La teoría de la justicia de John Rawls (11)

La teoría de la justicia de John Rawls (11)


EL DEBER DE OBEDECER A UNA LEY INJUSTA

No es difícil explicar por qué hemos de obedecer leyes justas, promulgadas con una constitución justa. En este caso, los principios del deber natural y el de imparcialidad establecen los deberes y las obligaciones requeridas. En general los ciudadanos están obligados por el deber de justicia, y aquellos que han ocupado puestos y cargos aventajados, o que se han beneficiado de ciertas oportunidades para favorecer sus propios intereses, además están obligados a cumplir su parte por el principio de imparcialidad. El problema es en qué circunstancias y hasta qué punto estamos obligados a obedecer acuerdos injustos. A veces, se dice que no estamos obligados a obedecer en estos casos, pero esto es un error. La injusticia de una ley no es, por lo general, razón suficiente para no cumplirla, como tampoco la validez legal de la legislación (definida por la actual constitución) es razón suficiente para seguir con ella. Cuando la estructura básica de la sociedad es razonablemente justa, estimada por el actual estado de las cosas, hemos de reconocer que las leyes injustas son obligatorias siempre que no excedan ciertos límites de injusticia. Al tratar de distinguir estos límites, nos acercamos al complicado problema del deber y la obligación política. La dificultad reside, en parte, en el hecho de que en estos casos hay un conflicto de principios. Algunos principios aconsejan la obediencia, mientras que otros nos aconsejan lo contrario. Por tanto, las exigencias del deber y de la obligación política han de ser examinadas a través de una concepción de las prioridades adecuadas. Hay, sin embargo, otro problema. Como hemos visto, los principios de justicia (en orden lexicográfico) corresponden a la teoría ideal (§ 39). Las personas en la posición original suponen que los principios que reconocen, sean los que fueren, serán estrictamente obedecidos y cumplidos por todos.

Por tanto, los principios de la justicia resultantes son aquellos que definen una sociedad perfectamente justa, dadas unas condiciones favorables. Con la suposición de obediencia estricta llegamos a cierta concepción ideal. Cuando preguntamos en qué circunstancias serán tolerados unos acuerdos injustos, afrontamos un problema diferente. Hemos de averiguar cómo se aplica la concepción ideal de la justicia, si es que se aplica, a casos en que, en vez de tener que reajustar las naturales limitaciones, afrontamos la injusticia. El estudio de estos problemas corresponde a la parte de la obediencia parcial de la teoría no ideal. Incluye, entre otras cosas, la teoría del castigo y la justicia compensatoria, la guerra justa y la objeción de conciencia, la desobediencia civil y la resistencia militante. Estos asuntos están entre los principales de la vida política, y sin embargo hasta hoy la concepción de la justicia como imparcialidad no se les aplica directamente. No intentaré discutir estos problemas en general. De hecho, consideraré sólo un fragmento de la teoría de la obediencia parcial: a saber el problema de la desobediencia civil y el rechazo consciente, e incluso aquí supondré que el contexto es el de un estado próximo a la justicia, es decir, uno en el que la estructura básica de la sociedad es casi justa, haciendo las concesiones que se suponen razonables dadas las circunstancias. Una comprensión de este caso reconocidamente especial puede ayudar a aclarar los problemas más difíciles. Sin embargo, para examinar la desobediencia civil y el rechazo consciente, hemos de considerar varios puntos referentes al deber y a la obligación política. Por una parte, es evidente que nuestro deber u obligación de aceptar los acuerdos existentes algunas veces puede ser desechado. Estas exigencias dependen de los principios del derecho, que pueden justificar la desobediencia en ciertas ocasiones. El que la desobediencia esté justificada depende de la extensión que alcance la injusticia de las leyes y de las instituciones. Las leyes injustas no están al mismo nivel, y lo mismo ocurre con las instituciones y los programas políticos.

Hay dos formas en las cuales puede producirse la injusticia: los acuerdos existentes pueden diferir en varios grados de las normas públicamente aceptadas, que son más o menos justas; o puede ser que estos acuerdos se adecuen a la concepción de la justicia que tenga una sociedad, o a la visión de la clase dominante, pero esta misma concepción puede ser irracional, y en muchos casos claramente injusta. Como hemos visto, algunas concepciones de la justicia son más razonables que otras (§ 49). Mientras que los dos principios de justicia y los interrelacionados principios del deber natural y de la obligación definen la opinión más razonable entre los de la lista, acaso otros principios no sean irrazonables. En realidad algunas concepciones mixtas son bastante adecuadas para muchos propósitos. Por regla general una concepción de la justicia es razonable en proporción a la fuerza de los argumentos que puedan ofrecerse para adoptarla en la posición original. Este criterio es perfectamente natural, si la posición original incorpora las diferentes condiciones que han de imponerse a la elección de principios, y que conducen a una equiparación con nuestros juicios. Aunque sea fácil distinguir estas dos formas en que las instituciones existentes pueden ser injustas, una teoría factible de cómo afectan nuestro deber y nuestra obligación política es otra cosa. Cuando las leyes y los programas políticos se desvían de las normas públicamente reconocidas, es ciertamente posible apelar al sentido de justicia de la sociedad. Más adelante sostengo que esta condición se presupone al cometer una desobediencia civil. Si, a pesar de todo, no se viola la predominante concepción de justicia, entonces la situación es muy diferente. El curso de acción que se ha de seguir depende en gran parte de lo razonable que sea la doctrina aceptada y de los medios asequibles para cambiarla. Sin duda, es posible vivir entre diferentes concepciones mixtas e institucionistas, lo mismo que con enfoques utilitarios cuando no son interpretados de manera demasiado rigurosa.

En otros casos, como cuando una sociedad está regulada por principios que favorecen mezquinos intereses de clase, no tenemos otro recurso que el de oponernos a la concepción predominante y a las instituciones que justifica por medios tales como la promesa de cierto éxito. En segundo lugar, hemos de considerar el problema de por qué en una situación cercana a la justicia, normalmente tenemos la obligación de obedecer leyes injustas. Aunque algunos autores han puesto en duda esta idea, creo que la mayoría la aceptaría. Sólo unos cuantos consideran que cualquier desviación de la justicia, por pequeña que sea, anula el deber de obedecer las normas actuales. ¿Cómo explicar este hecho? Como el deber de justicia y el principio de imparcialidad presuponen que las instituciones son justas, se hace necesaria otra explicación (13). Ahora bien, podemos responder a esta pregunta si postulamos una sociedad casi justa, en la que existe un régimen constitucional viable, que satisface, en mayor o menor grado, los principios de la justicia. Supongo así que, en su mayor parte, el sistema social está bien ordenado, aunque no perfectamente, ya que en este caso no se produciría el problema de la obediencia a leyes y programas injustos. Según estas suposiciones, la consideración anterior acerca de una constitución justa como ejemplo de justicia procesal imperfecta (§ 31) ofrece una respuesta. Ha de recordarse que en la convención constitucional, el objetivo de las partes es encontrar entre las diferentes constituciones justas (aquellas que satisfacen el principio de libertad igual) la que mejor conduzca a una legislación justa y eficaz, en vista de los hechos generales acerca de la sociedad en cuestión. La constitución se considera como un procedimiento justo aunque imperfecto, proyectado, en tanto lo permiten las circunstancias, para asegurar un resultado justo. Es imperfecto porque no hay proceso político factible que garantice que las leyes promulgadas de acuerdo con él serán justas. En los asuntos políticos no puede lograrse una justicia procesal perfecta. Además, el proceso constitucional debe basarse en gran parte en alguna forma de votación. Supongo que alguna alteración de la regla de mayorías adecuadamente fijada es una necesidad práctica.

