieran participado los militares bajo su liderazgo. Es cierto que la revolución careció de un caudillo, pero también lo es que hubo una élite militar que logró captar la adhesión de importantes grupos sociales que constituyeron el basamento civil del proceso revolucionario. En las vísperas de la revolución un enérgico Saavedra le señaló a Cisneros que el origen de su autoridad (el rey de España) había dejado de existir. Como el virrey había perdido toda legitimidad para ejercer el mando en el Río de la Plata las fuerzas armadas carecían de motivos para continuar apoyándolo. Saavedra le señaló a Cisneros que se había quedado solo. El poder militar había entrado en acción. Lo desplazó a Cisneros y apoyó al gobierno criollo. No fue casual, pues, el importante número de militares que asistieron al cabildo abierto del 22 de mayo y que firmaron el petitorio popular del 25. La aristocracia y la élite dirigente eran conscientes de que a sus espaldas las fuerzas armadas estaban listas para actuar. Fue por ello que la destitución de Cisneros no fue un salto al vacío.

La destitución de Cisneros fue producto del accionar castrense legitimado por la sociedad. Sin embargo, Vicente D. Sierra y Roberto H. Marfany, por ejemplo, reducen la revolución de Mayo a una insurrección militar. Ello significa que Cisneros cayó sólo porque el ejército así lo dispuso. Marfany sostiene: “si seguimos el desarrollo de los sucesos veremos más claro aun el sentimiento del cabildo frente a la imposición militar y la insurrección del ejército, y no a la aludida conmoción del pueblo, ni a la agitación provocada por el grupo que se mantenía en los corredores. Este no habría conseguido hasta ahora obtener nada del municipio. La cesantía de Hidalgo de Cisneros que habían solicitado al comienzo de la sesión es acordada recién cuando la exigen los comandantes” (7). Por su parte Sierra dice: “El cabildo no cedió ante ninguna exigencia popular. Contra ésta resolvió apelar a las armas. Pero contra el alzamiento de las tropas no cabía resistencia alguna. Realidad que asigna a estos hechos un carácter primordial de pronunciamiento militar, pues la cesantía de Cisneros fue acordada recién cuando la pidieron los comandantes” (8). Es cierto que Cisneros bajó los brazos cuando se percató de que las fuerzas armadas no lo apoyaban. Pero también lo es que el poder militar no hubiera actuado como lo hizo de no haber existido en el pueblo un ferviente deseo de emancipación. El poder militar supo captar el clima político del momento y actuó en consecuencia. Según la segunda acta del cabildo con fecha 25 de mayo de 1810, los miembros del Cabildo “se enteraron de una representación que han hecho a este Excmo. Cabildo un considerable número de vecinos, los comandantes y varios oficiales de los cuerpos voluntarios de esta capital”, quienes, en representación del pueblo, decidieron revocar la junta constituida el día anterior…”Y los señores, habiendo salido al balcón de estas casas capitulares, oído que el pueblo ratificó por aclamación el contenido de dicho pedimento o representación…acordaron: que debían mandar y mandaban se erigiese una nueva Junta de Gobierno, compuesta de los señores expresados en la representación de que se ha hecho referencia, y en los mismos términos que de ella aparece, mientras se erige la Junta general del virreinato” (9). En definitiva, “Lo importante es que una minoría, con suficiente apoyo y conducción militar, interpreta el consenso revolucionario del pueblo, e impone una autoridad que, sociológica y políticamente, tiene capacidad de mandar y de hacerse obedecer” (10).

¿Persiguió la Revolución de Mayo la independencia?

¿Significó la destitución de Cisneros el comienzo de un proceso revolucionario tendiente a romper definitivamente los vínculos con España o se redujo al reemplazo del virrey por un gobierno criollo representante del rey en cautiverio? Hay un hecho que no admite ninguna duda: Cisneros fue desalojado del poder por un movimiento que legitimó la decisión del pueblo de ejercer la soberanía. Hay que tener en claro que la Revolución de Mayo no se redujo a lo acaecido el día 25 sino que se trató de un proceso. El 25 señaló el comienzo de dicho proceso que culminó en 1816 cuando el Congreso que sesionaba en Tucumán declaró formalmente la independencia. Ahora bien, no se debe negar otro hecho evidente: los hechos del 25 desembocaron en el ascenso al poder de una Junta que no abjuró de su fidelidad a Fernando VII. Sin embargo, los hechos que tuvieron lugar a posteriori pusieron en evidencia el carácter revolucionario de la gesta de Mayo, el anhelo de independencia. El gobierno criollo se constituyó para preservar la integridad del Virreinato y la Junta de septiembre de 1811 llevaba adosado el calificativo de conservadora, lo que indicaba su propósito de resguardar la soberanía de Fernando. En octubre de ese año el gobierno de Buenos Aires suscribió un tratado con el virrey Elío en virtud del cual “reconoce la unidad indivisible de la nación española de la cual forman parte integrante las Provincias del Río de la Plata en unión con la Península y con las demás partes de América”.

Bidart Campos, Floria y García Belsunce son partidarios de esta interpretación. Otros historiadores consideran que se trató de un maquillaje, que la fidelidad jurada por los revolucionarios al rey en cautiverio fue aparente. Se trata de la famosa “máscara” de Fernando, de una estrategia basada en la simulación de obediencia al monarca por razones de prudencia política. Según Ricardo Levene “El estado soberano y libre de toda dominación había sido el fin supremo de la Revolución de Mayo, y sus hombres dirigentes se vieron obligados a adoptar la máscara de Fernando VII por razones de política interna…y por razones de política exterior…Fue la primera simulación sobre la causa de la independencia, bien pronto seguida de otra no menos gloriosa y necesaria simulación: la invocación monárquica para ganar tiempo, sobre la forma de gobierno a adoptarse” (11). Opina lo contrario Enrique de Gandía quien considera que es “una ingenuidad suponer que determinada junta, nacida a impulsos poderosos del pueblo que victoreaba desesperado a su monarca, fingía esos sentimientos, usaba una “máscara”, porque uno de sus integrantes tenía o decía haber tenido, años más tarde, ideas separatistas…Lo correcto, lo honesto, es decir que las juntas, en América, nacieron del fidelismo, del amor del pueblo a su monarca, Fernando VII-hecho documentado hasta la saciedad-, y que en algunas de esas juntas había hombres con ideas de independencia” (12).

¿Hubo o no simulación de los revolucionarios respeto a su fidelidad a Fernando VII? La mitad de la biblioteca opina que sí la hubo; la otra mitad opina lo contrario. Bidart Campos es terminante: “Lejos de aceptar nosotros que la invocación y el juramento a Fernando fueron una máscara, pensamos que el movimiento de Mayo, sin ser únicamente un golpe militar, cumplió su primera etapa con la instalación de órganos gubernativos que leal y realmente surgieron para reemplazar a los órganos españoles impedidos (rey) o disueltos (Junta de Sevilla). Producido el hecho originario-de por sí trascendente-se le acopló luego como desarrollo ulterior la efectiva consumación de la independencia, cuyo ideario larvado estaba latente desde antes de 1810”, lo que no significa que no se hubiera consumado la independencia el 25 de Mayo “porque a partir de ese momento cesa de hecho el ejercicio y la eficacia del poder español en el Río de la Plata” (13). Pese a la contundencia de los argumentos esgrimidos a favor de la “máscara”, nos sentimos inclinados a apoyar la otra postura, máxime si quien la enarboló fue nada más y nada menos que Saavedra: “por política fue preciso cubrirla (a la Junta) con el manto del señor Fernando VII a cuyo nombre se estableció y bajo de él expedía sus providencias y mandatos” (14). Por su parte, Esteban Echeverría exclamaría años más tarde que “en la cabeza de los revolucionarios de mayo, Fernando VII era una ficción de estrategia exigida por las circunstancias” (15).

(1)-Rodolfo B. Rotman, Mayo: ¿pronunciamiento militar o revolución popular?, Bs. As., en Germán Bidart Campos, Historia Política y….., pág. 82

(2)-José Ingenieros, La evolución de las ideas argentinas, Obras completas, Elmer, Bs. As., vol. 13, T. III, págs. 14/15, en Germán Bidart Campos, Historia Política y …., pág. 82.

(3)-Ricardo Zorraquín Becú, En torno a la revolución de Mayo: el fundamento del poder político, Revista Jurídica de Bs. As., I-II, 1960, pág. 82, en Germán Bidart Campos, Historia Política y…., pág. 83.

(4)-Roberto H. Marfany, ¿Dónde está el pueblo? Un capítulo de la Revolución de Mayo, en Humanidades, Universidad Nacional de la Plata, 1948, T. XXXI, en Germán Bidart Campos, Historia Política y…., pág. 83.

(5)-Germán Bidart Campos, Historia Política y…., pág. 43.

(6)-Vicente D. Sierra, Historia de la Argentina, vol. IV, Bs. As., 1969, págs. 524 y siguientes, en Germán Bidart Campos, Historia Política y…., pág. 84.

(7)-Roberto H. Marfany, ¿Dónde está el pueblo?, Bs. As., 1948, pág. 32, en Germán Bidart Campos, Historia Política y…., págs. 85/86.

(8)-Vicente D. Sierra, Historia de la Argentina, Vol. IV, pág. 555, en Germán Bidart Campos, historia Política y…., pág. 86.

(9)-Aurelio Prado y Rojas, Leyes y decretos promulgados en la Provincia de Buenos Aires desde 1810 a 1876, Bs. As., 1877, págs. 27/29, en Germán Bidart Campos, Historia Política y…., pág. 87.

(10)-Germán Bidart Campos, Historia Política y…., pág. 47.

(11)-Ricardo Levene, Significación argentina y americana de la declaración de la independencia del Congreso de Tucumán, La Nación, 9 de julio de 1939, en Germán Bidart Campos, historia Política y…., pág. 91.

(12)-Enrique de Gandía, Historia de ideas políticas en la Argentina, Tomo III: “Las ideas políticas de los hombres de Mayo”, cit. Pág. 5, en Germán Bidart Campos, historia política y…, pág. 91.

(13)-Germán Bidart Campos, historia política y…..págs. 50/51.

(14)-Carlos Calvo, Anales histórico de la revolución de la América Latina, París, 1864, tomo I, pág. 185, en Germán Bidart Campos, historia política y…, pág. 90.

(15)-Esteban Echeverría, Mayo, su filosofía, sus hechos, sus hombres. Antecedentes y primeros pasos de la Revolución de Mayo, Honorable Concejo Deliberante, Bs. As., 1960, pág. 104, en Germán Bidart Campos, Historia Política y…., págs. 90/91.

La Junta y el monopolio legítimo de la fuerza

Una vez instalado el gobierno presidido por Saavedra emergió delante suyo el primer gran problema a resolver: cómo consolidar el proyecto revolucionario. Para ello era fundamental hacer realidad lo dispuesto por el mandato del 28 de mayo. Para que la revolución no se derrumbase era fundamental proceder a la invitación de los representantes de todos los pueblos del Virreinato a la constitución del gobierno permanente. Además, el gobierno de extremar todos sus recaudos para impedir que la cohesión del movimiento estallara por los aires. Por si ello no resultara suficiente, debía estar muy atento, por un lado, a la reacción de las autoridades españolas que no estarían dispuestas, al enterarse de la destitución de Cisneros, a convalidar semejante hecho y, por el otro, a una eventual intervención de Inglaterra o Portugal en el virreinato para forzar un retorno a la situación previa a la revolución. El gobierno criollo tenía, pues, delante suyo muchos y graves problemas, tanto internos como externos, que resolver. Lo primero que debía ocuparse el gobierno era evitar que lo acaecido el 25 se redujera a un golpe de estado militar, a una decisión tomada por la élite militar en el más profundo hermetismo. Debía, por ende, dotar de legitimidad a la destitución de Cisneros, lograr que el pueblo la apoyase. En los días posteriores era evidente que no toda la población apoyaba lo acontecido el 25 de mayo. Había un sector del pueblo que estaba exultante, apoyaba sin hesitar a Saavedra y sus funcionarios. Otro sector se sentía atemorizado por lo que pudiera provocar de aquí en adelante semejante decisión. Finalmente, un importante número de personas no tenía claro cuáles eran los verdaderos objetivos del movimiento. Saavedra debía, pues, ganarse la confianza de los gobernados.

Para que el pueblo confiara en el gobierno era fundamental que percibiera de inmediato su capacidad para ejercer el monopolio legítimo de la violencia. Debía evitar que la sociedad lo percibiera como un gobierno débil, timorato, incapaz de garantizar el orden público. En consecuencia, debía hacerse respetar de entada. Y lo hizo a través de un comunicado fechado el 26 de mayo que establecía que: “Será castigado con igual rigor cualquiera que vierta especies contrarias a la estrecha unión que debe reinar entre todos los habitantes de estas Provincias o que concurra a la división entre españoles europeos y americanos, tan contraria a la tranquilidad de los particulares, y bien general del Estado” (1). Era vital para el gobierno lograr la buena convivencia entre metropolitanos y americanos, basamento fundamental de su legitimidad. También lo era que su ejercicio del poder se redujera a declamaciones. Necesitaba imperiosamente confirmar en los hechos lo que prometía verbalmente. El cumplimiento de sus primeros dos mandatos demostrarían a los gobernados que estaba en condiciones de ejercer el poder. Debía efectivizar la invitación a los pueblos del Virreinato a enviar diputados parta la conformación del gobierno definitivo y enviar fuerzas militares al interior para evitar que se produjeran desbordes ocasionados por los nostálgicos del antiguo régimen. Saavedra ordenó que se informara a las autoridades de los restantes pueblos del Virreinato sobre los hechos que culminaron el 25 de mayo para luego invitarlas a reconocer su autoridad provisoria y enviar sus representantes al Congreso General. Mientras tanto fue designado el coronel Ortiz de Ocampo jefe de una división de mil hombres para garantizar la paz social. Hombres desconfiados, los miembros del primer gobierno criollo designaron a Hipólito Vieytes su delegado con la misión de acompañar a Ocampo. Poca gracia le debe haber hecho al jefe militar la presencia de Vieytes a su lado.

La decisión de Saavedra de enviar al interior una fuerza militar de envergadura quedó rápidamente justificada. Era evidente que tanto la ciudad de Montevideo como la de Córdoba no iban a quedarse de brazos cruzados ante los hechos consumados. Apoyados por el Cabildo cordobés Liniers y Gutiérrez de la Concha movilizaron una fuerza armada para aplastar lo que consideraban había sido una insurrección. El de junio ese Cabildo decidió no reconocer al gobierno criollo acusándolo de haber protagonizado un hecho de fuerza. Oh casualidad el mismo día Montevideo expresó que reconocería a la Junta si juraba lealtad al Consejo de Regencia. Mientras tanto, en Buenos Aires el Cabildo se inclinaba a hurtadillas por la reacción realista. Primero le sugirió a la Junta que procediera a la rotación de su presidencia, lo que fue considerado por la Junta como una intromisión indebida del Cabildo en su funcionamiento interno. Luego escuchó la sugerencia de Cisneros de reconocer la autoridad del Consejo de Regencia, la que hizo efectiva el 14 de julio sin que la Junta lo supiese. Mientras tanto la ola de rumores no cesaba y la Junta se enteró de un plan de Cisneros y la RealAudiencia que encendió todas las alarmas. Los mencionados tenían intención de trasladarse a Montevideo para reinstalar la autoridad de España. De ahí a aplastar al gobierno criollo de Buenos Aires había un paso. Consciente de ello la Junta no titubeó: ordenó el arresto de los involucrados para luego embarcarlos rumbo a Europa.

(1) Carlos Floria y César García Belsunce, Historia Política y…., pág. 333.

La decisión draconiana de la Junta

Córdoba y Montevideo lejos estaban de ser los únicos focos de rebelión. Las autoridades de las provincias del Alto Perú habían tomado la decisión de no reconocer la autoridad de la Junta. Con el propósito de deslegitimar a la Junta el virrey Abascal decidió anexar de manera provisoria al Virreinato del Perú a las provincias que formaban parte del Virreinato del Río de la Plata. Por su parte, Paraguay optó por no romper relaciones con la Junta y Chile consideró los hechos de Mayo cosa juzgada. Afortunadamente, la Junta contó rápidamente con el apoyo de las ciudades o villas de Santa Fe, Entre Ríos, Corrientes, Tucumán, Catamarca, Salta, Mendoza, Santiago del Estero y Jujuy. En agosto afirmó su apoyo Tarija, justo el mes donde la Junta tomó su decisión más radical. Liniers decidió dirigirse al norte para unirse con las tropas del alto Perú. Pero muy pronto se quedó sin tropas, a tal punto que al arribar a destino carecía de una fuerza militar organizada. Lo mismo pasó con Gutiérrez de la Concha, el obispo Orellana y los demás cabecillas rebeldes. El 5 de agosto Liniers, cercado por González Balcarce, resolvió disolver el grupo que lo seguía para evitar ser capturado. En la noche del 6 al 7 de agosto todos los cabecillas de la insurrección fueron capturados por las tropas de la Junta. Y aquí comenzó el drama. El 28 de julio la Junta había tomado la decisión de condenar a muerte a quienes cometieran delitos notorios-delitos que amenazaran la autoridad de la Junta-considerando que la única manera de garantizar la estabilidad del nuevo sistema era cortando de cuajo cualquier intento de restauración del antiguo sistema.

El hecho de que Liniers gozara de mucho prestigio y los peligrosos focos de incendio que habían comenzado a expandirse por el territorio del virreinato explican semejante decisión. La supervivencia de la revolución estaba en juego y, por ende, la de las cabezas de sus líderes. Si la Junta pretendía continuar en el poder debía pagar el alto costo político de aplastar sin miramientos la rebelión realista. Pese a los pedidos de clemencia que partieron de las filas de los rebeldes la Junta actuó sin contemplaciones. Ésta encargó al más jacobino de sus miembros, Juan José Castelli, el cumplimiento de la sentencia. El 25 de agosto Liniers y los demás cabecillas fueron fusilados en el paraje de Cabeza de Tigre, próximo a Cruz Alta. Sólo se salvó, quizá por ser un sacerdote, Orellana. A partir de ese dramático momento la Junta tomó conciencia de que no había marcha atrás, que sólo le quedaba por delante afianzar el proceso revolucionario. Saavedra, Moreno y compañía actuaron con mente fría. Algunos considerarán repudiable desde el punto de vista ética semejante decisión. Lo es, obviamente, pero hay que situarse en el lugar de los revolucionarios. ¿Qué otra decisión podían tomar? Si no ejecutaban a los cabecillas, entre los que se contaban nada más y nada menos que un ex virrey y un gobernador intendente, hubieran brindado una imagen de debilidad política inaceptable. Los revolucionarios no podían darse semejante lujo. Porque ante el menor atisbo de debilidad la reacción realista se hubiera llevado puesta a la Junta. A partir de entonces para la Junta su lema fue “revolución o muerte”. Fue entonces cuando apareció la Gazeta de Buenos Aires, dirigida por Mariano Moreno, el órgano de prensa y propaganda de la Junta cuyo objetivo era legitimar todas y cada una de sus decisiones (1).

(1) Floria y García Belsunce, Historia de…capítulo 15

Saavedra versus Moreno

La Junta estaba compuesta por dirigentes notables, entre los que sobresalían Saavedra, Moreno, Castelli y Belgrano. A pesar de sus diferencias políticas e ideológicas, los unía el ferviente deseo de consolidar y expandir la revolución. Las expediciones militares fueron la herramienta de que se valieron para materializarlo. Castelli y Belgrano fueron elegidos para conducir tales expediciones y fue a partir de entonces cuando la Junta comenzó a crujir. Si bien los temperamentos de ambos eran diferentes-Castelli era un jacobino y Belgrano era un moderado-eran amigos y colegas de profesión, y se respetaban. El vacío dejado en el seno de la Junta no hizo más que ahondar las diferencias entre Cornelio Saavedra y Mariano Moreno. Saavedra tenía a su favor el prestigio de su investidura, su respetable carrera militar y el apoyo de importantes sectores de la población. Mientras que Moreno logró el alineamiento de Azcuénaga, Paso, Larrea y Matheu. Esta fisura no fue fruto de la casualidad. El enfrentamiento de Saavedra con Moreno venía de la época del enfrentamiento entre Álzaga y Liniers, enfrentamiento que puso en evidencia un duro choque de personalidades. Este factor personal se tradujo en enfrentamientos acerca del curso político que debía seguir la Junta. Saavedra era el símbolo de la moderación. En una carta enviada a Chiclana expresa lo siguiente: “…me llena de complacencia al ver el acierto de tus providencias y el sistema de suavidad que has adoptado: él hará progresar nuestro sistema y de contrarios hará amigos; él hará conocer que el terror sino la justicia y la razón son los agentes de nuestros conatos” (1). Por esos días Moreno también le escribió a Chiclana en estos términos: “Potosí es el pueblo más delicado del virreinato y es preciso usar en él un tono más duro que el que ha usado en Salta…Perezca Indalecio y no le valgan las antiguas relaciones con el buen patriota Alcaraz, la patria lo exige y esto basta para que lo ejecute su mejor hijo, Chiclana” (2). Lo que realmente pensaba Saavedra de Moreno quedó registrado en la siguiente carta enviada nuevamente a Chiclana, en la que expresa que “…las máximas de Robespierre que quisieron emitir son en el día detestables…Ya te dije que el tiempo del terrorismo ha cesado” (3). Saavedra creía que con buenos modales podrían solucionarse los graves problemas que aquejaban a la Junta. Moreno creía exactamente lo contrario. Si bien es contra-fáctico, cabe preguntarse lo siguiente: ¿qué hubiera pasado si frente a la contrarrevolución liderada por Liniers hubiera prevalecido el criterio de Saavedra? Es probable que todos los miembros de la Junta hubiesen sido depuestos y posteriormente ejecutados. Seguramente Moreno pensó en esta posibilidad y no dudó: hizo ejecutar a Liniers y los demás cabecillas. De esa forma aseguró la continuidad del proceso revolucionario.

La influencia de Moreno en la Junta fue decisiva. Fue entonces cuando tomó estado público el célebre plan terrorista y que tantas polémicas continúa provocando. Haya sido Moreno su autor o no, lo cierto es que reflejó el espíritu jacobino de numerosas disposiciones de la Junta. Sus miembros la tenía muy clara: allí donde surgiera un foco opositor la fuerza militar revolucionaria debía aplastarlo sin miramientos. Lo que acontecía en Córdoba y Montevideo, la amenaza del norte y la pasividad paraguaya, convencieron a los miembros de la Junta que no eran momentos de conciliación y buena educación. Ello explica la dureza de las órdenes impartidas a Castelli y Belgrano. El primero debía investigar el comportamiento de todos los jueces y vecinos, enviando a Buenos Aires a quienes se hubieran manifestado opositores al gobierno revolucionario. Disponía que todo aquel considerado enemigo de la causa revolucionaria fuera ejecutado en el lugar donde fuera encontrado y que la administración de los pueblos del virreinato quedase en manos de los revolucionarios. Las órdenes impartidas a Belgrano fueron más virulentas. En caso de resistencia debían ser ejecutados el obispo, el gobernador, su sobrino y quienes hayan sido los principales responsables de aquélla. Europeo que fuese hallado en los ejércitos opositores portando armas debía ser ejecutado aun cuando fuese un prisionero de guerra. En ese clima se fortaleció la decisión de las Junta de apostar por la independencia definitiva de España. Fue entonces cuando lord Strangford “advirtió” a la Junta sobre los peligros que traería aparejados toda declaración “apresurada” de independencia, ya que semejante decisión obligaría a Gran Bretaña a salir en ayuda de España.

(1) Carta fechada el 27 de octubre de 1810, en Floria y García Belsunce, Historia de…., pág. 337.

(2) Carta fechada el 20 de noviembre de 1810, en Floria y García Belsunce, Historia de…, pág. 337.

(3) Carta fechada el 11 de febrero de 1811, en Floria y García Belsunce, historia de…, pág. 337.

Constitución de la Junta Grande. Muerte de Mariano Moreno y un enigma aún no resuelto

El arribo de los diputados de las ciudades del interior, en su mayoría moderados, le permitió a Saavedra contrarrestar el ímpetu revolucionario de Mariano Moreno. Sorpresivamente, apenas arribados a Buenos Aires fueron incorporados a la Junta por el orden de su llegada para de esa forma garantizar la representación total del Virreinato. Lo lógico hubiese sido que apenas llegados a Buenos aires se hubiesen reunido en un cuerpo deliberativo-una corte o un Congreso-.Moreno, perspicaz como pocos, se percató de que con semejante método de incorporación quedaría severamente dañado el principio del secreto de las deliberaciones, además de obstaculizar el funcionamiento del gobierno. Ello explica su enérgica oposición a tal incorporación mientras los diputados eran conducidos por el inteligente y culto Gregorio Funes, con el beneplácito, obviamente, de Saavedra. Floria y García Belsunce narran lo siguiente: “Pronto el conflicto ganó la calle y alentó la formación de grupos partidarios. Moreno, que se daba cuenta del movimiento táctico de su adversario, perdió la paciencia y aprovechó un incidente minúsculo para tratar de desacreditar al presidente y alterar el equilibrio de las fuerzas. Con motivo de festejarse el triunfo de Suipacha, el regimiento de Patricios dio un banquete a su antiguo jefe, el presidente Saavedra. A los postres un capitán Duarte, que presuntamente habría bebido copiosamente, hizo un brindis ofreciendo a Saavedra una corona de azúcar que había servido para decorar uno de los manjares. Saavedra la aceptó y la pasó inmediatamente a su mujer. Moreno, a quien se había negado la entrada al cuarte, tal vez haya supuesto que en el banquete se buscaba el apoyo militar para la incorporación de los diputados, y sabedor del episodio de la corona, provocó su contragolpe, mientras comenzaban a correr rumores de que el presidente quería ser proclamado rey. El 6 de diciembre Moreno presentó a la Junta un proyecto de decreto (1) que suprimía los honores a la persona del presidente dispuestos el 28 de mayo, establecía la igualdad de todos los miembros de la Junta y se exigía la concurrencia por lo menos de cuatro firmas para que las resoluciones de la Junta fuesen válidas. Esta última disposición-la menos recordada por la historia popular-era fundamental, pues dado que moreno tenía la mayoría en la Junta, podía así enervar la incorporación de los diputados. Saavedra firmó pacíficamente el decreto” (2)

Este episodio demuestra que en aquella época la faz agonal de la política gozaba de su máximo esplendor. Moreno actuó con gran astucia y en aras del éxito de la revolución. Era consciente de que si la Junta se transformaba en un cuerpo deliberativo de masas, Saavedra no tendría problema alguno en imponer su orientación política y su manera de enfocar la marcha del proceso revolucionario. Pero su sueño se desmoronó como un castillo de naipes. La Junta se reunió para recibir la petición formal de incorporación de los diputados del interior. Pero, ante la sorpresa de Moreno, los invitó a que asistieran al acto y les permitió hacer uso de la palabra y votar sobre al asunto. Como cabía esperar los diputados apoyaron la convocatoria de la Junta, constituyéndose en gobierno antes de serlo. Vale decir que un trámite burocrático pasó a ser un acto político de envergadura. Juan José Paso criticó duramente la decisión de la Junta mientras Saavedra, quien sabía perfectamente que la votación era contraria a derecho, la apoyó por razones políticas. Ante la imposibilidad de revertir la situación, los partidarios de Moreno terminaron por avalar a Saavedra. Moreno reconoció su derrota con hidalguía y presentó la renuncia. Desde sus comienzos, pues, la historia argentina legitimó una ley que pasaría a ser un dogma revelado: el derecho siempre debe quedar subordinado a la política. Finalmente, la Junta incorporó a los diputados y rechazó la renuncia de Moreno, quien fue enviado, ante su pedido, a Gran Bretaña encabezando una misión diplomática. Lamentablemente, en plena travesía por el Atlántico, una imprevista enfermedad provocó su muerte en marzo de 1811. La duda que siempre quedó flotando fue si Moreno murió por causas naturales…

(1)-REGLAMENTO DE SUPRESION DE HONORES 1) El artículo 8 de la orden del día 28 de mayo de 1810, queda revocado y anulado en toda sus partes. 2) Habrá desde este día absoluta, perfecta e idéntica igualdad entre el Presidente y demás Vocales de la Junta sin más diferencia que el orden numerario, y gradual de los asientos. 3) Solamente la Junta reunida en actos de etiqueta y ceremonia tendrá los honores militares, escolta y tratamiento, que están establecidos. 4) Ni el Presidente, ni algún otro individuo de la Junta en particular revestirán carácter público, ni tendrán comitivas, escoltas o aparato que los distinga de los demás ciudadanos. 5) Todo decreto, oficio y orden de la Junta deberá ir firmado de ella debiendo concurrir cuatro fi rmas, cuando menos con la del respectivo Secretario. 6) Todo empleado, funcionario público o ciudadano que ejecute órdenes que no vayan suscriptas en la forma prevista en el anterior artículo será responsable al gobierno de la ejecución. 7) Se retirarán todos los centinelas del palacio, dejando solamente las de las puertas de la Fortaleza, y sus bastiones. 8) Se prohíbe todo brindis, viva, o aclamación pública en favor de individuos particulares de la Junta. Si estos son justos, vivirán en el corazón de sus conciudadanos; ellos no aprecian bocas que han sido profanadas con elogios de los tiranos. 9) No se podrá brindar sino por la Patria, por sus derechos, por la gloria de nuestras armas, y por objetos generales concernientes a la pública felicidad. 10) Toda persona que brindase por algún individuo particular de la Junta será desterrado por seis años. 11) Habiendo echado un brindis don Atanasio Duarte, con que ofendió la probidad del Presidente, atacó los derechos de la Patria, debía perecer en un cadalso; por el estado de embriaguez en que se hallaba, se le perdona la vida; pero se destierra perpetuamente de esta ciudad, porque un habitante de Buenos Aires ni ebrio ni dormido debe tener impresiones contra la libertad de su país. 12) No debiendo confundirse nuestra milicia nacional con la mercenaria de los tiranos se prohíbe que ningún centinela impida la libre entrada en toda función y concurrencia pública a los ciudadanos decentes que la pretendan. El oficial que quebrante esta regla será depuesto de su empleo. 13) Las esposas de los funcionarios públicos políticos y militares no disfrutarán de los honores de armas ni demás prerrogativas de sus maridos; estas distinciones las concede el Estado a los empleados, y no pueden comunicarse sino a los individuos que los ejercen. 14) En las diversiones públicas de toros, ópera, comedia, etc. no tendrá la Junta palco, ni lugar determinado: los individuos de ella que quieran concurrir comprarán lugar como cualquier ciudadano. 15) Este reglamento se publicará en la gaceta, y con esta publicación se tendrá por circulado a todos los jefes políticos militares, corporaciones y vecinos, para su puntual observancia. Dado en Buenos Aires en la Sala de la Junta a 6 de diciembre de 1810. Cornelio de Saavedra – Miguel de Azcuénaga – Dr. Manuel Alberti – Domingo Mateu – Dr. Juan J. Paso, Secretario – Dr. Mariano Moreno. En Gaceta de Buenos Aires (año 1810-1821) En Enrique Corbellini, La Revolución de Mayo, T. II, p. 20.

(2)-Floria y García Belsunce, Historia de…, págs. 338/339.

La Junta Grande en acción

El 18 de diciembre de 1810 comenzó a ejercer sus funciones la Junta Grande, en reemplazo de la Primera Junta. El cambio político fue significativo porque a partir de esa fecha estaban representados todos los pueblos. Mientras tanto, la revolución se expandía con éxito por todo el territorio del Virreinato. El 7 de noviembre las fuerzas militares comandadas por Balcarce derrotaron a las fuerzas realistas en Suipacha, lo que provocó el automático alineamiento del Alto Perú con la causa de Mayo. Aplicando el más radical jacobinismo los jefes realistas Córdoba, Nieto y Sanz fueron ejecutados. Chile, que al comienzo se había mostrado indeciso finalmente optó por rendirse ante la realidad, optando por la instalación de una Junta al mando del gobernador, el anciano conde de la Conquista. Inmediatamente comenzó a entablar sólidas relaciones con Buenos Aires que incluyó la propuesta de conformar una Confederación. Cuando expiraba 1810 el gobierno argentino le propuso al chileno un tratado en virtud del cual Buenos Aires quedaba obligado a exigir en futuro tratados con Inglaterra la independencia del país trasandino. Este panorama, tanto en el plano interno como en el externo, explica el optimismo reinante en la Junta Grande. En los meses venideros la realidad le demostró que su ilusión había sido excesiva.

Belgrano fue derrotado en Paraguay mientras el general Elío regresó a Montevideo portando el título de Virrey del Río de la Plata. Envalentonado, decidió bloquear el puerto de Buenos Aires en franco desafío a la autoridad de la Junta Grande. El 2 de marzo de 1811 la escuadrilla naval, de reciente creación, fue derrotada en San Nicolás. Una semana más tarde Belgrano fracasó en Tacuarí. Lamentablemente, estos hechos no hicieron más que alimentar las rencillas internas del gobierno criollo. Los morenistas, si bien habían sufrido un duro golpe el 18 de diciembre, seguían ejerciendo cierta influencia en la calle. Además, en el seno del gobierno criollo seis de sus miembros eran de sus filas, mereciendo ser destacados Vieytes, quien asumió en reemplazo de Moreno, y Nicolás Rodríguez Peña, quien sustituyó a Alberti. Por último, todavía contaban con el poyo de un sector del poder militar, el regimiento América liderado por French. A pesar de ello su escasa organización no le permitía hacerse escuchar como era su pretensión. Se vieron en la imperiosa necesidad de recurrir a otros métodos de agitación política, como el café, lo que les permitió granjearse la simpatía de jóvenes ideológicamente comprometidos con la causa revolucionaria. Apelaron, pues, a la militancia juvenil, al entusiasmo y el deseo de cambio del sector más joven e instruido de la sociedad. No fue casual el surgimiento de un club donde ejercía fuerte predicamento Julián Álvarez, secundado nada más y nada menos que por Vieytes y Rodríguez Peña. Es fácil imaginar el enojo de Saavedra con este grupo opositor. También lo es la sorpresa de los morenistas al percatarse de que el apoyo a Saavedra se mantenía incólume. Sumidos en la impotencia lanzaron un manotazo de ahogado: dijeron que Saavedra había entrado en negociaciones con la infanta Carlota para entregar el Virreinato a España. A ello hay que agregar la escasa eficiencia en su funcionamiento de la Junta Grande. El alto número de miembros atentaba, qué duda cabe, contra lo que más se necesitaba: un gobierno ágil y decidido en la toma de decisiones. El ambiente político no era, por ende, el mejor.

El intento de golpe de estado de abril de 1811

Fue entonces cuando se produjeron los hechos del 5 y 6 de abril de 1811. Los morenistas consideraron que era el momento propicio para actuar creyendo erróneamente que la posición de Saavedra era débil. Su acción provocó una dura reacción de los saavedristas. Germinó en los cuarteles e intentó conquistar el corazón de los sectores humildes, proclives a apoyar al Presidente. Ya en aquel entonces las masas populares seguían a quien consideraban era el jefe, el que tenía la sartén por el mango, el que era capaz de poner orden, de controlar a quienes, como los asistentes al Club de Marco, pretendían sembrar el caos y la anarquía. La grieta se manifestaba, pues, en su máximo esplendor. En esta vereda estaban los morenistas, el sector jacobino e ilustrado de la sociedad. En la de enfrente, estaban los saavedristas, el sector moderado y popular de la sociedad. Era una grieta política y de clase. La asonada de abril de 1811 ¿significó entonces un conflicto entre clases sociales? Floria y García Belsunce se inclinan por la negativa ya que parten del hecho de que el movimiento popular era dirigido por oficiales que pertenecían a la misma clase social de los morenistas y por miembros de la Iglesia. Se trató, pues, de un conflicto entre dos élites, una carente de apoyo popular y la otra con adhesión del pueblo.

