El primer partido (*)
Vi
debutar a Maradona un día de infortunio conyugal. No tenía amigos, era una
época muy difícil, ya hacía tres años que había regresado al país y no
lograba tener un lugar propio. Estaba en la calle buscando un hotel en
dónde pasar la noche. Sin saber adónde ir, fui a la casa de mis padres con
quienes habitualmente no compartía los sinsabores de mi vida privada. Me
recibieron sorprendidos en su comedor diario del departamento de Belgrano C. Me
senté, ellos dos a un costado, en silencio, y me largué a llorar. No me dijeron
nada, me miraban, creo que con tristeza. No hablé. Me levanté y los saludé.
Seguí con mi auto en busca de un hotel, tenía un bolso mínimo con lo necesario
para la higiene de un par de días. Era un domingo, supongo, porque futbol había
por lo general sólo los domingos. Vélez, mi club, no jugaba, y no sé cómo hice
pero estaba cerca de La
Paternal. Llegué a la cancha de Argentinos, compré una platea,
jugaban contra Talleres. Recuerdo que terminó el primer tiempo, y en el segundo
el local hizo un cambio. Ingresó Diego. Algo dijeron los socios del club que me
rodeaban, lo conocían por hacer jueguitos en el entretiempo. En ese momento no
sabía su edad, hoy sí, quince años. Era un muchachito de pelo negro enrulado,
no olvido que me asombró su potencia, su arranque, su ir para adelante como un
torbellino. Demasiada energía muscular para un adolescente, se veía el potrero,
la guerra y la garra del potrero. Sus botines parecían levantar polvo. El
fútbol ha sido muy importante en mi vida, porque soy futbolero desde los cinco
años, todos los domingos en patota familiar para seguir a Vélez de local y
visitante, la reserva y la primera, a veces llegábamos para la tercera. Si Dios
– en sus dos manifestaciones – me regaló aquel partido del 76, dos años
después, en julio del 78, el día del triunfo frente a Holanda, me encontré
nuevamente con otro inconveniente marital, sin domicilio fijo, me refugié en un
departamento vacío y escribí mi primer texto de filosofía. Ésa es mi
experiencia tragicómica que unen fútbol, matrimonio, filosofía y mudanzas,
iniciada en aquella gala de una tarde de un domingo, en que lo vi al pibe Diego
como una ofrenda personal. Todo el resto es historia, una que compartimos todos
los argentinos, los futboleros y los no futboleros. Fue una historia breve. Lo
vimos – con la excepción de los hinchas de los bichitos colorados - no más que
un rato en el gran Boca con Miguel Brindisi de compañero. Después se fue.
Tuvimos mucho menos Maradona futbolero que el de las figuraciones mediáticas.
Para
nosotros es el 86, pero nos perdimos los tiempos del Nápoli, lo que debe haber
sido el mejor Diego. No sabemos nada de aquel Diego que enamoró una ciudad
hasta llegar a seducir y ser a su vez seducido por la mafia. El Diego del 90
era puro coraje, pero el de la quinta velocidad que arrasó en México, cuatro
años después, corría en tercera. Hablaban de un tobillo inflado, pero todo él
ya estaba gastado, más cuadrado, más lento, más pesado, pero hirsuto y rabioso
como siempre. El que brilló con los colores argentinos más allá de aquel
juvenil del 79, el que llegó a dos finales y campeonar en una, es el que jugaba
bajo la conducción de Carlos Bilardo. Fue ese técnico el que lo rodeó de
gigantes, de una estructura sólida, de mentes concentradas y solidarias. El de
César L. Menotti en el 82 era parte de un equipo de grandes individualidades
todas a la deriva aún con Kempes y Ramón Diaz a su lado, y el del 94 tenía a un
Diego que ya era historia, sólo lo llevaron al Mundial por esa historia y
sucumbió por su presente. Hoy, en medio de la tristeza general, y de la
suma de anecdotarios que proliferan en todos aquellos que tuvieron la
oportunidad de compartir un vestuario, dirigirlo, la dicha de verlo, tocarlo,
sacarse una selfie con él, de verlo jugar, o de rememorar el día de su debut
como quien aquí escribe, me arrimo a escuchar un silencio, un zumbido apenas
audible como el vuelo de una mosca que dice m…e…sss….ii. Diego, Pelé y
Messi El Santos de Pelé y el Barcelona de Messi han sido los equipos más
maravillosos que vi. El día en que adolescente fui a la popular de Boca a ver
futbol, un partido de finales de la Libertadores en el que Santos le gano a Boca en la Bombonera con Pelé
extraordinario, o aquel otro que vi por televisión, la final de la Champions en el
que el Barça le ganó al Manchester United con un Messi galáctico, deben
ser de los más hermosos que vi en mi vida. Y el partido de Diego contra los
ingleses, el gol de la historia. Hay quienes recuerdan a Pelé con el que se lo
comparó siempre, pero todos olvidan hoy a otro ídolo con quien se lo midió
estos años. Pelé y Diego nacieron en la pobreza, los dos se hacen famosos antes
de los veinte años; Messi tuvo unos recursos de los que los otros
carecieron, una familia que se hizo cargo de él en persona y dinero, y un club
poderoso que fue su segunda casa. Ninguno como Diego puede sobrevivir treinta
años a su decadencia deportiva; una vez que los grandes desaparecen de las
canchas se busca a otro de inmediato para ser encumbrado.