Sin embargo, las' mayorías (o coaliciones de minorías) están sujetas a cometer errores, si no por falla de conocimiento o de juicio, como resultado de enfoques limitados y egoístas. No obstante, nuestro deber natural de apoyar las instituciones justas nos obliga a obedecer las leyes y los programas injustos o, al menos, a no oponernos a ello por medios ilegales, en tanto estas leyes y programas no excedan ciertos límites de injusticia. Si se nos exige defender una constitución justa, hemos de aceptar uno de sus principios esenciales, el de la regla de mayorías. En un Estado casi justo, tenemos normalmente el deber de obedecer leyes injustas en virtud de nuestro deber de apoyar una constitución justa. Dado el modo de ser de las personas, hay muchas ocasiones en que este deber entrará en juego. La doctrina contractual nos lleva a preguntarnos si aceptaríamos una norma constitucional que nos exigiese obedecer leyes que nosotros consideramos injustas. Podríamos preguntarnos: ¿cómo es posible que siendo libres podamos aceptar racionalmente un procedimiento que puede ir en contra de nuestra propia opinión, y dar efecto a la de los demás? (14). Una vez que consideramos el punto de vista de la convención constitucional, la respuesta es bastante clara. En primer lugar, entre el limitado número de procedimientos factibles que siquiera tienen alguna oportunidad de ser aceptados no hay ninguno que decida siempre en nuestro favor, y en segundo lugar, el consentir en uno de estos procedimientos es preferible a que no se logre ningún tipo de acuerdo. La situación es análoga a la de la posición original en la que los grupos desechan toda esperanza de oportunismo egoísta: esta alternativa es el mejor candidato de cada persona (o el segundo mejor, dejando de lado la limitación de la generalidad), pero puede ser, obviamente, inaceptable para otros. De modo similar, si bien en la etapa de la convención constitucional las partes confían en los principios de justicia, deben hacerse concesiones unos a otros para lograr un régimen constitucional. Aun con la mejor de las intenciones, sus opiniones acerca de la justicia tienen que chocar.

Al elegir una constitución, y al adoptar alguna forma de la regla de la mayoría, los grupos aceptan los riesgos de sufrir los defectos del sentido de la justicia de los demás para obtener las ventajas de un procedimiento legislativo eficaz. No hay otro modo de producir un régimen democrático. No obstante, cuando adoptan el principio de mayorías, las partes acuerdan desechar las leyes injustas sólo en ciertas condiciones. En términos generales, a la larga, la carga de la injusticia sería más o menos uniformemente distribuida entre los diferentes grupos de la sociedad, y las penalidades de los problemas injustos no serían demasiado pesadas. Por tanto, el problema de la obediencia es problemático para las minorías permanentes que han sufrido la injusticia durante muchos años. No se nos exige, ciertamente, que consintamos en la pérdida de nuestras libertades básicas, ya que esta exigencia no podría haber estado inmersa en el significado que se le da al deber de justicia en la posición original, ni concordaría con la idea que se tiene de los derechos de la mayoría en la convención constitucional. En lugar de ello, sometemos nuestra conducta a la autoridad democrática, sólo hasta el punto en que se hace necesario, para compartir equitativamente las imperfecciones inevitables de un sistema constitucional. Aceptar estas cargas supone reconocer y estar dispuestos a trabajar dentro de los límites impuestos por las circunstancias de la vida humana. En vista de ello, tenemos un deber natural de urbanidad, consistente en no invocar los errores de los programas sociales como excusa para no obedecerlos, ni explotar las inevitables lagunas de las normas para promover nuestros intereses. El deber de urbanidad impone la aceptación de los defectos de las instituciones, y cierta moderación al beneficiarnos de ellos. Sin cierto reconocimiento de este deber, la fe y la confianza mutua están expuestas a desaparecer. Por tanto, en un estado próximo a la justicia, existe normalmente el deber (y para algunos también la obligación) de obedecer las leyes injustas, mientras no excedan ciertos grados de injusticia. Esta conclusión no es mucho más brillante que la que afirma nuestro deber de obedecer las leyes justas. Nos lleva, sin embargo, un paso más lejos, ya que cubre un más vasto campo de situaciones y, lo que es más importante, da cierta idea de las preguntas que han de hacerse para averiguar cuál es nuestro deber político.

EL STATUS DE LA REGLA DE MAYORÍAS

 Es evidente, a partir de las observaciones anteriores, que el procedimiento de la regla de mayorías, aunque definido y delimitado, ocupa un lugar secundario como mecanismo procesal. La justificación se basa directamente en los fines políticos que la constitución trata de alcanzar y, por tanto, en los dos principios de justicia. He supuesto que alguna forma de la regla de mayorías ofrece su justificación como el mejor medio disponible de garantizar una legislación justa y efectiva. Es compatible con una libertad justa (§ 36) y posee cierta naturalidad, ya que si se permite una regla de minorías no hay un criterio obvio para seleccionar quién ha de decidir, y se viola la igualdad. Una parte fundamental del principio de mayorías es que el procedimiento satisfaga las condiciones básicas de la justicia. En este caso, las condiciones son las de la libertad política: libertad de palabra y de reunión, libertad de tomar parte en los sucesos públicos, de influir por medios constitucionales en el curso de la legislación y la garantía del justo valor de estas libertades. Cuando desaparece esta base no se satisface el primer principio de la justicia. Aun cuando esté presente, no hay certeza de que se promulgue una legislación justa (15). No sirve, por tanto, la idea de que lo que desea la mayoría es correcto, de hecho ninguna de las concepciones tradicionales de la justicia ha sostenido esta doctrina, manteniendo, por el contrario, que el resultado de la votación está sujeto a principios políticos. Aunque, en circunstancias determinadas es justificable que la mayoría (adecuadamente definida y delimitada) tenga el derecho constitucional de hacer las leyes, esto no implica, sin embargo, que las leyes promulgadas sean justas. La disputa por la sustancia acerca de la regla de mayorías se refiere a cómo queda mejor definida y si las limitaciones constitucionales son medios eficaces y razonables para consolidar el balance total de justicia.

Estas limitaciones son utilizadas a menudo por minorías infractoras para conservar sus ventajas ilícitas. Es un problema de juicio político, y no pertenece a la teoría de la justicia. Basta tener en cuenta que, aunque los ciudadanos someten su conducta a la autoridad democrática, es decir, reconocen que el resultado de una votación establece una regla obligatoria, no someten a ella su juicio. Deseo considerar ahora el lugar que ocupa el principio de la regla de mayorías en el procedimiento ideal que forma parte de la teoría de la justicia. Una constitución justa se define como una constitución en la que habrían convenido unos delegados racionales en una convención constitucional, guiados por los dos principios de justicia. Cuando justificamos una constitución, exponemos consideraciones para mostrar que habría sido adoptada en esas condiciones. De modo similar, las leyes y los programas justos son aquellos que serían promulgados por legisladores racionales en la etapa legislativa, quienes están obligados por una constitución justa y que conscientemente tienen como modelo los principios de la justicia. Cuando criticamos las leyes y las medidas tratamos de explicar que no serían elegidos mediante este procedimiento ideal. Ya que incluso los legisladores racionales llegan a menudo a conclusiones diferentes, es necesario votar en condiciones ideales. Las restricciones de la información no garantizarán un acuerdo, ya que, a menudo, las tendencias de los hechos sociales serán ambiguas y difíciles de evaluar. Una ley o un programa es suficientemente justo, o al menos no es injusto, si, cuando tratamos de imaginar cómo funcionaría el procedimiento ideal, decidimos que la mayoría de quienes toman parte en este procedimiento y cumplen sus estipulaciones estarían en favor de esta ley o de este programa.