El intento de golpe de Estado de los morenitas fracasó antes de empezar. Las fuerzas saavedristas, bajo el mando de Grigera y Campana, se congregaron en los corrales de Miserere y se dirigieron hacia la Plaza Mayor exigiendo la apertura del Cabildo. En la reunión entre el Cabildo y la Junta los morenistas Vieytes y Rodríguez Peña acusaron a un impertérrito Saavedra de no haber hecho nada por impedir el avance del movimiento. Más tarde Rodríguez, Balcarce y otros comandantes le ordenaron a la Junta que permitiera que el Cabildo se reuniera por separado mientras las tropas leales ocupaban la plaza. Quedaba en evidencia quiénes ejercían de verdad la conducción del movimiento. En la madrugada del 6 de abril el Cabildo informó a la Junta lo que pretendían los amotinados (los saavedristas): nada más y nada menos que la destitución de Larrea, Azcuénaga, Rodríguez Peña y Vieytes, y la elección popular de los vocales de la Junta. Al aceptar el petitorio la Junta aniquiló la intentona golpista propiciada por los morenistas.

A partir de entonces el saavedrismo hizo tronar el escarmiento. Los vocales destituidos fueron enviados a provincias del interior en compañía de Gervasio Posadas, French, Berutti y otros. Se constituyó un Tribunal de Vigilancia que legitimó la persecución política. El gobierno estaba dispuesto a culpara otros de los errores cometidos. Ello explica su feroz decisión de someter a proceso militar a Belgrano por haber sido derrotado en Paraguay. El saavedrismo se había transformado en lo que más odiaba: un gobierno jacobino. Si bien aplastó al morenismo no fue capaz de reinventarse y, para colmo, no hizo más que ahondar la grieta que se había gestado el mismísimo 25 de mayo de 1810. La sociedad de Buenos Aires quedó dividida en dos bandos irreconciliables (los morenistas miraban con desprecio a los diputados del interior). Para empeorar la situación, el ejército se politizó provocando un severo perjuicio a su valor más importante: la disciplina. Las tropas situadas en el Alto Perú, influenciadas por la propaganda morenista, creyeron que el objetivo último de Saavedra no era otro que el de facilitar el ingreso al Virreinato de la infanta Carlota. Mientras tanto, Balcarce renunció al mando militar y el saavedrista Viamonte no supo qué hacer. No fue casual, entonces, que tiempo después el ejército fuera arrasado en Huaqui.

Hacia la concentración del poder político

Paradojas de la política argentina. La revolución del 25 de mayo de 1810 hizo posible la implantación, a fines de ese año, de un gobierno con representación de todos los pueblos del ahora ex virreinato. La evolución de los años posteriores-cuatro, para ser bien precisos-desembocó, por un lado, en la implantación de un gobierno unipersonal y, por el otro, en la hegemonía de Buenos Aires. La concentración del poder político fue consecuencia del empeoramiento de la situación político-militar apenas se instaló la Junta Grande. Las tropas comandadas por Belgrano, enviadas al Paraguay por la Primera Junta, sufrieron duras derrotas en Paraguarí (19 de enero de 1811) y en Tacuarí (10 de marzo). El futuro creador de la bandera fue consciente de las ventajas que podría obtener con el acercamiento a los jefes criollos que formaban parte de los vencedores. Rápido de reflejos, antes de producirse la batalla de Tacuarí les envió a dichos jefes una serie de cartas donde les explicaba sus objetivos. Les hizo ver que buscaba la liberación política y económica del Paraguay, el nombramiento de un diputado guaraní al Congreso, etc. Tras la derrota de Tacuarí le reiteró a su vencedor, Cavañas, su intención de hermanar ambos países. Esa táctica rindió sus frutos. Belgrano y sus tropas retornaron derrotadas a la Argentina pero sin participar en ninguna otra batalla, y quedaron sentadas las bases de un partido criollo paraguayo que tiempo después lograría destituir al gobernador Velazco. Al ejército del norte le fue peor. Violando una frágil tregua entre Goyeneche y Castelli, el ejército realista le propinó al ejército auxiliador una dura derrota el 20 de junio, provocando su desbande y posterior disolución. Para empeorar el panorama, los pueblos se rebelaron contra los abusos cometidos por las tropas criollas y los altoperuanos desertaron.

Ante semejante panorama Saavedra dejó la presidencia y se dirigió al norte para reconstruir material y espiritualmente al ejército. La partida del presidente dejó en la Primera Junta un vacío de poder que atentó contra su funcionamiento y envalentonó a la oposición, cuyos referentes respiraron aliviados con el alejamiento de su más poderoso adversario. Mientras tanto, ya de regreso Manuel Belgrano organizó la campaña contra la Banda Oriental y Rondeau y Artigas, subordinados suyos, se dedicaban a hostigar Montevideo. Fue entonces cuando a la Junta le llegaron noticias inquietantes: Elío le pidió ayuda a Río de Janeiro y fuerzas portuguesas habían ingresado a la Banda Oriental a comienzos de julio. Para evitar que las fuerzas criollas que sitiaban Montevideo quedaran a merced de las fuerzas de Elío y las fuerzas portuguesas, la Junta Grande buscó un armisticio que le permitiera utilizar las fuerzas criollas para “poner orden” en el norte y, de paso, deslegitimar la inquietante presencia portuguesa.

En Buenos Aires la estabilidad de la Junta Grande pendía de un hilo. Sarratea y Rivadavia eran los referentes de un grupo que decidió aliarse con los morenistas para terminar de una vez por todas con la Junta Grande, es decir con el saavedrismo. Para colmo dentro del propio gobierno había quienes, como Paso y Gorriti, miraban con simpatía a la flamante coalición opositora. El 19 de septiembre de 1811 fue una fecha clave porque el pueblo ilustrado de Buenos aires eligió a Chiclana y Paso, dos conspiradores, como diputados del Congreso. Tres días más tarde, un Cabildo cooptado por la oposición exigió la reforma del gobierno. La presión dio sus frutos porque el 23 de septiembre la Junta Grande tomó dos drásticas decisiones: primero resolvió disolverse y luego dispuso la creación de un Triunvirato. Fueron designados miembros del mismo Juan José Paso, Feliciano Chiclana y Manuel de Sarratea, secundados en calidad de secretarios por Vicente López y Planes, José J. Pérez y Bernardino Rivadavia. La venganza de Mariano Moreno se había consumado.

El primer Triunvirato. Surgimiento del localismo porteño

De un órgano colegiado se pasó a un gobierno de tres. Afortunadamente, sin derramamiento de sangre. El morenismo estaba representado por Paso y López y Planes mientras que el sector que respondía a Bernardino Rivadavia parecía tener el control. El Primer Triunvirato estuvo acompañado por la denominada “Junta Conservadora”, integrada por los diputados del interior. Su función era la de establecer las normas a las que debería sujetarse el flamante gobierno. Según el acta de creación del gobierno, éste estaba obligado a responder ante aquélla. El 22 de octubre la Junta dictó un documento denominado “Reglamento Orgánico” que garantizaba la inviolabilidad de sus miembros y la responsabilidad institucional recién mencionada. Este reglamento poca gracia le hizo a los triunviros ya que inmediatamente se percataron de algo por demás evidente: la Junta pasaba a ejercer un co-gobierno, lo que era considerado inadmisible por los triunviros. Su reacción fue inmediata: envió el reglamento al Cabildo de Buenos Aires que lo rechazó en un santiamén. Jurídicamente era poco atinada la decisión del gobierno ya que un reglamento dictado por la Junta Conservadora, que representaba a todos los pueblos, era rechazado por un órgano municipal. Pero en la decisión del gobierno primó lo político y no lo jurídico. Y logró su objetivo que era provocar un enfrentamiento con la Junta para presentarla como una institución que entorpecía la marcha del gobierno. Fue así como logró la justificación que necesitaba para disolverla el 7 de noviembre. Nadie dudó a partir de entonces dónde residía el poder.

En una actitud propia de una monarquía absoluta, el gobierno decidió ajustar su conducta a un Estatuto Provisorio dictado por él mismo (su autor intelectual fue Bernardino Rivadavia). Ello explica la siguiente particularidad: el documento establecía una duración temporaria de los triunviros (no más de medio año) y una duración indefinida de los secretarios. Vale decir que Rivadavia elaboró un reglamento sólo para dotar de “juridicidad” a sus ambiciones políticas. Quedó constituido, por ende, un gobierno cuyos integrantes debían ser elegidos por el Cabildo (órgano porteño), un importante número de vecinos porteños y por los representantes de los pueblos, quienes al poco tiempo serían expulsados de Buenos Aires. Todo el poder quedaba en manos de Buenos Aires. Su carencia de legitimidad era notoria. En efecto, el Triunvirato fue el fruto de una típica maniobra palaciega de una élite voraz y depredadora que contó a su favor con la debilidad política de la Junta Grande y con la complicidad de algunos de sus miembros. La traición estuvo a la orden del día ya desde los albores de nuestra fascinante y dramática historia. Pero lo más importante fue que desmoronó el carácter nacional que pretendió darle desde un principio la revolución del 25 de mayo. Si hubiera vivido en aquella época Groucho Marx se hubiera hecho un festín. Su recordado axioma “estos son mis principios pero si le desagradan tengo otros” se hubiera adecuado, por ejemplo, al comportamiento sinuoso de Juan José Paso, quien el 22 de mayo de 1810 había aceptado un gobierno con representación nacional y un año después defendía un gobierno exclusivamente porteño, del que, obviamente, formaba parte. El porteñismo había presentado sus credenciales. Bernardino Rivadavia estaba de parabienes.

Mientras el Triunvirato consolidaba su poder en el plano interno (era, de hecho, una dictadura), en el externo debió extremar sus recursos para neutralizar la amenaza militar. El 12 de octubre de 1811 Belgrano concluyó un tratado de paz con el flamante gobierno revolucionario de Asunción del Paraguay conducido por el doctor Gaspar de Francia, en virtud del cual ambos países se comprometían a mantener cordiales relaciones y unirse en federación. Pero, hasta que esa unión no se concretase, el gobierno paraguayo conservaba su independencia. Mientras tanto, el gobierno firmó otro tratado de paz con Elío el 20 de octubre que lejos estuvo de satisfacer al pueblo oriental ya que era lesivo de los intereses de los patriotas uruguayos. La consecuencia lógica fue el aumento de la popularidad de José Gervasio Artigas quien a partir de entonces dejó de confiar en los triunviros. Por su parte, Juan Martín de Pueyrredón, a cargo de las tropas en el norte, le rogó al gobierno que lo relevara porque consideraba que no estaba capacitado para tamaña tarea. En febrero de 1812 fue sustituido por Belgrano quien previamente había enarbolado, en la inauguración de dos baterías (a las que denominó “Libertad” e “Independencia”), la bandera (denominada Bandera Nacional) en las barrancas de Rosario, sobre el majestuoso Paraná. Ese gesto de Belgrano motivó una dura reprimenda de parte de los triunviros ya que lo consideró una falta de respeto a su autoridad.

El morenismo rompe con Rivadavia

El matrimonio de los morenistas con la fracción gobernante rápidamente se desmoronó como un castillo de naipes. Una vez más, los egos y las fuertes personalidades encontradas impusieron sus reglas. Desde el principio el “rivadavianismo” no logró congeniar con políticos como Bernardo de Monteagudo, que utilizaba las páginas de La Gaceta para dar a conocer sus volcánicas y jacobinas opiniones. Este joven abogado fue uno de los promotores de una agrupación política conocida como “Sociedad Patriótica”, cuyo nacimiento se produjo en enero de 1812. Lo primero que hizo esta sociedad de intelectuales fue demostrarle al gobierno su independencia del poder resistiendo la presencia de veedores oficiales. Rivadavia, como era de esperar, sintió que su autoridad estaba siendo cuestionada.

La Sociedad Patriótica lejos estuvo de ser el principal problema de Rivadavia. El Estatuto provisional obligaba al gobierno a convocar a una Asamblea General con el objetivo de elegir un nuevo Triunvirato. Era, qué duda cabe, una prueba de fuego para Rivadavia. La Asamblea se reunió en abril para designar al sustituto de Paso. Rivadavia daba por descontado que la elección recaería en uno de sus hombres pero como siempre sucede en política, las sorpresas están a la orden del día. El elegido fue Juan Martín de Pueyrredón (en ese momento se encontraba en el norte), un dirigente que gozaba de una cualidad que seguramente perturbaba a Rivadavia: era independiente. Nadie, pues, podía manejarlo, manipularlo. Pero no fue la elección de este político prestigioso lo que más ofuscó a Rivadavia, sino la designación como suplente de Pueyrredón del doctor Díaz Vélez ya que las suplencias estaban a cargo de los secretarios, es decir, del propio Rivadavia. En esta ocasión el futuro primer presidente argentino no fue tenido en cuenta. Como se dice coloquialmente, lo “puentearon”. Herido en su gigantesco amor propio Rivadavia se valió del Triunvirato para informarle a la Asamblea que hasta tanto no se produjera el retorno de Pueyrredón a Buenos Aires, su lugar en el gobierno debía ser ocupado, tal como lo disponía el Estatuto, por el secretario más antiguo. La Asamblea decidió doblar la apuesta. Consideró que la pretensión de Rivadavia era por demás improcedente ya que ella, la Asamblea, revestía el carácter de Autoridad Suprema. El Triunvirato respondió con otro mandoble: expresó que lo decidido por la Asamblea era nulo e ilegal. En consecuencia, la disolvió. Rivadavia, qué duda cabe, no era timorato a la hora de tomar decisiones drásticas. Ante el cariz que estaban tomando los acontecimientos la Sociedad Patriótica (el morenismo) se constituyó en oposición, abierta y frontal, a Rivadavia.

Recalentamiento del frente externo

Para colmo, desde febrero (1812) el frente externo había empeorado. En efecto, la Banda Oriental se sacudió de nuevo por la guerra. El general Vigodet decidió pasar a la ofensiva especulando con el apoyo portugués y el avance de las tropas comandadas por Goyeneche. Se produjo entonces la ofensiva del caudillo Artigas mientras el Triunvirato decidía el envío de tropas a la Banda Oriental bajo la conducción de Manuel de Sarratea, allegado a Rivadavia. Lo curioso del caso fue que Sarratea lejos estaba de ser el hombre adecuado para tamaña misión dado su escaso nivel de conocimiento en materia militar. Es probable que el gobierno haya decidido valerse de Sarratea sólo para esmerilar la autoridad de Artigas, de quien sospechaba que mantenía relaciones con Paraguay, lo que era mirado con desconfianza por Buenos Aires.

Sin embargo, Artigas no constituía un peligro para Rivadavia y los suyos. Para Buenos Aires significaba una seria amenaza el apoyo portugués a Vigodet ya que ponía en riesgo la estabilidad del proceso revolucionario. La posibilidad de un intento destituyente protagonizado por Álzaga y otros españoles europeos, apoyados eventualmente por Vigodet y los portugueses liderados por Sousa, era altísima. Que Álzaga estuviera al frente del golpe no era casual: como buen español no toleraba a un gobierno de criollos que ejercían el poder a pleno y, para colmo, asfixiaban con gravámenes y perseguían con confinamientos a los españoles europeos. Además, el hecho de que las defensas militares de Buenos Aires fueran exiguas aumentaban las chances de éxito de los golpistas.

Pero se produjo un hecho aparentemente no previsto por los portugueses. Lord Strangord les advirtió que una intervención lusitana en el Río de la Plata atentaba contra los intereses británicos. En efecto, un aumento del dominio del príncipe Juan en esa zona implicaba para Gran Bretaña un duro competidor político, militar y económico. Tal diagnóstico lo condujo a presionar al gobierno portugués para que aceptara una mediación británica, lo que finalmente se produjo dada la fuerte dependencia de Portugal respecto de Inglaterra. Finalmente, el 26 de mayo de 1812 el mediador John Rademaker logró el armisticio en virtud del cual Portugal se comprometía a abandonar la Banda Oriental. Álzaga y Vigodet quedaron sin un apoyo fundamental. Meses más tarde, exactamente el 1 de julio, el Triunvirato descubrió un intento de golpe comandado por Álzaga. El 24 el gobierno aplicó el duro jacobinismo de Moreno y Castelli: ordenó la ejecución de Álzaga, quien se había comportado heroicamente durante las invasiones inglesas. Mientras tanto Belgrano recibía la orden de retroceder con su ejército hasta Córdoba para hacer más eficiente la defensa de Buenos Aires.

La caída del Primer Triunvirato

A pesar de todos sus esfuerzos el Triunvirato no logró detener su desprestigio. Fue entonces cuando recibió el golpe de gracia: la aparición de la Logia Lautaro y el protagonismo de quien es considerado por muchos historiadores nuestro máximo prócer: José de San Martín. El 9 de marzo de 1812 arribó a Buenos Aires una fragata inglesa llevando a bordo a americanos que habían servido en el ejército español, que estaban imbuidos del espíritu de independencia y que habían estado vinculados a logias de la masonería. El de más alta graduación y el que sobresalía era el por entonces teniente coronel José de San Martín. Iniciado en la masonería comprendió desde el principio la verdadera naturaleza del problema que aquejaba al proceso revolucionario: internamente era fundamental dotarlo de cohesión política y fortaleza militar, y externamente era vital conservar la alianza con Inglaterra. San Martín contó con el inestimable apoyo de los alféreces José Matías Zapiola y Carlos de Alvear. Este “triunvirato” captó rápidamente la falta de poder que padecía el gobierno, su escasa credibilidad, su lánguida legitimidad. Ello los motivó a organizar una sociedad secreta para afianzar el proceso revolucionario, lo que en la práctica significaba la sustitución del Triunvirato. Adoptó, pues, el golpismo como método de acción política.

Rivadavia, suplente de Chiclana, había ocupado su lugar en el Triunvirato a raíz de su renuncia. Quedaba vacante el cargo dejado por don Bernardino. En esas circunstancias debía sí o sí convocarse a la Asamblea para designar al nuevo suplente de Rivadavia. Fue entonces cuando la Logia, con el apoyo de la Sociedad Patriótica y de ex morenistas, decidió pegar el zarpazo. Octubre 6 fue el día elegido. El 5 se conoció que Belgrano, desconociendo abiertamente las órdenes del Triunvirato, había obtenido una clara victoria sobre los realistas en las afueras de Tucumán. Consciente o no, Belgrano puso en evidencia los errores que venía cometiendo el gobierno. El 6 Pedro Medrano fue elegido suplente de Rivadavia. Dos días más tarde la Plaza de Mayo amaneció cubierta por militares y civiles que exigían la renuncia de los triunviros. Era el bautismo del regimiento de Granaderos a Caballo, unidad de élite creada por San Martín. Lo primero que hicieron los históricamente venerados Granaderos fue, pues, participar de un golpe de Estado cívico-militar. Fue entonces cuando entró en escena el jacobino Bernardo de Monteagudo quien acusó al Triunvirato y la Asamblea de atentar contra las libertades civiles. Acto seguido exigió el fin del gobierno y la reasunción de la autoridad del Cabildo, autoridad que se le había delegado en la histórica jornada del 22 de mayo de 1810. Monteagudo exigía que el proceso revolucionario retornara a sus fuentes, que recuperara su verdadera esencia, su pureza. Monteagudo estaba convencido, como San Martín, de que el Triunvirato, es decir Rivadavia, se había apartado definitivamente del objetivo independentista trazado por el gobierno el 25 de mayo de 1810.

El proceso revolucionario recupera su esencia. El Segundo Triunvirato

Asfixiado por la presión militar el Cabildo designó triunviros a Juan José Paso, Nicolás Rodríguez Peña y Antonio Álvarez Jonte. Lo primero que decidieron fue convocar a una Asamblea (la histórica asamblea que comenzó a funcionar en 1813) en la que estuvieran representados todos los pueblos y definir el tipo de sistema político que sirviera de carta de presentación ante el mundo. Además, reconoció que la autoridad de Fernando VII era un recuerdo. Vale decir que, por un lado, el nuevo triunvirato intentó sepultar el porteñismo del gobierno precedente fuertemente influenciado por Rivadavia y su decisión de ir en la búsqueda del gran objetivo del proceso revolucionario: la plena y genuina independencia. Si los revolucionarios creyeron que le habían dado el golpe de gracia a Buenos Aires, cometieron un grosero error de cálculo. Porque si bien es cierto que pretendían que todos los pueblos estuvieran representados en la flamante Asamblea, los hechos demostraron que la influencia de Buenos Aires lejos estuvo de amainarse ya que fueron varios los hombres de Buenos Aires que representaron a las provincias, como Larrea, Vieytes, Agrelo, Posadas, Monteagudo, Álvarez, López y Planes, Valentín Gómez y Juan Ramón Balcarce. Ello significa que, en última instancia, la denominada “revolución del 8 de octubre de 1812” fue una clásica expresión de gatopardismo. Aparentemente se produjeron grandes cambios políticos-el reemplazo de un triunvirato por otro-pero en el fondo todo permaneció igual-la preeminencia de Buenos Aires-.

La Asamblea del año XIII. Hacia un gobierno unipersonal

La Asamblea comenzó a sesionar el 31 de enero de 1813. Como tantas veces sucedió a lo largo de nuestra dramática y fascinante historia, la ilusión que había despertado fue gigantesca. Tuvo como objetivos centrales la consolidación de la emancipación y el establecimiento de una constitución. Ayudó al clima optimista los logros que se estaban obteniendo en el terreno militar. El 3 de febrero San Martín y sus granaderos batieron a los realistas en la localidad santafesina de San Lorenzo, a orillas del Paraná. El 20 Belgrano obligó en Salta al general Tristán a rendirse en plena batalla. Mientras tanto, los propios oficiales del ejército sitiador de Montevideo expulsaban de sus filas a Sarratea siendo sustituido por Rondeau. Este hecho hizo posible la incorporación a dicho ejército de las tropas comandadas por Artigas.

En este contexto la asamblea tomó decisiones muy importantes: a) la eliminación de toda referencia a Fernando VII; b) la acuñación de una moneda nacional; c) el establecimiento del escudo e himno patrios; d) la supresión de los mayorazgos y títulos de nobleza; e) la abolición de la Inquisición y las torturas judiciales; y f) el establecimiento de la libertad de vientres para las esclavas. Quedaba plenamente en evidencia la filosofía liberal y humanista que la inspiraba. Lamentablemente sus metas esenciales quedaron en promesas. No se dictó una constitución definitiva ni fue declarada la independencia. ¿Por qué? Es probable que el Segundo Triunvirato no estuviera preparado para acometer semejantes tareas. No bien se hicieron cargo del gobierno los triunviros comenzaron a pelearse entre sí. Se produjo una grieta entre Paso y los triunviros restantes. Los enconos personales y el espíritu faccioso, fogoneado por el inteligente y ambicioso Carlos de Alvear, se apoderaron también de la Logia Lautaro, la institución que San Martín había creado precisamente para garantizar un proceso de toma de decisiones acorde con la relevancia del momento histórico que se estaba viviendo. Alvear logró imponer su lógica: la Logia se dividió y la propia Asamblea, envenenada por el espíritu de facción, terminó siendo funcional a las ambiciones de Alvear.

El plan de Alvear estaba dando sus frutos. Todos los planetas se estaban alineando en su favor. La suma del poder público estaba al alcance de su mano. En el plano militar, 1813 se le presentaba muy favorable. Belgrano tenía la esperanza de avanzar sobre Lima (Alto Perú) y promover una insurrección para demoler al ejército realista. Sus planes volaron por los aires al ser derrotado en Vilcapugio el 1 de octubre y en Ayohuma el 14 de noviembre. Esta última derrota, un desastre, en realidad, enfrió el espíritu independentista de la Asamblea y el gobierno, que inmediatamente le solicitó a Sarratea que convenciera al gobierno inglés para que hiciera de mediador entre las provincias del Río de la Plata y el imperio español. En el plano militar Belgrano fue reemplazado por San Martín en el comando de las alicaídas tropas. Quien más festejó este nombramiento fue Carlos de Alvear ya que sin la presencia del gran militar, con quien mantenía diferencias políticas, la Logia quedaría en sus manos.

Gervasio Antonio de Posadas, el primer dictador. La sombra de Carlos de Alvear

La influencia de Alvear quedó plenamente de manifiesto en el proceso político que derivó en la designación de Antonio de Posadas como nuevo jefe de gobierno. La precaria situación militar convenció a la dirigencia política de concentrar el ejercicio del poder en una sola persona. El 22 de enero de 1814 asumió, pues, como Director Supremo el primer dictador de nuestra dramática y fascinante historia.

¿Qué sucedía en el frente externo? En el norte San Martín, escoltado por Belgrano, consolidaba su posición. Mientras tanto, Sarratea no hacía otra cosa que boicotear el proceso emancipatorio al entrevistarse con lord Strangford proponiéndole lisa y llanamente la reconciliación con España. “Aquí no ha pasado nada”, era su lema. ¿Por qué Sarratea actuó de esa manera? ¿Era consciente de que estaba traicionando los ideales de Mayo? Una vez más quedó en evidencia que el miedo es una fuerza espiritual demoledora capaz de derribar una montaña como el Everest. En efecto, la derrota del ejército en el norte y, fundamentalmente, una Montevideo reforzada militarmente, hizo cundir el pánico en un sector del gobierno criollo. Si los españoles triunfaban, lo que, según la mirada de este sector, era altamente probable, seguramente harían tronar el escarmiento. En otros términos: tuvieron miedo de que los fusilaran. Resulta, por ende, entendible la pretensión del gobierno de rogarle a Gran Bretaña para que intercediera ante España. Los criollos querían que España respetara su autonomía dentro de la órbita de dominio de aquélla, lo que a todas luces era algo absolutamente contradictorio. Pero al final primó el realismo político. El gobierno llegó a la conclusión de que sólo demostrando fortaleza, fundamentalmente en lo militar, lograría obtener algún rédito de la mediación. Aplicaron aquella famosa frase atribuida al histórico dirigente gremial Augusto Timoteo “Lobo” Vandor: primero pegar, luego negociar. Es por ello que se decidió hacer lo imposible por terminar de una vez por todas con el dominio español sobre Montevideo. Este objetivo fue bendecido por quienes todavía seguían creyendo en el ideal independentista. España logró lo que aparentaba ser un imposible: unir al gobierno criollo.

La situación de la Banda Oriental era harto delicada. En enero de 1814 Artigas, opuesto al gobierno central, tomó la decisión de abandonar el sitio de Montevideo. El vacío dejado por el caudillo fue cubierto por una escuadrilla naval al mando de Guillermo Brown que, luego del triunfo obtenido en Martín García, restableció el bloqueo sobre el puerto de Montevideo. Era evidente, salvo que se produjera un milagro-la llegada de una fuerza militar española para restablecer el orden-que el destino de la Banda Oriental estaba sellado. En ese contexto Alvear pensó que era el momento oportuno para lucirse en el terreno militar. Para ello era fundamental que Posadas lo nombrara jefe del ejército sitiador de Montevideo. Posadas era consciente de que no podía negarle semejante favor a quien lo había puesto en semejante cargo. En política, los favores exigen las retribuciones correspondientes. Para retribuirle a Alvear semejante favor no tuvo más remedio que ascender a Rondeau a la cúspide de la jerarquía militar y enviarlo al norte en reemplazo nada más y nada menos que de San Martín. Se vio obligado, pues, a pedir su relevo y lo justificó alegando la precaria salud del gran militar (hace años que una úlcera venía deteriorando su salud). Luego designó a Alvear jefe del ejército sitiador de Montevideo. Era el trampolín que necesitaba para arribar a lo más alto: el cargo de Director Supremo. Con 26 años Carlos de Alvear asumió el mando el 17 de mayo de 1814 justo cuando la fuerza naval de Brown pulverizaba a la escuadrilla española. El momento no podía ser más oportuno para ese joven de ambiciones sin límites. Un mes después un agobiado Vigodet capitulaba. Según lo estipulado en la capitulación Montevideo fue entregada-como si fuera un botín de guerra-a Buenos Aires, siempre y cuando el gobierno criollo reconociera la autoridad de Fernando VII, que acababa de reasumir en España. Rápido de reflejos Carlos de Alvear, tomándose atribuciones que le correspondían a Posadas, aceptó la cláusula. Y luego de entregada la plaza el 22 de junio, consideró que, dado que Vigodet no había ratificado la capitulación, Montevideo se había rendido de manera incondicional. Ya actuaba como Director Supremo.

Las noticias que llegaban de España ennegrecieron el clima de fiesta provocado por el triunfo de Montevideo. El colapso del imperio napoleónico y el fin del cautiverio del monarca Fernando VII habían modificado radicalmente el escenario internacional. Libre del yugo francés España recuperaba su libertad de acción respecto a sus colonias. El Río de la Plata podía caer otra vez en sus manos. El gobierno nacional aguardaba la llegada de una poderosa flota española, que consideraba inminente. La tensión e incertidumbre reinantes podían cortarse con una tijera. Estaba en juego el futuro del proceso revolucionario iniciado el 25 de mayo de 1810. A su vez, Lord Strangford se esmeraba, desde Río de Janeiro, de ejecutar una guerra de acción psicológica sobre los criollos con el objetivo de que bajaran los brazos. En Buenos Aires se produjo un quiebre en la opinión pública o, si se prefiere, una grieta. En esta vereda estaban aquellos que no dudaban en arriesgarlo todo con tal de mantener incólume el espíritu independentista. En la vereda de enfrente estaban aquellos que consideraban que ante el cariz que estaban tomando los acontecimientos lo sensato era negociar con España la vida de todos los criollos. No es difícil imaginar lo difícil que debe haber sido para Posadas el haberse tenido que enfrentar a semejante disyuntiva. Desde Londres Sarratea comenzó a hacer campaña por Fernando VII mientras que la Asamblea consideró que lo más aconsejable era adecuarse al nuevo escenario internacional. Los seguidores de Alvear y genuinos patriotas como Moldes apoyaron esta tesitura. Finalmente la Asamblea autorizó a Posadas a entablar negociaciones con la Corte española y cuando expiraba 1814 Manuel Belgrano y Bernardino Rivadavia viajaron a España en calidad de representantes de la Asamblea.

Mientras tanto la influencia de Artigas se extendía por las provincias de Corrientes, Entre Ríos y Santa fe enarbolando la bandera de la república y la federación. El caudillo oriental se había transformado en un serio problema para Posadas. En Chile los revolucionarios eran aniquilados por los realistas y sus jefes hallaron refugio en nuestro territorio. Las tropas criollas se oponían tenazmente a ser conducidas por Alvear. Lo que seguramente no alcanzaron a percibir fue que el Director Supremo, demostrando una hábil cintura política, consideraba que una victoria en el norte liderada por Alvear era beneficiosa tanto para profundizar el proceso independentista como para negociar en una posición de fuerza con España. Lo cierto es que Alvear no estaba en condiciones de hacerse cargo de las tropas conducidas hasta hace poco por Rondeau. Y ello por una simple y contundente razón: carecía de autoridad para ejercer ese cargo. No debe haber sido fácil para alguien tan ambicioso y orgulloso reconocerlo. Pero como dice el refrán “no hay mal que por bien no venga” ese hecho le permitió a Alvear obtener en poco tiempo el premio que tanto anhelaba. Cansado de tantos infortunios y de la presión de la Logia, en los primeros días de enero de 1815 Posadas renunció al cargo. El sucesor fue Alvear. Fue la manera elegida por Posadas para retribuirle numerosos favores. Así concluían los cinco años transcurridos a partir del 25 de mayo de 1810. “Si se vuelve la mirada”, concluyen Floria y García Belsunce, “sobre lo ocurrido entre mayo de 1810 y enero de 1815 se ve que la revolución había pasado por una sucesión de crisis políticas a través de las cuales se había delineado una clara aspiración de independencia, que a último momento flaqueó como consecuencia de la situación internacional y del agotamiento de los dirigentes. En el trasfondo de este proceso se advierte la ausencia de hombres con experiencia en la cosa pública, y de personalidades de alto vuelo político, de verdaderos estadistas, capaces de definir un rumbo político definido para la resolución y de concentrarlo a través de un programa de gobierno coherente” (1). Este párrafo se adecua perfectamente a la Argentina de julio de 2020.

(1) Floria y García Belsunce, Historia de…, pág. 356.

Carlos de Alvear en su apogeo

El 9 de enero de 1815 fue el día más importante, políticamente hablando para Carlos de Alvear. En efecto, fue entonces cuando asumió el cargo que tanto ambicionaba: director Supremo. En el fuerte no flameaba la celeste y blanca sino la bandera española, todo un símbolo de la política rebuena vecindad puesta en práctica por Posadas. Como demostración de continuidad política, Alvear confirmó en sus cargos a todos los ministros del gabinete de Posadas. Pero en política es imposible conformar a todo el mundo. Apenas se conoció la decisión de Alvear de garantizar el statu quo quienes enarbolaban las banderas de la emancipación se sintieron traicionados. No fue la única mala noticia para Alvear no bien comenzó su mandato. Al día siguiente de haber asumido Dorrego, quien era su segundo, fue aniquilado por el caudillo Artigas en Guayabos, con lo cual toda la campaña uruguaya quedó en sus manos.

Alvear era consciente de que la situación política era un tembladeral. Apoyado por la Asamblea ejecutó una clásica táctica para garantizarse el apoyo de la opinión pública: le hizo sentir miedo ante un inminente estado de anarquía. Al mismo tiempo puso en práctica una drástica reorganización de la fuerza militar, sostén fundamental del flamante director Supremo. Por un lado promovió el ascenso de oficiales que le respondían y por el otro asumió el mando conjunto de los ejércitos de Cuyo y Buenos Aires, con la obvia intención de contrarrestar la poderosa influencia que San Martín ejercía sobre las tropas. No conforme con esta decisión lo reemplazó por Perdriel en la gobernación de Cuyo. Pero los acontecimientos políticos que siguieron sobrepasaron su capacidad de conducción política.

La desconfianza del ejército del Norte por el flamante Director Supremo hizo eclosión el 30 de enero al declararse en rebeldía, al negarse a seguir prestándole obediencia. Paralelamente los mendocinos rechazaron la designación de Perdriel y reclamaron la inmediata reposición de San Martín, demanda que contó con su aprobación. Fue entonces cuando Alvear tomó conciencia de su incapacidad para imponer su voluntad. Para evitar su caída y ante el temor de una eventual alianza entre Artigas, Rondeau y San Martín, repuso en la gobernación mendocina al libertador de Chile y Perú. Pero su autoridad había quedado severamente dañada. Mientras tanto, el poder de Artigas no paraba de consolidarse en la región mesopotámica. Cuando expiraba enero Corrientes se declaró artiguista y el 1 de marzo el gobernador de Entre Ríos, Ereñú, hizo lo mismo. Fue entonces cuando Alvear tomó una decisión sólo para ganar tiempo: le encomendó a Nicolás Herrera que entablara negociaciones con Artigas. La respuesta del caudillo fue terminante: sólo negociaría si la plaza de Montevideo quedaba en sus manos. Alvear era consciente de que si se arrodillaba ante Artigas tiraría por la borda años de esfuerzos y sacrificios invertidos en la conquista de la plaza. Pero también lo era de algo más importante para él: de no acceder todo lo que hizo para llegar a la cima del poder se desmoronaría como un castillo de naipes. Primó su egoísmo: el 25 de febrero ordenó la evacuación de Montevideo.

