Leyendo a Jorge Luis Borges. Nathaniel Hawthorne (continuación) (*)
Leyendo a Jorge Luis Borges. Nathaniel Hawthorne (continuación) (*)
Escribió Borges:
Escribió Borges:
“Algo más grave que las
duplicaciones y el panteísmo se advierte en los bosquejos, algo más grave para
un hombre que aspira a novelista, quiero decir. Se advierte que el estímulo de
Hawthorne, que el punto de partida de Hawthorne era, en general, situaciones.
Situaciones, no caracteres. Hawthorne primero imaginaba, acaso
involuntariamente, una situación y buscaba después caracteres que la
encarnaran. No soy un novelista, pero sospecho que ningún novelista ha
procedido así: “Creo que Schomberg es real”, escribió Joseph Conrad de uno de
los personajes más memorables de su novela “Victory” y eso podría honestamente
afirmar cualquier novelista de cualquier personaje. Las aventuras del “Quijote”
no están muy bien ideadas, los lentos y antitéticos diálogos-razonamientos,
creo que los llama el autor-pecan de inverosímiles, pero no cabe duda de que
Cervantes conocía bien a Don Quijote y podía creer en él. Nuestra creencia en la
creencia del novelista salva todas las negligencias y fallas. Qué importan
hechos increíbles o torpes si nos consta que el autor los ha ideado, no para
sorprender nuestra buena fe, sino para definir a sus personajes. Qué importan
los pueriles escándalos y los confusos crímenes de la supuesta Corte de
Dinamarca si creemos en el príncipe Hamlet. Hawthorne, en cambio, primero
concebía una situación, o una serie de situaciones, y después elaboraba la
gente que su plan requería. Ese método puede producir, o permitir, admirables
cuentos, porque en ellos, en razón de su brevedad, la trama es más visible que
los actores, pero no admirables novelas, donde la forma general (si la hay)
sólo es visible al fin y donde un solo personaje mal inventado puede contaminar
de irrealidad a quienes lo acompañan. De las razones anteriores podría, de
antemano, inferirse que los cuentos de Hawthorne valen más que las novelas de
Hawthorne. Yo entiendo que así es. Los veinticuatro capítulos que componen “La
letra escarlata” abundan en pasajes memorables, redactados en buena y sensible
prosa, pero ninguno de ellos me ha conmovido como la singular historia de
Wakefield que está en los “Twice-Told Tales. Hawthorne había leído en un
diario, o simuló por fines literarios haber leído en un diario, el caso de un
señor inglés que dejó a su mujer sin motivo alguno, se alojó a la vuelta de su
casa, y ahí, sin que nadie lo sospechara, pasó oculto veinte años. Durante ese
largo período, pasó todos los días frente a su casa o la miró desde la esquina,
y muchas veces divisó a su mujer. Cuando lo habían dado por muerto, cuando
hacía mucho tiempo que su mujer se había resignado a ser viuda, el hombre, un
día, abrió la puerta de su casa y entró. Sencillamente, como si hubiera faltado
unas horas. (Fue hasta el día de su muerte un esposo ejemplar.) Hawthorne leyó
con inquietud el curioso caso y trató de entenderlo, de imaginarlo. Caviló
sobre el tema; el cuento “Wakefield” es la historia conjetural de ese
desterrado. Las interpretaciones del enigma pueden ser infinitas; veamos la de
Hawthorne”.
“Este imagina a Wakefield un
hombre sosegado, tímidamente vanidoso, egoísta, propenso a misterios pueriles,
a guardar secretos insignificantes; un hombre tibio, de gran pobreza
imaginativa y mental, pero capaz de largas y ociosas e inconclusas y vagas
meditaciones; un marido constante, defendido por la pereza. Wakefield, en el
atardecer de un día de octubre, se despide de su mujer. Le ha dicho-no hay que
olvidar que estamos a principios del siglo XIX-que va a tomar la diligencia y
que regresará, a más tardar, dentro de unos días. La mujer, que lo sabe
aficionado a misterios inofensivos, no le pregunta las razones del viaje.
Wakefield está de botas, de galera, de sobretodo; lleva paraguas y valija.
Wakefield-esto me parece admirable-no sabe aún lo que ocurrirá fatalmente.
Sale, con la resolución de inquietar o asombrar a su mujer, faltando una semana
entera de casa. Sale, cierra la puerta de calle, luego la entreabre y, en un
momento, sonríe. Años después, la mujer recordará esa última sonrisa. Lo
imaginará en un cajón con la sonrisa helada en la cara, o en el paraíso, en la
gloria, sonriendo con astucia y tranquilidad. Todos creerán que ha muerto y
ella recordará esa sonrisa y pensará que, acaso, no es viuda. Wakefield, al
cabo de unos cuantos rodeos, llega al alojamiento que tenía listo. Se acomoda
junto a la chimenea y sonríe; está a la vuelta de su casa y ha arribado al
término de su viaje. Duda, se felicita, le parece increíble ya estar ahí, teme
que lo hayan observado y que lo denuncien. Casi arrepentido, se acuesta; en la
vasta cama desierta tiende los brazos y repite en voz alta: “No dormiré solo
otra noche”. Al otro día, se recuerda más temprano que de costumbre y se
pregunta, con perplejidad, qué va a hacer. Sabe que tiene algún propósito, pero
le cuesta definirlo. Descubre, finalmente, que su propósito es averiguar la
impresión que una semana de viudez causará en la ejemplar señora de Wakefield.
La curiosidad lo impulsa a la calle. Murmura: “Espiaré de lejos mi casa”.