En el procedimiento ideal, la decisión alcanzada no es un compromiso, no es un trato entre grupos opuestos tratando de favorecer sus propios fines. La discusión legislativa ha de concebirse no como una contienda de intereses, sino como un intento de conseguir el mejor programa político, definido por los principios de justicia. Supongo, por tanto, como parte de la teoría de la justicia, que el deseo único de un legislador imparcial es tomar la decisión correcta al respecto, dados los hechos generales que le son conocidos. El legislador ha de votar sólo de acuerdo con su juicio. El resultado de la votación da una estimación de lo que tiene más afinidad con la concepción de la justicia. Si nos preguntamos sobre lo probable de que la opinión de la mayoría sea correcta, es evidente que el procedimiento ideal guarda cierta analogía con el problema estadístico de conjuntar las ideas de un grupo de expertos, para obtener el mejor juicio (16). Aquí, los expertos son los legisladores racionales, capaces de adoptar una perspectiva objetiva, ya que son imparciales. Se remonta a Condorcet la sugestión de que si la probabilidad de un juicio correcto por parte del legislador representativo es mayor que la de un juicio incorrecto, la probabilidad de que el voto mayoritario sea correcto aumenta, como aumenta también la posibilidad de una decisión correcta por parte del legislador representativo (17). Por tanto, nos vemos tentados a suponer que si muchas personas racionales intentasen simular las condiciones del procedimiento ideal, y adecuasen a ello sus razonamientos y sus discusiones, la gran mayoría casi, seguramente, tendría razón. Esto sería un error. No sólo debemos estar seguros de que hay mayor oportunidad de un juicio correcto que de uno incorrecto por parte del legislador representativo, sino que también es claro que los votos de personas diferentes no son independientes. Como sus opiniones estarán influidas por el curso del debate, no se aplican las clases más sencillas de un razonamiento probabilístico. No obstante, suponemos normalmente que un debate ideal entre muchas personas llegará más probablemente a la decisión correcta (si es necesario a través del voto) que las deliberaciones de uno de ellos por sí solo.

¿Por qué es esto así? En la vida diaria el intercambio de opiniones con los demás modera nuestra parcialidad y ensancha nuestra perspectiva; se nos hace ver las cosas desde otros puntos de vista, así como los límites de nuestra visión. Pero en el proceso ideal, el velo de la ignorancia significa que los legisladores son imparciales. Los beneficios del debate residen en el hecho de que incluso los legisladores representativos tienen limitaciones de conocimiento y de capacidad de razonar. Ninguno de ellos sabe todo lo que saben los demás, ni puede hacer las mismas deducciones a las que llegan conjuntamente. El debate es un medio de combinar información y de ampliar el alcance de los argumentos. Al menos a través del tiempo, los efectos de la deliberación común parecen destinados a mejorar las cosas. Así llegamos al problema de intentar formular una constitución ideal de la deliberación pública en asuntos relacionados con la justicia, un conjunto de reglas bien planeadas para apoyar los poderes de conocimiento y razonamiento más efectivos de un grupo, y para alcanzar, o al menos aproximarnos, al juicio correcto; no seguiré, sin embargo, con este problema. Lo más importante aquí es que el procedimiento idealizado es parte de la teoría de la justicia. He mencionado algunos de sus rasgos para dilucidar hasta cierto grado su significación. Cuanto más definida sea nuestra concepción de este procedimiento, suponiendo que se lleva a cabo en condiciones ideales, más firme será la guía que la secuencia de cuatro etapas ofrezca a nuestras reflexiones. Tenemos, entonces, una idea más precisa de cómo han de establecerse las leyes y los programas a la luz de los hechos generales de la sociedad. A menudo, podemos darle un sentido intuitivo al problema de cuál será el resultado de las deliberaciones en la etapa legislativa, cuando estas deliberaciones son conducidas adecuadamente. El procedimiento ideal se aclara observando cómo contrasta con el proceso de un mercado ideal. Dando por supuesto que se mantienen las suposiciones clásicas relativas a la competencia perfecta, y que no hay economías o anti-economías externas, se obtiene como resultado una configuración económica eficiente.

El mercado ideal es un procedimiento perfecto con respecto a la eficiencia. Un rasgo peculiar del proceso de mercado ideal, a diferencia del proceso político ideal dirigido por legisladores racionales e imparciales, es que el mercado obtiene un resultado eficiente, aun cuando todos busquen su propia ventaja; desde luego, así es como se comportan normalmente los agentes económicos. Al vender o al comprar para maximizar su satisfacción o sus beneficios, los consumidores y las empresas no emiten un juicio acerca de cuál es la configuración económica más feliz, dada la distribución inicial de activos. En cambio, intentan llevar a cabo sus fines en tanto lo permitan las normas, y cualquier juicio que emitan será siempre desde su punto de vista. Es el sistema en su totalidad, por así decirlo, el que establece un juicio de la eficiencia, derivándose este juicio de las diferentes fuentes de información proporcionadas por las actividades de las empresas y los consumidores. El sistema ofrece una respuesta aun cuando las personas no tengan opinión alguna acerca del problema, y aunque a menudo no sepan siquiera lo que significa. Por tanto, a pesar de ciertas semejanzas entre los mercados y las elecciones, el proceso del mercado ideal y el proceso legislativo ideal son diferentes en aspectos decisivos. Fueron planeados para conseguir diferentes fines: el primero se dirige a la eficiencia y el segundo, en lo posible, a la justicia. Mientras que el mercado ideal es un procedimiento perfecto con vistas a sus objetivos, hasta la legislatura ideal es un procedimiento imperfecto. Parece no haber medio de caracterizar un procedimiento factible garantizado para lograr una legislación justa. Una consecuencia de esto es que mientras un ciudadano puede estar obligado a obedecer a las medidas apropiadas, no se le pide que considere justos estos programas, y sería un error por su parte pretender someter su juicio a votación. Pero en un perfecto sistema de mercado, un agente económico, en tanto tiene alguna opinión, supondrá seguramente que el resultado es eficiente.

Aunque el consumidor o la empresa no hayan conseguido todo lo que desean, han de reconocer que, dada la distribución inicial, se ha alcanzado una situación eficiente. Pero no puede exigirse un reconocimiento similar en el proceso legislativo referente a los problemas de la justicia; pues, aunque, por supuesto, las actuales constituciones han de ser designadas, en lo posible, para tomar las mismas determinaciones que el proceso legislativo ideal, en la práctica están expuestas a resultar insuficientes. Esto no sólo se debe a que, como ocurre en los mercados, no se adecuan a su imagen ideal, sino también a que esta imagen es la de un procedimiento imperfecto. Una constitución justa debe basarse de alguna manera en que los ciudadanos y los legisladores adopten un punto de vista más amplio y ejerzan su buen juicio al aplicar los principios de justicia. Parece que no hay manera de impedirles adoptar un punto de vista restringido o interesado para regular el proceso de modo que conduzca a un resultado justo. Al menos por ahora no existe una teoría acerca de las constituciones justas, que considere que éstas son procesos que conducen a una legislación justa que corresponda a la teoría de los mercados competitivos como procedimientos que produzcan con eficiencia, y esto parece implicar que la aplicación de la teoría económica al auténtico proceso constitucional tiene graves limitaciones, en la medida en que la conducta política es afectada por el sentido que las personas tienen de la justicia, como tiene que ocurrir en toda sociedad viable, y la legislación justa es el primer fin social (§ 76). Ciertamente la teoría económica no embona con el procedimiento ideal (18).

Estas observaciones son confirmadas por un último contraste. En el proceso ideal de mercado se le da cierto valor a la intensidad del deseo. Una persona puede gastar la mayor parte de su ingreso en las cosas que más desea y, de este modo, junto con otros compradores, fomenta el uso de los recursos en las formas que prefiere. El mercado permite hacer unos reajustes finamente graduados, como respuesta al equilibrio total de preferencias y al relativo predominio de ciertos deseos. No hay nada que concuerde con esto en el proceso legislativo ideal. Cada legislador racional ha de votar su opinión acerca de cuáles leyes y programas se adoptan mejor a los principios de justicia. No se da un valor especial a aquellas opiniones que se sustentan con mayor confianza, o a los votos de aquellos que si supiesen que están en minoría, ello les causaría un profundo desagrado (§ 37). Desde luego tal regla de votación es concebible, pero no hay motivos para adoptarla en el procedimiento ideal. Incluso entre personas racionales e imparciales, no son aquellas que tienen más confianza en su opinión las que más, probablemente, tendrán razón. Algunas pueden ser más sensibles que otras a las complejidades del caso. Al definir el criterio para conseguir una legislación justa, hemos de acentuar el valor de los juicios colectivos obtenidos cuando cada persona, en condiciones ideales, hace todo lo posible por aplicar los principios correctos. La intensidad del deseo o la fuerza de la convicción no proceden cuando se plantean problemas de justicia. Dejemos aquí las múltiples diferencias entre el proceso legislativo ideal y el proceso ideal de mercado. Ahora deseo observar el uso del procedimiento de la regla de mayorías como medio de lograr una solución política.