No conforme con ello y para que no quedaran dudas de su decisión de postrarse frente a Artigas, también le obsequió Entre Ríos. Creyó que entregándole su mano no le comería el brazo. Se equivocó. Artigas le devoró el brazo. En realidad, le devoró todo su cuerpo. Alvear no fue incapaz de darse cuenta de que Artigas era tan ambicioso como él. En efecto, el caudillo oriental no sólo pretendía la libertad de la Banda Oriental sino también la expansión de su influencia a nivel nacional. Lo que quería era terminar de una vez por todas con el centralismo porteño. Artigas, por ende, tenía en mente desafiar el poder porteño. Quería mandar él, en suma. Es por ello que, al igual que un tiburón hambriento, olfateó la sangre de Alvear, se abalanzó inmediatamente sobre Santa Fe y Córdoba. Había decidido jugarse, qué duda cabe, el todo por el todo.

Santa Fe se había transformado para Alvear en una causa perdida. Sólo la había utilizado como dique de contención ante el avance artiguista y, para empeorar el escenario, no había dudado en someterla a esfuerzos económicos y militares que no hirvieron más que empobrecerla. Su desprecio por esta provincia era harto evidente. No podía sorprender, pues, el espíritu artiguista que reinaba en Santa Fe. La opinión pública se había volcado a favor de Artigas, a quien veían como el claro vencedor. A fines de marzo de 1815 Ereñú tomó posesión de la provincia y un mes más tarde el caudillo oriental recibía una bienvenida triunfal. ¿Qué sucedía, mientras tanto, con otra provincia importante, Córdoba? Si bien no veía con buenos ojos el caudillismo encarnado en la figura de Artigas, lo consideraba una valla de protección frente a un centralismo porteño que consideraban perjudicial para sus intereses. Los hechos de desencadenaron rápidamente. Artigas, bendecido por los “notables” de la provincia, no tuvo mejor idea que intimar al gobernador Ortiz de Ocampo, un cultor de la conciliación, a dejar el cargo en 24 horas si no quería un inútil derramamiento de sangre. Ante semejante panorama presentó su renuncia. El 29 de marzo el Cabildo nombró a José Javier Díaz, quien había conspirado contra Ocampo, gobernador. Se había ejecutado un golpe de Estado incruento, afortunadamente.

Alvear había perdido Santa Fe y Córdoba en manos de Artigas. Para colmo, en su bastión-Buenos Aires-las aguas estaban turbulentas. Temeroso de que se produjera un vacío de poder el Director Supremo impuso una dictadura militar. Todas las fuerzas, concentradas en Olivos, se sujetaron a su voluntad de imponer el orden por la fuerza. Si creó que reprimiendo lograría recomponer su alicaída imagen cometió un grosero error de cálculo. El jacobinismo alcanzó su máximo esplendor. Una legislación represiva, arrestos, destierros y humillaciones fueron las armas empleadas por Alvear para impedir lo que era a todas luces inevitable: el fin de su gobierno. Alvear se había sacado la máscara. En aquella situación límite quedó al descubierto lo peor de su personalidad. El broche de oro de tan nefasta política represiva fue la ejecución del Capitán Úbeda, quien había sido acusado de conspirar contra Alvear. Su cadáver apareció colgado en la Plaza de la Victoria el Domingo de Pascua.

Finalmente, el pesimismo se apoderó del elenco gobernante. El régimen amenazaba con desmoronarse como un castillo de naipes. La táctica alvearista, consistente en golpear y negociar con España al mismo tiempo había fracasado. El clima de claudicación imperaba. Así lo reconoció un baluarte de la revolución de Mayo, Nicolás Herrera: “En aquella época fui yo uno de los que creí que el continente del Sur vendría a ser muy luego una nación grande y poderosa. Buenos Aires puso en ejecución todos sus recursos y nadie pensó que el torrente de la opinión no allanase los pequeños obstáculos que se oponían al proyecto de su independencia; pero desde el principio nuestras pasiones, o nuestros errores, empezaron a paralizar su ejecución. Los partidos se multiplicaron con las frecuentes revoluciones populares; la división que pone trabas y se hacía sentir en nuestras filas, aseguró el triunfo por más de una vez a los enemigos y la necesidad de reparar los ejércitos destruidos agotaba los recursos del Estado. Los gobernadores oprimiendo a los pueblos hacían odioso el sistema; las contribuciones aniquilaban las riquezas territoriales; el comercio paso a manos extranjeras; se abandonaron las minas; la población empezó a sentir los estragos de la guerra; y en esta continuación calamitosa las derrotas de Vilcapugio y Ayohuma, hacían la última demostración de que la América en su infancia no tiene Estado para constituirse en nación independiente. No hubo a la sazón un solo hombre de juicio que no perdiese todas sus esperanzas, y hasta los más ambiciosos rehusaban tomar parte en la administración del gobierno porque veían la imposibilidad de mantener el sistema. En tan aparente situación no queda otro recurso que reparar los quebrantos del modo más posible, y tomar una actitud imponente, no para llevar adelante una independencia quimérica, sino para sacar un partido ventajoso que ofreciesen las diligencias ulteriores” (1). Impresiona este relato. Goza de una vigencia estremecedora. El diagnóstico de Herrera es lapidario. El proceso independentista, a casi cinco años de su génesis, estaba a punto de naufragar carcomido por la mediocridad y ambición desenfrenada de la clase político que lo condujo. El espíritu faccioso tornó imposible la mínima unidad requerida para evitar que el barco se hundiera. Herrera no ocultaba su desilusión y amargura. Sus ilusiones se habían derrumbado. Quizá le sirva como consuelo pero su estado de ánimo fue compartido por todas las generaciones posteriores hasta hoy.

(1) Nicolás Herrera a Rondeau, 22 de agosto de 1815. A.G.N. X-9-5-2, en Floria y García Belsunce, Historia de…., pág. 361.

Derrumbe de Carlos de Alvear

El gobierno de Alvear había perdido toda legitimidad política. Su caída era inminente. Sólo faltaba el golpe final. Consciente de ello apeló a la única herramienta que le quedaba para conservar el poder: obtener una victoria en el terreno militar. Ello explica su decisión de conquistar Santa Fe, en poder del artiguismo. Ordenó al coronel Álvarez Thomas que ejecutara la orden. El 3 de abril de 1815 Thomas, arribado a Fontezuela, se pronunció en contra de Alvear y abogó por el fin de la guerra civil. Las fuerzas leales al Director Supremo se habían sublevado, demostración elocuente del hartazgo que reinaba en sus filas. En el histórico Manifiesto los sublevados tildaban de “facción aborrecida” al gobierno alvearista y la acusan de corrupta y despótica. Es por ello que por una cuestión de principios no podían ni debían prestar obediencia a una administración que se había apropiado del patrimonio estatal y fomentado el odio y la división. Pero el documento reflejaba además la intención de los sublevados de afianzar el proceso revolucionario iniciado el 25 de mayo de 1810. Había llegado la hora de afianzar esa unidad indispensable para hacer frente al enemigo común: los realistas. Sin renegar de las autonomías locales, a las que había que proteger, emergía en toda su magnitud el deseo de alcanzar definitivamente la independencia. Federalismo e independencia eran las banderas enarboladas por el movimiento. La pretensión de Buenos Aires de concentrar todo el poder se había hecho añicos. A partir de ese momento la revolución había pasado a ser propiedad de todos y no sólo de Buenos Aires, o lo que es lo mismo, de Carlos de Alvear.

La sublevación se expandió como un reguero de pólvora. El vacío de poder era evidente. La impotencia por revertir la situación encolerizó a Alvear pero sus colaboradores más cercanos le hicieron ver que su suerte estaba echada. En consecuencia lo más sensato era que presentara su renuncia. Alvear asintió siempre y cuando conservara el mando de las tropas. El 15 de abril el Cabildo le exigió la entrega del mando militar y asumió el gobierno de Buenos Aires. Otro golpe de Estado se había producido. Alvear intentó vender cara su derrota. Intentó ingresar a la ciudad por la fuerza lo que obligó al Cabildo a pedir ayuda a Álvarez Thomas y lo declaró “reo de lesa patria”. Finalmente, le cordura se apoderó de Alvear. En un clima de insoportable tensión partió al exterior en una nave inglesa. Su herencia fue calamitosa. Pese a concentrar todo el poder fue incapaz de evitar la desintegración del Estado. Varias provincias se habían declarado independientes: la banda Oriental, Corrientes, Entre ríos y Santa Fe. Córdoba estaba bajo el paraguas protector de Artigas y la propia Buenos Aires, con el visto bueno del Cabildo y la fuerza militar, reclamaba elegir libremente su destino. El ejército del norte contaba con el apoyo de las provincias del noroeste y Cuyo contaba con un sólido ejército. Quienes derrocaron a Alvear debían aliarse con Artigas conformando una confederación endeble o, lo más sensato, aliarse con San Martín para dotar de unidad a la nación, paso previo a su independencia (1).

(1) Floria y García Belsunce, Historia de…. Capítulo 16.

La situación de la Banda Oriental. Artigas versus Posadas

¿Qué sucedía, mientras tanto, en la Banda Oriental? Nunca fueron amistosas las relaciones entre Montevideo y Buenos Aires. La rivalidad, fundamentalmente en el área económica, era notoria. Ambas ciudades pugnaban por ser las más prestigiosas del Río de la Plata. El rencor y el resentimiento quedaron de manifiesto cuando la Junta de Montevideo, creada en 1808, tomó las siguientes decisiones: 1) desconoció a Liniers como Virrey, 2) reconoció el Consejo de Regencia en 1810 y 3) resistió la existencia de la Junta de Buenos Aires. El clima cambió a partir del 25 de mayo de 1810. Montevideo hizo causa común con los revolucionarios de Buenos Aires en su cruzada contra la “Madre Patria”. Ese espíritu fraterno se materializó en el apoyo expreso de ciertos jefes militares uruguayos. Ello explica la decisión de Belgrano, de regreso de Paraguay, de alentar a los jefes orientales a que procedieran a la expulsión de los realistas de la campaña. La política de buena vecindad recibió un duro golpe en 1812 cuando Buenos Aires firmó el famoso armisticio con Elío. Artigas, el emblema de la resistencia oriental, consideró que había sido traicionado por el gobierno criollo. El éxodo del pueblo oriental que se produjo inmediatamente después fue una cabal demostración de ese estado de ánimo.

Sin embargo, al poco tiempo Artigas recompuso su relación con Buenos Aires y retornó a la Banda Oriental con el cargo de jefe militar de las tropas orientales, cargo que le había sido otorgado por el Triunvirato. Pero ello lejos estuvo de significar un abandono del gobierno de Buenos Aires de su concepción del poder. Que la designación como comandante supremo hubiera recaído en un emblema del centralismo porteño y miembro del Triunvirato, Manuel de Sarratea, así lo demostraba. No pasó mucho tiempo para que se produjera lo inevitable, dada la nula capacidad militar del triunviro: entró en cortocircuito con Artigas. El encono de Sarratea hacia Artigas explotó cuando aquél lo acusó de traidor. Lo único que consiguió Sarratea con semejante destrato fue el amotinamiento de sus propios oficiales, entre quienes sobresalía Rondeau. Un grosero error de cálculo cometido por quien carecía de la más mínima cintura política había desencadenado un tsunami. Buenos Aires desplazó inmediatamente a Sarratea. El escenario mejoró ostensiblemente pese a la resistencia del gobierno porteño de concederle a Artigas el mando supremo de las tropas.

Otro foco de conflicto fue la Asamblea General Constituyente convocada por el gobierno central. Ante el hecho consumado Artigas convocó el 3 de abril de 1813 a su propio Congreso en Tres Cruces para determinar si reconocía o no la legitimidad de la Asamblea. Finalmente Artigas levantó su pulgar pero siempre que se reconocieran las siguientes exigencias: 1) que el gobierno central lo rehabilitara, 2) que Buenos Aires aceptara a la confederación de la Banda Oriental con el resto de las Provincias Unidas, y 3) y que la Banda Oriental contara con seis representantes (diputados) en la Asamblea. El gobierno central no cuestionó la rehabilitación del caudillo y aceptó el número de diputados, pero rechazó sus diplomas porque su elección no fue el resultado de una elección directa con participación del pueblo, tal como lo exigía la convocatoria. Este argumento formal, que era válido, encubría una cuestión de mayor peso. La Asamblea se negaba a admitir a seis diputados orientales que habían decidido condicionar su decisión de legitimarla a la previa determinación del régimen constitucional estatal que la Asamblea debía establecer en sus sesiones. Era una virtual extorsión. Además, el sector realista debe haber temido, con razón, que los diputados orientales se aliaran con los miembros de la Logia que seguían a San Martín para entorpecer sus planes. La Asamblea, finalmente, rechazó los diplomas de los diputados orientales por considerar ilegítima su elección. Artigas consideró que se estaba en presencia de un atentado contra los derechos de la Banda Oriental e invitó al gobierno del Paraguay a formar una alianza contra el gobierno porteño. Pero la sangre no llegó al río. Finalmente Artigas acordó con Rondeau, quien había reemplazado a Sarratea en el mando supremo de las tropas, la elección de nuevos diputados. A tal efecto se convocó a un nuevo Congreso el 8 de diciembre de 1813 en Capilla Maciel.

Pero los planes de Artigas se desmoronaron a raíz del enojo de los congresales por la actitud previa de Artigas de ordenarles verbalmente cómo debían actuar. La reacción se materializó en la designación de un Triunvirato que inmediatamente reconoció a la Asamblea General y eligió a los diputados que representarían a una Banda Oriental que tenía un flamante gobierno al margen de la voluntad de Artigas. No es difícil imaginar cómo reaccionó el caudillo. Dominado por la ira culpó a Rondeau por la actitud adoptada por los diputados y luego de declarar nulo lo resuelto por el Congreso reasumió el gobierno de la Banda Oriental. Reaccionó, pues, como lo hacían todos los caudillos de la época: imponiendo su voluntad. Con todo el poder en sus manos Artigas extendió su influencia por las provincias del Litoral. Era evidente que la relación con Buenos Aires se había roto por completo. Pero como en política a una acción le sigue una reacción, Buenos Aires nombró a jefes de fuerte personalidad para que impusieran el orden en las provincias litoraleñas. Había que apagar por cualquier medio la chispa de la anarquía. Además, Artigas tuvo conocimiento de la decisión de la Asamblea de unificar el Ejecutivo Nacional para consolidar el proceso de centralización, un golpe mortal para la consolidación de su amada Confederación. Para colmo, también tuvo noticias de que el gobierno nacional había comenzado a gestionar en Río de Janeiro un nuevo armisticio con los españoles sitiados en la capital de la Banda Oriental. A esta acción le correspondió una feroz reacción de Artigas. Ante el cariz que estaban tomando los acontecimientos el 20 de enero de 1814 el caudillo, apoyado por 3000 hombres, abandonó Montevideo con el objetivo de dejar a Rondeau en la cuerda floja.

El gobierno nacional desaprobó, obviamente, semejante decisión porque podría haber dejado a Montevideo a merced de los realistas. El panorama se ennegreció aún más por la decisión de Artigas de extender su idea de confederación por todo el territorio del país, lo que provocó un duro enfrentamiento entre Corrientes y Entre Ríos, bajo el influjo artiguista, y el gobierno nacional. En ese momento Posadas estaba a cargo del Directorio y su reacción fue terminante: el 11 de febrero dictó un decreto en virtud del cual Artigas pasaba a la categoría de infame traidor a la patria y ponía precio a su cabeza. Artigas entraba en la categoría de “enemigo público número 1”, tal como aconteció en el siglo XX con el famoso pistolero John Dillinger. La actitud de Posadas puso dramáticamente en evidencia su escasa capacidad para ejercer el poder ya que fue incapaz de percatarse de algo fundamental: una decisión de semejante magnitud debía sustentarse en una sólida base política. En otros términos: pretender arrinconar a Artigas sin contar con la autoridad política necesaria conducía inexorablemente al papelón. Eso fue lo que sucedió con Posadas. Ni lerdo ni perezoso, el sitiado Vigodet decidió entablar negociaciones con Artigas pero se encontró con una rotunda negativa. Sin embargo, dejó una puerta entreabierta que le permitiera convencer a Vigodet que le entregara Montevideo o que bendijera su decisión de luchar a muerte contra Buenos Aires. Es por ello que, a hurtadillas, un colaborador suyo de apellido Otorgués se mostraba amigable con los realistas, lo que atentaba contra el proceso independentista.

Ante semejante escenario Posadas no tuvo más remedio que agachar la cabeza y enhebrar con Artigas algún tipo de acuerdo. Como era de esperar, se estrelló contra una estructura de hormigón armado. Fue así como a Posadas sólo le quedó el camino que conducía a la toma de Montevideo. Para apresurar la conquista consideró que Carlos de Alvear era el más adecuado para ejecutar esa función mientras que Otorgués y Vigodet negociaban la entrega de Montevideo. Pero el hábil e inescrupuloso Alvear logró neutralizar dicha negociación haciéndole creer a Vigodet que le entregaría la plaza. Acto seguido tomó a su cargo el proceso negociador que culminaría con la capitulación de la capital oriental el 21 de junio de 1814. Mientras tanto Otorgués, creyendo que estaba a un paso de conquistar Montevideo, se acercó a la capital pero Alvear lo aniquiló en Las Piedras el 25 de junio. A renglón seguido el Directorio no tuvo mejor idea que disolver el Triunvirato constituido por el Congreso en Capilla Maciel y reemplazarlo por un gobernador, es decir, por un ejecutivo unipersonal. El cargo cayó en manos de Nicolás Rodríguez Peña, hombre de Posadas. De esa forma se esfumó toda posibilidad de granjearse la simpatía de los sectores moderados, es decir, antiartiguistas, de Montevideo.

A partir de entonces Posadas y Artigas se dedicaron a enfrentarse en el fango con el único objetivo de destruirse. En ese ambiente infeccioso tuvo lugar el convenio del 9 de julio de 1814 en virtud del cual Posadas se comprometía a desagraviar a Artigas y éste a aceptar la legitimidad de Posadas y de la Asamblea. Lamentablemente, ninguno de los contendientes tenía intenciones de cumplir con la palabra empeñada. El 25 de agosto Posadas acusó en un documento a Artigas de “desnaturalizado”, lo que provocó la reanudación de la guerra civil al mes siguiente. A partir de entonces se derramó mucha sangre. No se respetó ningún código de guerra ya que muchos fueron los jefes militares de ambos bandos que fueron fusilados. Y en ese terreno el vencedor fue Artigas (1).

(1) Floria y García Belsunce, Historia de…, capítulo 16.

La consolidación por las armas del proceso independentista

La situación en la capital oriental, la postura del Paraguay y la decisión de Lima de anexar las intendencias del Río de la Plata al virreinato del Perú hasta que Buenos Aires retorne a la situación previa a la revolución, obligaron a las autoridades criollas a tomar decisiones que implicaban el uso de la fuerza armada. Para ellos no había retorno posible. El proceso revolucionario no podía ser detenido. Este diagnóstico acompañó a los criollos desde el momento en que tomaron la decisión de cortar el cordón umbilical con España. Ello explica el envío de “expediciones auxiliadores” con el objetivo de garantizar la expansión del fuego revolucionario por todo el territorio y de aplastar cualquier atisbo de rebelión de quienes continuaban legitimando a Fernando VII.

La guerra por la independencia duró catorce años. Durante diez años su conducción estuvo a cargo de las autoridades de las Provincias Unidas del Río de la Plata. En los restantes cuatro años la conducción fue chilena, peruana y boliviana. Los epicentros de la revolución fueron el Río de la plata y Venezuela, mientras que el de la contrarrevolución fue Lima. La guerra independentista se basó en sucesivas luchas que primero consolidaron los bastiones revolucionarios rioplatense y venezolano para luego avanzar hacia Lima con el objetivo de diezmar a las tropas realistas. Buenos Aires estaba rodeada por el este, el nordeste y el norte. Afortunadamente, la adhesión de Chile al sistema revolucionario deshizo la amenaza proveniente del este. De los centros de poder que amenazaban la independencia el más débil era la Intendencia del Paraguay debido a la imposibilidad de comunicarse con los otros centros de poder realistas. Aislada y sin recursos, no implicaba un peligro para el gobierno criollo. El Alto Perú, por el contrario, era un enemigo que debía ser respetado. Sus recursos y la cercanía con el virreinato del Perú hacían de aquél un lugar adecuado para que los realistas acumularan el mayor poder bélico posible. Otro enemigo a tener en cuenta era Montevideo. Su proximidad con Buenos Aires y su poderosa fuerza naval eran factores que debían ser tenidos muy en cuenta por las autoridades criollas. Además, mantenía fluidos contactos con España. Ello significaba un peligro tremendo porque si España lograba liberarse del yugo napoleónico nada le hubiera impedido enviar a la zona caliente del Río de la Plata intimidantes fuerzas militares (1).

(1) Floria y García Belsunce, Historia de…, capítulo 16.

Los teatros de operaciones en detalle

¿Qué zona del Alto Perú era la adecuada para la guerra? Hacia el oeste lindaba con el río Desaguadero y la cordillera oriental mientras que hacia el este lo hacía con las cordilleras de La Paz y Cochabamba y la sierra de Aguarague. Era un terreno alto y el frío estaba en las cordilleras y el clima templado en los valles. Con alturas que oscilaban entre los dos mil y cuatro mil metros el apunamiento causaba estragos en los soldados habituados a vivir en la llanura. Había tres rutas que comunicaban el Alto Perú con el territorio argentino. La única utilizada por las tropas (se adecuaba muy bien a las operaciones defensivas) comenzaba en Anta y, siguiendo por Humahuaca, desembocaba en Jujuy. Era la ruta central. Las provincias del Alto Perú (Potosí, Charcas, Cochabamba) les prestaban a los ejércitos una gran ayuda en materia de abastecimiento. Además contaban con poblaciones importantes, muy superiores a las de Salta y Jujuy.

La zona paraguaya nada tenía que ver con la zona altoperuana. Las lluvias eran abundantes y había barreras naturales de relevancia constituidas por los cursos de agua y los bañados. Además, imponían su presencia los ríos Paraná y Paraguay, difíciles de ser franqueados. Otro elemento a tener en consideración era el clima tropical ya que afectaba severamente a las tropas que no estaban habituadas a soportar semejante calor. Para ingresar al Paraguay desde Buenos Aires había que costear el Paraná por el este hasta llegar a Paso de la Patria, o bien costear el Uruguay por el oeste hasta arribar a Itapúa. Como cruzaban numerosos cursos de agua por su cercanía con la desembocadura, ambos recorridos obstaculizaban severamente la marcha de las tropas. La Banda Oriental, en cambio, presentaba una fisonomía muy similar a la de Argentina. El problema era que los criollos carecían de buques para utilizar en su provecho el escenario uruguayo. Las fuerzas navales eran los instrumentos adecuados para arribar al Uruguay a través de la costa que unía Punta Gorda con Colonia. En consecuencia, no tuvieron más remedio que cruzar Entre Ríos por Villaguay o El Tala hasta la localidad de Arroyo de la China. Al ser una zona plana la caballería se encontraba en su salsa, como se dice coloquialmente. Al ser Montevideo una ciudad con escasas fortificaciones los criollos se limitaron a asediarla (1).

(1) Floria y García Belsunce, historia de…., capítulo 16.

Cómo se abastecían los ejércitos

Si bien los criollos montaron centros de abastecimiento en Mendoza y Tucumán, la Capital constituyó su fuente principal de ayuda. En efecto, todas las provisiones, con excepción de los alimentos, partían de Buenos Aires. Los elementos utilizados para la manutención de las tropas provenían del escenario donde operaban las tropas. Como los soldados eran carnívoros el ganado lugareño garantizó su alimentación. Sin los caballos la guerra de la independencia hubiera sido una misión imposible. Las llanuras bonaerense y santafesina proveían a las tropas de muy buenos caballos, al igual que las provincias norteñas, Entre Ríos y la Banda Oriental. Sin embargo, el mal trato al que eran expuestos los animales, las duras marchas y la carencia de pastos obligaban a un rápido recambio. Y si la caballada faltaba las tropas se veían obligadas a marchar a pie, ocasionando el lógico perjuicio. Para el abastecimiento de los ejércitos eran utilizadas carretas tiradas por bueyes y mulas. Si no había mulas (eran las preferidas por su rapidez de movimientos) eran sustituidas por asnos, cuya fuerza de tracción era notoriamente inferior. Si bien el vestuario de los soldados era nacional, al igual que la montura, las botas y los ponchos provenían del exterior. Pero como la demanda de estas mercancías excedía a su producción, los soldados debían evitar a como diera lugar su desgaste. No es difícil imaginar lo difícil que debe haber sido para aquellos soldados que se quedaron sin botas, por ejemplo (1).

(1) Floria y García Belsunce, historia de…., capítulo 16.

Las armas de combate

Los fusiles y carabinas utilizados por los soldados eran producidos en fábricas montadas en Buenos Aires, Tucumán y Mendoza. Pero como su número era escaso y su calidad dejaba mucho que desear los revolucionarios no tuvieron más remedio que comprar armas al imperio anglosajón. Pero como no vendía sus mejores armas los patriotas debieron conformarse con pocas armas y de escasa operatividad. De lo que sí dispusieron los criollos fue de cañones a raíz de la existencia de un importante parque artillero montado desde la época del virreinato. Además, desde 1812 existía una fábrica de cañones en Buenos Aires. El alcance máximo de los fusiles era de 200 metros pero su utilidad se reducía a la mitad. Como debían ser cargados por boca una infantería profesional tardaba no menos de un minuto para efectuar tan solo tres disparos. Para frenar un embate de la infantería enemiga los criollos sólo podían efectuar cinco disparos por hombre, lo que hacía inevitable el combate cuerpo a cuerpo. Ello explica que los soldados fueran equipados con bayonetas.

Las armas de los soldados de a caballo eran el sable, la carabina y la lanza. Las tropas irregulares se valían del lazo y las bolas. Los cañones eran de hierro y avancarga. Si el terreno era llano las mulas los arrastraban o los desarmaban. En las zonas montañosas eran transportados por animales de carga. Sus disparos tenían un alcance de mil metros y su velocidad de tiro era de dos minutos. En aquella época prácticamente no había fortificaciones. Su influencia era, por ende, nula. Por ejemplo, la ciudadela de Tucumán era apenas un campo fortificado y en Ensenada había un fuerte que carecía de defensas. Los realistas estaban en una situación similar. Colonia, que estaba en su poder, era la imagen de la indefensión. En Martín García sólo había una batería. Las verdades fortificaciones estaban localizadas en Montevideo, Talcahuano y El Callao (1).

(1) Floria y García Belsunce, historia de…., capítulo 16.

Las tropas: cómo eran reclutadas y cómo se dividían

Las tropas eran reclutadas de manera voluntaria o de manera obligatoria. El reclutamiento voluntario era posible si la opinión pública imperante lo propiciaba o serias amenazas se cernían sobre el lugar de residencia de los futuros soldados. Quienes eran obligados a alistarse frecuentemente provenían del mundo de la delincuencia. También hubo casos de esclavos que fueron obligados a servir en el ejército durante un determinado período para luego obtener la ansiada libertad. En aquel entonces los soldados no eran reclutados de manera orgánica lo que era perfectamente entendible ya que se trataba de un recurso que comenzaba a ser puesto en ejecución, y con la resistencia de varios países, en la mismísima Europa.

Con posterioridad a la gesta de Mayo los batallones de infantería asentados en Buenos Aires pasaron a la categoría de regimientos divididos en dos batallones compuestos cada uno por ocho compañías, una de cazadores, otra de granaderos (la fuerza de élite creada por San Martín) y seis de fusileros. Los regimientos de caballería contaban con una serie de escuadrones (tres como máximo), cada uno de ellos compuestos por tres compañías. También había cuerpos de artillería pero jamás entraron en combate de manera sistémica. Era muy raro que algún ejército revolucionario pudiese contar con más de diez piezas de artillería (1).

(1) Floria y García Belsunce, Historia de…capítulo 16.

Las tropas: cómo operaban

Emergía en toda su magnitud la escasez de tropas para ejecutar varias funciones, todas relevantes, al unísono como la atención simultánea de varios frentes de guerra y la defensa de la capital, muy vulnerable a los ataques marítimos. Comparadas con las fuerzas europeas, las criollas jamás alcanzaron el poderío de una división del viejo continente. Que hubiera pocas tropas esparcidas sobre un vasto territorio impedía ejecutar la táctica de la concentración de fuerzas, como lo hizo Napoleón y que fue imitada a posteriori por sus enemigos. Las fuerzas patriotas estaban condenadas, pues, a ejecutar operaciones lineales, a que una sola división avanzara o retrocediera sobre su blanco, aguardando el momento oportuno para atacarlo de frente, por el costado o por la retaguardia. Acosadas por las mismas limitaciones las tropas realistas imitaron a las criollas, lo que se tradujo en la ejecución por ambos bandos de esquemas tácticos y estratégicos muy simples.

¿Cómo avanzaban las tropas? Si el terreno lo permitía lo hacían en columnas paralelas para de esa manera facilitar el despliegue bélico. Un cuerpo avanzaba al frente como escudo protector del cuerpo principal y como servicio de descubierta. La exploración del escenario era por demás rudimentaria. Debido a la carencia de apoyo logístico en reiteradas oportunidades los criollos se valían de la información brindada por enemigos que habían desertado. Además, ambos contendientes se valían del espionaje que, aunque elemental, era muy activo. Ello explica que los ataques por sorpresa estuvieran a la orden del día. Cuando las tropas entraban en combate se disponían de la siguiente manera: a los costados estaba la caballería y la infantería ocupaba el centro apoyada por la artillería. El ataque era ejecutado por formaciones compactas y lo que se buscaba era asaltar la línea. La infantería chocaba de manera intencional contra una línea pasiva para dejarla fuera de combate y envolverla por los costados con ataques de la caballería (1).

(1) Floria y García Belsunce, Historia de….capítulo 16.

Una conducción militar deficiente

La conducción de las tropas fue deplorable. Así como es imposible que un hospital sea eficiente si carece de médicos competentes, un ejército es fácilmente vulnerable si hay pocos oficiales de carrera al mando. Con posterioridad a las invasiones inglesas fueron incorporados a los batallones urbanos grupos de civiles que poseían grados de capitanes y sargentos, como Martín Rodríguez y el mismísimo Manuel Belgrano. De este grupo emergieron quienes los condujeron con grados militares superiores, como Pueyrredón y el mismísimo Cornelio Saavedra. Si a ello se le agregaba el que, en los albores de la revolución, los ascensos se produjeran por necesidad, emergía en toda su magnitud la mediocridad de la conducción militar. No resultó extraño que las tropas carecieran de una formación militar acorde con las circunstancias. Sin preparación adecuada los oficiales se vieron obligados a hacerse cargo de una situación extremadamente compleja.

En la vereda de enfrente sobraban los oficiales de carrera, militares con un altísimo nivel de profesionalismo. A pesar de semejante desventaja el desempeño de los oficiales patriotas fue muy auspicioso. Los oficiales más destacados fueron San Martín y Belgrano. El primero descolló por su capacidad técnica que le permitió formar entre 1815 y 1820 una jerarquizada escuela de formación militar. El segundo tuvo el mérito de haber sobresalido como conductor militar pese a su carencia de formación técnica. Todos los jefes militares criollos demostraron poseer un alto espíritu de combate, lo que explica su tendencia a la ofensiva, tanto estratégica como táctica. Estas virtudes se complementaban con marcados defectos como las fallas evidenciadas en la coordinación de las tres armas.

Hasta 1814 el Río de la Plata y sus afluentes Paraná y Uruguay fue el único teatro de operaciones. España jamás se dignó a enviar a la zona de guerra refuerzos navales mientras que los criollos sólo pudieron contar con una escuadra que mereciera tal nombre a partir de 1814. A raíz de la escasez de hombres y materiales los criollos debieron valerse de marinos foráneos como Guillermo Brown quien, pese a ser un marino mercante, demostró una gran capacidad militar como quedó evidenciada en la trascendente batalla de El Buceo (1).

(1) Floria y García Belsunce, historia de….capítulo 16.

La campaña del Alto Perú

El gobierno surgido de la destitución de Cisneros tuvo desde el inicio dos objetivos fundamentales en el terreno militar: por un lado, ejercer el control sobre el Alto Perú y Paraguay y, por el otro, obligar a Montevideo a aceptar el cambio político que acababa de tener lugar en Buenos Aires. Al tener en mente esas metas se produjo lo inevitable: la dispersión de las escasas tropas disponibles. Luego de aplastada la contrarrevolución liderada por Liniers las tropas criollas, al mando de Antonio González Balcarce (era un oficial de carrera), arribaron al límite con el Alto Perú. Fue entonces cuando atacaron a los realistas, que esperaban la ofensiva, en Cotagaita. Los criollos no pudieron perforar la defensa española y Balcarce, con buen tino, retrocedió hasta el río Suipacha atacando por sorpresa a los realistas el 7 de noviembre de 1810. Fue un duro golpe para el enemigo porque en ese combate perdió casi la mitad de sus hombres. Días más tarde Rivero obtuvo una resonante victoria en Aroma y de esa manera los patriotas lograron el control del Alto Perú. A partir de entonces el número de efectivos del ejército patrio se incrementó notablemente pero ello no significó un aumento de su capacidad profesional. Balcarce, por ejemplo, comandaba 6000 hombres pero sólo 2500 estaban preparados para el combate. Ello explica la batalla que pasó a la historia como “el desastre de Huaqui”. Los criollos fueron atacados entre el Río Desaguadero y el lago Titicaca por las tropas comandadas por Goyeneche. Fue una masacre. El precio que pagaron los patriotas por la indisciplina fue tremendo. Como consecuencia de esa batalla el Alto Perú volvió a quedar bajo el dominio español. Quiso la providencia que en ese momento Goyeneche no hubiese tomado la decisión de atacar el norte argentino. De haberlo hecho esa zona hubiese quedado en poder de los realistas (1).

(1) Floria y García Belsunce, Historia de….capítulo 16.

La campaña del Paraguay

De manera simultánea la primera Junta ordenó a Manuel Belgrano, sin preparación militar y al mando de un ejército raquítico, que invadiera Paraguay. Los criollos se equivocaron groseramente al emprender esta invasión. Por un lado, creyeron que la presencia de las tropas criollas provocaría la sublevación del Paraguay y, por el otro, al enfocarse en Paraguay desatendieron un frente más importante como lo era Montevideo. Si las tropas guaraníes acudían en ayuda de Montevideo, para los patriotas hubiera sido mucho más fácil enfrentarlas en la Banda Oriental, cuya fisonomía era similar a la de Argentina, que en el inhóspito territorio paraguayo. Belgrano y los suyos ingresaron a la Mesopotamia por la Bajada del Paraná y se dirigieron hacia el centro de Corrientes utilizando caminos que no les eran familiares. Belgrano tomó esa decisión creyendo que de esa forma lograría evitar una zona que, por su alto nivel de agua, implicaba un serio obstáculo. Belgrano no imaginó que al abandonar los caminos conocidos se encontraría con un paisaje igualmente inhóspito y acuoso. El 19 de diciembre de 1810 las tropas criollas lograron atravesar el Paraná y lograron una fácil victoria en Campichuelo. En realidad, se trató de una trampa tendida por el gobernador guaraní Velazco. La retirada guaraní de Campichuelo hizo que Belgrano y sus tropas quedaran lejos de sus bases, mientras que Velazco se acantonó junto con 6500 hombres a 50 kilómetros de Asunción. No estaban del todo bien equipados pero poseían una artillería respetable. El 19 de enero de 1811 Belgrano y 950 soldados atacaron a los guaraníes en Paraguarí. Al principio Belgrano parecía encaminarse hacia la victoria pero la mala conducción de su columna de ataque lo obligó a retirarse. Los guaraníes tardaron en reaccionar pero luego decidieron ir por los criollos. El 9 de marzo tuvo lugar la batalla de Tacuarí donde las tropas guaraníes al mando del teniente coronel Manuel Anastasio Cabañas derrotaron ampliamente a las diezmadas tropas de Belgrano. La expedición de Belgrano había terminado en un estruendoso fracaso. Sin embargo, Belgrano logró salvar su honor firmando un armisticio que tendría positivas resonancias políticas (1).

