La reflexión de Tomás Abraham

 

 

 


El primer partido (*)

 

Vi debutar a Maradona un día de infortunio conyugal. No tenía amigos, era una época muy difícil, ya hacía tres años que había regresado al país  y no lograba tener un  lugar propio. Estaba en la calle buscando un hotel en dónde pasar la noche. Sin saber adónde ir, fui a la casa de mis padres con quienes habitualmente no compartía los sinsabores de mi vida privada. Me recibieron sorprendidos en su comedor diario del departamento de Belgrano C. Me senté, ellos dos a un costado, en silencio, y me largué a llorar. No me dijeron nada, me miraban, creo que con tristeza. No hablé. Me levanté y los saludé. Seguí con mi auto en busca de un hotel, tenía un bolso mínimo con lo necesario para la higiene de un par de días. Era un domingo, supongo, porque futbol había por lo general sólo los domingos. Vélez, mi club, no jugaba, y no sé cómo hice pero estaba cerca de La Paternal. Llegué a la cancha de Argentinos, compré una platea, jugaban contra Talleres. Recuerdo que terminó el primer tiempo, y en el segundo el local hizo un cambio. Ingresó Diego. Algo dijeron los socios del club que me rodeaban, lo conocían por hacer jueguitos en el entretiempo. En ese momento no sabía su edad, hoy sí, quince años. Era un muchachito de pelo negro enrulado, no olvido que me asombró su potencia, su arranque, su ir para adelante como un torbellino. Demasiada energía muscular para un adolescente, se veía el potrero, la guerra y la garra del potrero. Sus botines parecían levantar polvo. El fútbol ha sido muy importante en mi vida, porque soy futbolero desde los cinco años, todos los domingos en patota familiar para seguir a Vélez de local y visitante, la reserva y la primera, a veces llegábamos para la tercera. Si Dios – en sus dos manifestaciones – me regaló aquel partido del 76, dos años después, en julio del 78, el día del triunfo frente a Holanda, me encontré nuevamente con otro inconveniente marital, sin domicilio fijo, me refugié en un departamento vacío y escribí mi primer texto de filosofía. Ésa es mi experiencia tragicómica que unen fútbol, matrimonio, filosofía y mudanzas, iniciada en aquella gala de una tarde de un domingo, en que lo vi al pibe Diego como una ofrenda personal. Todo el resto es historia, una que compartimos todos los argentinos, los futboleros y los no futboleros. Fue una historia breve. Lo vimos – con la excepción de los hinchas de los bichitos colorados - no más que un rato en el gran Boca con Miguel Brindisi de compañero. Después se fue. Tuvimos mucho menos Maradona futbolero que el de las figuraciones mediáticas.

 

Para nosotros es el 86, pero nos perdimos los tiempos del Nápoli, lo que debe haber sido el mejor Diego. No sabemos nada de aquel Diego que enamoró una ciudad hasta llegar a seducir y ser a su vez seducido por la mafia. El Diego del 90 era puro coraje, pero el de la quinta velocidad que arrasó en México, cuatro años después, corría en tercera. Hablaban de un tobillo inflado, pero todo él ya estaba gastado, más cuadrado, más lento, más pesado, pero hirsuto y rabioso como siempre. El que brilló con los colores argentinos más allá de aquel juvenil del 79, el que llegó a dos finales y campeonar en una, es el que jugaba bajo la conducción de Carlos Bilardo. Fue ese técnico el que lo rodeó de gigantes, de una estructura sólida, de mentes concentradas y solidarias. El de César L. Menotti en el 82 era parte de un equipo de grandes individualidades todas a la deriva aún con Kempes y Ramón Diaz a su lado, y el del 94 tenía a un Diego que ya era historia, sólo lo llevaron al Mundial por esa historia y sucumbió por su presente.  Hoy, en medio de la tristeza general, y de la suma de anecdotarios que proliferan en todos aquellos que tuvieron la oportunidad de compartir un vestuario, dirigirlo, la dicha de verlo, tocarlo, sacarse una selfie con él, de verlo jugar, o de rememorar el día de su debut como quien aquí escribe, me arrimo a escuchar un silencio, un zumbido apenas audible como el vuelo de una mosca que dice m…e…sss….ii.   Diego, Pelé y Messi El Santos de Pelé y el Barcelona de Messi han sido los equipos más maravillosos que vi. El día en que adolescente fui a la popular de Boca a ver futbol, un partido de finales de la Libertadores en el que Santos le gano a Boca en la Bombonera con Pelé extraordinario,  o aquel otro que vi por televisión, la final de la Champions  en el que el Barça le ganó al Manchester United con un Messi  galáctico, deben ser de los más hermosos que vi en mi vida. Y el partido de Diego contra los ingleses, el gol de la historia. Hay quienes recuerdan a Pelé con el que se lo comparó siempre, pero todos olvidan hoy a otro ídolo con quien se lo midió estos años. Pelé y Diego nacieron en la pobreza, los dos se hacen famosos antes de los veinte años; Messi  tuvo unos recursos de los que los otros carecieron, una familia que se hizo cargo de él en persona y dinero, y un club poderoso que fue su segunda casa. Ninguno como Diego puede sobrevivir treinta años a su decadencia deportiva; una vez que los grandes desaparecen de las canchas se busca a otro de inmediato para ser encumbrado.