Como hemos visto, la regla de mayorías se aplica como el medio más factible de alcanzar ciertos fines antes definidos por los principios de justicia. Algunas veces, sin embargo, estos principios no son claros o definidos sobre lo que requieren. Esto no siempre se debe a que su evidencia sea complicada o ambigua, o difícil de examinar o evaluar. La naturaleza misma de los principios puede dejar abierta una serie de opciones, en vez de elegir una alternativa en particular. La tasa de ahorro, por ejemplo, se especifica sólo dentro de ciertos límites; la idea fundamental del principio del ahorro justo es la de excluir ciertos extremos. Con el tiempo, al aplicar el principio de la diferencia deseamos incluir en las perspectivas de los menos aventajados el bien primario del respeto propio; y hay muchos medios de tomar en consideración este valor de acuerdo con el principio de la diferencia. La profundidad con la que se consideren este bien y otros relacionados con él en el índice general ha de decidirse en vista de los rasgos generales de la sociedad particular y por lo que sus miembros menos favorecidos desean racionalmente, como se ve desde la etapa legislativa. En casos como éste, los principios de justicia establecen unos límites en que debe estar la tasa de ahorro o la importancia dada al autorrespeto, pero no dice en qué parte de esta diversidad debe recaer la elección. En estas situaciones se aplica el principio de decisión política: si la ley actualmente votada está, en tanto podemos saberlo, dentro de la gama de las que pueden ser favorecidas por legisladores racionales que intentan seguir conscientemente los principios de la justicia, entonces la decisión de la mayoría es prácticamente obligatoria aunque no definitiva. Estamos ante una situación de justicia procesal casi pura. Debemos basarnos en el curso real del análisis en la etapa legislativa para seleccionar un programa político dentro de los límites permitidos. Estos casos no son ejemplos de justicia procesal perfecta, ya que el resultado no define literalmente el resultado correcto. Ocurre simplemente que aquellos que están en desacuerdo con la decisión tomada no pueden establecer su argumento de modo convincente en el mar- co de la concepción pública de la justicia. Es un problema que no puede ser claramente definido. En la práctica, los partidos políticos no dudarán en adoptar diferentes posturas ante este tipo de cuestiones. El objeto del proyecto constitucional es asegurar, si ello es posible, que el interés de las clases sociales no falsee la solución política que se toma fuera de los límites permitidos.

LA DEFINICIÓN DE DESOBEDIENCIA CIVIL

Deseo mostrar ahora el contenido de los principios del deber y de la obligación naturales, esbozando una teoría de la desobediencia civil. Como ya lo he indicado, esta teoría sólo fue planeada para el caso especial de una sociedad casi justa, una sociedad bien ordenada en su mayor parte, pero en la que, no obstante, ocurren graves violaciones de la justicia. Como supongo que un estado próximo a la justicia requiere un régimen democrático, la teoría se refiere al papel que desempeña y a lo legítimo de la desobediencia civil a una autoridad democrática legítimamente establecida. No se aplica a otras formas de gobierno ni, salvo incidentalmente, a otras clases de disidencia u oposición. No trataré de ese tipo de protesta junto con la acción y la resistencia militante, como táctica para transformar o incluso derrocar un sistema injusto y corrupto. No hay dificultad alguna en este caso acerca de tal acción. Si cualesquiera medios para este fin tienen justificación, entonces, seguramente la oposición no violenta está justificada. El problema de la desobediencia civil, tal y como lo interpretaré, sólo se produce en un Estado democrático más o menos justo para aquellos ciudadanos que reconocen y aceptan la legitimidad de la constitución. El problema es de un conflicto de deberes. ¿En qué punto deja de ser obligatorio el deber de obedecer las leyes promulgadas por una mayoría legislativa (o por actos ejecutivos aceptados por tal mayoría) en vista del derecho a defender las propias libertades y el deber de oponernos a la injusticia? Este problema abarca la cuestión de la naturaleza y los límites de la regla de mayorías. Por ello el problema de la desobediencia civil es prueba decisiva para cualquier teoría de la base moral de la democracia. Una teoría constitucional de la desobediencia civil tiene tres partes. En primer lugar define esta clase de disidencia y la separa de otras formas de oposición a una autoridad democrática. Éstas van desde manifestaciones e infracciones a la ley destinadas a ocasionar casos de prueba ante los tribunales hasta la acción militante y la resistencia organizada.

Una teoría especifica el lugar que ocupa la desobediencia civil entre esta variedad de posibilidades. Establece, además, los motivos de la desobediencia civil y las condiciones en las que tal acción está justificada en un régimen democrático (más o menos) justo. Finalmente, una teoría ha de explicar el papel de la desobediencia civil en un sistema constitucional, y examinar la idoneidad de este modo de protesta en una sociedad libre. Antes de considerar estos temas, una advertencia. No debemos esperar demasiado de una teoría de la desobediencia civil, aun cuando haya sido proyectada para circunstancias especiales. Los principios concretos que decidan directamente los casos reales, están obviamente fuera de lugar. Por el contrario, una teoría útil define la perspectiva desde la que puede enfocarse el problema de la desobediencia civil, identifica además las consideraciones pertinentes, y nos ayuda a asignarles el valor correcto en los casos más importantes. Si nos parece que una teoría acerca de estos problemas aclara nuestra visión y hace más coherentes nuestros juicios, entonces tal teoría es útil. Tal teoría hace lo que suponemos que debe hacer: es decir, disminuye la disparidad entre las convicciones de conciencia de aquellos que aceptan los principios básicos de una sociedad democrática. Comenzaré definiendo la desobediencia civil como un acto público, no violento, consciente y político, contrario a la ley, cometido habitualmente con el propósito de ocasionar un cambio en la ley o en los programas del gobierno (19). Actuando de este modo apelamos al sentido de justicia de la mayoría de la comunidad, y declaramos que, según nuestra opinión considerada los principios de la cooperación social entre personas libres e iguales no están siendo respetados. Una glosa preliminar a esta definición es que no se requiere que el acto civilmente desobediente viole la misma ley contra la que está protestando (20). Acepta lo que algunos han llamado desobediencia civil directa e indirecta. Y esto debe hacerlo toda definición, ya que algunas veces hay fuertes razones para no infringir la ley o la política considerada injusta. Por el contrario, podemos desobedecer las órdenes de tráfico o las leyes de allanamiento como medio de presentar nuestro propio caso.

Por tanto, si un gobierno promulga una ley imprecisa y severa contra la traición, no sería adecuado cometer traición como medio de oponernos a ella, y, en cualquier caso, la pena sería mucho mayor de la que razonablemente estaríamos dispuestos a aceptar. En otros casos no hay medio de violar directamente la política de un gobierno, como cuando concierne a asuntos extranjeros, o afecta otra parte del país. Una segunda glosa es que el acto de desobediencia civil es considerado contrarío a la ley, al menos en el sentido de que los implicados en él no están presentando simplemente un cargo de prueba para una decisión constitucional, sino que están dispuestos a oponerse a la ley aun cuando ésta sea sostenida. Desde luego, en un régimen constitucional los tribunales pueden acabar por ponerse de parte de los disidentes, y declarar la ley o la política rechazada por anticonstitucional. Ocurre a menudo que existe cierta incertidumbre acerca de si el acto del disidente será declarado ilegal o no, pero esto sólo es un elemento complicador. Quienes utilizan la desobediencia civil para protestar contra leyes injustas no están dispuestos a desistir de su protesta en caso de que los tribunales no estén de acuerdo con ellos, por mucho que les hubiese agradado la decisión opuesta. Ha de tenerse también en cuenta que la desobediencia civil es un acto político, no sólo en el sentido de que va dirigido a la mayoría que ejerce el poder político, sino también porque es un acto guiado y justificado por principios políticos, es decir, por los principios de justicia que regulan la constitución y en general las instituciones sociales. Al justificar la desobediencia civil no apelamos a principios de moral personal o a doctrinas religiosas, aunque éstas puedan coincidir y apoyar nuestras demandas, y huelga decir que la desobediencia civil no pueda basarse únicamente en un interés individual o colectivo.

