La difícil relación entre los empresarios y el poder

La difícil relación entre los  empresarios y el poder


Carlos Freytes

Empresarios y política en la Argentina democrática: actores, procesos y agendas emergentes
Revista SAAP-Publicación de Ciencia Políticas de la Sociedad Argentina de Análisis Político, Vol. 7, núm. 2, noviembre de 2013


La pregunta por la relación entre empresarios y política presenta algunas dificultades. En primer lugar, analíticas: ¿de qué hablamos cuando hablamos de empresarios?; ¿qué preferencias se espera que movilicen en la arena política?; ¿en qué ámbitos y mediante qué recursos se ejerce su influencia? Otra dificultad está dada por los sesgos temáticos de la disciplina: a pesar de la idea extendida de que los empresarios (o, con mayor generalidad, el capital) ejercen una influencia decisiva en la vida pública, el funcionamiento de las instituciones, los procesos electorales y la política de los sectores populares formales e informales han recibido más atención por parte de la ciencia política. Esto se vincula con una tercera dificultad: el hecho de que la política de los empresarios es muchas veces opaca y poco visible —lo que hace más difícil reconstruir sus contenidos y mecanismos—. No obstante estas dificultades, la relación entre empresarios y política ha sido una preocupación constante para las ciencias sociales en estos treinta años de vida democrática. A la vez, los rasgos concretos que adquirió esa preocupación se fueron modificando a la luz de los eventos y procesos que marcaron decisivamente el período. Así, cada década estuvo marcada por una agenda de investigación central: la relación entre empresarios y régimen político primero; el papel de los empresarios en las reformas económicas de los ‘90; finalmente, en la última década, el comportamiento de los empresarios frente a un gobierno que antagonizó los intereses del capital internacional y doméstico en una variedad de áreas de política. En este ensayo nos proponemos reconstruir de manera muy sintética esa trayectoria. Con ese objetivo, en el primer apartado planteamos algunas cuestiones analíticas sobre la relación entre empresarios y política. En los apartados siguientes recorremos cada década, con la intención de dar cuenta de las principales claves interpretativas que la disciplina acuñó para dar cuenta del papel de los empresarios en esos procesos. En el apartado final, señalamos algunas agendas de investigación emergentes sobre la relación empresarios y política, entendiendo que —y esto es un hecho positivo— la pregunta por la relación entre empresarios y régimen político ha sido desplazada por la pregunta sobre la política de los empresarios en el marco del sistema democrático.

Algunas cuestiones analíticas sobre empresarios y política

La pregunta por la relación entre empresarios y política requiere algunas distinciones cruciales. La primera se refiere a la definición misma de empresarios. En efecto, con la categoría empresarios es posible referirse al capital como clase; a sectores económicos (agro versus industria, transables versus no transables); a formas de propiedad (internacional versus doméstica), a formas de organización de las empresas (grupos económicos o firmas); o a algunos empresarios individuales particularmente influyentes en un momento dado (Haggard, Maxfield y Schneider, 1997; Schneider, 2010). Estas distinciones son relevantes porque de una u otra definición se sigue el tipo de preferencias que se espera que los empresarios busquen realizar en la arena política. De los empresarios en tanto capitalistas se espera que formulen demandas “de clase”: derechos de propiedad, garantías sobre los contratos, quizás incluso instituciones orientadas a asegurar esas demandas. Atender a la localización sectorial complejiza el análisis, en la medida en que revela conflictos intracapitalistas y la posibilidad de alianzas que reordenen verticalmente los clivajes de clase (O’Donnell, 1977). La propiedad del capital ha sido importante para los procesos de desarrollo en la periferia global basados en la articulación entre Estado y empresarios nacionales (Evans, 1995). Las características de las firmas (por ejemplo, la diversificación a través de grupos económicos) pueden proporcionar ventajas competitivas en entornos económicos inciertos. Por último, empresarios individuales pueden explotar el acceso privilegiado a los decisores políticos en una coyuntura dada para acumular activos, desactivar “riesgos” regulatorios o fortalecer su posición en mercados oligopólicos (Schneider, 2013). De cómo se definan los empresarios, en suma, resultan diferentes preguntas y agendas de investigación.

La segunda distinción importante se refiere a los mecanismos y arenas de participación política de los empresarios, y el tipo de “inversión política” que privilegian (Schneider, 2010). Respecto a vías formales, la acción política de los empresarios se puede canalizar a través de instituciones neocorporativas de intermediación de intereses (esto es, asociaciones empresarias de distinto nivel de agregación) (Schneider, 2004) o bien a través de partidos que hagan de la defensa de los intereses empresarios (por ejemplo, la defensa del mercado y la iniciativa privada) el eje de su propuesta programática (Middlebrook, 2000). Estas vías institucionales no agotan la participación política de los empresarios: a la par de ellas se verifican una serie de mecanismos informales que incluyen la designación de expertos afines al frente de la política del área, vías informales de acceso a la burocracia pública y el Congreso en el proceso de formulación de políticas, redes personales que conectan empresarios y políticos, contribuciones a las campañas electorales, etcétera (Schneider, 2010). Esta descripción de los mecanismos de participación política supone, como es evidente, que hay competencia política democrática —que la cuestión del régimen ha sido saldada y la democracia es el único juego aceptado por los principales actores socioeconómicos—. En regímenes autoritarios o no competitivos es esperable que formas neocorporativas de intermediación de intereses, o incluso el control directo de la formulación de la política pública, sean las modalidades predominantes de realización de los intereses empresarios en la arena política. Y tales eran, en efecto, los legados con los que se inauguró en 1983 el nuevo período democrático: unos actores empresarios cuyo compromiso con la democracia era a priori por lo menos incierto, dado el rol que históricamente habían cumplido como apoyo o promotores directos de las intervenciones militares, y la dificultad recurrente de esos actores para defender sus intereses en contextos democráticos. Con las categorías analíticas discutidas brevemente en este apartado, nos dirigimos ahora hacia esos legados y los procesos inaugurados con el triunfo de Raúl Alfonsín.