(1) Floria y García Belsunce, historia de…capítulo 16.

La campaña de la Banda Oriental

Belgrano había cometido un verdadero sincericidio al tildar de “locura” la campaña al Paraguay. Evidentemente la actitud del prócer no molestó al gobierno criollo ya que no dudó en confiarle la conducción de las tropas que protagonizarían la campaña a la Banda Oriental. Belgrano sentó la base militar en Mercedes y encomendó a Artigas que se sublevara en el centro y el este del territorio. A raíz de ello los realistas retrocedieron y se acantonaron en Montevideo y Colonia. Fue entonces cuando el creador de nuestra insignia patria fue sustituido por el teniente coronel Rondeau. Artigas entró en combate contra los realistas en Las Piedras el 18 de mayo de 1811. El costo sufrido por el enemigo español fue muy duro: sus pérdidas en vidas humanas alcanzaron el 55%. Esta batalla fue el prolegómeno al histórico pero también ineficaz sitio de Montevideo ya que la ciudad estaba en condiciones de abastecerse por agua. Para resolver ese obstáculo los criollos crearon una escuadra naval que fue aniquilada por los realistas.

Mientras tanto, tenía lugar el avance de las tropas comandadas por Goyeneche en la zona norte del territorio uruguayo y fundamentalmente la invasión de 5000 soldados portugueses a la Banda Oriental. El riesgo que tenían las tropas criollas era muy alto pero quiso la providencia que se acordara un armisticio el 21 de octubre con el general Elío, lo que hizo posible la retirada de las tropas criollas del territorio uruguayo. Pero en enero de 1812 la precaria tregua se desmoronó como un castillo de naipes. La sangre no llegó al río porque se firmó un nuevo armisticio con el imperio lusitano el 26 de mayo (1).

(1) Floria y García Belsunce, historia de…capítulo 16.

Nueva campaña al Alto Perú

El gobierno confió el mando de las tropas a Pueyrredón quien partió rumbo a Salta para disciplinarlas y solicitar la designación de un jefe que estuviera a la altura de las circunstancias. Una vez más el elegido fue Manuel Belgrano. La frágil situación política y militar reinante en el Alto Perú había logrado retrasar por bastante tiempo el ingreso de los realistas al territorio argentino. Cuando se produjo el pueblo jujeño emigró masivamente, hecho que pasó a la historia como “el éxodo jujeño”. Mientras tanto, Belgrano recibía la orden gubernamental de retroceder hacia Córdoba para tratar de achicar las comunicaciones entre las tropas. La situación no podía ser más complicada ya que en ese momento tenía lugar la invasión del imperio portugués a la Banda Oriental. Consciente de que si cumplía esa orden Tucumán quedaría a merced de los realista, no dudó en ignorarla. Tres mil realistas conducidos por el general Tristán flanqueó la ciudad para estar bien posicionado ante la inminencia de una batalla contra los criollos. Pero Belgrano y los 1800 hombres bajo su mando se abalanzaron sobre el enemigo dándose una batalla el 24 de septiembre de 1812 que se caracterizó por los innumerables errores cometidos por ambos jefes militares. Pero los yerros de Belgrano valieron la pena porque el 25 los realistas se vieron obligados a retirarse rumbo al norte.

En febrero de 1813 Belgrano ingresó de manera sorpresiva en Salta. Pese al bloqueo dispuesto por los realistas en el sur, los criollos atravesaron los cerros para atacarlos por su retaguardia el 20 de ese mes. La victoria criolla fue aplastante. Finalmente, el enemigo, replegado sobre la capital salteña, no tuvo más remedio que rendirse. Las victorias obtenidas en Tucumán y Salta envalentonaron a unas tropas que estaban sometidas a una rígida disciplina. Es por ello que Belgrano tomó la decisión de marchar rumbo a Potosí para medir fuerzas con las tropas realistas conducidas por el general Pezuela. Al llegar a Condo, lugar donde estaba acantonado Pezuela, Belgrano repitió la táctica que tan buenos resultados le había dado en Salta. En efecto, decidió concentrar sus fuerzas para rodear a los realistas. El plan era el siguiente: los indios liderados por Cárdenas debían cerrar el paso a los realistas por el norte, mientras que Belgrano y Zelaya debían hacer lo mismo por el sudeste y el este, respectivamente. De esa forma, las tres columnas se abalanzarían al unísono sobre los realistas para exterminarlos. Lo que no previó Belgrano fue que Pezuela tuvo conocimiento de lo que pensaba hacer. Rápido de reflejos, el militar realista decidió combatir a cada columna criolla por separado antes de que se cerrara el cerco. El 1 de octubre de 1813 Belgrano y sus tropas fueron atacadas en la pampa de Vilcapugio. Belgrano lanzó una feroz ofensiva pero Pezuela logró resistir hasta que hizo su aparición la columna que previamente había batido a Cárdenas y sus indios. Belgrano se encontró de golpe con una situación no prevista ya que en su plan no figuraba la derrota de Cárdenas. Finalmente, Belgrano no tuvo más remedio que suspender su avance.

Pero ello no significó su rendición. En lugar de retirarse hacia el sur partió rumbo al nordeste para continuar la lucha. Las enormes pérdidas sufridas por los criollos en Vilcapugio fueron compensadas en poco tiempo por 3000 nuevos combatientes. El 14 de noviembre entró en combate contra los realistas en Ayohuma. Los errores que cometió se tradujeron en una dura derrota. Sólo sobrevivieron 500 soldados. Al poco tiempo fue reemplazado por San Martín mientras los realistas se adueñaban de Salta el 22 de enero de 1814. Siguiendo los consejos de Belgrano encomendó a Güemes la defensa de Salta e hizo de Tucumán un fuerte inexpugnable. Mientras tanto la llegada de refuerzos a Montevideo y la mejora en la situación en España les hizo creer a los realistas que estaban dadas las condiciones para repetir la frustrada operación de 1812. Pero Pezuela, al chocar contra la resistencia gaucha, se vio obligado a permanecer en la ciudad de Salta. Finalmente la rendición de Montevideo le hizo comprender que su permanencia en Salta había perdido todo sentido. Cuando expiraba julio emprendió una retirada que lejos estuvo de ser tranquila ya que sufrió el acoso de la caballería criolla. A partir de entonces los realistas dejaron de ser una amenaza para el proceso emancipador iniciado el 25 de mayo de 1810 (1).

(1) Floria y García Belsunce, Historia de….capítulo 16.

Nueva campaña a la Banda Oriental

Sin la amenazante presencia lusitana y victoriosos los criollos en Tucumán, se dieron las condiciones para el reinicio de las operaciones en la Banda Oriental. Mientras Artigas penetraba en el centro del territorio, tropas criollas al mando de Sarratea eran enviadas por Buenos Aires. Cuando expiraba 1812 los realistas atacaron el Cerrito, que estaba en poder de Rondeau. La acertada táctica empleada y el valor y disciplina de los soldados le permitieron a Rondeau obtener una importante victoria. Los realistas se vieron obligados a replegarse sobre Montevideo, que sufrió un nuevo sitio mientras el resto del territorio estaba en poder de los criollos. Mientras tanto, la escuadra enemiga se dedicaba a castigar a las poblaciones situadas sobre las costas de nuestros ríos. Una de ellas era la de San Lorenzo, situada en la provincia de Santa Fe, escenario de un famoso combate donde San Martín derrotó completamente a los realistas el 3 de febrero de 1813, lo que le permitió al ejército sitiador comunicarse sin problemas con las autoridades de Buenos Aires.

A pesar del segundo sitio a Montevideo el panorama se presentaba bastante complicado para los criollos por las derrotas de Belgrano en el norte, el refuerzo que llegó a Montevideo desde España y la destrucción de la revolución chilena en Rancagua el 1 de octubre de 1814. El gobierno criollo llegó a la conclusión de que había una única solución al problema que planteaba la presencia realista en Montevideo: la solución naval. Fue entonces cuando se tomó la decisión de crear la escuadra criolla bajo el mando de Guillermo Brown, quien, entre el 11 y el 15 de marzo de 1814, atacó y tomó posesión de Martín García. Luego bloqueó por agua a Montevideo y entre el 16 y 17 de mayo aniquiló a la escuadra española frente a las playas de El Buceo. La capitulación de Montevideo se produjo el 22 de junio (1).

(1) Floria y García Belsunce, Historia de….capítulo 16.

La etapa pos alvearista

Acosado por un vacío de poder cada vez más profundo Carlos De Alvear decidió pegar un clásico manotazo de ahogado: la invasión a la provincia de Santa Fe. Para ello ordenó al coronel Álvarez Thomas que se hiciera cargo de la misión. Nunca imaginó que al arribar a Fontezuela el militar, apoyado por la oficialidad, se pronunciaría en contra del Director Supremo y a favor del fin de la guerra civil. La sublevación de Álvarez Thomas se extendió como reguero de pólvora por otros cuerpos militares. Presionado por sus allegados Alvear renunció al cargo de Director Supremo pero al mismo tiempo trató de conservar el mando castrense. El 15 de abril de 1815 el Cabildo le ordenó que hiciera entrega del mando militar y asumió el gobierno de la provincia. Alvear intentó una última e irracional maniobra: entrar a la ciudad por la fuerza. Ante el pedido de ayuda del Cabildo el coronel Álvarez Thomas marchó hacia la Capital Federal declarando a Alvear “reo de lesa patria”. Siguiendo el consejo de los pocos amigos que le quedaban Alvear se embarcó en una nave inglesa hacia el exterior.

El primer problema con que se enfrentaron los vencedores fue la elección del sucesor de Alvear. El órgano facultado para hacerlo era la Asamblea. Cómo ésta había sido disuelta el Cabildo porteño decidió constituir un poder provisional. El elegido fue el general José Rondeau, quien ese momento estaba a cargo del ejército del Perú. A raíz de ello fue designado en carácter de Director interino el coronel Álvarez Thomas. Para evitar que se reiterara una experiencia como la alvearista el Cabildo, tan responsable como el coronel del derrocamiento de Alvear, creó una Junta de Observación y dictó un Estatuto Provisional cuya vigencia terminaría con la reunión de un nuevo Congreso General de todas las provincias. Álvarez Thomas fue, desde el comienzo de su gestión, un Director Supremo débil que debió lidiar con un serio problema: cómo congeniar la pluralidad de objetivos de la revolución de abril. Ya en la proclama quedaba en evidencia la colisión entre dos posturas políticas: por un lado, la que enarbolaba las banderas de la unidad del interior y el conflicto con España; por el otro, la que enarbolaba la paz con el caudillo oriental (Artigas) y una Buenas Aires alejada del gobierno central. Álvarez Thomas no ignoraba que la caída de Alvear se debió al accionar del ejército pero también al protagonismo del Cabildo porteño. Ambos actores ocuparon el centro del escenario. Tampoco podía desentenderse de la existencia de varios centros de poder, muchos de ellos rivales entre sí, inmunes al poder central. Ello significa que Álvarez Thomas lejos estaba de poder legitimar su poder a lo largo y ancho del territorio nacional. En lenguaje weberiano, no estaba en condiciones de garantizar el monopolio del uso legítimo de la fuerza. En consecuencia, no había propiamente un gobierno nacional.

Consciente de su débil posición Álvarez Thomas intentó mantener buenas relaciones con Rondeau y San Martín, y sellar con Artigas un acuerdo de paz. Este objetivo naufragó rápidamente porque Artigas era consciente no sólo de su poder sino también del precario equilibrio que sostenía a Álvarez Thomas. Ello explica la decisión del Director Supremo de convocar a un Congreso General en la provincia de Tucumán. De esa forma tranquilizó a varias provincias, temerosas de que el centralismo porteño continuara vigente. Además, logró un mayor apoyo de San Martín porque con dicha convocatoria era más factible su viejo anhelo: la declaración de la independencia. Mientras tanto, emergía en toda su magnitud el grave problema político que ocasionó el Estatuto Provisional sancionado por el Cabildo. Si sus miembros creyeron que iba a tener un amplio apoyo cometieron un grosero error de cálculo, ya que sólo fue reconocido por Salta. El resto de las provincias acusaron al Cabildo de haber tomado una decisión tan importante sin consultarlas (1).

(1) Floria y García Belsunce, Historia de….capítulo 17

Álvarez Thomas y su relación con Artigas

Por su parte, Álvarez Thomas prefirió no dejarse atrapar por semejantes enredos políticos y centró todas sus energías en afianzar sus relaciones con Artigas, quien en ese momento había tomado la decisión de convocar a los pueblos orientales a un Congreso en la localidad de Mercedes. El coronel Blas J. Pico y el presbítero Bruno Rivarola fueron los encargados, en representación del Director Supremo, de hacerle saber a Artigas la intención del gobierno de enhebrar un acuerdo sobre la base de las siguientes propuestas: a) reconocimiento de la independencia de la Banda Oriental, b) unidad de fuerzas contra los españoles, c) reconocimiento de Buenos Aires como gobierno independiente del gobierno central, d) libertad de acción de las provincias de Entre Ríos y Corrientes para elegir el gobierno protector de su preferencia (Álvarez Thomas o Artigas, en suma). Haciendo gala de su personalidad volcánica Artigas les demostró a los enviados del gobierno central lo que significa el ejercicio del poder demorando bastante su recepción. En términos coloquiales, los obligó a padecer una amansadora de aquéllas.

Artigas no aceptó las propuestas de Álvarez Thomas pero ello no implicó el fin de las negociaciones. En efecto, su reacción consistió en efectuar una contrapropuesta que se apoyaba en los siguientes puntos: a) la separación de la Banda Oriental hasta que el Congreso decidiera, y b) el control político de Entre Ríos, Corrientes, Santa Fe y Córdoba. Artigas le demostró a Álvarez Thomas que “iba por todo”. Álvarez Thomas consideró inaceptables semejantes exigencias y se percató de inmediato que no le quedaba otro camino que el de recuperar el control sobre las provincias situadas al oeste del río Paraná, única forma de garantizar el éxito de la futura reunión del Congreso. Para ello organizó una expedición, bajo el mando de Viamonte, con el objetivo de ocupar Santa Fe, lo que finalmente se produjo el 25 de agosto de 1815 sin tener que lamentar víctimas. El éxito se debió en buena medida a la decisión de Álvarez Thomas de arrestar en un buque de guerra a los enviados artiguistas, temeroso de que tuvieran conocimiento de sus planes. Pero en poco tiempo el escenario s emodificó de manera radical. El 3 de marzo de 1816 el teniente Estanislao López se sublevó contra Viamonte. Al contar con el apoyo de Artigas, logró vencer a Viamonte luego de un mes de acciones bélicas (1).

(1) Floria y García Belsunce, historia de….capítulo 17.

El liderazgo de Güemes en el norte

Los primeros pasos dados por Álvarez Thomas habían sido un fracaso. Sus primeros intentos por lograr la paz habían naufragado, al igual que el objetivo de asegurarse por las armas el control de Santa Fe. Para colmo, en el norte la autoridad de Rondeau se desmoronaba como un castillo de naipes mientras el ejército era ganado por la política y la indisciplina. Era el escenario ideal para que apareciese un caudillo de los quilates de Güemes. Injustamente despojado de su mando se retiró del ejército acompañado por sus hombres. Estaba dominado por la decepción y el enojo. Pese a que fue elegido gobernador interino en Salta reconoció la autoridad de Rondeau como Director Supremo y la de Álvarez Thomas como interino. Primó en Güemes su ética de la responsabilidad ya que era consciente de la gravedad de la situación. Lamentablemente, el escenario empeoró a raíz de las derrotas de los patriotas en Venta y Media (20 de octubre de 1815) y en Sipe Sipe (29 de noviembre del mismo año). El Alto Perú, con excepción de Santa Cruz de la Sierra, había caído en manos del enemigo español. Carente de autoridad, un desprestigiado Rondeau no tuvo mejor idea que declarar a Güemes enemigo del Estado (5 de marzo de 1816). Pese a ocupar Salta, cayó en la trampa tendida por el caudillo salteño. Aislado, fue incapaz de frenar el avance realista sobre las provincias abandonadas. Afortunadamente Rondeau recuperó la cordura y acordó con Güemes un pacto de amistad el 17 de abril de 1816 (ya estaba en funciones el Congreso de Tucumán) que permitió asegurar la frontera norte ante una eventual invasión del agresor (1).

(1) Floria y García Belsunce, Historia de….capítulo 17.

Cuyo y Santa Fe

Asfixiado por doquier Álvarez Thomas encontró en Cuyo el oasis que necesita cualquiera que transita un desierto para no morir en el intento. En efecto, la provincia conducida por San Martín apoyó con fervor la decisión del Director Supremo de convocar al Congreso en la ciudad de Tucumán. Mientras tanto, el ilustre militar se fortalecía para estar en perfectas condiciones de luchar contra los realistas. Convencido de que si lograban asentarse en territorio chileno el proceso independentista correría serio riesgo, decidió pasar a la ofensiva invadiendo el país trasandino en la primavera de ese año (1816).

Obsesionado con Santa Fe el Director Supremo designó nuevamente a Belgrano jefe de las tropas (el Ejército de Observación) encargadas de intentar tomar posesión de la provincia por enésima vez. Consciente de lo dificultosa que podía ser la operación militar Belgrano intentó un acercamiento pacífico con las autoridades santafesinas para negociar algún tipo de acuerdo que satisficiera a ambas partes. Pare ello designó como representante a su segundo, el coronel Díaz Vélez. Lamentablemente, éste lo traicionó pactando con Santa Fe el relevo de Álvarez Thomas y del propio Belgrano, asumiendo el liderazgo del Ejército de Observación. Esta canallada pasó a la historia como “el Pacto de Santo Tomé”, que tuvo lugar el 9 de abril de 1816. La historia volvía a repetirse (Fontezuela).

Mientras tanto, la influencia de Artigas no paraba de crecer luego de la adhesión de Córdoba y las muestras de simpatía provenientes de Santiago del Estero. La traición de Díaz Vélez, aborrecible desde el punto de vista moral, no hacía más que poner en evidencia la escasa predisposición del ejército nacional de luchar contra el caudillo oriental. Incluso en ciertos cenáculos porteños se lo miraba con cierta simpatía. Además, muchos estaban convencidos de que el accionar del Director Supremo atentaba contra los intereses de Buenos Aires ya que la privaba de autonomía y la transformaba en el blanco preferido del rencor de las restantes provincias. Aprovechando la incertidumbre reinante el Cabildo porteño ejecutó lo que mejor sabía hacer: provocar un golpe palaciego. Abrumado por la situación Álvarez Thomas aceptó el “pedido” de renuncia formulado por los golpistas el 16 de abril de 1816, siendo sustituido por el brigadier Antonio González Balcarce (1).

(1) Floria y García Belsunce, Historia de….capítulo 17.

El Congreso de Tucumán

El 24 de marzo de 1816 fueron inauguradas las sesiones del Congreso de las Provincias Unidas, convocado por un desfalleciente Álvarez Thomas. Con la excepción de Santa Fe, Corrientes, Entre Ríos y La Banda Oriental, el resto de las provincias estuvieron representadas. También hubo representantes de las provincias del Alto Perú (Charcas, Cochabamba, Tupiza y Mizque). Si bien hay quienes menospreciaron la personalidad e inteligencia de los representantes, cabe coincidir con Bartolomé Mitre que fueron los mejores hombres que podían enviar las provincias. La mayoría de ellos eran abogados y clérigos, provenientes de las universidades de Córdoba, Charcas, Lima y Santiago de Chile. Poseían una gran capacidad intelectual y, fundamentalmente, se caracterizaban por su prudencia política. Los diputados Serrano (Charcas) y Darragueria (Buenos Aires) eran los más destacados. Pero también imponían su presencia los diputados Castro barros (La Rioja), Paso, Sáenz y Anchorena (Buenos Aires) y Malabia (Chuquisaca). Como bien señaló Joaquín V. González “Es justo decir que el Congreso de Tucumán ha sido la asamblea más nacional, más argentina y más representativa que haya existido jamás en nuestra historia” (1). Además, hay que tener en cuenta el clima político que se vivía en aquella época. El Alto Perú (la actual Bolivia) estaba en poder de los realistas; varias provincias respondían a Artigas (las que no estuvieron representadas en el Congreso); Santiago del Estero y La Rioja estaban convulsionadas; el Ejército de Observación, comandado por Díaz Vélez, no reconocía la autoridad de Álvarez Thomas; la amenaza española de enviar una poderosa expedición militar lejos estaba de ser una utopía; y cundían los rumores acerca de una posible invasión lusitana. Como frutilla del postre cabe decir que las monarquías europeas, una vez caído Napoleón, reafirmaban la legitimidad de la restauración del régimen político basado en la autoridad suprema del rey. Ante semejante situación límite los congresales no tuvieron más remedio que consolidar las bases sobre las que se sustentaba el régimen político surgido en mayo de 1810, porque de no hacerlo todo lo realizado en ese sentido entre mayo de 1810 y 1816 habría sido en vano. Realmente había que tener un gran coraje para declarar la independencia en semejante contexto. Y esos diputados lo tuvieron.

(1) Leoncio Gianello, Historia del Congreso de Tucumán, Bs. As., Academia Nacional de la historia, 1966, pág. 122, en Floria y García Belsunce, Historia de…., pág. 402.

Juan Martín de Pueyrredón, nuevo Director Supremo

El Congreso fue un ejemplo de convivencia democrática, pese a ser bastante heterogéneo. Había un grupo compuesto por algunos diputados de Buenos Aires, los de Cuyo y algunos de las provincias del interior (los centralistas); otro grupo integrado por diputados cordobeses, algunos de Buenos Aires y otros del interior (los localistas); y un tercer grupo compuesto por los representantes del Alto Perú (los altoperuanos).

El primer problema a resolver por el Congreso era la designación del nuevo Director Supremo. La tarea no era sencilla porque la elección debía recaer en un hombre que fuera, al mismo tiempo, de fuerte personalidad pero dispuesto al diálogo. Ni un ególatra autoritario pero tampoco un pusilánime. Los diputados por Córdoba propusieron como candidato a Moldes, diputado salteño que mucho se acercaba al ególatra autoritario. La solución la tuvo San Martín. Consideró que el candidato adecuado era el diputado entrerriano Juan Martín de Pueyrredón, a quien conocía desde hacía dos años. Los diputados cuyanos se alinearon de inmediato y muy pronto su candidatura recibió el apoyo de Güemes y de los diputados por Buenos Aires y el Alto Perú. Al conocerse en Tucumán el pacto de Santo Tomé y la renuncia de Álvarez Thomas, Pueyrredón se encontró con el camino totalmente despejado. El 3 de mayo de 1816 Pueyrredón recibió el apoyo de 23 diputados y su competidor, Moldes, solamente el de 2 diputados. Era la primera vez que el “Poder Ejecutivo” gozaba de legitimidad de origen.

Consciente de la difícil situación que reinaba en Salta, el flamante Director Supremo no perdió tiempo. Se dirigió a la provincia norteña para apaciguar los ánimos, “amigar” a Rondeau y Güemes, para luego asegurarse la fidelidad de las tropas. Pueyrredón no podía darse el lujo de enemistarse con Güemes porque la defensa de la frontera norte dependía, hasta ese momento, de las guerrillas que lideraba. Ya en Buenos Aires Pueyrredón sustituyó a Rondeau por Belgrano, cuyo prestigio se mantenía incólume pese a las duras derrotas de Vilcapugio y Ayohuma. La respuesta de Rondeau fue la menos adecuada: consideró su reemplazo una ofensa y redactó una carta de renuncia en la que daba a entender que las tropas resistirían la designación de Belgrano. Era una clara incitación a la rebelión. Pueyrredón reaccionó como correspondía: sin perder un minuto de su valioso tiempo efectivizó el nombramiento de Belgrano lo que enervó cualquier atisbo de malestar castrense.

Para Pueyrredón la situación chilena era por demás delicada. Decidió, por ende, colocarla en la cima de sus prioridades. En consonancia con San Martín tomó la decisión de invadir al país trasandino. De esa forma el Director Supremo procuró alcanzar la unidad en torno a un objetivo supremo: la independencia. Mientras tanto, el Congreso reunido en Tucumán era presionado por San Martín para que finalmente declarara la independencia. El 9 de julio los congresistas la declararon de la siguiente forma: “Nos los representantes de las Provincias Unidas de Sud América, reunidos en Congreso General, invocando al Eterno que preside el universo, en el nombre y por la autoridad de los pueblos que representamos, protestando al cielo, a las naciones y a los hombres todos del Globo la justicia que regla nuestros votos; declaramos solemnemente a la faz de la tierra que es voluntad unánime e indubitable de estas Provincias romper los violentos vínculos que las ligaban a los reyes de España, recuperar los derechos de que fueran despojados, e investirse del alto carácter de nación libre e independiente del rey Fernando VII, sus sucesores y metrópoli. Quedar en consecuencia de hecho y de derecho con amplio y pleno poder para darse las formas que exija la justicia, e impere el cúmulo de las actuales circunstancias. Todas y cada una de ellas así lo publican, declaran y ratifican comprometiéndose por nuestro medio al cumplimiento y sostén de esta voluntad, bajo el seguro y garantía de sus vidas, haberes y fama. Comuníquese a quienes corresponda, para su publicación, y en obsequio del respeto que se debe a las naciones, detállese en un manifiesto los gravísimos fundamentos impulsivos de esta solemne declaración. Dada en la sala de sesiones del Congreso y refrendada por nuestros diputados secretarios. Francisco Narciso de Laprida, presidente., Mariano Boedo, vicepresidente”. El proceso comenzado el 25 de mayo de 1810 culminaba con esta solemne declaración el 9 de julio de 1816. Había triunfado claramente la concepción americanista de la revolución (1).

(1) Floria y García Belsunce, Historia de…capítulo 17.

El gobierno de Pueyrredón

Pueyrredón estuvo al frente del gobierno nacional entre 1816 y 1819. Fue un período extremadamente intenso que le permitió al Director Supremo dejar una huella indeleble. Pese a los obstáculos que debió enfrentar no dudó a la hora de afianzar el proceso emancipatorio que comenzó el 25 de mayo de 1810. Fue, qué duda cabe, el máximo garante del punto culminante de dicho proceso acaecido en Tucumán el 9 de julio de 1816.

Pueyrredón tuvo una obsesión: garantizar la independencia de las provincias Unidas del Río de la Plata y materializar, con la ayuda inestimable de San Martín, la liberación de Chile y Perú. Una empresa alto riesgosa, que requería coraje, conocimientos militares y recursos económicos. Quiso la providencia que San Martín fuera contemporáneo de Pueyrredón pues sin la presencia de aquél éste seguramente no hubiera podido liberar a Chile y Perú de las garras realistas. En lo político Pueyrredón utilizó la persuasión y la firmeza según las circunstancias. Pero en los hechos encabezó una dictadura legal que contó con el respaldo del Congreso. Nadie dudaba, por ende, de quién mandaba. Era un gobierno que nada tenía que ver con la democracia liberal consagrada décadas más tarde primero por Alberdi y luego por la Constitución sancionada y promulgada en 1853. Pero era, me parece, el único gobierno que podían darse las Provincias Unidas del Río de la Plata en aquel momento. La situación, tanto interna como externa, era tan grave que obligaba al ejercicio del poder a cargo de una personalidad de hierro, es decir del general Juan Martín de Pueyrredón.

Cuando Pueyrredón se hizo cargo del gobierno central tenía en frente un panorama extremadamente complicado. Por un lado, debía intentar controlar a Artigas cuya influencia se desparramaba a lo largo del territorio como reguero de pólvora; por otro lado, no podía desatender la invasión lusitana a la Banda Oriental. Por si todo ello no hubiera resultado suficiente debía hacerse cargo de los conflictos que tenían lugar en Buenos Aires, exacerbados por razones políticas (ataques a la oposición) y económicas (la gravosa situación económica obligaba a castigar con impuestos y empréstitos a las grandes fortunas). Para colmo las provincias se manejaban por su cuenta, lo que obligaba a Pueyrredón a hacer todo lo que estuviera a su alcance para unirlas, lo que en la práctica significó la obligación de ejercer el poder de manera férrea y centralizada. Pueyrredón fue, qué duda cabe, el emblema del hegemonismo porteño.

Floria y García Belsunce se esmeran en rescatar la figura de Pueyrredón. Consideran injusta la visión de quienes lo consideran un porteño pedante y autoritario. Es cierto que, en material militar, apeló a la conducción centralizada pero era algo perfectamente lógico ya que la conducción de las fuerzas armadas fue (es y será) sinónimo de verticalidad. En lo político es cierto que al comienzo de su mandato Pueyrredón ejerció el poder de manera hegemónica pero era el único camino que conducía al fortalecimiento del proceso revolucionario. Pero al cumplirse el primer aniversario de la declaración de la independencia era evidente-y Pueyrredón era perfectamente consciente de ello-que el excesivo centralismo porteño atentaba contra la unión de todas las provincias y hacía peligrar el éxito del proceso revolucionario.

Todos estos factores llevaron a Pueyrredón a ejercer el poder en base al equilibrio y la moderación. ¿Se imagina el lector lo que hubiera pasado si Pueyrredón hubiera tenido una personalidad como la de Donald Trump? Pueyrredón se basó en estos valores para intentar apaciguar los ánimos para así poder ejecutar su obra de gobierno. Estaba obsesionado con el logro de la unidad nacional pero ello no significó que tuviera en mente imponer la autoridad porteña a como diera lugar. A tal punto no puede identificarse a Pueyrredón con el porteñismo “puro y duro” que durante su gobierno debió padecer las críticas de los dirigentes porteños. Cuando se disolvió la Primera Junta (1811) Pueyrredón propuso la realización de un Congreso Nacional en cualquier lugar, menos en Buenos Aires o en alguna capital de provincia que intentara sustituirla o que dispusiera de una base militar. Cinco años más tarde Pueyrredón no había cambiado de parecer en esta cuestión ya que sugirió que tanto el Congreso como el Director ejercieran sus funciones en la provincia de Córdoba. La elección de esta provincia lejos estaba de ser inocente ya que creía que de esa manera se lograría inclinar su voluntad (1).

Pueyrredón fue un político eminentemente práctico. Tenía los pies sobre la tierra lo que lo llevó a criticar algunas veces al Congreso, proclive a las divagaciones teóricas. En varias oportunidades se quejó ante San Martín: “¡Y siempre doctores! Ellos gobiernan y pretenden gobernar con teorías, y con ellas nos conducen a la disolución” (2). “No hay duda, amigo, en que los doctores nos han de sumergir en el último desorden y en la anarquía. Si no apretamos los puños, estamos amenazados de ver al país convertido en un Argel de hombres con peluca” (3). Pueyrredón los acusaba de desconocer la calle, de vivir en la estratósfera, de perder el tiempo elaborando teorías sin ningún sustento práctico. Pero estaba obligado a convivir con la realidad. Al ser un gobernante carente de partido debió buscar un reemplazante, encontrándolo en la Logia Lautaro conducida por San Martín. De ese modo pudo contar con el apoyo de un virtual segundo parlamento que coincidía con sus objetivos primordiales.

(1) Pueyrredón, Carlos A., Cartas de Pueyrredón a San Martín, Bs. As., Facsímiles 55 y 57, en Floria y García Belsunce, Historia de…, pág. 407.

(2) Pueyrredón, Carlos A., ob. cit., fac. 91, en Floria y García Belsunce, Historia de…, pág. 408.

(3) Pueyrredón, Carlos A., ob. Cit., fac. 93, en Floria y García Belsunce, Historia de…, pág. 4048.

Las tensiones contra el Directorio

Al arribar a Buenos Aires procedente de Tucumán el Director Supremo se encontró con una capital dividida, con poca predisposición a colaborar con el gobierno central y atemorizada por la amenaza lusitana. En Córdoba tuvo lugar una rebelión comandada por Pérez Bulnes, artiguista confeso. El Congreso, en contra del criterio de Pueyrredón, envió tropas logrando poner las cosas en su lugar: Funes, partidario del gobierno nacional, asumió como gobernador. También hubo una sublevación en Santiago del Estero pero fue rápidamente sofocada por el rápido accionar de Belgrano y Bustos. Su hábil cintura política no exenta de firmeza le permitió a Pueyrredón afianzar su gobierno cuando expiraba 1816. Con excepción del litoral, el resto del país reconocía su autoridad. Pero se trataba de una calma que podía resquebrajarse en cualquier momento. La paz pendía de un hilo.

En Buenos Aires la situación era harto complicada. El hartazgo de la población tenía su explicación: Pueyrredón se había valido de su bolsillo (impuestos, empréstitos forzosos, etc.) para financiar la campaña de San Martín a Chile. Y ya se sabe que el bolsillo es la víscera más sensible del hombre. También había malestar en el ámbito castrense ya que, por un lado, el coronel Soler había recibido la orden de responder a San Martín y, por el otro, el coronel Dorrego había pagado caro su personalidad rebelde (fue desterrado a los Estados Unidos). En 1817 se produjo una sublevación cívico-militar pero fue sofocada sin hesitar. Sus líderes militares (French y Pagola) y civiles (Agrelo, Chiclana, Manuel Moreno y Pazos Kanki) fueron desterrados. Por lo menos no fueron fusilados, lo que implicaba un cambio copernicano respecto a la manera como la Junta de 1810 resolvía estas cuestiones. Mientras tanto, el caudillo trasandino José Miguel Carrera pasó por Buenos Aires para seguir camino rumbo a su país natal. En ese momento San Martín y O´Higgins (enemistado con Carrera) cruzaban la cordillera en busca de los realistas. Era evidente que la presencia de Carreras en Buenos Aires no hacía más que enrarecer el ambiente. Pueyrredón actuó con estricta lógica política: impidió el viaje de Carreras a Chile granjeándose su enemistad. Con el apoyo del poder lusitano y ahora refugiado en Montevideo, el resentido Carreras decidió conspirar contra Pueyrredón.

A pesar de estas turbulencias Pueyrredón puso todas sus energías en gobernar. Hasta ese momento el andamiaje institucional español se mantenía intacto. Las diversas normas sancionadas por los sucesivos gobiernos posteriores al 25 de mayo de 1810 se habían limitado a reglar la organización del Poder Ejecutivo, proclamar la independencia de la justicia, modificar superficialmente el sistema impositivo, organizar las secretarias estatales, reorganizar las fuerzas armadas y regular sobre aduana y comercio exterior. Con el apoyo de Obligado y Gazcón, el Director Supremo tomó relevantes decisiones: a) determinación de la deuda pública, b) armonización de los créditos, c) creación de la Caja Nacional de Fondos, y d) dictado del reglamento de aduanas. Con la ayuda de Terrada y Guido, también tomo decisiones de relevancia en el ámbito militar como la organización el estado mayor permanente y del tribunal militar. En materia educativa merecen destacarse a) la reapertura del antiguo colegio San Carlos, b) la elevación a Academia de la Escuela de Matemáticas, y c) el proyecto de ley de creación de la Universidad de Buenos Aires. En aquella época podían ser leídos varios periódicos: a) La Crónica Argentina (contraria a Pueyrredón), b) El Censor (partidario del Director Supremo), y c) El Observador Americano y El Independiente (moderados) (1).

(1) Floria y García Belsunce, historia de…, capítulo 17.