Por el contrario, invocamos la concepción de la justicia, comúnmente compartida, que subyace en el orden político. Se supone que en un régimen democrático razonablemente justo hay una concepción pública de la justicia, por referencia a la cual los ciudadanos regulan sus asuntos políticos e interpretan la constitución. La violación persistente y deliberada de los principios básicos de esta concepción en cualquier periodo prolongado, especialmente la infracción de las libertades iguales fundamentales, invita a la sumisión o a la resistencia. Al cometer desobediencia civil, una minoría obliga a la mayoría a considerar si desea que así interprete su actuación, o si, en vista del sentido común de la justicia, desea reconocer las legítimas pretensiones de la minoría. Otro punto es que la desobediencia civil es un acto público. No sólo se dirige a principios públicos, sino que se comete en público. Se da a conocer abiertamente y con el aviso necesario, y no es encubierto o secreto. Podemos compararla a un discurso público, y, siendo una forma de petición, una expresión de convicción política profunda y consciente, tiene lugar en el foro público. Por esta razón, entre otras, la desobediencia civil no es violenta. Trata de no emplear la violencia, especialmente contra personas, no por una aversión de principio al uso de la fuerza, sino porque es expresión final del propio caso. La participación en actos violentos que probablemente causarían heridas y daños es incompatible con la desobediencia civil como medio de reclamación. Cualquier violación a las libertades civiles de los demás tiende a oscurecer la calidad de desobediencia civil del propio acto. A veces, si el recurso falla en su propósito, se podrá pensar en resistencia violenta ulteriormente. Sin embargo, la desobediencia civil consiste en dar voz a convicciones conscientes y profundas; mientras que advierten y aperciben, no son en sí una amenaza. La desobediencia civil es no violenta por otra razón. Expresa la desobediencia a la ley dentro de los límites de la fidelidad a la ley, aunque está en el límite externo de la misma (21).

Se viola la ley, pero la fidelidad a la ley queda expresada por la naturaleza pública y no violenta del acto, por la voluntad de aceptar las consecuencias legales de la propia conducta (22). Esta fidelidad a la ley ayuda a probar a la mayoría que el acto es políticamente consciente y sincero, y que va dirigido al sentido de la justicia de la colectividad. Ser completamente sinceros y no violentos es dar prueba de la propia sinceridad, ya que no es fácil convencer a los demás de que nuestros actos son de conciencia, e incluso a veces no estamos seguros de ello nosotros mismos. No cabe duda de que es posible imaginar un sistema legal en el que la creencia consciente de que la ley es injusta sea aceptada como justificación de la desobediencia. Hombres de gran probidad, con plena confianza unos en otros, pueden hacer que tal sistema funcione, pero, tal y como suceden las cosas, ese esquema probablemente será inestable, incluso en un estado próximo a la justicia. Debemos pagar un precio por convencer a los demás de que nuestras acciones tienen, según nuestra opinión bien considerada, una base moral suficiente en las convicciones políticas de la comunidad. La desobediencia civil ha sido definida de modo que cabe entre la protesta legal y la creación de casos de prueba por una parte, y el rechazo consciente y las diferentes formas de resistencia por la otra. En esta diversidad de posibilidades representa esa forma de disensión en el límite de la fidelidad a la ley. Así entendida, la desobediencia civil es claramente distinta de la acción militante y la obstrucción; se aparta mucho de la resistencia violentamente organizada. El militante, por ejemplo, se opone mucho más profundamente al sistema político vigente, no lo acepta como casi justo o razonable, o bien cree que difiere ampliamente de sus principios declarados o que persigue una errónea concepción de la justicia.

Mientras que su acción es consciente, según sus propias convicciones, no apela al sentido de justicia de la mayoría (de aquellos que tienen un poder político efectivo), pues cree que su sentido de la justicia es erróneo, o sin ningún efecto. En cambio, intenta, a través de actos militantes de perturbación, resistencia y similares, atacar la concepción prevaleciente de la justicia, o provocar un movimiento en la dirección deseada. Por lo tanto, el militante puede intentar evadir las sanciones, ya que no está dispuesto a aceptar las consecuencias legales de su violación de la ley. Esto no sólo sería ponerse en manos de unas fuerzas en las que no confía, sino expresar también un reconocimiento de la legitimidad de la constitución a la que se opone. En este sentido, la acción militante no está dentro de los límites de la fidelidad a la ley, sino que representa una oposición más profunda al orden legal. Se considera que la estructura básica es tan injusta o difiere tanto de sus ideales declarados, que hemos de allanar el camino a un cambio radical o incluso revolucionario; y esto debe hacerse tratando de despertar en las personas una conciencia de las reformas fundamentales que han de hacerse. Aunque en determinadas circunstancias la acción militante y otras clases de resistencia estén justificadas, no consideraré, sin embargo, estos casos. Como he dicho antes, mi propósito es limitado: definir un concepto de la desobediencia civil y comprender su papel en un régimen constitucional casi justo.

LA DEFINICIÓN DE RECHAZO DE CONCIENCIA

Aunque he distinguido la desobediencia civil del rechazo de conciencia, he de explicar esta última noción. Ha de reconocerse, sin embargo, que separar estas dos ideas es dar una definición más restringida que la tradicional de la desobediencia civil, ya que es costumbre considerar la desobediencia civil en un sentido más amplio que el de cualquier desobediencia a la ley por razones conscientes, al menos cuando no es encubierta ni presupone el uso de la fuerza. El ensayo de Thoreau es característico del significado tradicional, si no definitivo (23). La utilidad del sentido más restringido quedará más clara una vez que se examine la definición del rechazo de conciencia. El rechazo de conciencia consiste en desobedecer un mandato legislativo más o menos directo, o una orden administrativa. Es rechazo ya que se nos da una orden, y, dada la naturaleza de la situación, su aceptación por nuestra parte es conocida por las autoridades. Un ejemplo típico es la negativa de los primeros cristianos a cumplir ciertos actos de piedad prescritos por el Estado pagano, o la de los testigos de Jehová a saludar la bandera. Otros ejemplos son la renuencia de un pacifista a servir en las fuerzas armadas, o la de un soldado a obedecer una orden que él considera manifiestamente contraria a la ley moral como se aplica a la guerra. O, como en el caso de Thoreau la negativa a pagar un impuesto, ya que el pagarlo lo convertiría en agente de una grave injusticia para otro. Se supone que nuestra acción es conocida por las autoridades, aunque en algunos casos deseemos ocultarlo. En los casos en que la objeción sea secreta, hablaríamos de evasión en lugar de rechazo de conciencia. Las infracciones a la ley de esclavos fugitivos son casos de evasión consciente (24).