Camina, se distrae; de pronto se da cuenta que el hábito lo ha traído,
alevosamente, a su propia puerta y que está por entrar. Entonces retrocede
aterrado. ¿No lo habrán visto; no lo perseguirán? En una esquina se da vuelta y
mira su casa; ésta le parece distinta, porque él ya es otro, porque una sola
noche ha obrado en él, aunque él no lo sabe, una transformación. En su alma se
ha operado el cambio moral que lo condenará a veinte años de exilio. Ahí
realmente, empieza la larga aventura. Wakefield adquiere una peluca rojiza.
Cambia de hábitos; al cabo de algún tiempo ha establecido una nueva rutina. Lo
aqueja la sospecha de que su ausencia no ha trastornado bastante a la señora de
Wakefield. Decide no volver hasta haberle dado un buen susto. Un día el boticario
entra en la casa, otro día el médico. Wakefield se aflige, pero teme que su
brusca reaparición pueda agravar el mal. Poseído, deja correr el tiempo; antes
pensaba: “Volveré en tantos días”, ahora, “en tantas semanas”. Y así pasan diez
años. Hace ya mucho que no sabe que su conducta es rara. Con todo el tibio
afecto de que su corazón es capaz, Wakefield sigue queriendo a su mujer y ella
está olvidándolo. Un domingo por la mañana se cruzan los dos en la calle, entre
las muchedumbres de Londres. Wakefield ha enflaquecido; camina oblicuamente,
como ocultándose, como huyendo; su frente baja está como surcada de arrugas; su
rostro que antes era vulgar, ahora es extraordinario, por la empresa extraordinaria
que ha ejecutado. En sus ojos chicos la mirada acecha o se pierde. La mujer ha
engrosado; lleva en la mano un libro de misa y toda ella parece un emblema de
plácida y resignada viudez. Se ha acostumbrado a la tristeza y no la cambiaría,
tal vez, por la felicidad. Cara a cara, los dos se miran en los ojos. La
muchedumbre los aparta, los pierde. Wakefield huye a su alojamiento, cierra la
puerta con dos vueltas de llave y se tira en la cama donde lo trabaja un
sollozo. Por un instante ve la miserable singularidad de su vida. “¡Wakefield,
Wakefield! ¡Estás loco!”, se dice. Quizá lo está. En el centro de Londres se ha
desvinculado del mundo. Sin haber muerto ha renunciado a su lugar y a sus
privilegios entre los hombres vivos. Mentalmente sigue viviendo junto a su
mujer en su hogar. No sabe, o casi nunca sabe, que es otro. Repite “pronto
regresaré” y no piensa que hace veinte años que está repitiendo lo mismo. En el
recuerdo los veinte años de soledad le parecen un interludio, un mero
paréntesis. Una tarde, una tarde igual a otras tardes, a las miles de tardes
anteriores, Wakefield mira su casa. Por los cristales ve que en el primer piso
han encendido el fuego; en el moldeado cielo raso las llamas lanzan
grotescamente la sombra de la señora Wakefield. Rompe a llover; Wakefield
siente una racha de frío. Le parece ridículo mojarse cuando ahí tiene su casa,
su hogar. Sube pesadamente la escalera y abre la puerta. En su rostro juega,
espectral, la taimada sonrisa que le conocemos. Wakefield ha vuelto, al fin.
Hawthorne no nos refiere su destino ulterior, pero nos deja adivinar que ya
estaba, en cierto modo, muerto. Copio las palabras finales: “En el desorden
aparente de nuestro misterioso mundo, cada hombre está ajustado a un sistema
con tan exquisito rigor-y los sistemas entre sí, y todos a todo-que el
individuo que se desvía un solo momento, corre el terrible albur de perder para
siempre su lugar. Corre el albur de ser, como Wakefield, el Paria del
Universo”.
“En esta breve y ominosa
parábola-que data de 1855-ya estamos en el mundo de Herman Melville, en el
mundo de Kafka. Un mundo de castigos enigmáticos y de culpas indescifrables. Se
dirá que ello nada tiene de singular, pues el orbe de Kafka es el judaísmo, y
el de Hawthorne, las iras y los castigos del Viejo Testamento. La observación
es justa, pero su alcance no rebasa la ética, y entre la horrible historia de
Wakefield y muchas historias de Kafka, no sólo hay una ética común sino una
retórica. Hay, por ejemplo, la honda “trivialidad” del protagonista, que
contrasta con la magnitud de su perdición y que lo entrega, aún más desvalido,
a las Furias. Hay el fondo barroso, contra el cual se recorta la pesadilla.
Hawthorne, en otras narraciones, invoca un pasado romántico; en ésta se limita
a un Londres burgués, cuyas multitudes le sirven, por lo demás, para ocultar al
héroe”.
“Aquí, sin desmedro alguno de
Hawthorne, yo desearía intercalar una observación. La circunstancia, la extraña
circunstancia, de percibir en un cuento de Hawthorne, redactado a principios
del siglo XIX, el sabor mismo de los cuentos de Kafka que trabajó a principios
del siglo XX, no debe hacernos olvidar que el sabor de Kafka ha sido creado, ha
sido determinado, por Kafka. Wakefield prefigura a Franz Kafka, pero éste
modifica, y afina, la lectura de Wakefield. La deuda es mutua; un gran escritor
crea a sus precursores. Los crea y de algún modo los justifica. Así ¿qué sería
de Marlowe sin Shakespeare?”
(*) Jorge Luis Borges: “Obras completas (tomo 2)”,
Círculo de Lectores, Emecé, Buenos Aires, 1974.
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