 

No por eso Pelé fue olvidado, gozó de su prestigio y fama, lo condecoraron cada año de su vida desde las Naciones Unidas a la FIFA, fue ministro de deportes del gobierno brasileño, embajador del café, recibió medallas y nombramientos de toda índole. A Pelé se lo consideró el mayor deportista del siglo XX, sólo después de Muhammad Alí, a uno se lo representó asociado al establishment, el otro en su lucha por enfrentarlo, y Diego ni lo uno ni lo otro, pasó de un establishment a otro sin solución de continuidad. Pelé era como Jano, o como una lechuza, veía el campo a trescientos sesenta grados, mirada periférica. Era estratega y goleador, un jugador total. Messi nos maravilló porque fue mágico, de un genio ilimitado, goleaba con las dos piernas, la pelota estaba pegada a unos pies que volaban. Diego no era estratega y tenía una sola pierna, pero en él percutía un alma. No todos la tienen, al alma no se la recibe como dice Platón, hay que ganarla. Respecto de su encarnación, Diego no ha sido el único que padeció su cuerpo. El rey Pelé ha tenido sus sufrimientos físicos y sus depresiones,  Messi entregó su cuerpo inapropiado para el deporte y fue  la medicina la que lo  trató durante años sin garantías de ponerlo en condiciones de jugar alguna vez.  Hace tiempo que Diego tenía el cuerpo diezmado, apenas hablaba, sólo su alma lo sostenía. Es esa alma la que le permitió sobrevivir tantos años con un corazón que latía a destiempo. Gritando contra la AFA y la FIFA, viviendo años en califatos, dirigiendo en ciudades de carteles de la droga, como técnico de Mandiyú y  de la selección argentina. La unión argentina No sé porqué aquel Diego que en sus apariciones públicas mostraba a un joven inteligente – acabo de escuchar un reportaje de Jorge Lanata a Diego en el 2001, en el que le pregunta qué es lo que hablaba con su padre cuando era chico, Diego le responde que cuando su padre le hablaba y lo miraba “pegaba la frente para abajo”- , rápido, con una lengua vivaz, fue perdiendo vitalidad, y sus amigos cercanos eran condenados una tras otro de un modo del que podía presumirse cierta falta de gratitud hacia quienes lo acompañaron en su soledad. Una vez que le preguntaron por esa mano tramposa, Diego dijo algo contundente y creo que verdadero: en el futbol lo que cuenta es el engaño. Lo vemos en cada partido en el que todos los jugadores del mundo y casi todos los técnicos del mundo, le gritan al árbitro para que sancione una falta a favor aún sabiendo que mienten.

 

La gambeta es engaño, el arquero que se adelanta en un penal es engaño, el que simula una falta es engaño. Si hay un VAR es porque se presume que hasta en el arbitraje hay engaño. Hay un Diego de sanatorios, abogados y médicos, conocido por sus adicciones, sus denuncias a dirigentes del futbol, y sus peleas con amigos, novias, ex esposas, e hijos e hijas  reconocidos y desconocidos.  Sucesos de una larga noche agitada. Pasto fresco para moralistas de salón.  Tampoco me importaron sus posiciones políticas ni sus declaraciones, ni sus abrazos con tiranos y otros jerarcas.  Hace rato que la ideología me parece un placebo que algunos se automedican, un modo de acomodarse en el mundo o de beneficiarse con el marketing de lo políticamente correcto.  Siempre lo quise como se quiere a un grande más allá de sus locuras, como quiero a Sarmiento más allá de sus locuras, como uno quiere cuando quiere de verdad, no por virginidades  sino por un misterio que nos supera. Maradona no representa a los argentinos a pesar de lo que se proclama, porque tenemos un serio problema de representatividad. Nos juntamos en la muerte o en el triunfo, luego nos dispersamos y agrietamos. Como Diego murió y nos trajo una copa,  al darnos una muerte y una victoria,  estamos más unidos que nunca, lo más probable es que la unión no dure los tres días de duelo. No me gusta escribirlo, pero la única verdad es la realidad, dijo el filósofo. Maradona es un tema importante, sin duda, no sólo para futboleros, hay mucha gente que lo quiere por lo que es, por su encanto, por su carisma, por su entrega. Pero nadie está obligado a tener ese mismo sentimiento. No estaría mal tomar distancia de ese deseo de unión y de unanimidad que aparentemente borra todas las diferencias como en el  Mundial 78 y la guerra de Malvinas. Su muerte nos sorprende y duele, por lo menos a mí que esperaba verlo en un par de semanas sentado en el banquillo del Lobo. Tantas veces le ganó a la muerte, batalla en última instancia siempre perdida, su alma entregaba lo que su cuerpo ya no daba. Ahora su alma se le fue, nos la obsequió.  Merece que la cuidemos.

 

(*) Perfil, 29/11/020

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