Hay varias diferencias entre el rechazo (o la evasión) de conciencia y la desobediencia civil. En primer lugar, el rechazo de conciencia no es una forma de apelar al sentido de justicia de la mayoría; desde luego, tales actos no suelen ser encubiertos o secretos porque tal reserva es, a menudo, imposible. Nos negamos, simplemente, por motivos de conciencia, a obedecer una orden o cumplir un precepto legal. No invocamos las convicciones de la comunidad y, en este sentido, el rechazo consciente no consiste en una actuación ante el foro público. Aquellos que se niegan a obedecer reconocen que puede no haber base para una comprensión mutua; no recurren a la desobediencia como medio de exponer su causa; antes bien, administran su tiempo, esperando que no se produzca la necesidad de desobedecer. Son menos optimistas que los que llevan a cabo la desobediencia civil, y no abrigan esperanza de que las leyes o las políticas cambien. Puede ser que la situación no les dé tiempo de plantear su argumento, o acaso tampoco haya ocasión de que la mayoría se muestre sensible a sus demandas. El rechazo de conciencia no se basa necesariamente en principios políticos; puede fundarse en principios religiosos o de otra índole, en desacuerdo con el orden constitucional. La desobediencia civil es el llamado a una concepción de la justicia comúnmente compartida, mientras que el rechazo tiene otras bases. Por ejemplo, suponiendo que los primeros cristianos no justificasen su negativa a obedecer las costumbres religiosas del Estado por razones de justicia sino simplemente por ser contrarias a sus convicciones religiosas, su argumento no sería político, como tampoco lo serían los argumentos de un pacifista, suponiendo que las guerras en defensa propia sean al menos reconocidas por la concepción de justicia que subyace en un régimen constitucional.

El rechazo de conciencia puede basarse, sin embargo, en principios políticos. Podemos negarnos a obedecer una ley suponiendo que es tan injusta que obedecerla es imposible. Éste sería el caso, digamos, si la ley ordenase que fuésemos el agente que somete a la esclavitud a otra persona, o nos exigiera someternos a un destino similar. Éstas serían patentes violaciones de los principios políticos reconocidos. Es difícil encontrar el curso debido cuando algunos recurren a principios religiosos al negarse a hacer ciertas acciones que parecen exigidas por principios de justicia política. ¿Posee el pacifista inmunidad ante el servicio militar en una guerra justa, suponiendo que tales guerras existan?, ¿o se permite al Estado imponer ciertas penas a la desobediencia? Existe la tentación de decir que la ley debe respetar siempre los dictados de la conciencia, pero esto no puede ser. Como hemos visto en el caso de los intolerantes, el orden legal debe regular la búsqueda de los intereses religiosos del hombre, de modo que se cumpla el principio de libertad igual, y puede, ciertamente, prohibir prácticas religiosas tales como los sacrificios humanos, considerando un caso extremo. Ni la religiosidad ni la conciencia bastan para defender esta práctica. Una teoría de la justicia debe elaborar a partir de sus propios puntos de vista la manera de tratar a aquellos que disienten. El objetivo de una sociedad bien ordenada, o el de un estado próximo a la justicia, es conservar y reforzar las instituciones de la justicia. Si se niega la expresión a una religión determinada, se supone que se debe a que tal expresión es una violación de las libertades de los demás. En general, el grado de tolerancia permitido a las concepciones morales opuestas depende del alcance que se les permita en un sistema justo de libertad. Si el pacifismo ha de ser tratado con respeto y no simplemente tolerado, la explicación consiste en que concuerda razonablemente bien con los principios de justicia, y la principal excepción resulta de su actitud respecto a la participación en una guerra justa (suponiendo que en algunos casos las guerras de autodefensa estén justificadas).

Los principios políticos reconocidos por la comunidad tienen cierta afinidad con la doctrina que profesa el pacifista. Hay una aversión común a la guerra y al uso de la fuerza, y una creencia en el status igual de los hombres como personas morales. Dada la tendencia de las naciones, particularmente las grandes potencias, a participar en guerras injustificables y a poner en marcha el aparato del Estado para suprimir las disidencias, el respeto dado al pacifismo sirve al propósito de alertar a los ciudadanos sobre los errores que los gobiernos suelen cometer en su nombre. Aunque sus opiniones no tengan bases muy sólidas, las advertencias y protestas que expresa pueden tener como resultado que, en general, los principios de la justicia quedan más seguros y no menos. El pacifismo, considerado como una desviación de la doctrina correcta, al parecer compensa la debilidad de las personas, que no viven a la altura de lo que profesan. Ha de tenerse en cuenta, sin embargo, que en las situaciones reales, no hay una marcada distinción entre la desobediencia civil y el rechazo de conciencia. Además, la misma acción (o secuencia de acciones) puede tener bastantes elementos comunes. Aunque hay casos verdaderamente claros de cada uno, el contraste entre ambos se considera como medio de elucidar la interpretación de la desobediencia civil, y del papel que ocupa en una sociedad democrática. Dada la naturaleza de este modo de actuar como clase especial de apelación política, habitualmente no se justifica, hasta que se hayan dado otros pasos dentro del marco legal. Por el contrario, esta exigencia falla a menudo en casos obvios de objeción de conciencia. En una sociedad libre, nadie puede ser obligado, como lo fueron los primeros cristianos, a celebrar actos religiosos que violaban la libertad igual, como tampoco ha de obedecer un soldado órdenes intrínsecamente perversas mientras recurre a una autoridad superior. Estas observaciones conducen al problema de la justificación.

JUSTIFICACIÓN DE LA DESOBEDIENCIA CIVIL

Con estas salvedades en mente, consideraré las circunstancias en que se justifica la desobediencia civil. En gracia a la sencillez, limitaré el análisis a las instituciones domésticas y, por tanto, a las injusticias internas de una sociedad dada. La naturaleza algo estrecha de esta restricción será un poco mitigada considerando el problema contrastante del rechazo de conciencia en conexión con la ley moral como se aplica a la guerra. Comenzaré estableciendo las condiciones que parecen razonables para cometer una desobediencia civil, y después conectaré estas condiciones más sistemáticamente con el lugar que ocupa la desobediencia civil en un estado próximo a la justicia. La enumeración de estas condiciones ha de tomarse como una simple presunción; sin duda, habrá situaciones en que no puedan darse estas condiciones y se hagan necesarios otros argumentos para la desobediencia civil. El primer punto se refiere a las clases de daños que son objetos apropiados de la desobediencia civil. Si consideramos tal desobediencia como un acto político dirigido al sentido de justicia de la comunidad, entonces parece razonable, siendo iguales otras cosas, limitarla a casos clara y gravemente injustos y, preferiblemente, a aquellos casos que suponen un obstáculo para suprimir otras injusticias. Por esta razón, hay una presunción en favor de restringir la desobediencia civil a graves infracciones del primer principio de justicia, del principio de libertad igual, y a violaciones manifiestas de la segunda parte del segundo principio, el principio de justa igualdad de oportunidades. Desde luego, no siempre es fácil decir cuándo se satisfacen estos principios; si consideramos que garantizan las libertades básicas, a menudo es obvio que estas libertades no están siendo respetadas; después de todo, imponen ciertas exigencias estrictas que han de ser visiblemente expresadas en las instituciones.

Así, cuando a ciertas minorías se les niega el derecho a votar o a ocupar un cargo en el gobierno, o a poseer una propiedad o a desplazarse de un sitio a otro, o cuando ciertos grupos religiosos son reprimidos y a otros se les niegan diversas oportunidades, estas injusticias pueden ser obvias para todos. Están públicamente incorporadas en la práctica reconocida, si no en la letra, de los acuerdos sociales. La demostración de estos errores no presupone un examen bien informado de los efectos institucionales. Por el contrario, las infracciones del principio de diferencia son más difíciles de reconocer. Hay a menudo una gran variedad de opiniones conflictivas, aunque racionales, acerca de si se satisface o no este principio. La razón de ello es que se aplica en primer lugar a las instituciones y medidas económicas y sociales. La elección entre ellas depende de creencias teóricas y especulativas así como de una plétora de información estadística o de otra clase, unido todo ello a un juicio agudo y una clara intuición. En vista de las complejidades de estos problemas, es difícil precisar la influencia del propio interés y del prejuicio, y aun si podemos hacerlo en nuestro propio caso, es otra cosa convencer a los demás de nuestra buena fe. Por tanto, a menos que las leyes fiscales fueran destinadas a atacar o disminuir una igual libertad básica, no serán normalmente protestadas por medio de la desobediencia civil. Apelar a la concepción pública de la justicia no es lo bastante claro. Mejor es dejar la resolución de eso al proceso político, siempre que las libertades básicas indispensables están aseguradas. En este caso se puede llegar a un compromiso razonable. Por tanto, la violación del principio de libertad igual es el objetivo más apropiado de la desobediencia civil.