No
por eso Pelé fue olvidado, gozó de su prestigio y fama, lo condecoraron cada
año de su vida desde las Naciones Unidas a la FIFA, fue ministro de deportes del gobierno
brasileño, embajador del café, recibió medallas y nombramientos de toda índole.
A Pelé se lo consideró el mayor deportista del siglo XX, sólo después de
Muhammad Alí, a uno se lo representó asociado al establishment, el otro en su
lucha por enfrentarlo, y Diego ni lo uno ni lo otro, pasó de un establishment a
otro sin solución de continuidad. Pelé era como Jano, o como una lechuza, veía
el campo a trescientos sesenta grados, mirada periférica. Era estratega y
goleador, un jugador total. Messi nos maravilló porque fue mágico, de un genio
ilimitado, goleaba con las dos piernas, la pelota estaba pegada a unos pies que
volaban. Diego no era estratega y tenía una sola pierna, pero en él percutía un
alma. No todos la tienen, al alma no se la recibe como dice Platón, hay que
ganarla. Respecto de su encarnación, Diego no ha sido el único que padeció su
cuerpo. El rey Pelé ha tenido sus sufrimientos físicos y sus depresiones,
Messi entregó su cuerpo inapropiado para el deporte y fue la medicina la
que lo trató durante años sin garantías de ponerlo en condiciones de
jugar alguna vez. Hace tiempo que Diego tenía el cuerpo diezmado, apenas
hablaba, sólo su alma lo sostenía. Es esa alma la que le permitió sobrevivir
tantos años con un corazón que latía a destiempo. Gritando contra la AFA y la FIFA, viviendo años en
califatos, dirigiendo en ciudades de carteles de la droga, como técnico de
Mandiyú y de la selección argentina. La unión argentina No sé porqué
aquel Diego que en sus apariciones públicas mostraba a un joven inteligente –
acabo de escuchar un reportaje de Jorge Lanata a Diego en el 2001, en el que le
pregunta qué es lo que hablaba con su padre cuando era chico, Diego le responde
que cuando su padre le hablaba y lo miraba “pegaba la frente para abajo”- ,
rápido, con una lengua vivaz, fue perdiendo vitalidad, y sus amigos cercanos
eran condenados una tras otro de un modo del que podía presumirse cierta falta
de gratitud hacia quienes lo acompañaron en su soledad. Una vez que le
preguntaron por esa mano tramposa, Diego dijo algo contundente y creo que
verdadero: en el futbol lo que cuenta es el engaño. Lo vemos en cada partido en
el que todos los jugadores del mundo y casi todos los técnicos del mundo, le
gritan al árbitro para que sancione una falta a favor aún sabiendo que mienten.
La
gambeta es engaño, el arquero que se adelanta en un penal es engaño, el que
simula una falta es engaño. Si hay un VAR es porque se presume que hasta en el
arbitraje hay engaño. Hay un Diego de sanatorios, abogados y médicos, conocido
por sus adicciones, sus denuncias a dirigentes del futbol, y sus peleas con
amigos, novias, ex esposas, e hijos e hijas reconocidos y
desconocidos. Sucesos de una larga noche agitada. Pasto fresco para
moralistas de salón. Tampoco me importaron sus posiciones políticas ni
sus declaraciones, ni sus abrazos con tiranos y otros jerarcas. Hace rato
que la ideología me parece un placebo que algunos se automedican, un modo de
acomodarse en el mundo o de beneficiarse con el marketing de lo políticamente
correcto. Siempre lo quise como se quiere a un grande más allá de sus
locuras, como quiero a Sarmiento más allá de sus locuras, como uno quiere
cuando quiere de verdad, no por virginidades sino por un misterio que nos
supera. Maradona no representa a los argentinos a pesar de lo que se proclama,
porque tenemos un serio problema de representatividad. Nos juntamos en la
muerte o en el triunfo, luego nos dispersamos y agrietamos. Como Diego murió y
nos trajo una copa, al darnos una muerte y una victoria, estamos
más unidos que nunca, lo más probable es que la unión no dure los tres días de
duelo. No me gusta escribirlo, pero la única verdad es la realidad, dijo el
filósofo. Maradona es un tema importante, sin duda, no sólo para futboleros,
hay mucha gente que lo quiere por lo que es, por su encanto, por su carisma,
por su entrega. Pero nadie está obligado a tener ese mismo sentimiento. No
estaría mal tomar distancia de ese deseo de unión y de unanimidad que
aparentemente borra todas las diferencias como en el Mundial 78 y la
guerra de Malvinas. Su muerte nos sorprende y duele, por lo menos a mí que
esperaba verlo en un par de semanas sentado en el banquillo del Lobo. Tantas
veces le ganó a la muerte, batalla en última instancia siempre perdida, su alma
entregaba lo que su cuerpo ya no daba. Ahora su alma se le fue, nos la
obsequió. Merece que la cuidemos.
(*) Perfil, 29/11/020
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