El apoyo de Pueyrredón a San Martín: “Va el mundo. Va el demonio. Va la carne”

En octubre de 1815 José de San Martín, por entonces coronel mayor, contaba con 2800 hombre muy bien entrenados para invadir Chile y atacar a los realistas. En plenas sesiones del Congreso de Tucumán consideraba que con 1600 hombres más estaría en condiciones de ejecutar sus planes en el verano de 1817. Consciente de lo riesgosa de la empresa propuso a Balcarce, al Congreso y a Pueyrredón un plan que consistía, básicamente, en amenazar a los realistas con una invasión para obligarlos a dispersar sus fuerzas. De esa manera las fuerzas patriotas podrían abalanzarse sobre ellas y aniquilarlas. Logrado ese objetivo estarían dadas las condiciones de invadir Perú por el mar y no por el áspero Alto Perú. La frutilla del postre sería una alianza entre Chile y las Provincias Unidas.

Pueyrredón aprobó con entusiasmo el plan de San Martín. Al poco tiempo se dirigió a Córdoba para entrevistarse con el gran militar para formalizar el apoyo del gobierno central. A partir de ese momento la prioridad de Pueyrredón fue consolidar la unión nacional para permitir a San Martín el cumplimiento de su campaña emancipadora. Lo esencial era que el gran militar fuera provisto de la mayor cantidad de recursos posibles. Pero para ello era vital que el Director Supremo no se viera obligado a malgastar parte de dichos recursos en sofocar rebeliones internas.

Lo primero que hizo San Martín fue hacer de Mendoza un cuartel de grandes dimensiones para formar a los soldados, fabricar armas, coser uniformes, reunir caballadas, instruir oficiales y recopilar información sobre el enemigo. Mientras tanto San Martín le exigía a Pueyrredón el envío de aras, dinero y abastecimiento para sus soldados. No dejaba nada librado al azar. El 2 de septiembre de 1816 el Director Supremo le envió a San Martín una histórica carta en la que le confiesa que su gobierno ya no estaba en condiciones de seguir apoyándolo acorde con sus exigencias: “A más de las cuatrocientas frazadas remitidas de Córdoba, van ahora quinientos ponchos, únicos que he podido encontrar; están con repetición libradas órdenes a Córdoba para que se compren las que faltan al completo, librando su costo contra estas Cajas. Está dada la orden más terminante al gobernador intendente para que haga regresar todos los arreos de mulas de esa ciudad y la de San Juan; cuidaré su cumplimiento. Está dada la orden para que se remitan a usted mil arrobas de charqui, que me pide para mediados de diciembre: se hará. Van oficios de reconocimiento a los cabildos de esa y demás ciudades de Cuyo. Van los despachos de los oficiales. Van todos los vestuarios pedidos y muchas más camisas. Si por casualidad faltasen de Córdoba en remitir las frazadas toque usted el arbitrio de un donativo de frazadas, ponchos o mantas viejas de ese vecindario y el de San Juan; no hay casa que no pueda desprenderse sin perjuicio de una manta vieja; es menester pordiosear cuando no hay otro remedio. Van cuatrocientos recados. Van hoy por el correo en un cajoncito los dos únicos clarines que se han encontrado. En enero de este año se remitieron a usted 1389 arrobas de charqui. Van los doscientos sables de repuesto que me pidió. Van doscientas tiendas de campaña o pabellones, y no hay más. Va el mundo. Va el demonio. Va la carne. Y no sé cómo me irá con las trampas en que quedo para pagarlo todo, a bien en quebrando, cancelo cuentas con todos y me voy yo también para que usted me dé algo del charqui que le mando y no me vuelva a pedir más, si no quiere recibir la noticia de que he amanecido ahorcado en un tirante de la fortaleza” (1).

Esta carta es un verdadero documento histórico. Refleja la personalidad de Pueyrredón, su firme convencimiento en el triunfo del general San Martín. Además, es un canto a la honestidad. No le esconde nada. Reconoce que no puede ayudarlo más, que dio todo de sí para proveerle de todo lo necesario para las campañas militares que se avecinaban. San Martín supo reconocer el esfuerzo y la convicción de Pueyrredón. No es difícil suponer cómo estaban los soldados en lo anímico. Seguramente muy preocupados pero eran conscientes de que no estaban solos, que tenían delante suyo a un San Martín en el campo de batalla y a un Juan Martín de Pueyrredón en el gobierno central. Cuánta diferencia con los soldados de Malvinas quienes tuvieron delante suyo a un Mario Benjamín Menéndez que nunca entró en combate y a un Leopoldo Fortunato Galtieri sentado cómodamente en el sillón de Rivadavia degustando un buen whisky.

(1) Citado por Raffo de la Reta, ob. Cit., pág. 352, en Floria y García Belsunce, Historia de…, pág. 412.

El plan de campaña del gran militar

El Ejército de los Andes comenzó a movilizarse el 9 de enero de 1817. La ciudad capital -Jujuy- estaba en poder del general realista La Serna. Pero el precio que estaba pagando era muy alto: prácticamente estaba sitiado. San Martín había preparado un plan sumamente complejo. Por un lado, su intención era provocar zozobra a las fuerzas realistas con ataques de escasa relevancia que las obligaría a dispersarse, mientras la columna central de la fuerza patriota afrontaba el cruce de la cordillera desde Mendoza. Mientras tanto las fuerzas de dispersión (no superaban los 820 hombres) amenazaban Coquimbo cruzando el Paso de Guana, Copiapó cruzando el Paso de Come Caballos, Santiago por el paso de Piuquenes, y Talca por el Paso del Planchón. La columna central debía amenazar, una vez ocupada San Felipe, Santiago y Valparaíso. Para el éxito de este ataque era fundamental la coordinación de dos columnas. Una, liderada por Las Heras, estaba compuesta por unos 800 hombres de armas y debía avanzar por el valle de Uspallata portando la artillería. La otra (3000 hombres), conducida por San Martín, cruzaría la cordillera por los valles de Los Patos. San Felipe era el sitio escogido para la unión de ambas columnas.

La empresa era harto complicada. Los pasos estaban a gran altura lo que no hacía más que dificultar el traslado de unos 4000 soldados, 1400 auxiliares, 18 cañones, 9000 mulas y 1500 caballos. A pesar de ello el plan de San Martín funcionó como una aceitada máquina. La coordinación fue notable. Mientras las dos columnas principales derrotaban a los realistas en Chacabuco, Copiapó era ocupada por Dávila, Coquimbo era ocupada por Cabot y Talca era tomada por Freire. Todo funcionó de manera sincronizada, como un reloj suizo. Previsor, San Martín decidió adelantar a la caballada para que se aclimatara. Las tropas poseían un alto nivel de instrucción y adiestramiento. Su disciplina era total. El servicio de espionaje era muy sofisticado para la época, lo que le permitía a San Martín contar con información confiable sobre los movimientos de los realistas.

Mientras tanto, los realistas, comandados por Marcó del Pont, estaban dominados por la incertidumbre ya que desconocían cuándo se produciría el ataque principal de las fuerzas patriotas. Para colmo, el jefe militar realista, al pretender asegurar de manera simultánea varis puntos, no hizo más que dispersar sus tropas, que era que lo que pretendía San Martín. Para colmo, el grado de instrucción de los realistas era mediocre y carecían de disciplina. Marcó del Pont intentó un reagrupamiento de sus tropas en el valle del Aconcagua recién cuando se enteró del avance del ejército sanmartiniano. San Martín había tomado la iniciativa, lo que fue vital para el éxito militar (1).

(1) Floria y García Belsunce, historia de…capítulo 18.

La campaña de Chile. Cancha Rayada y Maipú

Los primeros combates, favorables a los criollos, se dieron en Los Potrerillos y Guardia Vieja. El 8 de febrero de 1817, al mando de Las Heras, ocuparon Santa Rosa. Ese mismo día San Martín arribaba a la localidad de San Felipe luego de derrotar al enemigo en Achupallas y Las Coimas. Dos días más tarde tuvo lugar un combate en Chacabuco. Ahí esperaban al gran militar 3000 realistas comandados por el brigadier Maroto. Los realistas perdieron casi la mitad de sus fuerzas. Mientras tanto, Marcó del Pont fue capturado mientras se dirigía rumbo a Valparaíso. El 14 de mayo San Martín y O´Higgins entraban victoriosos en Santiago. La confianza que Pueyrredón había depositado en San Martín no fue defraudada. El Director Supremo estaba seguro del éxito de la campaña emprendida por el gran militar. Así lo confirma la carta que le envío unos días antes: “Bien puede Vd. decir que no se ha visto un director que tenga igual confianza en un general; debiéndose agregar que tampoco ha habido un general que la merezca más que Vd.” (1)

Pueyrredón le había encomendado expresamente a San Martín que su victoria no significara para Chile una afrenta a su dignidad como país. Debía convencer a los chilenos que su objetivo era liberarlos del yugo español y no conquistarlos. Es por ello que debía invitar al país trasandino a que enviara sus representantes al Congreso de Tucumán para acordar la constitución de un gran estado, y si ello no era posible al menos para tejer una alianza entre ambas naciones. O´Higgins fue designado por San Martín director provisional de Chile quien, en un gesto que lo enaltece, rechazó la propuesta de los chilenos de ser su primer presidente. Pero ello no significó que el gran militar permaneciera pasivo. Lo primero que hizo fue organizar una suerte de filial chilena de la Logia Lautaro para respaldar a O´Higgins. De esa forma el director provisional tendría el apoyo de ambas logias para poner en marcha la segunda parte del plan de liberación: la expedición al Perú.

Sin embargo, Chile aún seguía sufriendo la amenaza española. Concepción y Talcahuano estaban bajo su dominio, y sus tropas, pese a no ser numerosas, estaban protegidas por Talcahuano (era una fortaleza) y comunicadas con Lima a través del mar. Las Heras logró derrotar al enemigo en Curapaligüe y Gavilán, lo que le permitió recuperar Concepción. Mientras tanto, Freire vencía a los realistas en Arauco. De esa forma el dominio español quedaba reducido a Talcahuano. Luego de varias escaramuzas favorables a los criollos Las Heras se preparó para el combate final. El 5 de diciembre tuvo lugar el ataque pero los realistas, al mando de Ordóñez, lograron resistir. En ese momento el gran militar tuvo noticias sobre una expedición realista para fortalecer la posición de Ordóñez. San Martín le ordenó a O´Higgins que se uniera con él en el norte. A comienzos de 1818 hizo su arribo a Talcahuano el general español Osorio quien no tuvo mejor idea que avanzar por tierra rumbo al norte, lo que terminó por facilitar la concentración de las tropas criollas. A raíz de ello Osorio no tuvo más remedio que dirigirse hacia los alrededores de Talca.

La suerte de los realistas parecía echada. Era imposible que 4600 españoles lograran vencer a 7600 criollos. Pero el talento estratégico de Ordóñez pateó el tablero. En la noche del 19 de marzo de 1818 los realistas se abalanzaron sobre los criollos en los campos de Cancha Rayada, provocando una gran confusión en las tropas de San Martín. El resultado fue una derrota lapidaria para el gran militar. Fue entonces cuando quedó en evidencia su granítica personalidad. Sacando fuerzas de flaquezas le encargó a Las Heras el mando de las tropas y se dirigió a la capital chilena para reorganizar el ejército. Tan intensa fue la actividad que desplegó que en poco más de una semana tenía a disposición un ejército dispuesto a defender Santiago. La gran batalla tuvo lugar en los llanos de Maipú el 5 de abril de 1818. El gran militar consiguió una victoria notable que decidió la suerte de Chile.

(1) Citado por Raffo de la Reta, ob. Cit., pág. 357 en Floria y García Belsunce, Historia de…pág. 416.

La expedición al Perú. El Acta de Rancagua

Mientras tanto Osorio había partido rumbo a Perú. Por su parte, San Martín se dirigió a Buenos Aires para pedirle ayuda financiera a Pueyrredón. El director supremo le prometió quinientos mil pesos mientras Chile le ofreció trescientos mil pesos. La promesa de Pueyrredón se vio truncada por la actitud del pueblo de Buenos Aires, que se negó a respaldar el empréstito pensado por Pueyrredón para ayudar al gran militar. Además del hartazgo por la carga impositiva que pesaba sobre sus hombros la población porteña consideró que con la victoria en Maipú la amenaza española se había desvanecido por completo. Para colmo, el gobierno chileno no demostró mayor entusiasmo en cumplir su promesa. Frente a semejante panorama San Martín amenazó con renunciar al mando del Ejército Unido dada la imposibilidad de llevar a cabo la expedición a Perú y recomendar que el ejército criollo prestara servicios en su patria.

Sin embargo, tanto Pueyrredón como O´Higgins deseaban ejecutarla. Pero ambos estaban acosados por serios problemas políticos y financieros. Pueyrredón debía hacer frente a la guerra del Litoral lo que lo obligaba a gastar mucho dinero. Además, se expandió como reguero de pólvora la noticia de una nueva expedición realista al Río de la Plata. Pese a todos los obstáculos el Director Supremo era el más ferviente defensor, dentro del elenco gobernante, de la expedición al Perú. Pero el conflicto desatado con la provincia de Santa Fe terminaría por atentar contra sus planes. Luego de firmada la alianza argentino-chilena en enero de 1819, en la que ambos países se comprometían a liberar a Perú del yugo español, Pueyrredón se vio obligado a utilizar el ejército de Belgrano en aquella lucha fratricida. A su vez, ordenó, aprovechando el consejo de San Martín, el 27 de febrero al Ejército de los Andes el retorno a Buenos Aires para protegerla de un eventual ataque realista.

Fue entonces cuando O’Higgins, asumiendo el costo de la operación militar, consideró que eran suficientes los 200 mil pesos que decidió aportar al gobierno argentino. San Martín suspendió inmediatamente la orden de regreso de las tropas a Buenos Aires y Pueyrredón avaló al gran militar. Pero el avance realista obligó a Pueyrredón a insistir con el regreso de las tropas para defender Buenos Aires. San Martín renunció y Pueyrredón revocó nuevamente su orden. En junio de 1819 Pueyrredón renunció y su sucesor, Rondeau, le ordenó a San Martín que regresara con las tropas para participar en la lucha contra Santa fe. El gran militar desobedeció y en 1820 tuvo noticias de la caída de Rondeau y la disolución del Congreso. La anarquía había impuesto sus códigos. Con el objetivo de salvar la expedición al Perú renunció al mando ante sus jefes y oficiales aduciendo que ya no existían las autoridades que lo habían nombrado. El 2 de abril de 1820 aquellos jefes y oficiales labraron el Acta de Rancagua para dejar constancia de su lealtad al gran militar. Apoyado por sus oficiales y el gobierno chileno San Martín decidió emprender la tan ansiada campaña al Perú mientras lo que hoy se conoce como Argentina era escenario de la disolución nacional (1).

(1) Floria y García Belsunce, Historia de…capítulo 18.

La influencia del constitucionalismo

Entre 1810 y 1819 germinaron en el territorio del ex virreinato del Río de la Plata las semillas de uno de los grandes presupuestos que fueron sistematizados por Montesquieu: el constitucionalismo. Enarbolado primeramente por la constitución norteamericana, siguió su ejemplo la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano que estipulaba que “Toda sociedad donde la garantía de los derechos no esté asegurada, ni la separación de los poderes determinada, no tiene verdadera constitución”. Estos principios medulares-los derechos humanos y la separación de poderes-fueron impulsados por los liberales de la época, quienes al principio bebieron de las enseñanzas de Thomas Paine para luego abrazar el pensamiento de Montesquieu. Sin embargo, hubo un tema que por aquel entonces fue dejado de lado: la forma de gobierno que debía adoptar el proceso revolucionario. Ello no significa que no hubiera un acuerdo prácticamente unánime sobre la legitimidad de la forma de gobierno republicana, sino que razones de índole jurídica lo impedían. En efecto, mientras la declaración de la independencia no se formalizara sólo cabía una forma local de gobierno que desconocía la institución monárquica y ponía en tela de juicio la regencia. Luego del 9 de julio de 1816 la adopción de la monarquía como forma de gobierno hubiera provocado serios trastornos a nivel internacional (1).

(1) Floria y García Belsunce, Historia de…, capítulo 18.

La doctrina política del federalismo

¿Qué sucedía, mientras tanto, con los federalistas? Ellos no aspiraban a una constitución formal al estilo estadounidense porque estaban inmersos en un ambiente que destacaba la vocación caudillesca, que colisionaba frontalmente con aquellos principios medulares del constitucionalismo. Los federalistas eran la cara visible de la otra Argentina, antiliberal y antirrepublicana, nacional y popular, para emplear términos actuales. Sin embargo, cuando los ánimos se apaciguaron las provincias pudieron finalmente tener sus constituciones formales, cuyos contenidos eran un fiel reflejo de las constituciones liberales. Ello ponía en evidencia el pragmatismo de los caudillos y también su acendrado localismo. Sin embargo, desde el punto de vista doctrinario el federalismo bebía de las fuentes liberales. El rígido ejercicio del poder de los caudillos federales no se sustentaba ideológicamente ni en el régimen burocrático de los Austrias ni en la concepción centralizada y despótica de los Borbones. El régimen federal era una creación de las flamantes provincias. Entre 1810 y 1820 tuvo lugar un proceso constituyente que se nutrió de estatutos constitucionales, el decreto sobre seguridad individual de 1811, la ley de prensa de 1812, el reglamento de justicia de ese mismo año, el reglamento de secretarios de Estado de 1814, entre otros. Sus creadores estaban imbuidos de la filosofía liberal consagrada por la Declaración de los Derechos del Hombre y que enarbolaba dos principios medulares: la garantía de los derechos y la separación de poderes. Sin embargo, estos principios no fueron puestos en práctica de inmediato. Si bien en los albores del proceso emancipatorio el acta del 25 de mayo de 1810 prohibía a la Junta el ejercicio de funciones judiciales, en la práctica el Ejecutivo ejerció dichas funciones, aunque de manera limitada, mucho tiempo después de haber sido creada la Cámara de Apelaciones. Lo mismo cabe acotar respecto al poder legislativo. Si bien el Reglamento Provisional de 1811 consagró la separación entre el Poder Ejecutivo y el Poder Legislativo, su vigencia duró lo que un suspiro. Mientras funcionaron la Asamblea del año XIII y el Congreso de 1816 el Ejecutivo dictó leyes a piacere.

Respecto a la Asamblea de 1813 cabe destacar que, pese a no lograr funcionar en su carácter de constituyente, durante su funcionamiento fueron elaborados varios textos, tres unitarios y uno federal, para su análisis. La Asamblea designó una Comisión Oficial, integrada por Pedro José Agrelo, Nicolás Herrera, José Valentín Gómez, Pedro Somellera, José M. García, Hipólito Vieytes y Gervasio A. de Posadas, que presentó un proyecto unitario (inspirado en la constitución norteamericana y en la de Cádiz de 1812) de 263 artículos que a) declaraba la independencia de las Provincias del Río de la Plata y que a partir de entonces pasaba a ser una república libre; b) que establecía el Directorio (Poder Ejecutivo) compuesto por tres miembros respaldados por cuatro secretarios de estado facultados para refrendar; c) que creaba un Consejo de Estado; y d) que establecía un Congreso compuesto por dos cámaras y un poder judicial. Otro proyecto unitario, de 211 artículos y redactado por Juan Larrea, Francisco J. Planes, Tomás Antonio Valle, Antonio Sáenz y Bernardo Monteagudo, fue presentado por la Sociedad Patriótica que consagraba una parte dogmática (declaración de los derechos del hombre) y que, en su parte orgánica, creaba un Poder Ejecutivo a cargo del presidente, al que agregaba un vicepresidente y cuatro ministros. Estaba inspirado en las constituciones francesas surgidas con posterioridad a la de 1789. El tercer proyecto unitario del 27 de enero de 1813 fue elaborado por una comisión interna de la asamblea. Básicamente era una síntesis de los proyectos mencionados precedentemente con el agregado de un triunvirato con ministerio y un congreso bicameral. El proyecto federal fue elaborado por el diputado oriental Felipe Santiago Cardozo. Su vinculación ideológica con Artigas era harto evidente. Se nutría de los artículos de la Confederación, la constitución de Estados Unidos y sus enmiendas, y la constitución del estado de Massachusetts. Establecía un Poder ejecutivo unipersonal, un congreso bicameral y un poder judicial federal. El artículo 63 enarbolaba el principio medular del liberalismo jurídico “un gobierno de leyes y no de hombres”. Además, prescribía que cada provincia era soberana, libre e independiente, quedando facultadas para conformar alianzas destinadas a su defensa, al resguardo de su libertad y a la consecución de su felicidad. Por último, estipulaba que las Provincias Unidas debían asegurar a cada provincia la forma republicana de gobierno. Este proyecto inspiró en buena medida a los constituyentes de 1853 (1).

Además de estipular los derechos del hombre también se reglaban sus deberes: a) subordinación completa a la ley, b) obediencia y respeto a la justicia, c) pacificarse en beneficio de la Patria, d) ser un hombre de bien, e) ser un buen padre, un buen hijo y cultivar la amistad. La plétora de textos constitucionales de la época no hacía más que reflejar la despiadada lucha por el poder entre Buenos Aires y el interior. El Reglamento del 25 de mayo de 1810, el Estatuto Provisional de 1811, el Directorio Supremo y el Consejo de Estado de 1814, el Reglamento Provisorio de 1817 y la Constitución de 1819 legitimaban el centralismo y hegemonía de Buenos Aires. La Junta Grande de 1810, el Reglamento Orgánico de 1811, el Estatuto de 1813 y el Estatuto Provisional de 1815 legitimaban los derechos de las provincias. Este texto constitucional (el Estatuto Provisional de 1815), pese a esbozar una defensa de las provincias, fue rechazado por éstas porque fue creado por una autoridad central provisoria. A raíz de ello el Congreso dictó el Reglamento de 1817 como paso previo al establecimiento de una constitución definitiva.

(1) Germán Bidart Campos, Historia política y…., tomo I, págs. 105/107.

El texto constitucional de 1815 (*)

El Estatuto Provisorio de 1815 contiene una serie de disposiciones sumamente importantes. Comienza por consagrar aquellos derechos que competen a quienes habitan el Estado: la vida, la honra, la igualdad, la propiedad y la seguridad. Luego los explica de la siguiente manera: “El primero tiene un concepto tan uniforme que no necesita de más explicación. El segundo resulta de la buena opinión que cada uno se labra para con los demás por la integridad y rectitud de sus procedimientos. El tercero es la facultad de obrar cada uno a su arbitrio, siempre que no viole las leyes, ni dañe los derechos del otro. El cuarto consiste en que la ley, bien sea perceptiva, penal o tuitiva, es igual para todos, y favorece igualmente al poderoso, que al miserable para la conservación de sus derechos. El quinto es el derecho de gozar de sus bienes, rentas y productos. El sexto es la garantía que concede el Estado a cada uno para que no se le viole la posición de sus derechos, sin que primero se verifiquen aquellas condiciones que estén señaladas por la ley para perderla”.

Más adelante, se refiere a los deberes de quien es ciudadano: “…debe primero sumisión completa a la ley, haciendo el bien que ella prescribe, y huyendo del mal que prohíbe… obediencia, honor y respeto a los Magistrados y funcionarios públicos…sobrellevar gustoso cuantos sacrificios demande la Patria en sus necesidades y peligros, sin que se exceptúe el de la vida…contribuir al sostén y conservación de los derechos de los ciudadanos, y a la felicidad pública del Estado…merecer el grato, y honroso título de hombre de bien, siendo buen Padre de familia, buen hijo, buen hermano y buen amigo”.

Respecto al Poder Ejecutivo-el Director del Estado-establece, entre otras, las siguientes atribuciones: “la protección de la religión del estado, su defensa y felicidad; el puntual cumplimiento y ejecución de las leyes que actualmente rigen; el mando y organización de los ejércitos, armada, milicias nacionales, el sosiego público, la libertad civil, la recaudación y económica arreglada inversión de los fondos públicos, y la seguridad real y personal de todos los que residen en el territorio del estado”. Tiene prohibido “disponer por sí sólo a su arbitrio los gastos, obras, aprestos y erogaciones extraordinarias, sino asociado en una Junta que formarán con voto decisivo el mismo director, el Decano del Tribunal Mayor de Cuentas, el Ministro más antiguo de la Caja Principal, el Alcalde de primer voto, el Prior del Consulado, el Fiscal de la cámara y el Procurador General de la ciudad, extendiéndose los Acuerdos ante el Escribano de Hacienda y debiendo tener voto solo informativo en dicha Junta el Secretario de ella”. Además “cuidará con particularidad de mantener el crédito de los fondos del Estado, consultando eficazmente su recaudación, y el que se paguen con fidelidad las deudas, en cuanto lo permitan la existencia de caudales y atenciones públicas…remitirá a la Junta de Observación cada tres meses una prolija razón que demuestre por clases y tramos, los ingresos, las inversiones y existencias…entenderá en el establecimiento y dirección de las casas de moneda y bancos”.

El Estatuto detalla los límites de la autoridad del director. Por ejemplo, le está vedado “intervenir en negocio alguno judicial, civil o criminal contra persona alguna de cualquiera clase o condición que fuese, ni alterar el sistema de administración de justicia”. Si arresta a alguien “deberá ponerlo dentro de veinticuatro horas a disposición de los respectivos Magistrados de Justicia con toda la independencia que corresponde al Poder Judicial, pasándoles los motivos para su juzgamiento”. Tiene expresamente prohibido “conceder a ninguna persona del Estado exenciones o privilegios exclusivos, excepto a los inventores de artes o establecimiento de pública utilidad con aprobación de la Junta Observadora” ni “violar o interceptar directa o indirectamente la correspondencia epistolar de los ciudadanos, la que debe respetarse como sagrada”. Si “fuese preciso practicar la apertura de alguna correspondencia, lo verificará con previa noticia y consentimiento de la Junta Observadora, Fiscal de la cámara y Procurador General de la Ciudad, que en el caso tendrán voto con juramento del secreto, como también el Administrador de Correos sólo Consultivo cuando haya de interrumpirse, suspenderse o variarse el curso de ellos”.

El Poder Judicial “no tendrá dependencia alguna del Poder Ejecutivo del Estado, y en sus principios y forma estará sujeto a las leyes de su instituto”.

El Director del Estado, los diputados que representan a las provincias, los Cabildos, los Gobernadores y los miembros de la Junta de Observación serán elegidos por el voto popular. El voto “podrá darse de palabra o por escrito, abierto o cerrado, según fuere del agrado del sufragante, y en él se nombrará la persona que ha de concurrir a la Asamblea electoral con la investidura de elector”. La posibilidad del fraude estaba presente en los autores del Estatuto: “Después de entregado el sufragio o escrito en una cédula el que se diera de palabra, se retirará el sufragante, cuidando de esto los Jueces para evitar confusión y altercados. Si alguno dedujese en aquel acto o después queja sobre cohecho o soborno, deberá hacerse sin pérdida de instantes, justificación verbal del hecho ante los cinco jueces de aquella sección, reunidos al efecto el acusador y acusado, y siendo cierto serán privados de voz activa y pasiva perpetuamente el sobornante y el sobornado. Los calumniadores sufrirán la misma pena por aquella ocasión y de este juicio no habrá más recurso”.

La seguridad individual y la libertad de imprenta ocupan un lugar central en el Estatuto. Estipula que “Las acciones privadas de los hombres, que de ningún modo ofenden el orden público, ni perjudican a un tercero, están solo reservadas a Dios, y exentas de la autoridad de los Magistrados. Ningún habitante del Estado será obligado a hacer lo que no manda la Ley clara y expresamente, ni privado de lo que ella del mismo modo no prohíbe (…) Ningún habitante del Estado puede ser penado ni confinado, sin que preceda forma de proceso y sentencia legal (…) Ningún individuo podrá ser arrestado sin prueba al menos semiplena, o indicios vehementes de crimen, que se harán constatar en proceso informativo dentro de tres días perentorios, sino hubiese impedimento, pero habiéndolo se pondrá constancia de él en el proceso (…) La casa de un Ciudadano es un sagrado, que no puede violarse sin crimen y sólo en el caso de resistirse a la convocación del juez, podrá allanarse (…) Ningún reo estará incomunicado después de su confesión, y nunca dilatarse ésta por más de diez días sin justo motivo del que se pondrá constancia en el proceso, y se hará saber al reo el embarazo al fin de dicho término, y sucesivamente de tres en tres días, si continuase el motivo de retardación. Siendo las Cárceles para seguridad y no para castigo de los reos, toda medida que a pretexto de precaución sirva para mortificarlos maliciosamente, deberá ser corregida por los Juzgados y Tribunales Superiores, indemnizando a los agraviados de los males que hayan sufrido por el abuso.

El Estatuto contiene el decreto de la libertad de imprenta del 26 de octubre de 1811. Estipula que “Todo hombre puede publicar sus ideas libremente y sin previa censura (…) El abuso de esta libertad es un crimen, su acusación corresponde a los interesados, si ofende derechos particulares y a todos los Ciudadanos, si compromete la tranquilidad pública, la conservación de la Religión Católica o la Constitución del Estado”.

(*) Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes

El Reglamento de 1817

Su comienzo es similar al del Estatuto Provisorio de 1815. Considera que “los derechos de los habitantes del Estado son la vida, la honra, la libertad, la igualdad, la propiedad y la seguridad. El primero tiene un concepto tan uniforme entre todos que no necesita de más explicación. El segundo resulta de la buena opinión que cada uno se labra para con los demás por la integridad y rectitud de sus procedimientos. El tercero es la facultad de obrar cada uno a su arbitrio, siempre que no viole las leyes, ni dañe los derechos de otro. El cuarto consiste en que la ley bien sea preceptiva, penal o tuitiva, es igual para todos y favorece igualmente al poderoso que al miserable para la conservación de sus derechos. El quinto es el derecho de gozar de sus bienes, rentas y productos. El sexto es la garantía que concede el estado a cada uno para que no se viole la posesión de sus derechos, sin que primero se verifiquen aquellas condiciones que estén señaladas por la ley para perderla”.

¿Cuáles son los deberes del ciudadano? “Todo hombre en el Estado debe primero sumisión completa a la ley, haciendo el bien que ella prescribe y huyendo del mal que prohíbe”. Debe además “obediencia, honor y respeto a los Magistrados y funcionarios públicos, como ministros de la ley y primeros ciudadanos. Sobrellevar con gusto cuantos sacrificios demande la Patria en sus necesidades y peligros, sin que se exceptúe el de la vida, si no es que sea extranjero. Contribuir por su parte al sostén y conservación de los derechos de los ciudadanos y a la felicidad pública del Estado. Merecer el grato y honroso título de hombre de bien, siendo buen padre de familia, buen hijo, buen hermano y buen amigo”.

Por su parte el cuerpo social “debe garantizar y afianzar el goce de los derechos del hombre. Aliviar la miseria y desgracia de los ciudadanos, proporcionándoles los medios de prosperar e instruirse”.

El Poder Ejecutivo deberá “vigilar sobre el cumplimiento de las leyes, la recta administración de justicia, mediante iniciativas a los funcionarios de ella y la ejecución de las disposiciones del Congreso, dando a este último fin los reglamentos que sean necesarios. Elevará a la consideración y examen de la Representación Nacional los proyectos, reformas y planes, que no siendo de su resorte, gradúe convenientes a la felicidad del territorio. Será Comandante en Jefe de todas las fuerzas del estado (…) Cuando crea inevitable el rompimiento con alguna potencia, elevará a la consideración del Congreso un informe instruido de las causas que lo impulsen (…) Podrá iniciar, conducir y firmar tratados de paz, alianza, comercio y otras relaciones exteriores, con calidad de aprobarse por el Congreso dentro del término estipulado para su ratificación (…) Podrá suspender a los Magistrados y funcionarios públicos, con justa causa, dando después cuenta, por ahora, al Congreso (…) Cuidará con particularidad de mantener el crédito de los fondos del Estado, consultando eficazmente su recaudación y el que se paguen con fidelidad las deudas en cuanto lo permitan la existencia de caudales y atenciones públicas”.

¿Cuáles son sus límites? No podrá en ningún caso tener el mando de un Regimiento particular. No ejercerá jurisdicción alguna civil o criminal de oficio, ni a petición de partes: no alterará el sistema de administración de justicia según leyes (…) Cuando la urgencias del caso le obligue a arrestar a algún ciudadano, deberá ponerlo dentro del tercer día a disposición de los respectivos Magistrados de justicia con todos los antecedentes y motivos para su juzgamiento (…) No podrá imponer pechos, contribuciones, empréstitos, ni aumentos de derechos de ningún género directa ni indirectamente sin previa resolución del Congreso (…) No podrá proveer empleo alguno civil o militar a sus parientes hasta el tercer grado de consanguinidad inclusive y primero de afinidad, sin noticia y aprobación del Congreso”.

El Poder Judicial “no tendrá dependencia alguna del Poder Ejecutivo Supremo y en sus principios, forma y extensión de funciones estará sujeto a las leyes de su instituto”. Nadie “podrá ser arrestado sin prueba a lo menos semiplena o indicios vehementes deprimen, que se harán constar en previo proceso sumario. En el término del tercer día se hará saber al reo la causa de su prisión; y no siendo el Juez aprehensor el que deba seguirlas, lo remitirá con los antecedentes al que fuese nato y deba conocer. Ningún reo estará incomunicado después de su confesión y nunca podrá dilatarse ésta por más de diez días, sin justo motivo, del que se pondrá constancia en el proceso, haciéndose saber el embarazo al reo y sucesivamente de tres en tres días, si éste continuase. Siendo las cárceles para la seguridad y no para castigo de los reos, toda medida, que a pretexto de precaución sólo sirva para mortificarlos maliciosamente, será corregida por los Tribunales superiores, indemnizando a los agraviados por el orden de justicia.

Respecto a seguridad individual estipula que “las acciones privadas de los hombres, que de ningún modo ofenden el orden público, ni perjudiquen a un tercero, están sólo reservadas a Dios y exentas de la autoridad de los Magistrados. Ningún habitante del Estado estará obligado a hacer lo que no manda la ley clara y expresamente, ni privado de lo que ella del mismo modo no prohíbe (…) Ningún habitante del Estado puede ser penado, ni confinado, sin que preceda forma de proceso y sentencia legal (…) La casa de un Ciudadano es un sagrado, que no puede violarse sin crimen y sólo en el caso de resistirse a la convocación del juez podrá allanarse.

Sobre la libertad de imprenta el Reglamento considera vigente el decreto del 26 de octubre de 1811 que estipula que “todo hombre puede publicar sus ideas libremente y sin previa censura. Las disposiciones contrarias a esta libertad quedan sin efecto”.

Fuente: www.elhistoriador.com.ar

¿Qué hacer con la Banda Oriental?

Luego de asumir el cargo de Director Supremo Pueyrredón tuvo que resolver un delicado problema internacional. El imperio portugués tenía en la mira a la Banda Oriental. De concretarse la invasión crecerían de manera exponencial las chances de una alianza de ese imperio con el español. No sólo eso sino que también obligaría a Pueyrredón a una disyuntiva de hierro: elegir entre apoyar a Artigas, un enemigo declarado del poder central, o no hacerlo y aparecer como cómplice de los lusitanos. La Banda Oriental siempre estuvo en la mira del imperio portugués. El virreinato había sido una suerte de dique de contención a su espíritu imperialista pero consumada la revolución del 25 de mayo Portugal percibió que la anexión lejos estaba de ser una misión imposible. A partir de ese momento el armisticio Rademaker contuvo a los lusitanos pero el proceso emancipatorio que se estaba llevando a cabo en la Banda Oriental de la manos de Artigas convencieron a los lusitanos de que la intervención estaba al alcance de la mano. A fines de 1815 Portugal había pasado a ser el Reino Unido de Portugal, Brasil y Algarve. Como la Corte permaneció en Río de Janeiro y el trono estaba ahora en manos de Juan VI (un hecho inédito), se consolidaba la dominación del imperio lusobrasileño en suelo americano.