Este principio define el status de igual ciudadanía en un régimen constitucional y se encuentra en la base del orden político. Cuando se acata en su totalidad, se supone que las otras injusticias, aunque posiblemente persistentes e importantes, no se saldrán de todo control. Hay una última condición para la desobediencia civil: podemos suponer que los llamados a la mayoría política se han hecho de buena fe y han fracasado. No han servido los medios legales de reparación. Así, por ejemplo, los partidos políticos existentes se han mostrado indiferentes a las demandas de la minoría o se han mostrado renuentes a atenderlos. Se han desdeñado los intentos de revocar las leyes, y las protestas y manifestaciones legales han sido vanas. Como la desobediencia civil es un último recurso, debemos estar seguros de que es necesaria. Nótese, sin embargo, que no se ha dicho que los medios legales se hayan agotado; en todo caso, pueden repetirse las apelaciones normales; la libertad de palabra siempre es posible. Pero, si las acciones pasadas han demostrado que la mayoría permanece impasible o apática, puede suponerse razonablemente que cualquier otro intento será estéril, y se satisface así una segunda condición para la desobediencia civil justificada. Esta condición es, sin embargo, una suposición. Puede ser que haya casos tan extremos que no exista el deber de utilizar sólo, en primer lugar, los medios legales de la oposición política. Si, por ejemplo, la legislatura decretase alguna escandalosa violación a la libertad, como prohibir la religión de una minoría débil e indefensa, seguramente no esperaríamos que tal secta se opondría a la ley con los procedimientos políticos normales. En realidad, hasta la desobediencia civil puede ser demasiado tenue una vez que la mayoría quedase convicta de propósitos caprichosamente injustos y abiertamente hostiles.

La tercera y última condición que consideraré puede ser bastante complicada. Se deriva de que, mientras las dos condiciones precedentes a menudo bastan para justificar la desobediencia civil, éste no siempre es el caso. En determinadas circunstancias el deber natural de justicia puede exigir cierta moderación. Esto podemos comprobarlo del modo siguiente: si una determinada minoría está justificada cuando incurre en desobediencia civil, entonces cualquier otra minoría en circunstancias similares también estaría justificada. Utilizando las dos condiciones anteriores como normas en circunstancias similares, podemos decir que, siendo iguales otras cosas, dos minorías están igualmente justificadas al recurrir a la desobediencia civil si han sufrido durante el mismo periodo el mismo grado de injusticia, y si sus apelaciones políticas, igualmente sinceras y normales no han prosperado. Es, sin embargo, concebible aunque improbable, que haya muchos grupos con una justificación igual (en el sentido expuesto) para incurrir en desobediencia civil; pero si todos actuasen de este modo, de ello resultaría un grave desorden que podría minar la eficacia de una constitución justa. Supongo aquí que hay un límite dentro del cual puede llevarse a cabo la desobediencia civil sin producir un rompimiento del respeto a la ley y a la constitución, con consecuencias lamentables para todos. Existe también un límite superior a la capacidad de los tribunales públicos para tratar tales formas de disensión; la apelación que los grupos civilmente desobedientes desean hacer puede ser deformada, y perderse de vista su primitiva intención de apelar al sentido de justicia de la mayoría. Por una de estas razones o por ambas, la eficacia de la desobediencia civil como forma de protesta declina más allá de cierto punto; y los que piensan en ella deben considerar estos límites. La solución ideal, desde un punto de vista teórico, sería una alianza política cooperativa de las minorías, para regular el nivel general de disidencia. Pues consideremos la naturaleza de esta situación: hay muchos grupos, cada uno de ellos con iguales derechos para cometer desobediencia civil. Además, todos desean ejercer este derecho, con igual intensidad en cada caso.

 Pero si todos lo hacen así, puede producirse un daño duradero a la constitución justa, a la que cada uno reconoce un deber natural de justicia. Cuando hay muchas demandas igualmente fundamentadas, que en conjunto exceden de límites permitidos, ha de adoptarse algún plan justo, de modo que todas sean consideradas equitativamente. En los casos sencillos de demandas de bienes indivisibles y fijados en número, la solución justa sería una rotación o sorteo cuando el número de demandas igualmente válidas sea demasiado grande (25). Pero esta clase de recurso es completamente irreal en este caso. Lo que parece indicado es un entendimiento político entre las minorías que sufren injusticia. Pueden cumplir con su deber para con las instituciones democráticas coordinando sus acciones de modo que aun cuando todos tengan una oportunidad de ejercer su derecho, no se excedan los límites de la desobediencia civil. Una alianza de esta clase es difícil de conseguir, pero con una dirección sagaz, no parece imposible. Ciertamente, la situación considerada es especial, y es muy posible que estas clases de consideraciones no sean un obstáculo para una desobediencia civil justificada. No es probable que haya muchos grupos capacitados para participar en esta forma de disensión que reconozcan al mismo tiempo su deber hacia una constitución justa. Hemos de tener en cuenta, sin embargo, que la minoría agraviada se ve tentada a considerar su demanda tan válida como la de cualquier otra, y, por tanto aun si las razones que tienen los diferentes grupos para incurrir en desobediencia civil no son igualmente buenos, a menudo será prudente considerar que sus demandas son indistinguibles. Adoptando este criterio, la circunstancia imaginada parece más probable. Este tipo de caso es ciertamente instructivo, pues demuestra que el ejercicio del derecho de disentir, como el ejercicio de los derechos en general, aparece a veces limitado por el mismo derecho poseído por otros. Si todos ejercieran este derecho, sobrevendrían consecuencias nocivas para todos, por lo que es necesario buscar alguna solución equitativa.

Supongamos que, a la luz de las tres condiciones, tenemos el derecho de defender nuestro caso mediante la desobediencia civil. La injusticia de la que protestamos es una violación patente de las libertades de igual ciudadanía, o de la igualdad de oportunidades, más o menos deliberada, durante un extenso periodo, ante una oposición política normal, y se dan todas las complicaciones planteadas por la cuestión de la igualdad. Estas condiciones no son exhaustivas; ha de hacerse alguna concesión a la posibilidad de daños a terceros, a los inocentes, por así decirlo. Pero supongo que cubren los puntos fundamentales. Queda, por fin, la pregunta de si es racional o prudente ejercitar este derecho. Habiendo establecido el derecho, somos ahora libres, mientras que antes no lo éramos, de dejar que estos aspectos decidan la solución. Podemos estar actuando dentro de nuestros derechos, pero, a pesar de ello, puede que nuestra actuación sea poco inteligente si nuestra conducta sólo para provocar una áspera represalia por parte de la mayoría. En un estado próximo a la justicia la represión vengativa ante una disensión legítima es improbable, pero es importante que la acción sea adecuadamente proyectada para apelar de un modo eficaz a la comunidad general. Ya que la desobediencia civil es un tipo de petición que tiene lugar en el foro público, ha de tenerse cierto cuidado en que esto sea claramente entendido. Por tanto, el ejercicio del derecho a la desobediencia civil, como  cualquier otro derecho, ha de ser racionalmente proyectado para conseguir nuestros fines o los de aquellos que deseamos proteger. La teoría de la justicia no tiene nada específico que decir acerca de estas consideraciones prácticas. En cualquier caso, las cuestiones de táctica y estrategia dependen de las circunstancias, pero la teoría de la justicia ha de decir en qué punto han de surgir estas cuestiones.