Sus dirigentes llegaron a la conclusión de que, en virtud de cómo se estaban moviendo las piezas en ese ajetreado tablero internacional, la invasión a la Banda Oriental estaba al alcance de la mano. Por un lado, Fernando VII carecía del poder suficiente para impedir el accionar portugués; por el otro, Buenos Aires, luego de la derrota en Sipe Sipe, no estaba en condiciones de presentar batalla a los lusitanos y brasileños. Fue entonces cuando entró en escena el diplomático y economista Manuel J. García. Su razonamiento era muy simple: si una eventual coalición de Gran Bretaña y España no estaba en condiciones de frenar la invasión lusobrasileña a la Banda Oriental, menos chances tendrían de hacerlo las Provincias Unidas. Su estrategia, desconocida por las autoridades criollas, fue la de un acercamiento sigiloso a la corte portuguesa tendiente a sentar las bases de una suerte de política de buena vecindad que permitiera más adelante el surgimiento de una alianza con la potencia emergente o, en su defecto, de un protectorado o unión con el gigante. García partía del supuesto de que Artigas estaba en óptimas condiciones para tejer acuerdos con España o Portugal. Pero Buenos Aires no podía darse el lujo de quedarse de brazos cruzados. Carente del poder suficiente para doblegar al caudillo no tenía más remedio que pedir ayuda a una potencia no enemiga, como lo era Portugal. Si los lusitanos aplastaban a Artigas las Provincias Unidas estarían en condiciones de sentarse a negociar con Portugal las futuras relaciones de poder. Para Buenos Aires era preferible el dominio de Portugal sobre la Banda Oriental y no el de Artigas. El 9 de junio de 1816 García recibió la confirmación de los planes lusitanos. Inmediatamente informó de lo que tenía en mente a las autoridades porteñas. Balcarce manifestó su beneplácito con el plan de García ya que ayudaba a asegurar la independencia y seguridad de la Banda Oriental. Además, creyó que Artigas, presionado por el movimiento de los lusitanos sobre la frontera, se vería obligado a mirar hacia su límite norte, con lo cual su influencia sobre el litoral argentino comenzaría a menguar. El problema era que Balcarce caminaba sobre arena movediza ya que no tenía certeza alguna sobre si efectivamente se produciría la invasión lusitana o sólo era el fruto de la imaginación de García.

El interinato de Balcarce

La situación interna del propio Balcarce lejos estaba de ser diáfana. Es por ello que el 28 de mayo de 1816 reconoció la independencia de la provincia de Santa Fe. En “agradecimiento” las autoridades santafesinas enviaron sus diputados al Congreso de Tucumán. El problema fue que este acuerdo se gestó sin que Artigas estuviera enterado. No es complicado imaginar la furia que se debe haber apoderado del caudillo al enterarse. Su reacción fue la lógica: desaprobó el acuerdo. Cuando Balcarce pretendió que el congreso ratificara el acuerdo el gobernador Vera no tuvo mejor idea que denunciar su incumplimiento. Mientras tanto, en junio comenzó a expandirse por Buenos Aires el rumor de una inminente invasión de Portugal a la Banda Oriental. Ello provocó la ira de los localistas porteños quienes acusaban a Balcarce de ser cómplice de los lusitanos. Presionado por el Cabildo Balcarce presentó su renuncia el 11 de julio. Lo primero que hicieron sus miembros fue ordenar el cese de las hostilidades contra el caudillo oriental. Sin embargo, Díaz Vélez, creyendo que la renuncia de Balcarce significaba una victoria del Cabildo porteño, no tuvo mejor idea que desconocer la renuncia de Balcarce y, al enterarse de que las tropas artiguistas merodeaban la ciudad de Rosario, ordenó a sus dirigidos invadir Santa Fe. Lo único que consiguió Díaz Vélez fue alimentar un fuego (la guerra civil) que pocas semanas antes había tratado de aplacar. Creyendo que la invasión lusitana era el fruto de un acuerdo con el Directorio, el caudillo oriental le declaró la guerra.

Retorno de Pueyrredón. Al borde de la guerra

Pueyrredón hizo su arribo a Buenos Aires en pleno invierno de 1816 (fines de julio). Frente al grave problema de la Banda Oriental el Director Supremo efectuó las consultas correspondientes al Congreso. Éste le reconoció que carecía de la infraestructura necesaria para hacer frente a la invasión lusitana y dispuso el envío de dos comisionados-Juan Florencio Terrada y Miguel de Yrigoyen-con la misión de reclamarle al jefe portugués general Lecor el cumplimiento de lo firmado en 1812. Al mismo tiempo, le solicitó a Pueyrredón que no dejara solo a San Martín, que negociara con Artigas algún arreglo que garantizara un mínimo de paz y que preparara al país para lo peor. Las Provincias Unidas era, qué duda cabe, un volcán a punto de entrar en erupción. Lo decidido por el Congreso fue, entonces, sensato ya que el país no estaba en condiciones de soportar dos conflictos bélicos al mismo tiempo.

Los comisionados llevaron consigo unas Instrucciones en las que garantizaban que las Provincias Unidas lejos estaban de querer desentenderse del destino de la Banda Oriental, que el gobierno de su preferencia era la monarquía constitucional y que sería aconsejable que Brasil actuara como protector de la independencia de las Provincias Unidas. Terrada e Yrigoyen debían remarcar el “capricho” de la Banda Oriental en pretender ser una nación independiente y, si las circunstancias lo demandaban, no habría problema alguno en ofrecer el trono bien a un infante de la casa de Braganza o bien a una infante de que estuviese dispuesta a contraer matrimonio con un príncipe extranjero decidido a ejercer el reino en las Provincias. Respecto a la ayuda brindada al caudillo oriental debían justificarla aduciendo una fuerte presión de la opinión pública. Las Instrucciones eran, lisa y llanamente, una claudicación, implicaban el fin del proceso emancipatorio.

Fue entonces cuando emergió en toda su magnitud la personalidad de Pueyrredón. Debido al clamor popular y ante la actitud endeble del Congreso, el Director Supremo decidió arriesgarlo todo, incluso si provocaba un conflicto armado. Su primera decisión fue enviar al coronel De Vedia para exigirle a Lecor que diera las explicaciones correspondientes e informar al Cabildo de Montevideo que había decidido abandonar la neutralidad. Como frutilla del postre exigió que antes de iniciar cualquier tipo de negociación Brasil reconociera la independencia de las Provincias Unidas. De no cumplirse con estas exigencias, remarcó, estaba dispuesto a dar un paso al costado. Mientras tanto Lecor le informaba a De Vedia que su intención era tomar posesión de la Banda Oriental y mantenerse neutral respecto a Buenos Aires. También afirmó que en ningún momento se había producido una violación del Armisticio de 1812 ya que la Banda Oriental no formaba parte de las Provincias Unidas. Para empeorar el panorama los portugueses le propinaron a Artigas duras derrotas en Corumbé (27 de septiembre) y en India Muerta (19 de noviembre).

La situación se tornaba más dramática con el correr de las horas. Ante el avance de Lecor el gobernador delegado de Montevideo, Barreiro, pidió ayuda al Director Supremo. Éste le “aconsejó” que reconociera al Congreso de Tucumán y al Director-es decir, reconociera la autoridad del propio Pueyrredón-para que la invasión de Lecor quedar encuadrada dentro de lo estipulado por el Armisticio de 1812. De esa forma el militar portugués se vería forzado a retirarse o a entrar en guerra con las Provincias Unidas. Pueyrredón era consciente de que su única opción era la guerra. Al no estar facultado para declararla intentó buscar apoyo en una junta de notables que rápidamente le bajó el pulgar. Era evidente que nadie quería inmolarse al lado del Director Supremo. Sin embargo, el 8 de diciembre (1816) Pueyrredón tuvo una buena noticia: la Banda Oriental se había incorporado a las Provincias Unidas. En efecto, ese día los delegados de Barreiro habían estampado su firma en el Acta de Incorporación de la Banda Oriental a las Provincias, lo que fue considerado por Artigas un golpe directo a su corazón. Ello explica su decisión del 26 de diciembre de ordenar la quema del Acta en cada una de las localidades orientales. Al actuar de esa forma el caudillo oriental asumió toda la responsabilidad de la guerra contra los portugueses.

El 20 de enero de 1817 Lecor hizo su entrada a Montevideo sin encontrar resistencia alguna mientras el 31 el Cabildo de Montevideo solicitaba la anexión al Brasil. Mientras tanto, el Congreso parecía recuperar el vigor que los tiempos requerían. En efecto, bajo la influencia de Pueyrredón el Congreso sentó nuevas bases para la negociación: a) Portugal y Brasil debían reconocer de manera solemne la independencia; b) los lusitanos debían expresar por escrito lo que se proponía hacer en el Río de la Plata; c) debían garantizar su decisión de no salir en auxilio de España; d) la imposibilidad de constituir un único estado con el Reino Unido de Portugal y Brasil; y e) aceptación de la monarquía constitucional como forma de gobierno legítima. Mientras tanto Lecor tuvo muy poco tiempo para respirar con cierta tranquilidad. En los meses siguientes a su arribo se intensificó la lucha entre portugueses y orientales obligando al militar lusitano a desplegar toda su capacidad represiva, que incluyó amenazas a las familias de los guerrilleros. Envalentonado por lo acontecido en Chacabuco, el Director Supremo anunció que si Lecor llegaba a cumplir con semejante amenaza no tendría piedad con los portugueses que residían en Buenos Aires. Además, enfatizó que sólo aceptaría iniciar negociaciones si la Banda Oriental era evacuada y se reconocía la independencia. El endurecimiento de la postura de Pueyrredón “convenció” a Lecor y a la Corte de Río de Janeiro de apaciguar su espíritu intransigente. Mientras tanto la conducción de Artigas se desmoronaba como un castillo de naipes siendo abandonado por sus lugartenientes.

Pueyrredón y el Litoral

El panorama militar se presentaba en 1817 bastante favorable para Pueyrredón cuando un error de gran magnitud reinstaló la violencia y el caos. Ereñú, molesto con Artigas por su apoyo a Francisco Ramírez, decidió contactarse con el Director Supremo. Éste, al suponer erróneamente que Ramírez era un hombre poderoso, creyó que podía valerse de Ereñú para recuperar la provincia de Entre Ríos y, de paso, aislar a Santa Fe para luego subyugarla. El problema fue que Pueyrredón carecía de las fuerzas suficientes para ejecutar su plan y Ereñú era un jefe militar que gozaba de un gran ascendiente sobre las tropas. A pesar de ello se lanzó a una aventura militar que pagó muy caro. Pese a contar con escasas tropas y mal preparadas y con el apoyo de Ereñú, se lanzó sobre Entre Ríos donde lo esperaba Ramírez dispuesto a resistir lo que consideraba era una invasión de los porteños. El 25 de marzo de 1817 sus tropas aniquilaron a las de Pueyrredón en Saucesito. Lo más lógico hubiera sido que Pueyrredón pusiera en práctica el adagio “desensillar hasta que aclare”. Pero en política muchas veces la emoción impone sus códigos. Enceguecido por la derrota en Saucesito el Director Supremo decidió atacar a la provincia de Santa Fe, justo cuando el caudillo oriental había sufrido una dura derrota en Queguay Chico el 4 de julio y varios de sus más importantes lugartenientes fueron presos. La razón indicaba que lo más sensato era dejar que el Litoral resolviera todos sus problemas y que lenta y paulatinamente dejaran a un lado la influencia gigantesca de Artigas.

¿Por qué, entonces, Pueyrredón se lanzó a una nueva aventura militar cuyas consecuencias fueron trágicas? Por una razón muy simple. Su errónea política económica y financiera, y la estrategia adoptada ante los lusitanos, lo habían sumido en un gran descrédito ante la opinión pública. ¿Qué mejor que una victoria militar para congraciarse con la ciudadanía? Lamentablemente la guerra contra Santa Fe no hizo más que pulverizar lo autoridad nacional, la del propio Pueyrredón. Para colmo mientras se preparaba para entrar en combate la radicalizada oposición porteña le saltaba a la yugular. Sarratea, Posadas, Iriarte y otros complotaron dos veces mientras que el tercer complot fue obra de franceses apadrinados por José Miguel Carrera. Sarratea fue desterrado en noviembre de 1818 pero a los franceses les fue peor: fueron ejecutados en 1819. A pesar de esas “contingencias” Pueyrredón avanzó con su plan militar. El cielo comenzó a ennegrecerse para el Director Supremo a partir de julio de 1818. ¿Por qué? Porque a partir de entonces Santa Fe estaba bajo el dominio total del caudillo Estanislao López, que gozaba de un consenso prácticamente unánime.

El plan de Pueyrredón consistía en atacar Santa Fe por el oeste con una división de Belgrano comandada por Juan Bautista Bustos y por el sur con una división conducida por Juan Ramón Balcarce. Estanislao López atacó a las tropas de Bustos (Fraile Muerto) y logró sitiar e inmovilizar a las tropas de Balcarce. Aplicando una guerra de guerrillas y la táctica de la tierra arrasada (como Atila) obligó a Balcarce a huir a Rosario. A comienzos de 1819 un disgustado y abatido Balcarce presentó su renuncia y fue inmediatamente sustituido por Viamonte. Fue entonces cuando Pueyrredón le “solicitó” a Belgrano que entrara en acción con el ejército del norte. Emergía en toda su magnitud el precio que estaba pagando el Director Supremo. El ejército elegido para participar en la guerra de la independencia se veía obligado a luchar contra las tropas de López, provocando el abandono de una frontera que quedó a merced de los realistas. Pese a su delicada salud el creador de la bandera aceptó el desafío y muy pronto se percató de que la guerra contra Santa Fe era una misión suicida. ¿Por qué? Así lo explica en una carta enviada al gobierno nacional (1): “Para esta guerra ni todo el ejército de Jerjes es suficiente. El ejército que mando no puede acabarla, es un imposible; podrá comenzarla de algún modo; pero ponerle fin no lo alcanzo sino por un avenimiento. No bien habíamos corrido a los que se nos presentaron y pasamos el Desmochado, que ya volvieron a situarse a nuestra retaguardia y por los costados. Son hombres que no presentan acción ni tienen para qué. Los campos son inmensos y su movilidad facilísima, lo que nosotros no podemos conseguir marchando con infantería como tal. Por otra parte, ¿de dónde sacamos caballos para correr por todas partes y con efecto? ¿De dónde los hombres constantes para la multitud de trabajos consiguientes, y sin alicientes, como tienen ellos? Hay mucha equivocación en los conceptos: no existe tal facilidad de concluir esta guerra; si los autores de ella no quieren concluirla, no se acaba jamás: se irán a los bosques, de allí volverán a salir, y tendremos que estar perpetuamente en esto, viendo convertirse el país en puros salvajes”.

(1) Esta carta fue publicada por Bartolomé Mitre en Historias de Belgrano (Bs. As., Ed. Estrada, 1947, tomo IV, pág. 25), Floria y García Belsunce, historia de…, pág. 436.

Armisticio de San Lorenzo y renuncia del Director Supremo

Belgrano era consciente de que con una tropa disciplinada pero carente de motivación era imposible vencer a una tropa valiente y decidida. Pero para el caudillo López la situación tampoco era tan favorable. Temeroso de que el ejército de Los Andes bajara para auxiliar a Viamonte, López inició negociaciones que condujeron a la firma del Armisticio de San Lorenzo el 12 de febrero de 1819, en virtud del cual las fuerzas del Directorio debían abandonar Santa Fe y Entre Ríos. Se trató de una paz provisoria que el Director Supremo se vio obligado a aceptar. Fue entonces cuando decidió que había llegado el momento de dar un paso al costado. Pese a sus logros-el dictado de la constitución el 22 de abril, la independencia de las Provincias Unidas, el éxito de la expedición militar al Perú y la “paz” con Santa Fe-era el blanco de todo tipo de críticas. Dos días después del dictado de la constitución unitaria presentó su renuncia. Tuvo que insistir dos veces con su postura-el 2 y el 9 de junio-porque el Congreso se negó a acpetarla de inmediato por no encontrar al hombre adecuado para sucederlo. Luego de tanto insistir el Congreso se la aceptó el 10 de junio.

Rondeau, nuevo Director Supremo. La disolución nacional

El general Rondeau asumió en julio de 1819. En ese momento la población estaba más preocupada por los problemas internos que por la epopeya independentista, próxima a su fin. Se respiraba un ambiente de fin de ciclo. Alcanzado el objetivo perseguido por San Martín, Belgrano, Güemes y las tropas liberadoras, el Directorio como institución política había perdido su razón de ser. El grueso de la población le había retirado toda legitimidad a lo que consideraba era una dictadura unipersonal. Los gérmenes de la disolución nacional habían comenzado a desparramarse a lo largo y ancho del territorio nacional. En octubre Rondeau recurrió al Ejercito de los Andes para atacar por enésima vez a la provincia de Santa Fe. Pero no fue la cuestión militar lo que condujo al flamante Director Supremo a reiniciar la guerra civil. Lo que perseguía era dar por terminada definitivamente la campaña emancipatoria, una campaña que había comenzada a ser considerada por la opinión pública como la expresión del hegemonismo porteño.

Había en ese momento tres Argentinas: a) la Argentina porteña cuya cabeza política era el Director Supremo, b) la Argentina del Litoral, desafiante del poder de Buenos Aires, y c) el resto de las provincias, simples espectadores del duelo. Con ese clima político se produjo la sublevación del Ejército del Norte el 8 de enero de 1820 en la posta de Arequito. Fue la mecha que encendió el incendio que acabó con la autoridad central. El motivo de la rebelión fue la guerra contra Santa Fe. Tanto sus máximos jefes como los soldados no estaban dispuestos a derramar sangre de hermanos. El ambicioso general Juan Bautista Bustos consideraba intolerable que las tropas bajo su mando se vieran obligadas a luchar contra los seguidores de Estanislao López. Era indispensable, por ende, evitar a toda costa la guerra fraticida, objetivo que era compartido por el coronel Alejandro Heredia y el comandante José María Paz. Pero no animaba a Bustos ningún afán humanitario. Lo que buscaba con ahínco era tomar el control de su provincia, Córdoba, para convertirla en un nuevo centro de poder independiente tanto de Buenos Aires como del Litoral. Consciente o inconscientemente, lo que terminó por provocar Bustos fue el cambio radical del escenario político nacional. Él y quienes siguieron su ejemplo más adelante, el general Paz y el doctor Derqui, dieron protagonismo al interior, hasta ese entonces ignorado por la hegemonía porteña. Con el apoyo del antiartiguismo y del ejército, se hizo nombrar gobernador de la Docta e invitó al resto de las provincias a un Congreso. Además, ofreció ayuda a San Martín y Güemes y entabló una buena relación con López, para así hacer frente a la presencia amenazante de Ramírez.

Sublevación cuyana. Batalla de Cepeda

A la sublevación de Arequito le siguió en cuestión de horas la rebelión de un batallón del ejército de Los Andes acantonado en San Juan. Siguiendo los ejemplos de Córdoba y Tucumán, San Juan decidió reasumir la soberanía hasta que se efectivizara un congreso nacional. Al poco tiempo Mendoza y San Luis decidieron crear sus propios ejércitos y transformar sus cabildos en legislaturas. Quedó conformada una liga de provincias con el propósito de apoyar el congreso convocado por Bustos. Mientras tanto, Ramírez y López decidieron atacar a Buenos Aires. A Rondeau sólo le quedó la opción de hacer frente a semejante amenaza. En su reducto el poder real estaba en manos del Cabildo porque era apoyado por los porteños y fundamentalmente porque ejercía el control sobre las armas de la ciudad. Ello significa que no quedaba vestigio alguno de una autoridad política que pudiera tildarse de “nacional”.

El 30 de enero de 1820, en un intento desesperado por preservar la autoridad del Director Supremo, el Congreso designó a Juan Pedro Aguirre director sustituto. Cuarenta y ocho horas más tarde los ejércitos de Ramírez y López aniquilaron al ejército directorial en Cepeda. La reacción porteña fue la que sería adoptada mucho tiempo después por el peronismo: la resistencia. En efecto, la ciudad decidió resistir para intentar alcanzar una paz que no hiriera su dignidad. En pocos días lograron formar un ejército de unos 3000 hombres bajo el mando del general Soler. Mientras tanto, Aguirre no tuvo más remedio que encomendar al Cabildo la misión de hacer la paz. A partir de ese momento el Directorio como institución pasó a ser un recuerdo.

López y Ramírez demostraron ser caudillos muy astutos. Conscientes del poderío militar que aún conservaba Buenos Aires, se valieron de su flanco más débil para atacarla: el político. Ello explica la decisión de López de dirigirse al Cabildo para que eligiera negociar la paz o entrar en guerra. Y expresó: “En vano será que se hagan reformas por la administración, que reanuncien constituciones, que se admita un sistema federal: todo es inútil, si no es la obra del pueblo en completa libertad” (1). En la práctica López exigía la defenestración de la administración directorial, es decir el fin de la hegemonía porteña. Era la condición innegociable para el retiro de las fuerzas vencedoras de Cepeda de Buenos Aires. Pero ello no significó que los caudillos abandonaran el sueño de un gobierno nacional. Ellos ya tenía en mente su organización pero sin Buenos Aires como capital.

Conocedor de la petulancia del general Soler, Ramírez manifestó que hasta tanto no se produjese la disolución del gobierno nacional Soler sería su único interlocutor válido. Tocado en su amor propio Soler decidió pasarle unas cuantas facturas a los directoriales promoviendo un pronunciamiento militar. El 10 de febrero le informó al Cabildo su exigencia de disolver cuanto antes el Congreso y deponer al Director y a todos sus acompañantes. Este golpe palaciego estuvo apoyado incluso por aquellos militares que, como Quintana, Terrada y Holmberg, abrazaron en su momento la causa directorial. Conscientes de que el tiempo político había cambiado no dudaron en propinarle “el último puntapié a los fundadores de la independencia” (2). El Cabildo cedió a la presión de Ramírez y López pero al mismo tiempo procuró evitar que Soler consumara su intentona golpista. Exigió la disolución del Congreso y el fin de Rondeau como Director Supremo. Conscientes de lo que estaba en juego tanto los congresales como Rondeau dieron un paso al costado. El gobierno nacional se había disuelto.

(1) Floria y García Belsunce, historia de…, pág. 446.

(2) Bartolomé mitre, ob. Cit., tomo IV, pág. 158, en Floria y García Belsunce, Historia de los…, pág. 447.

El año XX. El caudillismo

1820 es considerado por muchos historiadores como el año donde impuso sus códigos la anarquía. Bidart Campos no opina lo mismo (1). Es cierto que con la caída del Directorio y la disolución del Congreso de Tucumán las provincias adquieren el status de entidades político-administrativas autónomas. Sin embargo, ello no significa ni separatismo ni aislacionismo. En efecto, la caída del gobierno central no quebró la conciencia de unidad que anidaba en ellas desde que se produjo la revolución de 1810. La acefalía producida luego de la caída de Rondeau es el primer paso hacia el restablecimiento de la autoridad perdida. Pero ahora esa autoridad se apoyará sobre basamentos genuinamente populares y no, como era hasta ese momento, sobre el hegemonismo porteño.

Hasta 1820 Buenos Aires se había manejado como un patrón de estancia provocando una grieta feroz entre sus ambiciones de hegemonía y los afanes de autonomía del resto de las provincias. Caído el gobierno nacional emerge Buenos Aires como provincia regida por sus propias autoridades, es decir, por un gobernador y una legislatura. 1820 es crucial en nuestra dramática y fascinante historia porque se produce la génesis del federalismo como ideología y el ciclo del derecho contractual que hará posible la institucionalización del federalismo y el surgimiento del estado argentino. Ese año la monarquía es sustituida por la república democrática y se afianza el proceso de los pactos entre las provincias, en cuyo interior comienza a germinar el constitucionalismo provinciano. “Por muchas razones”, expresa Bidart Campos, “el año XX tiene en nuestra historia constitucional conexiones y paralelos profundos con el año XIII, base primera de nuestro federalismo y de nuestro derecho público contractual” (2).

Al desaparecer el gobierno central quedó en pie el caudillismo enarbolado por los líderes provinciales que desafiaron a la hegemonía porteña. A partir de ese año y durante las décadas posteriores el caudillo hará imponer su presencia en el escenario político y su férrea autoridad sobre las masas. Será el emblema de la democracia inorgánica. Como expresa Ricardo Levene en “Historia del Derecho Argentino (T. IX, pág. 145) “Los caudillos representan la personificación de un derecho popular y espontáneo en la historia de las provincias. Desde su aparición y definida caracterización, los caudillos y los pueblos sostuvieron las aspiraciones políticas-la independencia y la democracia-y encarnan su defensa” (3). El caudillo se colocará por encima de la constitución. Su voluntad será ley y su desobediencia un crimen capital. Se opondrá a la constitución de 1853, símbolo de la democracia liberal. La grieta populismo-democracia liberal tuvo su origen en 1820 y a partir de entonces jamás perderá vigor, a tal punto que hoy, 2020, sigue más vigente que nunca.

Bidart Campos destaca la existencia de dos visiones del caudillismo que no necesariamente se contraponen. Para la visión clásica, defensora de la democracia liberal, el caudillo “es, fundamentalmente, antiliberal-en el sentido que al liberalismo le asignaban las minorías y élites cultas y europeizadas-; tradicionalista, republicano; recibe la adhesión masiva de las campañas, de la montonera, de la población rural; la milicia, dice José María Rosa, ha hecho de su jefe-el caudillo-el eje del municipio; toma el nombre de gobernador, pero es esencialmente el jefe militar, capitán general de la provincia. Los caudillos eran-dice González calderón-los representantes auténticos del alma popular, sublevados por los atentados contra la libertad. Levantaron la bandera más simpática a las multitudes, la república federal, frente al pendón monárquico sostenido por el gobierno directorial” (4). A esta visión Bidart Campos le contrapone otra que, desde su punto de vista, no necesariamente es antagónica. Apoyándose en Ravignani considera que el liderazgo del caudillo es un fenómeno que debe ser explicado en función de la realidad económica de aquella época. En ese entonces el grueso de los recursos provenía de la ganadería pero que, debido al comercio internacional, se produjo una importante extracción de aquellos productos que eran sus derivados. Si a ello se le agrega el desgaste que ocasionó la invasión lusitana a la Banda Oriental, de donde partían importantes provisiones para Buenos Aires, ello explica, por un lado, la necesidad de proteger al ganado y, por el otro, el abandono de mucha gente del campo para dirigirse a las grandes ciudades de entonces, provocando un agudo proceso de proletarización. De esa forma las masas que supieron vivir de los beneficios del campo y un gaucho incapaz de cubrir sus necesidades básicas, buscaron desesperadamente la protección del patrón que se dignara a cobijarlos. El dueño de la estancia pasa a ser ahora un dirigente con poder político y económico; pasa a ser un caudillo, en suma.

Pese a su relevancia el factor económico es insuficiente para comprender un fenómeno tan complejo como el caudillismo. Hay otro factor, también destacado por el propio Ravignani, que es la carencia de verdaderos hombres de estado, de estadistas capaces de entender la figura del caudillo y su carisma. En su “Historia de la Argentina” (Tomo I, pág. 245) Ernesto Palacio expresa que “los caudillos, si bien populares entre las masas gauchescas en su calidad de propietarios de hacienda y jefes de milicias, no representaban solamente a la clase popular, sino también a la opinión culta y urbana de sus provincias, y contaban con asesores prestigiosos, abogados o clérigos…Ellos mismos no surgían del populacho, sino de la burguesía “decente” y afinada, como Artigas y López, cuando no entroncaban, como Ramírez, con la más rancia nobleza colonial” (5).

Carlos Alberto Erro, en “La evolución social argentina” (La Nación, 22/5/1960, pág. 12) dice que “El caudillo es el personaje típico de ese medio social primitivo que forman las campañas despobladas…Ellos fueron capaces de reunir a la población campesina en la montonera, la mayor novedad social de la etapa revolucionaria, como observa Sarmiento en Facundo, y la fuerza de atracción, el magnetismo que tal hecho supone, nada tiene que ver, sin duda, con el tratamiento que al gaucho le daban, consideradas las cosas desde el punto de vista de la justicia. El fenómeno es susceptible de una explicación puramente sociológica. Si el caudillo fue capaz de movilizar las huestes rurales, tarea en la que seguramente hubieran fracasado los doctores urbanos; si desempeñó el extraordinario y excepcionalísimo papel de un patrón que actúa como “leader” de los proletarios, como eran las peonadas y/o habían sido los gauchos vagabundos, la causa se encuentra en el vínculo acusadamente personal que existía entre el estanciero y sus peones, tan distinto del que liga al empresario industrial y a sus obreros. El primero, para tener autoridad debía sobresalir en las faenas rudas del gaucho; la doma, el lazo, el arreo; representaba una especie de supercaucho, y vinculaba a patrón y subordinado la residencia en un mismo lugar, en habitaciones o campamentos comunes o vecinos, dentro de los límites de la estancia” (6).

Ricardo Zorraquín Becú (El federalismo argentino”, pág. 139) considera que “es característico observar que casi todos los caudillos pertenecen a la categoría social más elevada, pero su influencia y poder se adquieren en las campañas, al contacto con los pobladores primitivos, y por un fenómeno de mimetismo común en la vida recontagian los sentimientos y las costumbres de éstos. En su mayoría fueron comandantes de campaña, elevados por las masas al gobierno de la ciudad”. Y agrega lo expuesto por Bartolomé Mitre: “Mezcla de localismo estrecho y de patriotismo nativo, de autonomía y nacionalismo, de ambición bastarda de mando personal y de aspiraciones elevadas en el sentido de la causa americana, de arbitrariedad brutal y de una incontestable autoridad moral hija de la popularidad, con más pasiones que ideas y más instintos que propósitos claros en el sentido político” (7).

(1) Germán Bidart Campos, Historia política y constitucional…, Tomo I, capítulo V.

(2) pág. 210.

(3) Germán Bidart Campos, Historia política y constitucional…, Tomo I, pág. 236.

(4) Germán Bidart Campos, Historia política y constitucional…, Tomo I, págs. 210/211.

(5) Germán Bidart Campos, Historia política y constitucional…, Tomo I, págs. 211/212.

(6) Germán Bidart Campos, Historia política y constitucional…, Tomo I, págs. 237/238.

(7) Germán Bidart Campos, Historia política y constitucional…, Tomo I, pág. 238.

Las provincias, protagonistas fundamentales del proceso constitucional

A partir de 1820 las provincias pasan a ser actores fundamentales del proceso constitucional. Pese a ser entidades autónomas enhebran una serie de pactos, ligas y tratados que permiten hablar de una unidad orgánica entre ellas. Si bien se detecta la ausencia de una estructura política común, ello no significa que se esté en presencia de una desarticulación definitiva. En este período se afianza la delimitación territorial de las provincias y el proceso de integración-tanto geográfica como institucional-que dará lugar al surgimiento de la federación. Es la época del auge de la doctrina contractual que se expresa a través de una serie de pactos que harán posible el surgimiento del Estado argentino. Los pactos que tuvieron como meta la reunión de un congreso para establecer un gobierno central fueron el Tratado del Pilar del 23 de febrero de 1820, el Pacto de Benegas del 25 de noviembre de 1820, el Pacto de Cuyo del 4 de mayo de 1821, el Pacto de Tucumán del 19 de septiembre de 1821, el Tratado del Cuadrilátero del 25 de enero de 1822, el Tratado de San Miguel de las Lagunas del 22 de agosto de 1822, el Pacto Multilateral de Córdoba del 17 de mayo de 1827, el Tratado del 21 de septiembre de 1827, el Pacto del 11 de diciembre de 1827, el Tratado del 27 de octubre de 1829, el Pacto del 18 de octubre de 1829, el Pacto del 23 de febrero de 1830 y el Pacto Federal del 4 de enero de 1831. Los pactos que enarbolaron la bandera federal fueron el ya mencionado Tratado del Pilar, el Pacto multilateral de Córdoba del 17 de mayo de 1827, el ya mencionado Tratado del 21 de septiembre de 1827, el ya mencionado Pacto del 11 de diciembre de 1827, el ya mencionado Pacto del 23 de febrero de 1830 y el ya mencionado Pacto Federal del 4 de enero de 1831 (1).

(1) Germán Bidart Campos, historia política y constitucional…, Tomo I, págs. 212/213.

El proceso de formación e integración de las provincias

La grieta de la que tanto se habla en estos días tuvo su nacimiento en la semana de mayo de 1810. El primer efecto de la revolución fue el antagonismo entre la postura que enarbolaba la bandera de la centralización del proceso revolucionario, la elevación de Buenos Aires como eje de la revolución, y la postura que enarbolaba la bandera de la descentralización, de asociar a todos los pueblos del ex virreinato al proceso que acaba de comenzar. Si bien ambas posturas coinciden en afirmar la pertenencia de todos los pueblos a la nueva etapa, la primera postura afirmaba casi como un dogma que Buenos Aires debía ejercer el liderazgo de la revolución sin compartirlo con las demás ciudades.

Con anterioridad al 25 de mayo de 1810 existía el fenómeno del localismo en el Virreinato del Río de la Plata, provocado fundamentalmente por la fundación de ciudades y el funcionamiento del cabildo. Aquéllas harán de base para el surgimiento de centros de población que comenzarán a expandir su influencia por el área territorial sobre las que se asentaban. Por su parte, el cabildo pondrá en funcionamiento el aparato político y administrativo de las ciudades. En 1782 la Real Ordenanza de Intendencias creó divisiones administrativas que sentó las bases, aunque de manera muy germinal, de las futuras provincias. Este proceso comenzó a consolidarse a partir de mayo de 1810 cuando se produce la convocatoria a los cabildos del interior para que envíen a Buenos Aires sus representantes, quienes a fin de ese año integrarán la Junta Grande. Otro hecho relevante fue la creación en cada capital de provincia de una junta. Fue así como se instalaron en Cochabama, Potosí, Charcas, La Paz, Salta del Tucumán y Córdoba del Tucumán. Pero también se instalaron juntas subalternas en las otras ciudades, como Santa Cruz de la Sierra, Tarija, Jujuy, Tucumán, Santiago del Estero, Catamarca, La Rioja, San Juan, Mendoza, San Luis y Santa Fe. Este sistema tuvo una duración efímera ya que desapareció a comienzos de 1812. ¿Cabe considerar al localismo anterior a la revolución y lo acaecido inmediatamente después del 25 de mayo (la convocatoria a los cabildos del interior y la creación de las juntas provinciales) genuinos antecedentes del federalismo? La negativa de Bidart Campos es contundente. En su opinión estos factores únicamente influyeron “en la conformación mesológica de zonas parciales y de particularismos regionales que, sociológicamente, aportaron su base geográfica y humana para el surgimiento de las futuras provincias” (1).

Hasta ahora el autor ha hecho hincapié en el aspecto mesológico y en el institucional, cuya característica medular es la espontaneidad (2). Ahora corresponde agregar el aspecto jurídico del proceso de formación de las provincias que tuvo lugar a partir de mayo de 1810. “Provincia”, destaca Bidart Campos, “es una palabra proveniente del derecho hispano-indiano. En su libro “Del municipio indiano a la provincia argentina 1580-1852”, (pág. 80) José María Rosa manifiesta que “una provincia real era en 1810 una subdivisión administrativa del reino de Buenos Aires. La ordenanza de Intendentes de 1782 no había variado el nombre, aunque al adicionarse la calificación de Intendente al gobernador de la provincia se introdujese la corrupción de llamar a éstas Intendencias en los documentos oficiales…Una provincia real comprendía varios municipios…En 1810, a los treinta y ochos años de promulgada la ordenanza, los pueblos (es decir, los municipios) perduran como la gran realidad política indiana: en nombre de los pueblos se hace la revolución, y a diputados de los pueblos se convocan los congresos” (3).

En 1815 existían las siguientes provincias: a) provincia de Buenos Aires (con la dependencia de Santa Fe); b) provincia de entre Ríos; c) provincia de Corrientes (con los pueblos de Misiones); d) provincia Oriental; e) provincia de Córdoba (abarcando La Rioja); f) provincia de Cuyo (San Luis, San Juan y Mendoza); g) provincia de Jujuy (Orán, Tarija y Santa María); h) provincia de Tucumán (comprendiendo Santiago del Estero y Catamarca) (4). Cinco años más tarde la Argentina estará compuesta por: a) Buenos Aires; b) Santa Fe; c) Entre Ríos (abarcando Corrientes y Misiones); d) Salta y Jujuy; e) Tucumán (comprendiendo Santiago del Estero y Catamarca); f) Cuyo (abarcando Mendoza, San Juan y San Luis; g) Córdoba (5). Entre 1810 y 1820 hubo una autoridad central. La batalla de Cepeda puso fin al Directorio como institución obligando a Rondeau a renunciar el 11 de febrero de ese año. El resurgimiento, bastante precario por cierto, de la autoridad central tuvo lugar entre enero de 1825 y julio de 1827. En ese período tuvieron hechos jurídicos por demás relevantes: a) la ley fundamental del 23 de enero de 1825 el gobierno de la provincia de Buenos Aires asume para determinadas cuestiones el poder ejecutivo nacional; b) la ley de presidencia del 5 de febrero de 1826 crea el cargo de presidente de la república, cuyo primer ocupante será Bernardino Rivadavia; c) la ley del 3 de julio de 1827 (un mes después de la renuncia de Rivadavia) establece una presidencia provisoria que es ejercida por Vicente López hasta el 8 de agosto de ese año, cuando se disuelven el gobierno nacional y el congreso.

(1) Germán Bidart Campos, Historia política y constitucional…, Tomo I, pág. 139.

(2) Germán Bidart Campos, Historia política y constitucional…, Tomo I, pág. 139: a) “El mesológico, en el sentido de que física y territorialmente comienzan a dibujarse áreas geográficas donde se delinean las próximas formaciones provincianas; para ello, es útil confrontar el mapa, que nos anuncia las futuras desmembraciones territoriales, tanto dentro como fuera del marco que ubicará a la República Argentina; b) el institucional, en el sentido de que los cabildos, el régimen de intendencias, las juntas provinciales y subalternas y, en general, todo el sistema de divisiones administrativas, acogerá en su seno un cierto localismo que, no obstante, retendrá fuertes elementos de centralización”. Bidart Campos cita en este punto a Ravignani quien, respecto a al proceso posterior a la revolución de mayo, expresa: “¿Quién hace la revolución en Buenos Aires? El Cabildo. ¿Contra quién? Alvear. ¿Quién va a destruir el Directorio? El cabildo. ¿Por qué? Porque es el órgano local” (Historia Constitucional de la República Argentina, T. I, pág. 250 y sig.).

(3) Germán Bidart Campos, Historia política y constitucional…, Tomo I, pág. 173.

(4) José Rafael López Rosas, Historia constitucional argentina, pág. 210, en Germán Bidart Campos, historia política y constitucional…, Tomo I, pág. 174.

(5) Alberto Demicheli, Formación Nacional Argentina, pág. 156, en Germán Bidart Campos, historia política y constitucional…, Tomo I, pág. 174.

La relevancia del factor ideológico

A partir de mayo de 1810 cobran fuerza dos corrientes ideológicas que rápidamente entraron en conflicto: la unitaria y la federal. Eran dos maneras de concebir la realidad argentina, denominadas por José Luis Romero “la línea de la democracia doctrinaria” y “la línea de la democracia inorgánica”.

Las banderas de la democracia doctrinaria fueron enarboladas por la élite porteña que se nutría de los principios de la Ilustración. Sus figuras rutilantes eran Mariano Moreno, Manuel Belgrano, Nicolás Rodríguez Peña, Juan José Castelli, sin renegar, obviamente, del brillo de otros. Si bien el basamento ideológico era el liberalismo las convicciones de los recién nombrados se nutrían fundamentalmente del pensamiento y la vida político-social afianzados en España. Belgrano y Moreno fueron los emblemas del liberalismo económico defendido a rajatabla por la élite porteña. Ya desde los últimos tiempos de la Colonia tanto el primero (estaba a cargo de la secretaría del consulado de Buenos Aires) como el segundo (era el abogado defensor de los hacendados y labradores en su disputa contra los monopolios), fueron los más firmes defensores de la política económica liberal. Una vez consumada la revolución la primera Junta tomó medidas tendientes a favorecer el libre comercio y a estimular la producción. Sin embargo, los revolucionarios no dudaron a la hora de limitar otros aspectos de la ideología liberal. Ello explica su opinión contraria a la postura religiosa de Juan Jacobo Rousseau. Tal es así que en el prólogo de la edición del “Contrato Social” que mandó hacer para que fuera leída en Buenos Aires, Moreno expresaba: “Como el autor tuvo la desgracia de delirar en materias religiosas, suprimo el capítulo y principales pasajes donde ha tratado de ellas” (1). Y en su artículo “Sobre la libertad de escribir” expresaba: “Desengañémonos al fin, que los pueblos yacerán en el embrutecimiento más vergonzoso si no se da una absoluta franquicia y libertad para hablar en todo asunto que no se oponga en modo alguno a las verdades santas de nuestra augusta religión y a las determinaciones del gobierno, siempre dignas de nuestro mayor respeto” (2). Como puede observarse, incluso los personajes más radicalizados del proceso revolucionario como Moreno resaltaban, en concordancia con la tradición española, la importancia del respeto a la autoridad.

Y es en este punto donde José Luis Romero hace un importante distingo. Es cierto que en estos escritos Moreno destaca el valor “moderación”, pero ello no significa que en la práctica lo haya sido. Todo lo contrario. Don Mariano fue un jacobino, al igual que Chiclana, Castelli, Monteagudo y Carlos de Alvear. ¿Por qué entonces ese culto a la moderación, a la obediencia a la autoridad política? En opinión de Romero se trataba “de una razonada orientación política”. En las horas posteriores a la revolución Moreno destacó la mesura y la prudencia de los revolucionarios, para demostrar que el gobierno revolucionario no estaba constituido por fanáticos. Pero no bien se produjo la contra-revolución encabezada por Liniers no dudó en aplicar el más crudo castigo: la pena capital. “Sólo el terror del suplicio puede servir de escarmiento a sus cómplices…Están fuera de los términos de la piedad y de las facultades de la justicia los que en la inmensa trascendencia de las medidas y conciertos con que han conspirado y conmovido la tierra serían el último peligro al Estado y a la salud pública si no se remediaran eficazmente y de un modo capaz de atajar el influjo o debilitar sus efectos” (3). Para evaluar estas duras palabras hay que situarlas históricamente. Santiago de Liniers encabezó una contra-revolución un par de meses después de consumada la revolución de Mayo. Los criollos tenían sí o sí que aplastarla sin misericordia porque si apelaban a la moderación, al diálogo, a la negociación, sus cabezas terminarían rodando. Se trataba, lisa y llanamente, de un asunto de vida o muerte. Para que la revolución sobreviviera no quedaba más remedio que actuar de manera jacobina. Moreno y Castelli así lo entendieron y actuaron en consecuencia.

(1) José Luis Romero: Las ideas políticas en Argentina, FCE, Bs. As., 1959, pág. 74.

(2) José Luis Romero: Las ideas…, pág. 74.

(3) José Luis Romero: Las ideas…, pág. 74.

Ideología del grupo ilustrado porteño

El grupo ilustrado de Buenos Aires estaba convencido de con la disolución de la monarquía española estaban dadas las condiciones para la celebración de un nuevo pacto social tal como lo había sistematizado Rousseau en su Contrato Social”. Moreno creía que “pocas veces ha presentado el mundo un teatro igual al nuestro para formar una constitución que haga felices a los pueblos” (1). Consideraba que la tradición colonial era una reliquia, al igual que la manera de pensar que había inculcado en los pueblos. Para él los pueblos ansiaban la revolución para ingresar a una nueva etapa histórica. El grupo ilustrado afirmaba con vehemencia que únicamente por una nueva delegación de la soberanía, que había vuelto al pueblo, el poder político podía ser reconstituido. En consecuencia, el único órgano facultado para fijar el destino de los pueblos era un congreso que representara a la voluntad popular. La élite porteña creía-erróneamente-que la sociedad compartía este enfoque, que estaba preparada espiritual e intelectualmente para legitimar un gobierno republicano apoyado sobre instituciones sólidas y modernas.

Si bien el pueblo aceptó la propuesta política y doctrinaria de los revolucionarios, carecía de la experiencia y formación doctrinaria necesarias para adecuarse rápidamente al nuevo orden republicano. Conscientes o no de esta realidad los porteños ilustrados y los grupos del interior que adherían a sus postulados se propusieron de entrada difundir sus ideas a lo largo y ancho del territorio, y preparar el terreno para otorgar solidez institucional al proceso revolucionario. Enarbolaron las banderas de la igualdad, la libertad y la seguridad, que lograron cristalizarse a través de lo dispuesto por la Asamblea del año XIII. Afirmaban sin hesitar que “la verdadera soberanía de un pueblo nunca ha consistido sino en la voluntad general del mismo” y que “el bien general será siempre el único objeto de nuestros desvelos”. Sólo el funcionario que representaba los intereses de la voluntad general era legítimo, tenía autoridad para ejercer el poder. Sólo si pensaba en el bien de todos podía ejercer sus atribuciones, desempeñarse como gobernante. Como expresaba El redactor de la asamblea de 1813: “Todos los que han sido fieles a sus altos deberes van a entrar al templo de la fama y a recibir homenajes públicos de admiración y gratitud; pero si hay alguno que, confundiendo el objeto de la voluntad general con el término de su propio corazón, ha envilecido las primeras magistraturas del orden civil, él será entregado a los remordimientos de su conciencia y las tinieblas en que habita el crimen serán en lo sucesivo su permanente morada” (2). Para la élite ilustrada porteña el único régimen político legítimo era la democracia sujeta al imperio de la ley, la democracia “orgánica”.

(1) José Luis Romero, Las ideas…, pág. 75.

(2) José Luis Romero, Las ideas…, págs. 76/77.

El horror de la élite porteña a la democracia desenfrenada

Para la élite porteña el enemigo a vencer era la democracia de masas, inorgánica, desenfrenada. Les resultaba intolerable que una mayoría circunstancial situara en la cúspide del poder a un demagogo que se creía superior a las normas vigentes. La sociedad debía ser racional y ordenada, proclamaban. La ley y una institucionalidad ordenada eran los medios más idóneos para evitar que la convulsión social y política surgida a raíz del proceso revolucionario termine en un caos de impredecibles consecuencias. Si el gobierno carecía de principios lo más probable era la llegada de la anarquía y el despotismo.

Era evidente que el nuevo régimen no podía ser una mera continuidad del antiguo. Si bien en las primeras horas del fragor revolucionario Moreno enarboló esa bandera, muy pronto se percató de que era imprescindible revisar a fondo los cimientos del orden social y político. Las leyes, cuya relevancia era incuestionable, no bastaban por sí solas para la edificación de un sistema ordenado de principios. Debían ser el complemento del basamento de ese sistema: la constitución. En 1812 una de los revolucionarios más lúcidos, Bernardo de Monteagudo, dice: “Toda constitución que no lleve el sello de la voluntad general es arbitraria: no hay razón, no hay pretexto, no hay circunstancia que la autorice. Los pueblos son libres y jamás errarán si no se los corrompe o violenta” (1). Monteagudo, al igual que Moreno y los demás, creían que su concepción política e institucional emanada del Iluminismo era compartida por el pueblo. Sin embargo, no eran ingenuos. Moreno, por ejemplo, era perfectamente consciente de que la elaboración de una constitución debía sustentarse en la experiencia histórica y los principios de la ciencia política para evitar que sea tan sólo papel escrito. Las instituciones, fruto de la teoría, debían tener a su cargo la imposición de una constitución que “establezca la honestidad de las costumbres, la seguridad de las personas, la conservación de sus derechos, los deberes de los magistrados, las obligaciones del súbdito y los límites de la obediencia” (2).

La élite porteña tenía muy en claro que el nuevo régimen debía apoyarse en dos columnas: la división de poderes y el sistema representativo. Indiscutidos en la doctrina, fueron desafiados en la práctica. En efecto, un principio que hacía a la esencia del pensamiento liberal-la división de poderes-su destino no era otro que chocar de frente con el espíritu autoritario de las masas y de una conducción política basado en la autoridad omnímoda del caudillo. El otro principio-el sistema representativo-era imposible de ser llevado a la práctica por la dispersión de las poblaciones y por lo sofisticada que resultaba su implementación para unas masas poco ilustradas. Los doctrinarios porteños creían ingenuamente que el pueblo estaba preparado para vivir según los valores medulares del pensamiento liberal. La realidad era muy diferente. El no haber sido consciente de ello fue quizás el error más grosero cometido por esa élite. Sin embargo, entre la revolución y la Asamblea de 1813 el grupo ilustrado logró con gran esfuerzo constituirse en un muro contra el que se estrellaban las fuerzas de la democracia de masas.

(1) José Luis Romero, Las ideas…, pág. 78.

(2) José Luis Romero, Las ideas…, pág. 78.

Liberalismo y hegemonía porteña

¿Por qué el liberalismo enarbolado por el grupo ilustrado suscitó semejante resistencia? La razón fundamental era que sus más acérrimos defensores eran, precisamente, los miembros de la élite porteña. Para el resto del país el liberalismo pasó a ser sinónimo de hegemonía porteña. Al sostener Juan José Paso en la histórica sesión en el Cabildo del 22 de mayo de 1810 que Buenos Aires asumía el rol de hermana mayor de las provincias del virreinato, sentaba las bases de una doctrina que legitimaba la superioridad porteña sobre el resto. Para los porteños se trataba casi de un designio de la providencia, la consecuencia inexorable de los hechos que acababan de tener lugar. Frente a una nueva realidad política e institucional los pueblos del interior les queda una sola opción: resignarse a los nuevos tiempos. Semejante arrogancia no hizo más que encender la llama del caudillismo como reacción visceral a unas reglas de juego consideradas agraviantes.

Buenos Aires se consideraba elegida por la historia para regir los destinos de las flamantes Provincias Unidas del Río de la Plata. Escuchemos a Moreno: “Estaba reservado a la gran capital de Buenos Aires dar una lección de justicia que no alcanzó la Península en los momentos de sus mayores glorias, y este ejemplo de moderación, al paso que confunde a nuestros enemigos, debe inspirar a los pueblos hermanos la más profunda confianza en esta ciudad, que miró siempre con horror la conducta de estas capitales hipócritas que declararon guerra a los tiranos para ocupar la tiranía que debía quedar vacante con su exterminio” (1). De esa forma Buenos Aires se autoproclamaba el centro de poder del nuevo Estado a formarse reservando al resto el carácter de subalternos sumisos. Al respecto dice José Luis Romero: “Aparentemente, no había en el fondo de esta actitud otro móvil que el de asegurar un régimen centralizado que perpetuara en las manos de los hombres de Buenos Aires el gobierno del Estado” (2). Sin embargo, aclara a continuación, la realidad era diferente. Y pasa a explicarlo. “Buenos Aires había concebido la revolución y la había realizado, de modo que, en principio, forzabanla las circunstancias a exigir la dirección de la etapa revolucionaria partiendo de que sólo de esa manera no se desnaturalizaría el movimiento” (3). Vale decir que las circunstancias obligaron a Buenos Aires a ser el cerebro de la revolución, a centralizar el proceso de toma de decisiones, a ejercer el mando sobre el resto de las provincias. No lo hizo por convicción sino por obligación. Luego dice: “Pero cabía a Buenos Aires el honor de haber concebido la revolución, desde el primer instante, como un movimiento nacional, que debía integrarse con la totalidad de los pueblos, y ese principio la movía a conservar su tradicional situación de cabeza del Estado para impedir su disgregación” (4). Como desde la génesis de la revolución el grupo ilustrado era consciente de que hacía partícipes a todos los pueblos, su carácter nacional era incuestionable. Pero, como la revolución tuvo lugar en Buenos Aires, nada más lógico que fuera la propia Buenos Aires la encargada de conducirla.

La concepción del virreinato como una unidad monolítica fue esgrimida desde el principio por la élite porteña. De ahí su encono por Montevideo debido a su decisión de no aceptar la autoridad de Buenos Aires. En la Orden del Día de la Junta del 13 de agosto de 1819 Moreno expresaba que “La distribución de provincias y la recíproca dependencia de los pueblos que las forman es una ley constitucional del Estado, y el que trate de atacarla es un refractario al pacto solemne con que juró la guarda de la constitución. ¿Qué sería del orden público si los pueblos subalternos pudiesen resolver por sí mismos la división de aquellas capitales que el soberano ha establecido como centro de todas sus relaciones?” (5). El proceso revolucionario se apoyaba en la concepción de la unidad nacional enarbolada por Buenos Aires, predestinada para tal función. En 1813 El Redactor exclamaba: “¿Han podido ignorar que no pueden salvarse si no son fuertes, que no hay fuerza sin subordinación y unidad, y que éstas no existen en pueblos desunidos entre sí o desorganizados interiormente?” La razón de ser del Congreso era la de garantizar “un centro de unidad a las opiniones y a los recursos dispersos de las provincias, que es en lo que consiste nuestra fuerza verdadera; y para echar los sólidos cimientos en que deben apoyarse la tranquilidad y felicidad futuras de la Nación” (6). Sin la unidad de los pueblos la revolución de mayo de 1810 se desmoronaría como un castillo de naipes, les advertía Buenos Aires a los restantes pueblos. Y la única ciudad capaz de garantizarla era, según la élite porteña, la propia Buenos Aires. Los pueblos debían resignarse a obedecer las órdenes porteñas porque esa élite era la única capaz de conducir el timón de un buque que navegaba en aguas embravecidas.

Para el grupo ilustrado de Buenos Aires su concepción de la nación y del régimen centralizado apoyado en la división de poderes y el régimen representativo era la única opción legítima. Provincia que se opusiera no hacía más que poner en riesgo el futuro del proceso revolucionario. La subordinación de las provincias a la hegemonía porteña debía, pues, ser absoluta. El fundamentalismo porteño provocó en los sectores rurales del litoral y del interior una virulenta reacción adversa. Lo único que provocó Buenos Aires con su petulancia y soberbia fue robustecer el regionalismo del interior y, fundamentalmente, legitimar la bandera de la federación, una “mala palabra” para el grupo ilustrado porteño. Frente a la concepción política centralista y hegemónica porteño se situaba el principio federal como modo de vida no sólo ante la problemática social y política sino también ante la vida. Era, pues, una filosofía de vida que Buenos Aires decidió combatirla a sangre y fuego.

(1) José Luis Romero, Las ideas…, pág. 80.

(2) José Luis Romero, Las ideas…, pág. 81.

(3) José Luis Romero, Las ideas…, pág. 81.

(4) José Luis Romero, Las ideas…, pág. 81.

(5) José Luis Romero, Las ideas…, pág. 81.

(6) José Luis Romero, Las ideas…, págs. 81/82.

La hegemonía porteña en acción

Segura de sus fuerzas y convencida de su misión encomendada por la providencia Buenos Aires convocó a los pueblos del ex virreinato a que aportaran su cuota de arena para construir la nueva nación. Pero con una condición: que aceptaran el mando porteño y el sistema institucional enarbolado por su élite ilustrada. Cuando el pueblo aceptó la invitación porteña se encontró con que todo estaba definido. Pero descubrió que el nuevo sistema de dominación no se adecuaba con su situación espiritual y material. La estrategia seguida por la élite porteña fue muy clara: imponer de entrada al pueblo sus instituciones y sus valores políticos fundamentales. Las opciones que le quedaban eran dos: aceptar sumisamente las nuevas reglas o rebelarse y sufrir las consecuencias. La élite porteña se mostró intransigente, inflexible y soberbia. Pese al elevado nivel doctrinario no tuvo en sus filas el político que fuera lo suficientemente realista y flexible para, sin traicionar el modelo porteño, supiera adecuarlo a las necesidades e idiosincracia del pueblo, fundamentalmente el del interior.

Tal era su sentimiento de superioridad que la élite porteña jamás pensó que su modelo político e institucional pudiera estrellarse contra la cruda realidad social y económica del interior. Sus doctrinarios e ideólogos estaban convencidos de que, encerrados entre cuatro paredes, bastaba con volcar por escrito lo que pensaban era lo mejor para la nueva nación para que casi de manera automática el pueblo le dijera amén. Ello explica el consejo dado por Moreno a los futuros congresales: “Dedicad vuestras meditaciones al conocimiento de nuestras necesidades”. Si bien creían en el pueblo no sospechaban hasta qué punto su mentalidad seguía bajo la influencia de dogmatismo incompatibles con el nuevo orden. Fue así como no hirvieron más que consolidar dos posturas irreductibles: por un lado los partidarios de la “democracia orgánica y doctrinaria” (la élite porteña) y por el otro “la democracia turbulenta e inorgánica” (los caudillos del interior). He aquí el origen de la grieta hoy tan de moda.

Según Romero un falso diagnóstico condujo a Buenos Aires a imponer el nuevo orden por la fuerza. La élite ilustrada creía que, dado el supuesto carácter social del proceso revolucionario, bastaba con elevar de categoría social al criollo y politizarlo, y apoyarlo militarmente si era amenazado por el poder de los antiguos señores, para ganarlos para la causa revolucionaria. Muy pronto la realidad se encargó de pulverizar ese diagnóstico. Cuando se produjo la contrarrevolución española Castelli no tuvo piedad ni con Liniers en Cabeza de Tigre ni con Córdoba, Nieto y Sanz en Potosí. Pero muy pronto los revolucionarios jacobinos se encontraron con una dura oposición a su proyecto político de parte de sectores conservadores de Buenos Aires. La intransigencia del gobierno criollo no podía más que provocar odio y resentimiento, lo que no hizo más que enrarecer el clima político a partir de 1814. Fue entonces cuando entró en escena un actor de extrema peligrosidad: la dictadura militar. Afortunadamente la enérgica reacción de las fuerzas de la democracia anárquica impidió que el proyecto político de Carlos de Alvear prosperara. A partir de entonces el grupo ilustrado porteño perdió fuerza. Su concepción política, fiel al pensamiento de J.J. Rousseau, terminó por estrellarse contra el sentimiento de un pueblo que había acudido para ser protagonista de la gesta revolucionaria.

La aparición del pueblo

Para la élite ilustrada porteña el pueblo era no solo la fuente de la soberanía sino un colectivo impregnado de los ideales más sublimes, el actor central del proceso emancipador. Resultaba por demás evidente la influencia que ese gran pensador que fue J.J. Rousseau ejercía sobre los hombres de mayo. Sin embargo, ellos sabían perfectamente que el pueblo lejos estaba de ser esa entidad perfecta y prístina. Mariano Moreno, por ejemplo, era consciente de que una masa inculta podía traer aparejadas terribles consecuencias en materia política. Sin embargo su ideología republicana pesaba más en su espíritu, lo que le hacía vislumbrar un futuro venturoso: “Felizmente se observa en nuestra gente que, sacudido el antiguo adormecimiento, manifiesta un espíritu noble dispuesto para grandes cosas, y capaz de cualesquiera sacrificios que conduzcan a la consolidación del bien general” (1). Los hombres ilustrados de Buenos Aires creían que el pueblo, imbuido del ideal rousseauniano, acudiría venturoso a defender los principios liminares de la revolución.

Emerge en toda su magnitud el error cometido por el grupo ilustrado de Buenos Aires. Es cierto que el pueblo del interior abrazó la causa revolucionaria como propia pero ello no significaba que enarbolara los ideales de la libertad de pensamiento y autodeterminación política. Lejos estaba ese pueblo de compartir los principios institucionales enarbolados por la élite porteña. Su arraigada mentalidad colonial no podía menos que rechazar el jacobinismo de un Castelli y la sofisticación de los mecanismos institucionales que inevitablemente conducían a un ejercicio elitista del poder. Además, su acendrado localismo colisionaba con la concepción hegemónica que Buenos Aires tenía del proceso revolucionario. En lugar de abrazar el Iluminismo enarbolado por la élite porteña el pueblo del interior prefirió obedecer la voz de los caudillos, de esos líderes que, en nombre de la democracia, imponían un duro e inflexible autoritarismo. Entre la democracia liberal y la democracia de masas el pueblo del interior optó por la última. ¿Cómo reaccionó el grupo ilustrado porteño frente a semejantes incompatibilidades? Por un lado, invitó al pueblo del interior a abrazar una causa que era de ellos también; pero por el otro, cometió el error de respaldar a los grupos más ilustrados de los criollos que tenían por “costumbre” humillar a los criollos de a pie. En consecuencia, el pueblo del interior se alejó de un gobierno porteño al que consideraban un espejo de las élites provinciales que los despreciaba.

Los diputados del interior, si bien eran elegidos por el pueblo, no gozaban de su confianza, no creían en ellos cada vez que viajaban a Buenos Aires para “hacer política”. El pueblo del interior, puro instinto, chocaba con la concepción racionalista e iluminista tanto de la elite porteña como de la élite que supuestamente lo representaba. En la vereda de enfrente, la élite porteña era incapaz de comprender ese instinto del pueblo del interior y tampoco mostraba interés alguno por hacerlo. La proclamada “nueva nación” resultaba, pues, una empresa inviable. La élite porteña creía que a través de la educación política y la difusión del iluminismo lograrían conquistar el corazón de una masa ignorante pero que creía firmemente en sus ideales. Ello explica la decisión de Mariano Moreno de hacer circular “El Contrato Social” creyendo ingenuamente que su lectura lograría aplacar el espíritu caudillista. “Por esta vía”, expresa Romero, “se llegó a una total incomprensión, o, mejor aún, a la comprobación de que había entre las masas del interior y el grupo ilustrado de Buenos Aires un abismo que nadie se sentía dispuesto a franquear” (2).

(1) José Luis Romero, Las ideas…, pág. 85.

(2) José Luis Romero, Las ideas…, pág. 87.

La reacción porteña contra el movimiento popular. Hacia la constitución de 1819

Ante la imposibilidad de hacer encajar el movimiento popular dentro del marco teórico-político enarbolado por la élite porteña, ésta reaccionó de la peor manera: enojarse con el pueblo del interior por su ignorancia y fanatismo. Pero esta reacción era también un reflejo de lo que acontecía en ese momento en Europa. La restauración de Fernando VII en el trono de Europa por un lado y la hegemonía de la Santa Alianza surgida tras la derrota de Napoleón por el otro, ponían en evidencia la extensión a lo largo del viejo continente de un agudo espíritu reaccionario. Frente a semejante escenario, tanto interno como externo, el sector moderado de la élite porteña comenzó a enarbolar la bandera reaccionaria mientras que todas las fuerzas políticas, en una clara demostración de pragmatismo, ocultó sus simpatías por la república para adecuarse a los nuevos tiempos. De esa forma surgió una corriente política reaccionaria que proclamó a la monarquía como la mejor forma de gobierno, pero sin renegar de la democracia porque para este sector la única monarquía legítima era la que se asentaba sobre bases democráticas o constitucionales.

En el plano interno de la realidad política lo que más preocupaba a la élite porteña tenía nombre y apellido: José Gervasio Artigas. La influencia que ejercía en el Litoral era la más palpable demostración del triunfo ideológico de la democracia inorgánica, de un modo de ejercicio del poder antagónico con la democracia apoyada en los principios liminares de la separación de poderes y la representación política. Para la élite porteña Artigas era la cabal manifestación de la democracia caudillista, de la demagogia desenfrenada, de un régimen político que colisionaba frontalmente con la democracia liberal impulsada por Buenos Aires. La democracia caudillista, al ser sinónimo de caos y anarquía, debía ser erradicada cuanto antes porque, consideraba la élite porteña, cualquier cosa era mejor que la anarquía.

Inspirados por el espíritu monárquico que irradiaba Europa un sector del grupo ilustrado porteño abrazó la causa de la monarquía. Una vez que asumió como director Supremo Carlos De Alvear consideró que la única manera de asegurar las conquistas liberales era poniendo al país bajo el paraguas protector de Inglaterra, ya que consideraba que ese país era el único que hacía flamear la bandera del liberalismo cuando Europa continental estaba a merced del movimiento reaccionario. Su objetivo quedó trunco rápidamente porque al poco tiempo de asumir fue destituido. Lo concreto es que muy pronto la idea monárquica fue ampliamente respaldada en estas tierras, lo que quedó reflejado en el Congreso que comenzó a sesionar en Tucumán el 24 de marzo de 1816. Pero como bien señala José Luis Romero no estaban representadas las provincias que estaban bajo el dominio de Artigas. Sólo participaron del congreso los representantes de las provincias del interior que adherían al colonialismo y los de Buenos Aires, quienes habían abandonado el liberalismo para oponerse a la democracia inorgánica. En consecuencia, el congreso de Tucumán, sentencia Romero, “se manifestó monárquico, unitario y antiliberal” (1).

El Congreso estaba en manos de los grupos reaccionarios del interior. Sus miembros no toleraban la anarquía pero menos toleraban la hegemonía porteña. Ello explica su idea de imponer una monarquía y pensaron en algún miembro de la antigua familia de los Incas para ungirlo como monarca. Incluso tuvieron en mente fijar la capital de la nueva nación en el Cuzco. Pero las graves circunstancias impidieron que esos planes tuvieran éxito. En consecuencia, el régimen directorial no se tocó nombrando como nuevo hombre fuerte a Juan Martín de Pueyrredón, un conservador que tenía una gran capacidad negociadora. Sin embargo, las deliberaciones de Tucumán pusieron en evidencia el fuerte antagonismo entre los miembros del interior y la élite liberal porteña. Prueba de ello lo constituye un decreto de agosto de 1816 del congreso que afirmaba lo siguiente: “Fin a la revolución, principio al orden, reconocimiento, obediencia y respeto a la autoridad soberana de las provincias y pueblos representados en el congreso y a sus determinaciones. Los que promovieren la insurrección o atentaren contra esta autoridad y las demás constituidas o que se constituyeren en los pueblos, los que de igual modo provinieren u obraren la discordia de unos pueblos a otros, los que auxiliaren o dieren cooperación o favor, serán reputados enemigos del estado y perturbadores del orden y tranquilidad pública, y castigados con todo el rigor de las penas, hasta la de muerte y expatriación conforme a la gravedad de su crimen, y parte de acción o influjo que tomare” (2).

Pese a haber diversos tipos de reaccionarios, todos tenían en común su aversión por la democracia inorgánica cuyo titular eran las masas anárquicas y jacobinas del interior. Ello explica la decisión de Pueyrredón de embestir contra los federales y expatriar a Manuel Dorrego, el emblema de ese liberalismo y ese federalismo que pretendía una reconciliación con los pueblos del interior. Con los federales del interior no tuvo piedad. Su objetivo no era otro que su aniquilamiento lo que explica la feroz guerra civil que tuvo lugar en aquel tiempo. El resultado no podía ser otro más que “la polarización de los elementos antagónicos. Los federales y los unitarios constituyeron dos grupos irreconciliables y sus aspiraciones e ideologías comenzaron a perfilarse cada vez con mayor precisión” (3). Este diagnóstico de Romero es harto elocuente. Había dos Argentinas enfrentadas a muerte. Para Buenos Aires la fuerza de las armas y la implantación de la monarquía eran las únicas defensas contra el peligro federal. Ello explica las urgentes gestiones de Pueyrredón para ungir como monarca al príncipe de Luca, mientras “aconsejaba” al congreso a que dictase lo antes posible una constitución unitaria. El director supremo no hacía más que correr detrás de los acontecimientos.

Resultaba por demás evidente que una constitución que reflejara el unitarismo porteño estaba condenada al fracaso antes de que naciera. Algunos miembros del congreso consideraron que una constitución de esa índole sólo empeoraría la situación. Pero los congresales se vieron sometidos a un fortísima presión de los elementos reaccionarios y de muchos hombres del interior aterrados por el avance de la democracia inorgánica. Ello explica la sanción a fines de 1819 de una carta magna que ignoraba el grave conflicto político suscitado el día después del 25 de mayo de 1810. Inobjetable desde el punto de vista técnico, colisionaba frontalmente con una realidad social y política dominada por un antagonismo entre facciones que parecía no tener fin. Era imposible que una constitución que no reflejara el rechazo de las fuerzas del interior al centralismo porteño pudiera tener éxito. Apenas sancionada los caudillos del interior se opusieron tenazmente. Era la lógica consecuencia de su aversión por la monarquía y el centralismo porteño. “Como los hombres de Buenos Aires daban por no existentes las demandas de la masa popular, la masa popular dio por no existente la constitución de 1819, y sus jefes se lanzaron al galope contra Buenos Aires” (4). La guerra civil se tornó, por ende, inevitable.

(1) José Luis Romero, Las ideas…, pág. 89.

(2) José Luis Romero, Las ideas…, págs. 89/90.

(3) José Luis Romero, Las ideas…, pág. 90.

(4) José Luis Romero, Las ideas…, pág. 91.

La disgregación nacional

La sanción de la Constitución de 1819 no hizo más que profundizar la grieta. La batalla de Cepeda del 1 de febrero de 1820, que significó la victoria de los caudillos del litoral sobre Buenos Aires, provocó la disgregación de lo que se conoció como Virreinato del Río de la Plata y el comienzo de una etapa histórica signada por la autonomía de las provincias. Pero ello lejos estuvo de significar el fin de la guerra civil. A partir de Cepeda el panorama político del país se tornó cada día más sombrío. Con gran dolor San Martín expresó lo siguiente antes de partir desde Chile rumbo al Perú: “El genio del mal os ha inspirado el delirio de la federación: esta palabra está llena de muerte y no significa sino ruina y devastación”… “temo que cansados de la anarquía suspiréis al fin por la opresión y recibáis el yugo del primer aventurero feliz” (1). El gran militar no hacía más que aludir al estado de naturaleza hobbesiano como estado previo a la implantación de un régimen autocrático. Era consciente de que el miedo es un poderoso sentimiento que termina por legitimar la presencia en el poder del cuadillo protector, del dictador que garantiza la seguridad a costa de la libertad.

Al ser autónomas, las provincias ataron su destino a la voluntad omnímoda de los caudillos que se encargaban de interpretar la voluntad de los pueblos. Algunas fueran capaces de darse una constitución que, si bien ocultaban la verdadera naturaleza del caudillismo, eran la cabal demostración de la solidez de los principios democráticos y republicanos esgrimidos por las masas. Otras mantuvieron vigente su organización feudal o dictaron constituciones que fueron letra muerta. Mientras tanto, en Buenos Aires comenzó una etapa que Las Heras tildaría de “feliz experiencia”, una época muy constructiva y beneficiosa para sus habitantes.

1) José Luis Romero, Las ideas…, págs. 91/92.

La irrupción de la democracia inorgánica. Sus raíces

La democracia orgánica fue desafiada por la democracia inorgánica, de masas, caudillista. Ambas concepciones chocaron de entrada, inmediatamente después de consumada la revolución del 25 de mayo de 1810. Diez años más tarde la democracia inorgánica venció a su enemiga en Cepeda, ocasionando la disgregación nacional. A partir de 1820 y durante un período de seis años cada provincia se comportó de manera independiente, adoptando el régimen político que preferían sus caudillos. La democracia inorgánica se extendió a lo largo y ancho de la nueva nación mientras la democracia orgánica se atrincheró en Buenos Aires. Así se fue consolidando un régimen liberal y progresista que alcanzó su madurez en 1826 cuando Bernardino Rivadavia tomó las riendas del poder. Parecía que el proceso de unificación de todas las provincias podía ahora ser exitoso. Fue una mera ilusión. En 1827 la unidad nacional volvió a quebrarse y el autoritarismo y el federalismo se afirmaron de manera incuestionable. Sin embargo, al mismo tiempo fue desarrollándose la autoridad de un caudillo oriundo de Buenos Aires que, una vez llegado al poder por segunda vez en 1835, restauró en nombre del federalismo un régimen centralizado y autocrático que contó con la sumisión de los caudillos provinciales.