En esta explicación acerca de la justificación de la desobediencia civil, no he mencionado el principio de imparcialidad. El deber natural de justicia es la base primaria de nuestros vínculos políticos respecto a un régimen constitucional. Como he dicho anteriormente (& 52), sólo los miembros más favorecidos de la sociedad tienen una obligación política clara en oposición al deber político. Están mejor situados para ostentar cargos públicos y no encuentran dificultad alguna para beneficiarse del sistema político y actuando así, adquieren una obligación respecto a los ciudadanos en general, de apoyar una constitución justa. Pero los miembros de las minorías inferiores, que tienen un fuerte motivo para la desobediencia civil, no tendrán una obligación política de esta clase. No obstante, ello no significa que el principio de imparcialidad no dé lugar a importantes obligaciones en cada caso (26), ya que no sólo derivan de este principio muchas de las exigencias de la vida diaria, sino que se pone realmente en práctica, cuando las personas  o los grupos se unen con fines políticos comunes. Del mismo modo que adquirimos obligaciones con aquellas personas a las nos hemos unido a través de asociaciones privadas, aquellos que participan en la acción política asumen vínculos obligatorios respecto a los demás. Por tanto, aunque la obligación política de los disidentes con los ciudadanos es generalmente problemática, se desarrolla entre ellos vínculos de fidelidad y de lealtad en tanto tratan de hacer progresar su causa. En general, la libre asociación,  bajo una constitución justa, da lugar a obligaciones, suponiendo que los fines del grupo son legítimos y que sus acuerdos son justos. Esto es verdad, tanto en la política como en las demás asociaciones. Estas obligaciones tienen gran importancia y limitan de diferentes maneras las posibilidades reactuación de las personas, pero son diferentes de la obligación de obedecer una constitución justa. Mis consideraciones acerca de la desobediencia civil se refieren exclusivamente al deber de justicia; un último examen dará cuenta de la posición que ocupan estas otras exigencias.

13 No señalé este hecho en mi ensayo "Legal Obligation and the Duty of Fair Play" en Law and Philosophy, ed. Sidney Hook (New York University Press, Nueva York, 1964). En esta sección he intentado compensar este defecto. La idea sostenida aquí difiere en que el deber natural de justicia es generalmente el principio fundamental del deber político, mientras que el principio de imparcialidad ocupa un lugar secundario.
14 La metáfora de ser libre y aun sin cadenas está tomada de la revisión crítica de I. M. D. Little, hecha por K. J. Arrow en Social Cholee and Individual Valúes, publicada en The Journal of Political Economy, vol. 60 (1952), p. 431. Mis observaciones en este aspecto siguen a Little.
15 Para un examen más profundo de la regla de mayorías, véase el artículo de Herbert McCloskey, "The Fallacy of Majority Rule", Journal ofPolitics, vol. n (1949), y J. R. Pennock, Liberal Democracy (Rinehart, Nueva York, 1950), pp. 112-114, 117 es. Para algunos de los rasgos atractivos del principio de mayoría, considerados desde la perspectiva de la elección social, véase A. K. Sen, Collective Choice and Social Welfare (Holden-Day, San Francisco, 1970), pp. 68-70, 71-73, 161-186. Lo malo de este procedimiento es que permitiría mayorías cíclicas. Pero el defecto primordial desde el punto de vista de la justicia, es que permite la violación de la libertad. Véase también Sen, pp. 79-83, 87-89, donde se discute su paradoja del liberalismo.
16 En relación con esto, véase K. J. Arrow, Social Choice and Individual Valúes, 2- ed. (John Wiley and Sons, Nueva York, 1963), pp. 85 ss. Para la noción de discusión legislativa, considerada como investigación objetiva y no como contienda de intereses, véase F. H. Kníght, The Ethícs of Competition (Harper and Brothers, Nueva York, 1935), pp. 296, 345-347. En ambos casos consúltense las notas a pie de página.
17 Véase Duncan Black, Theory of Committee and Elections, 2a ed. (The University Press, Cambridge, 1963), pp. 159-165.
18 Acerca de la teoría económica de la democracia, véase J. A. Schumpeter, Capitalism, Socialism and Democracy, 3a ed. (Harper and Brothers, Nueva York, 1950), caps. 21-23, y Anthony Downs, An Economic Tlieory of Democracy (Harper and Brothers, Nueva York, 1957). La concepción pluralista de la democracia, en tanto que la rivalidad entre intereses diversos se concibe como elemento regulador del proceso político, puede ser objeto de similar objeción. Véase R. A. Dahl, A Preface to Democratíc Theory (University of Chicago Press, Chicago, 1956), y más recientemente, Pluralist Democracy m the United States.(Rand McNally, Chicago, 1967).
19 Aquí he seguido la definición de desobediencia civil de H. A. Bedau. Véase su "On Civil Disobedience", Journal of Plülosophy, vol. 58 (1961), pp. 653-661. Hay que señalar que esta definición es más estricta que el significado propuesto en el ensayo de Thoreau, tal como lo mostraré en la próxima sección. Una descripción similar se encuentra en "Letter from Birmingham City Jail" (1963), de Martin Luther King, reimpresa por H. A. Bedau (ed.), Civil Disobedience (Pegasus, Nueva York, 1969), pp. 7289. La teoría de la desobediencia civil en el texto trata de introducir este tipo de concepción en un esquema más amplio. Algunos escritores recientes han definido asimismo la desobediencia civil más generalmente. Por ejemplo, Howard Zinn, Disobedience and Democracy (Random House, Nueva York, 1968), pp. 119 ss.r la define como "la violación discriminada y deliberada de la ley con un propósito social de vital importancia". Particularmente, prefiero una noción más restringida. No quiero decir con esto que sólo esta forma de disensión se encuentre justificada en un Estado democrático.
20 Ésta y la siguiente glosa están tomadas de Marshall Cohen, "Civil Disobedience in a Constitucional Democracy", The Massachusetts Review, vol. 10 (1969), pp. 224-226, 218-221, respectivamente.
21 Para un examen más completo de este punto, véase Charles Fried, "Moral Causation", Harvard Law Review, vol. 77 (1964), pp. 1268 ss. Por la aclaración de la noción de acción militante, estoy en deuda con Gerald Loev.
22 Quienes definen la desobediencia civil en forma más amplia podrían no acertar esta descripción. Véase, por ejemplo, Zinn, Disobedience and Democracy, pp. 27-31, 39, 119 ss. Más aún, él niega que la desobediencia civil tenga que ser no-violenta. Ciertamente, uno no acepta el castigo como justo, es decir, como merecido por un acto injustificado. En cambio, se está dispuesto a sufrir las consecuencias legales en atención a la fidelidad a la ley, lo que es muy diferente. Hay aquí cierto espacio, ya que la definición permite que la acusación pueda ser impugnada ante el tribunal, si esto es apropiado. Pero hay un punto más allá del cual la disensión deja de ser desobediencia civil tal como se define aquí.
23 Véase Henry David Thoreau, "Civil Disobedience" (1848), reimpreso por M. A. Bedau (ed), Civil Disobedience, pp. 27-48. Para un examen crítico, véanse las observaciones de Bedau, pp. 15-26.
24 Por estas precisiones, me encuentro en deuda con Burton Dreben.
25 Para un examen de las condiciones en que se precisa un acuerdo equitativo, véase Kurt Baier, The Moral Point of View (Cornell University Press, Ithaca, N. Y., 1958), pp. 207-213; y David Lyons, Forms and Limits of Utilitarianism (The Clarendon Press, Oxford, 1965), pp. 160-176. Lyons pone un ejemplo de un esquema justo de rotación y observa que (al margen de los costes de funcionamiento) tales procedimientos pueden ser razonablemente eficientes. Véanse pp. 169-171. Acepto las conclusiones de su trabajo, incluyendo su afirmación de que la noción de imparcialidad no puede ser explicada por asimilación a la de utilidad, pp. 176 ss. El examen efectuado con anterioridad por C. D. Broad, "On the Function of False Hypotheses in Ethics", International Journal of Ethics, vol. 26 (1916), especialmente las pp. 385-390, merece también ser mencionado.
26-Para un examen de estas obligaciones, véase Michael Walzer, Obligations: Essays on Disobedience, War, and Cittizenship (Harvard University Press, Cambridge, 1970), cap. III.

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