¿Cómo recibió el pueblo la revolución del 25 de mayo? Con sorpresa primero pero luego la bendijo con gran entusiasmo. Pese a algunos chispazos producidos entre la élite porteña y algunos grupos dominantes del interior el aire de libertad se expandió a lo largo y ancho del territorio de la flamante nación. Pero mientras para los hombres porteños ese aire tenía como destino la democracia doctrinaria y orgánica, para el pueblo, fundamentalmente el del interior, esa libertad sólo podía conducir a una democracia inorgánica, de masas, caudillista. El tsunami intelectual y espiritual que significó el proceso de mayo no logró sacudir los esquemas mentales del pueblo forjados durante siglos. Los principios del iluminismo enarbolados por los revolucionarios se estrellaron contra un mundo de representaciones colectivas, contra un sistema de valores profundamente conservador y tradicionalista. Este hecho no es incompatible con el apoyo brindado por el pueblo a la revolución. El problema estribaba en que su objetivo era, liberado del yugo español, imponer una democracia inorgánica que nada tenía que ver con la democracia doctrinaria y orgánica fogoneada por la élite porteña. Como expresa Romero “frente a la democracia orgánica y doctrinaria se irguieron los resabios del espíritu colonial tal como sobrevivía en las masas rurales y, en general, en casi todo el interior, guiadas por un vivo sentimiento antiliberal” (1).

Para el interior el liberalismo enarbolado por la élite porteña significaba un peligro a su sistema dominación legitimado por el antiliberalismo. Su sistema de valores, fuertemente influenciado por la religión y la superstición, no podía menos que rechazar el racionalismo filosófico y el jacobinismo político del flamante gobierno criollo. Esta incompatibilidad entre ambas democracias no podía pasar inadvertido para Belgrano, quien en 1814 le escribió a San Martín que eran “muy respetables las preocupaciones de los pueblos, y mucho aquellas que se apoyaban, por poco que sea, en cos que huela a religión. Creo muy bien que usted tendrá esto presente y que arbitrará el medio de que no cunda esa disposición, y particularmente de que no llegue a noticia de los pueblos del interior. La guerra allí no sólo la ha de hacer usted con las armas, sino con la opinión, afianzándose siempre en las virtudes naturales, cristianas y religiosas; pues los enemigos nos la han hecho llamándonos herejes, y sólo por este medio han atraído las gentes bárbaras a las armas manifestándoles que atacábamos la religión. Acaso se reirá alguno de éste mi pensamiento, pero usted no debe dejarse llevar de opiniones exóticas, ni de hombres que no conocen el país que pisan” (2).

(1) José Luis Romero, Las ideas…, págs. 99/100.

Una doctrina versus un sentimiento

La democracia orgánica era un sistema de ideas que se nutría de los valores del liberalismo y que era propugnada por la élite porteña. A dicho sistema se le opuso otro paradigma que no se apoyaba en un sistema de ideas sino en la imprecisión y su resistencia a toda sistematización. Sin embargo, no dejaba de ser un sistema porque pese a manifestarse de diversas formas poseía una unidad interior pétrea e inconmovible, una actitud espiritual que lo hacía comportarse con la fuerza de un tsunami. La élite porteña cometió el craso error de creer que delante suyo tenía un adversario igual de racional. No se percató de que fue desafiada no por una doctrina sino por un sentimiento, por una fenomenal fuerza irracional dispuesta a arrasar con lo que se le cruzara por delante. Las masas perseguían tres objetivos: la emancipación, la revolución criolla y la democracia. Curiosamente, esos objetivos también eran los de la élite porteña, pero para aquéllas su contenido nada tenía que ver con el contenido que les daba la élite porteña.

Las masas siempre tuvieron conciencia de la relevancia histórica de la crisis que desembocó en el 25 de mayo de 1810. El movimiento inorgánico se manifestó rápidamente como antiespañol y patriótico, sentimiento que adquirió la fisonomía de un marcado patriotismo local. Para las masas sólo eran relevantes los intereses cercanos, es decir, los de la comarca. Su horizonte era el del lugar en el que residían. La idea de nación enarbolada con frenesí por la élite porteña se mostraba impotente para perforar tales creencias. Al estallar el conflicto entre el centralismo porteño y las provincias la nación quedó como una mera creación intelectual para legitimar los privilegios de la metrópoli. La concepción del patriotismo que esgrimían las masas fue aprovechada con astucia por los caudillos para consolidar su dominio. Al agitar la bandera del localismo contra la hegemonía porteña afianzaron su sistema de dominación.

Oprimida y asfixiada desde siempre la masa criolla vio en el movimiento emancipador una oportunidad única para ascender en la escala social. Esta pretensión se tradujo en una xenofobia violenta que arremetió no sólo contra los extranjeros sino también contra sus ideas y costumbres. Para la masa criolla únicamente excluyendo todo lo que oliera a extranjero quedaría garantizada su aspiración de predominio social, político y cultural. Este desprecio por las instituciones y el cosmopolitismo no se contradecía con un sentimiento democrático genuino. El criollo amaba la libertad individual. Prefería la soledad en el desierto que el acompañamiento en la ciudad porque aquélla le permitía ser libre. Una vez instalada la Primera Junta intentó trasladar su anhelo de libertad a la vida política. Le fue imposible porque principios fundamentales como el apego a la ley le parecían atentatorios de la libertad individual. Así describía en 1817 a los gauchos el enviado del gobierno de Estados Unidos, Henry Brackenridge: “Sus ideas más allá de lo referente a sus necesidades y ocupaciones inmediatas, son pocas; y éstas son una pasión por la libertad como ellos la entienden, esto es, una licencia ilimitada, con la más absoluta sumisión a sus jefes, y que, aunque parezca contradictorio, depende de la popularidad” (1).

Acostumbrado a la vida campestre el gaucho veía a las instituciones como una coerción sobre su voluntad. ¿Por qué, entonces, aceptaba la autoridad del caudillo? Porque lo consideraba un ejemplo, un símbolo de todas aquellas virtudes que el gaucho pretendía alcanzar y que en su jefe habían alcanzado su máxima expresión. Los gauchos se sentían tan libres que tenían el poder de imponerse sus propios jefes. Pero el riesgo que asumían era enorme. En efecto, quien era ungido líder podía transformarse en un tirano que basaba su poder omnímodo precisamente en el consenso de sus subordinados. Esa libertad ilimitada y democrática de los gauchos pasó a ser el basamento de una democracia de masas conducida vertical y autoritariamente por un mandamás. Tal el origen de lo que Romero denomina democracia inorgánica, “pura en sus fuentes más llena de peligros e imperfecciones” (2). Tal el origen, en definitiva, de la federación. Así la visualizaba el unitario general José María Paz: “No sería inoficioso advertir que esa gran facción de la república que formaba el partido federal no combatía solamente por la mera forma de gobierno, pues otros intereses y otros sentimientos se refundían en uno solo para hacerlo triunfar. Primero, era la lucha de la parte más ilustrada contra la porción más ignorante. En segundo lugar, la gente del campo se oponía a la de las ciudades. En tercer lugar, la plebe se quería sobreponer a la gente principal. En cuarto, las provincias, celosas de la preponderancia de la capital, querían nivelarla. En quinto lugar, las tendencias democráticas se oponían a las miras aristocráticas y aun monárquicas que se dejaron traslucir cuando la desgraciada negociación del príncipe de Luca. Rodas estas pasiones, todos estos elementos de disolución y anarquía se agitaban con una terrible violencia y preparaban el incendio que no tardó en estallar” (3). Para las masas gauchescas la federación era, por ende, más que un sistema político; era, fundamentalmente, una filosofía de vida.

1) José Luis Romero: Las ideas…, pág. 102.

2) José Luis Romero: Las ideas…, pág. 103.

3) José Luis Romero, Las ideas…, pág. 103.

La difusión del federalismo

Esta peculiar manera de ser de las masas, su temperamento indómito, su concepción de la historia, terminaron delineando el federalismo. Luego de 1810 el sentimiento patriótico se materializó en un localismo que reflejaba la coexistencia de diferentes regiones que formaban parte del antiguo virreinato. Paraguay poseía una fisonomía impuesta por su población indígena y la cultura de los jesuitas, mientras que Tucumán era el fiel reflejo de la influencia del Alto Perú. Ambas regiones, a su vez, se diferenciaban de un litoral que exponía diversas variantes fruto de la hegemonía porteña. Por un lado estaba la Banda Oriental, sometida a múltiples influencias de afuera; por el otro, las provincias de los ríos Paraná y Uruguay fuertemente influenciadas por el poderío de Buenos Aires.

Pero la difusión del ideario federal no se debió sólo a la existencia de estas regiones. La poca cantidad de centros urbanos, la escasa población, su débil influencia y una vida rural poco desarrollada, contribuyeron a su expansión. Además, el escaso conocimiento que tenían las masas del proceso histórico que se estaba desarrollando las sumergió en un simplismo político que las hizo caer en manos de caudillos autoritarios. A esta inexperiencia y débil educación cívica de los pueblos le correspondió un excesivo apego de los hombres de Buenos Aires por la doctrina y la carencia absoluta de cintura política. Esta grave falencia había sido señalada por Monteagudo en 1812: “pudo haber sido más feliz en sus designios si la madurez hubiese equilibrado el ardor de uno de sus principales corifeos y si en vez de un plan de conquista se hubiese adoptado un sistema político de conciliación con las provincias” (1). El grave error de la élite porteña fue creer que la unión nacional podía lograrse coaccionando a las provincias, maltratándolas, menospreciándolas. Entre la fuerza y el convencimiento, eligieron la primera. Para la élite porteña el centralismo y el liberalismo eran el basamento del nuevo sistema político. Eran principios innegociables. En consecuencia, a las provincias sólo les quedaba una opción: aceptarlos. Si no era por las buenas entonces sería por las malas. De esa forma “se llegó poco a poco a una polarización entre dos concepciones de la vida, que pareció irreductible. Y frente a la absorbente autoridad de Buenos Aires se irguió la autoridad de los caudillos, intérpretes de sus pueblos por la afinidad de sus modalidades, aun cuando fueran discutibles sus títulos al ejercicio del poder” (2). Tal la génesis de la grieta que en pleno 2020 nos sigue atormentando.

El sentimiento federalista logró expandirse no bien se produjo la revolución del 25 de mayo. Al expirar ese trascendente año las provincias enviaron a sus diputados para que formaran parte de la Junta Grande y más tarde lograron que se instalaran juntas provinciales en las respectivas intendencias. Ello provocó la lógica reacción de las ciudades subordinadas que, situadas en cada intendencia, ansiaban ser autónomas. Juan Ignacio Gorriti, diputado por Jujuy, dirigiéndose a la Junta Central manifestó que no veía “un solo inconveniente para que cada ciudad se entienda directamente con el gobierno supremo. Santa Fe, Corrientes, Luján, toda la banda Oriental se entienden directamente con esta Junta superior, sin que necesiten una mano intermedia, y así sus asuntos circulan con rapidez y experimentan las ventajas del actual sistema. ¿Por qué no lograrán igual suerte todas las demás ciudades, si todas tienen iguales derechos?” (3).

(1) José Luis Romero: Las ideas…, pág. 105.

(2) José Luis Romero, Las ideas…, pág. 105.

(3) José Luis Romero, Las ideas…, pág. 106.

La doctrina de José Gaspar de Francia. Sus diferencias ideológicas con Artigas

Las ciudades subalternas pretendían ser autónomas, aspiración que no se contradecía con los intereses del poder central. Muy diferente era el caso de algunas regiones que, enarbolando la bandera de la autonomía, pretendían no estar sujetas a Buenos Aires. Para tales regiones el principio de la autonomía regional sólo podía tener como límite el pacto de federación. Tal fue el planteo de uno de los máximos dirigentes de esa época, el doctor Francia.

Francia comenzó su carrera política gracias a la decisión de la Junta de Buenos Aires de enviar al Paraguay una expedición militar con el objetivo de “convencer” a los paraguayos de abrazar la causa de la revolución. Si bien fracasó en el terreno militar, la expedición militar logró que las autoridades españolas fueran depuestas ocupando el vacío un gobierno provisional cuyo emblema era el doctor Francia. El primer problema a resolver era cómo podía adecuarse un gobierno provisional que abrazaba la causa del federalismo con el centralismo porteño. Para el doctor Francia “no es dudable que, abolida o deshecha la representación del poder supremo, recae éste o queda refundido naturalmente en toda la nación. Cada pueblo se considera entonces en cierto modo participante del atributo de la soberanía, y aun los ministros públicos han menester su consentimiento o libre conformidad para el ejercicio de sus facultades…La confederación de esta provincia con las demás de nuestra América, y principalmente con las que comprendía la demarcación del antiguo virreinato, debía ser de un interés más inmediato, más asequible y por lo mismo más natural, como de pueblos no sólo de un mismo origen, sino que por el enlace de particulares recíprocos intereses parecen destinados por la naturaleza misma a vivir y conservarse unidos. Se engañaría cualquiera que llegase a imaginar que la intención de la provincia había sido entregarse al arbitrio ajeno, y hacer dependiente su suerte de otra voluntad. En tal caso nada más habría adelantado, ni reportado otro fruto de su sacrificio, que el cambiar unas cadenas por otras y mudar de amo” (1).

Francia tenía muy claro su objetivo: hacer de Paraguay un país independiente, con una economía que no estuviera atada a los intereses hegemónicos del puerto porteño. Para ello era fundamental contar con el apoyo de Artigas, cuyas relaciones con Buenos Aires eran por demás complicadas. Sobre esta cuestión escribió el caudillo oriental lo siguiente: “Cuando las revoluciones políticas han reanimado una vez los espíritus abatidos por el poder arbitrario, corrido ya el velo del error, se ha mirado con tanto horror y odio el esclavaje y la humillación que antes les oprimía, que nada parece demasiado para evitar una retrogradación de la hermosa senda de la libertad. Como temerosos los ciudadanos de que la maligna intriga los suma de nuevo bajo la tiranía, aspiran generalmente a concentrar la fuerza y la razón en un gobierno inmediato, que pueda con menos dificultades conservar sus derechos ilesos y conciliar su seguridad con sus progresos. Así comúnmente se ha visto dividirse en menores Estados un cuerpo disforme, a quien un cetro de hierro ha tiranizado. Pero la sabia naturaleza parece que ha señalado para entonces los límites de las sociedades y de sus relaciones, y siendo tan declarados los que en todos respectos ligan a la Banda Oriental del Río de la Plata con esa provincia (Paraguay), creo que por una consecuencia del pulso y madurez con que ha sabido declarar su libertad y admirar a todos los amadores de ella con su sabio sistema, habrá de reconocer la recíproca conveniencia e interés de estrechar nuestra comunicación y relaciones del modo que exigen las relaciones de Estado” (2).

Sin embargo, Francia y Artigas discrepaban en un punto central. El primero defendía el nacionalismo económico o, si se prefiere, el “vivir con lo nuestro” (Alfo Ferrer); el segundo, por el contrario, compartía con los porteños los principios liberales. Ello quedó de manifiesto en las instrucciones que dio a sus diputados a la Asamblea de 1813. Artigas coincidía con la élite de Buenos Aires el ansia de emancipación y la defensa del gobierno republicano, representativo y defensor del principio de la división de poderes. Sin embargo, su visión de la organización de la nación colisionaba con los intereses de Buenos aires. En efecto, para Artigas era fundamental que los estados provinciales gozaran de una autonomía absoluta y que específicamente la Banda Oriental dispusiera de una plena libertad de comercio.

(1) José Luis Romero, Las ideas…, pág. 107.

(2) José Luis Romero, Las ideas…, pág. 108.

Los caudillos

Las masas provinciales no se transformaron en tsunamis incontrolables porque respondían de manera incondicional a sus jefes naturales, los caudillos. Emblemas de la democracia inorgánica los caudillos eran expertos en el arte de polarizar las sociedades al extremo y de hipnotizar a sus seguidores con su carisma. Si bien era gobernantes de facto-nadie los había elegido en las urnas-contaban con la adhesión de relevantes sectores que los respaldaban y sostenían. Había una inocultable afinidad entre el caudillo y las masas. Éstas se sentían plenamente representadas por un líder al que admiraban e idolatraban. Proveniente del mismo sector social el caudillo defendía los mismos valores que sus seguidores. Al igual que ellos aborrecía la democracia doctrinaria que Buenos Aires intentaba imponerle; y en el ambiente de las masas era capaz de sobresalir por su valentía, audacia, habilidad, cualidades muy valoradas por aquéllas. Su autoridad era legitimada no por su apego a las normas constitucionales sino por su capacidad para conquistar el corazón de sus seguidores.

Era tal la devoción de las masas por los caudillos que veían en ellos a seres casi sobrenaturales, imbuidos de poderes mágicos. Contaba el general Paz: “Quiroga era tenido por un hombre inspirado; tenía espíritus familiares que penetraban en todas partes y obedecían a sus mandatos; tenía un célebre caballo moro que, a semejanza de la sierva de Sertorio, le revelaba las cosas más ocultas y le daba los más saludables consejos; tenía escuadrones de hombres que cuando se les ordenaba se convertían en fieras, y otros mil absurdos de este género” (1). Para los caudillos el prestigio era una piedra de singular valor. Por ende, debían cuidarlo con esmero. Basaban su poder en su capacidad para convencer a las masas que ellos eran seres superiores, tocados por la varita mágica para conducirlos. Era tal la devoción de sus seguidores que si el caudillo le hubiera ordenado a uno de ellos quitarse la vida como demostración de fidelidad, lo hubiera hecho sin problemas. Las masas estaban convencidas de que sus jefes defendían con fervor los intereses de la región. Eran el emblema de la rebelión del interior contra la hegemonía porteña y de las tradiciones del lugar contra la renovación intelectual propiciada por la élite porteña.

Además, los caudillos fueron muy hábiles a la hora de manipular y exacerbar el sentimiento de clase. Era el pueblo contra la élite que quería sojuzgarlo. Pero este apoyo no era sólo moral. Las masas populares fueron el sostén material del caudillo, su fuerza de choque, su “montonera”. Lucio Mansilla (diputado por Entre Ríos al congreso) dijo en 1826 que “estos pueblos no se gobiernan bajo ningún sistema de gobierno sino por la espada militar” (2). En la práctica el caudillismo no fue más que un régimen autocrático, basado en la voluntad omnímoda del caudillo. Dice Romero: “en las manos del caudillo, el gobierno reconvertía en el ejercicio de una autoridad paternal, en la que coexistían la bonhomía y la crueldad, la generosa protección de los humildes y la defensa rapaz de los propios intereses, y, en fin, el reconocimiento de la soberanía popular y la usurpación efectiva del mando” (3). El caudillismo fue profundamente antiliberal porque despreciaba las instituciones propias de ese régimen político. La autoridad del caudillo era conferida directamente por las masas, lo que era incompatible con el sistema representativo. Ello explica su autoritarismo e impunidad. El ejercicio de la democracia inorgánica solo podía desembocar en autocracias personalistas con apoyo popular. En consecuencia, la tolerancia, el respeto por el otro, el pluralismo, eran inviables. Estrada estaba en lo cierto cuando afirmaba que “las muchedumbres argentinas han exaltado la barbarie por exaltarla democracias, y por amor a la libertad han soportado las tiranías” (4).

(1) José Luis Romero, Las ideas…, pág. 113.

(2) José Luis Romero, Las ideas…, pág. 114.

(3) José Luis Romero, Las ideas…, pág. 114.

(4) José Luis Romero, Las ideas…, pág. 115.

La desaparición del gobierno nacional

El 30 de enero de 1820 el Congreso designó director sustituto al alcalde primer voto Juan Pedro Aguirre. El 1 de febrero las fuerzas comandadas por Estanislao López y Ramírez pulverizaron a las tropas del directorio en los campos de Cepeda. La derrota obligó a las distintas facciones a unirse para salvar a Buenos Aires. Creían que sólo a través de una férrea resistencia alcanzarían una paz honrosa. En cuestión de días lograron formar un ejército de 3000 hombres y otro ejército de similar envergadura en la campaña bajo el comando del general Soler. Pero la suerte del Directorio como institución estaba echada. Cuando el Director regresó a Buenos Aires se resignó al nuevo escenario político entregándole al Cabildo la misión de garantizar el proceso de paz.

López y Ramírez eran muy astutos. Sabían perfectamente que era imposible tomar por asalto a Buenos aires. Pero también eran conscientes del grado de su grado de descomposición política, su flanco débil. Fue ahí donde golpearon con toda la fuera de que disponían para cosechar lo que habían sembrado en Cepeda. El 5 de febrero López redirigió al Cabildo conminándolo a elegir entre la paz o la guerra. “En vano será que se hagan reformas por la administración, que se anuncien constituciones, que se admita un sistema federal: todo es inútil, si no es la obra del pueblo en completa libertad” (1). Fue el golpe de gracia para la administración directorial. La democracia inorgánica le había ganado sin atenuantes a la democracia doctrinaria. Fue una victoria militar, política e ideológica del caudillismo sobre el liberalismo. Ese triunfo se tradujo rápidamente en decisiones jacobinas. En este sentido López y Ramírez demostraron ser tan intemperantes como Moreno y Castelli lo fueron en su momento. Todos los miembros del Directorio fueron eliminados y Buenos Aires fue conminada a garantizar la libre participación del pueblo en la elección de sus futuras autoridades como condición sin qua non para el retiro de las tropas vencedoras. Al mismo tiempo, los caudillos comenzaban a crear las condiciones para la implantación de un gobierno nacional con una capital que no fuera Buenos Aires.

Conocedor de las flaquezas humanas Ramírez anunció que mientras existiera el gobierno nacional únicamente tendría contacto con el vanidoso general Soler que estaba resentido desde hacía tiempo con los directoriales. Tocado en su amor propio el militar reaccionó como Ramírez esperó que lo hiciera: se sublevó exigiendo el 10 de febrero la disolución del Congreso y la deposición del Director y sus acompañantes. Al ver que Soler gozaba del apoyo de los caudillos el Cabildo cedió pero al mismo tiempo hizo lo imposible por evitar la instauración de una dictadura militar. Las aguas se calmaron luego de que el Congreso y el Director Rondeau decidieron cesar en sus funciones de manera civilizada. Fue el golpe definitivo al gobierno nacional.

(1) Floria y García Belsunce, Historia de…, pág. 446

La etapa pos Cepeda. Sarratea gobernador de Buenos Aires

Luego del desastre de Cepeda la élite porteña tuvo como principal obsesión encontrar la manera de dotar de institucionalidad a su nueva existencia como provincia. En febrero de 1820 el Cabildo porteño asumió el poder. Todo el poder. Asumiendo el rol de gobernador decidió disolver el poder central y renunciar en nombre de Buenos Aires a ser capital de las Provincias Unidas. Se trataba, lisa y llanamente, de un reconocimiento total del nuevo escenario político. El Cabildo porteño no hizo más que adecuarse, probablemente contra su voluntad, al nuevo clima reinante. Eso tiene un nombre: sensatez. El 16 de febrero el cabildo abierto convocado por las autoridades provinciales creó la Junta de Representantes, primer congreso de la provincia que en poco tiempo redujo al Cabildo porteño a un mero ente municipal. Es probable que en ese momento los miembros del Cabildo se hayan percatado de lo efímero que es el ejercicio del poder.

Lo primero que hizo la junta fue designar gobernador provisorio a Manuel de Sarratea cuya gran cintura política hacía de él el hombre adecuado para ocupar el cargo. Su presencia hizo posible que el 23 de febrero se firmara el Tratado del Pilar, considerado por Mitre la “piedra fundamental de la reestructuración argentina”. El tratado fue posible por la buena voluntad de Buenos Aires y de los caudillos López y Ramírez. Aquélla se comprometió a aceptar el principio de la libre navegación de los ríos y éstos a un retiro inmediato de las tropas y una amplia amnistía. No hubo, por ende, ni vencedores ni vencidos. Sin embargo, quedarían al margen de la amnistía los miembros de la administración directorial quienes quedarían a merced de un tribunal especial para su juzgamiento.

Los porteños no toleraron lo dispuesto por el tratado ya que consideraban que se trataba de una rendición incondicional. Les resultaba particularmente deleznable que Buenos Aires aceptara la libre navegación de los ríos ya que atentaba contra sus intereses. Soler fue el encargado de advertir a los caudillos que Buenos Aires jamás aceptaría el quiebre de su monopolio. Ello explica lo vertiginosa que fue la pérdida de autoridad de Sarratea. El 6 de abril una pueblada lo echó de la gobernación y lo sustituyó por Juan Ramón Balcarce. La reacción de Ramírez no se hizo esperar: depuso a Balcarce y restituyó a Sarratea. Pero duró muy poco en el cargo ya que sería vencido en su duelo con la Junta de Representantes. Sarratea intentó poner en funcionamiento el tribunal especial para el juzgamiento de los directoriales, lo que atentaba contra el principio de la separación de poderes ya que el poder ejecutivo no podía ejercer funciones judiciales. Finalmente, la pretensión de Sarratea fue sepultada y el 1 de mayo cayó del gobierno. Se había quedado absolutamente solo.

El vacío de poder dio lugar a una severa crisis institucional. El 20 de junio tres gobernadores, Ramos Mejía, Soler y el Cabildo, detentaban al unísono un poder meramente formal. Justo en ese momento se produjo el fallecimiento en Buenos Aires de Manuel Belgrano quien exclamó “¡ay Patria mía!”

Martín Rodríguez gobernador de Buenos Aires

El panorama pareció que comenzaba a esclarecerse el 2 de agosto cuando el electo gobernador federal coronel Manuel Dorrego venció a Alvear en San Nicolás. Lamentablemente, estaba convencido de que la paz sólo podía garantizarse con una buenos aires fuerte. Como en ese momento Ramírez estaba ocupado en la lucha contra Artigas por el control de la Mesopotamia, Dorrego consideró que se había presentado una oportunidad única para vencer a López y así vengar la derrota en Cepeda. Dorrego contaba con dos fuertes refuerzos: por un lado, el comandante de campaña Juan Manuel de Rosas y por el otro el general Martín Rodríguez. Luego de su victoria en Pavón (septiembre 2) Dorrego no tuvo mejor idea que luchar por su cuenta en Gamonal donde sufrió una dura derrota. Es probable que el coronel no haya tenido intención alguna de compartir las mieles de la victoria con Rosas y Rodríguez. Así le fue.

La derrota militar de Dorrego le permitió a Martín Rodríguez acceder al poder. Era un militar de pocas luces pero con un acendrado patriotismo. Además, no se identificaba con ningún partido político. Pero fue el hombre adecuado para aquel momento tan turbulento. La Junta estaba en manos de un grupo comandado por Anchorena que estaba convencido de la necesidad de enhebrar un acuerdo entre los hombres más relevantes de la ciudad y la campaña. Cabe acotar que en estas negociaciones ejerció un rol destacado Bernardino Rivadavia. El vocero de los hombres de campo era Juan Manuel de Rosas, un poderoso estanciero dueño de grandes extensiones de tierra y ligado a la industria del saladero. Reunía todas las condiciones para ser un dirigente político importante: era rico, tenía una buena imagen y tenía a su mando una importante fuerza militar. Además, conocía los intereses de los porteños porque casi siempre coincidían con los suyos. Los estancieros y la élite porteña estaban unidos por el miedo a la anarquía. Los propietarios rurales ansiaban un gobierno fuerte que garantizara el orden. Ramos Mejía y Martín Rodríguez fueron propuestos por Anchorena a Rosas. El futuro “restaurador de las leyes” eligió al segundo.

Con semejante apoyo Martín Rodríguez fue elegido gobernador el 26 de septiembre de 1820. Era la cara visible de la entente Rosas-Anchorena-Rivadavia. Pero además se movía a sus espaldas la Logia Provincial, un grupo de presión que en sus comienzos fue rival de la Logia Lautaro y que a posteriori la sustituyó. El 1 de octubre se produjo el motín de los tercios cívicos que Rodríguez logró controlar gracias al accionar de las tropas de Rosas. Fue entonces cuando Rosas dejó bien en claro su programa político: “La campaña, que hasta aquí ha sido la más expuesta y la menos considerada, comienza hoy a ser la columna de la provincia”. Le hacía saber a Rodríguez que continuaba en la gobernación gracias a él. Al sentirse poderosa Buenos aires decidió entablar negociaciones con López para alcanzar la anhelada paz. El 24 de noviembre se llegó al Tratado de Benegas donde se sella “la paz perpetua” entre Buenos Aires y Santa Fe. A partir de entonces y durante las próximas tres décadas ambas provincias aplicaron la política de la buena vecindad. En virtud del acuerdo Buenos Aires se comprometió a concurrir al Congreso citado por el gobernador de Córdoba, Bustos. Pero hubo un hecho que fue clave para garantizar la paz. Rosas, el verdadero hombre fuerte de Buenos Aires, decidió, con el apoyo de Rodríguez, donar a Santa Fe 25 mil cabezas de ganado. De esa forma Rosas garantizó el bienestar de Santa Fe, empobrecida tras un lustro de luchas fratricidas. Fue así como Rosas, con ese gesto, logró que su figura traspasara los límites de la provincia de Buenos Aires. Quien quedó descolocado por el nuevo escenario fue Ramírez quien decidió continuar la lucha por el control del Litoral. Pero enfrente tenía como enemigos a López y Rosas.

La situación de San Martín

Mientras la anarquía hacía estragos en el territorio de las Provincias Unidas del Río de La Plata se produjo un hecho relevante que tuvo a San Martín como protagonista central. El Acta de Rancagua del 2 de abril de 1820 permitió al general libertador ser el líder de un ejército comprometido pura y exclusivamente con independizar a América. Sin embargo, el ejército de los andes estaba en deuda con el gobierno chileno. En efecto, éste le brindó una base territorial, apoyo financiero y militar, y una ayuda estatal que hizo posible la empresa emprendida por San Martín. De no ser por el gobierno chileno los sueños de San Martín hubieran quedado truncos.

A comienzos de mayo el Senado trasandino ratificó a San Martín como autoridad suprema de un poderoso ejército compuesto por tropas chilenas y argentinas para liberar al Perú. El gran militar era consciente del carácter continental del teatro de operaciones en el que debía desplegar su gran capacidad estratégica. Afortunadamente tenía como aliado a Güemes cuyas fuerzas resguardaban la frontera norte de la Argentina de cualquier ofensiva española. También lo ayudó el pesimismo en que habían caído los realistas luego de la derrota en Maipú, lo que los llevó a adoptar una estrategia netamente defensiva que favoreció los planes del gran militar. A raíz de ello descartaron cualquier ataque contra Chile permitiéndole a San Martín dominar el Pacífico. Los virreyes de Nueva Granada y Perú malgastaron dos largos años-los que mediaron entre la derrota en Maipú y el desembarco de San Martín en Pisco-debido a su incapacidad de trabajar de manera coordinada. Los realistas fueron incapaces de concentrar sus fuerzas para derrotar primero Bolívar, aparentemente el rival más endeble, y luego a San Martín en el sur. Pero el triunfo de Bolívar en Boyacá (agosto de 1819) provocó un terremoto ya que por un lado Colombia quedó bajo su dominio y por el otro logró aislar las fuerzas realistas situadas en Venezuela de las que estaban en Perú. Increíblemente el virrey Pezuela continuó con la estrategia de dividir las tropas lo que hacía imposible que sus 23 mil soldados estuvieran en condiciones de enfrentar con posibilidades ciertas de victoria al ejército argentino-chileno. Además, el factor ideológico hizo su aporte en la tarea de dividir a los realistas. La intolerancia de Fernando VII fomentó el resentimiento de los militares españoles de la metrópoli, muchos de ellos vinculados a logias de tendencia liberal. El 1 de enero de 1820 Rafael de riego encabezó la sublevación de su regimiento acantonado en Cádiz y rápidamente se plegaron el resto de las unidades. La disputa entre liberales y absolutistas atentó contra la disciplina del ejército realista en América, lo que no hacía más que favorecer las chances de las tropas criollas.

La expedición libertadora

Estos hechos no lograban, sin embargo, ocultar las serias deficiencias que aquejaban a las tropas expedicionarias. Consumido por la guerra civil el ejército liderado por Manuel Belgrano no estaba en condiciones de ayudar a San Martín en su expedición al Alto Perú. Tampoco podía contar con el apoyo de Bolívar, cuya fuerza sólo estaba en condiciones de amenazar la ciudad de Quito. La lentitud del proceso revolucionario impedía la puesta en ejecución de una operación coordinada. Pero San Martín no podía darse el lujo de permanecer inactivo ya que tal pasividad podía motivar a los realistas a dar un golpe letal contra las tropas americanas. Bajo el mando de 1800 soldados chilenos y 2200 soldados argentinos San Martín decidió montar una base de operaciones en el mismo Perú para fortalecer sus tropas con soldados peruanos. De esa forma estarían dadas las condiciones de dar comienzo a la ofensiva final.

La expedición libertadora comenzó el 20 de agosto de 1820. Secundaban al gran militar el almirante lord Cochrane y el general Las Heras. Las fuerzas terrestres ascendían a 4300 hombres y las navales a 1600 hombres distribuidos en ocho naves de guerra. El 13 de septiembre la expedición tomó posesión del fuerte de Pisco. Inmediatamente, Álvarez de Arenales, uno de los jefes de división, se dirigió hacia Ica con el objetivo de obtener recursos para fortalecer las ansias revolucionarias. Consciente de la situación el virrey Pezuela ofreció a San Martín una tregua que se tradujo en el armisticio de Miraflores (26 de septiembre). De esa forma ambos bandos consiguieron lo que perseguían: ganar tiempo. En octubre el gran general decidió pasar a la ofensiva. Se dirigió rumbo a Lima con el objetivo de aislarla de las provincias norteñas. De manera simultánea expedicionó sobre la cordillera, específicamente sobre una zona conocida como la Sierra. El 30 de octubre San Martín desembarcó en Ancón, situada a 36 kilómetros al norte de la capital peruana. Pero ante la cercanía de las tropas realistas se dirigió a Huacho, situada a 150 kilómetros al norte de Lima con el objetivo de organizar una línea defensiva sobre el río Huaura. Por su parte, Arenales obtuvo una importante victoria en Pasco el 6 de diciembre, logrando incluso capturar al general O´Reilly.

La batalla de Pasco provocó efectos deletéreos sobre las tropas realistas y logró lo adhesión de los naturales a la expedición libertadora. Tales los casos del coronel peruano Santa Cruz que con su caballería se pasó a los patriotas y del coronel colombiano Heres que se pasó con su regimiento Numancia. Pese a los altibajos que tuvo la campaña militar, sus frutos políticos fueron óptimos. Ello se debió fundamentalmente a la habilidad militar de los patriotas (combatiendo a las tropas enemigas o rehuyéndolas según el caso) que les permitió desmoralizar a los realistas. El golpe de gracia al invasor fue dado por el líder de la sublevación de la Intendencia de Trujillo, general marqués de Torre-Agle, apoyada en enero de 1821 por el resto de la región situada al norte del ejército sanmartiniano. Finalmente, el 29 de enero una junta de guerra presidida por Canterac y Valdez intimó al virrey Pezuela a que entregara el mando al general José de la Serna, quien asumió al instante.

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