El retorno de la democracia o la pregunta por el régimen político

1983 fue el punto de llegada de un largo ciclo de inestabilidad política, inaugurado en la década del ‘50, y caracterizado por alternancia de experiencias democráticas restringidas (por la proscripción del peronismo) y golpes militares. El trabajo clásico de O’Donnell (1977) describe el conflicto distributivo que subtendía esa dinámica política: dos bloques sociales antagónicos, enfrentados en sus concepciones del desarrollo, pugnaban la definición de la política económica. La coalición orientada al mercado interno (trabajadores y pequeños industriales) favorecía el aumento de los salarios y el gasto público como motor del crecimiento. Dado que el sector industrial era un consumidor neto de divisas, la expansión de la demanda concluía con una crisis del sector externo y una devaluación que redefinía los términos de intercambio domésticos a favor del sector agroexportador. La gran burguesía industrial (incluyendo las empresas multinacionales) era en tanto un actor pívot que lograba beneficios en las dos fases del ciclo: en la fase expansiva por el aumento del consumo interno, y en la fase recesiva —en la cual se alineaba con los intereses agropecuarios en la demanda del restablecimiento de los equilibrios macroeconómicos— por la consolidación de su posición dominante gracias al acceso al financiamiento internacional. En esta dinámica recurrente existía una afinidad evidente entre autoritarismo del régimen político y la posibilidad de imponer costos (recesión, caída del salario real) a una clase trabajadora con gran capacidad de movilización y unificada electoralmente por la identidad peronista. De allí que los grandes empresarios y sus asociaciones adoptaran una actitud defensiva durante los períodos de apertura política, a la vez que apoyaban decididamente los golpes militares que venían a restablecer no sólo los equilibrios en el frente externo y fiscal, sino también las prerrogativas del capital en el control del proceso productivo (Acuña, 1995). De allí también que los empresarios no desarrollaran un instrumento político capaz de avanzar sus intereses en condiciones de competencia democrática: en efecto, las iniciativas en ese sentido eran abandonadas cuando un nuevo ciclo autoritario convocaba al personal político y los expertos alineados con las visiones de distintas fracciones del capital al ejercicio de la función pública (Gibson, 1996).

La dictadura militar inaugurada en 1976 se planteó como un objetivo explícito el quiebre del ese ciclo político, a partir de una política económica cuyo objetivo explícito era el debilitamiento de los actores de la coalición mercadointernista (Canitrot, 1980). La apertura externa con apreciación cambiaria impuso costos muy significativos a los empresarios orientados al mercado doméstico, a la vez que una represión de características inéditas en la Argentina permitió una caída significativa del salario real. No obstante sus ambiciones refundacionales, los legados más duraderos de la dictadura fueron una consecuencia no buscada de los horrores y fracasos en los que incurrió el gobierno militar. En efecto, la imposición de costos importantes a segmentos del empresariado industrial, la aventura de Malvinas y las revelaciones de los crímenes de la dictadura demostraron a las elites empresarias el carácter imprevisible de ese actor y marcaron su ocaso como agente político de los intereses empresarios. Junto al triunfo del radicalismo y la intención inicial del gobierno de Raúl Alfonsín de modificar la legislación laboral con el objetivo de debilitar al sindicalismo peronista, el descrédito de los militares contribuyó a modificar la preferencia histórica de los empresarios 353 por opciones autoritarias y a comprometerlos con la nueva experiencia democrática (Acuña, 1995). Otro de los legados duraderos de la dictadura militar fue la consolidación de un puñado de grupos económicos domésticos, favorecidos por el carácter parcial de la liberalización económica ensayada por la dictadura (Novaro y Palermo, 2003) que preservó políticas regulatorias muy favorables a la obtención de ganancias extraordinarias en algunas áreas de negocios (Castellani, 2009a). Emergentes en algunos casos de la segunda fase de la ISI (aluminio), con base en mercados oligopólicos protegidos de la competencia externa (cemento, acero) o habiendo consolidado su posición a partir del retiro de empresas multinacionales en el contexto de incertidumbre y violencia política de los ‘70 (López, 2006), estos nuevos “capitanes de la industria” se convertirían en interlocutores privilegiados del nuevo gobierno democrático (Ostiguy, 1990).

En un contexto internacional muy adverso, caracterizado por el peso del endeudamiento externo legado por la dictadura, flujos negativos de capitales hacia la región como consecuencia de la crisis de la deuda, y el deterioro de los precios de las exportaciones agrícolas, el gobierno radical entendió que estos grupos empresarios podían garantizar las inversiones necesarias para relanzar un ciclo de crecimiento. Además de los contactos directos con los capitanes de la industria, el gobierno involucró a las entidades industriales y a los sindicatos en la negociación tripartita de políticas de ingresos, un pilar decisivo de los planes heterodoxos de estabilización diseñados por el equipo económico. Por su parte las asociaciones del sector rural, frente al deterioro de los precios internacionales y la continuidad de los impuestos a las exportaciones agrícolas, adoptaron una actitud de abierta confrontación, desentendiéndose de las consecuencias potenciales que esa opción podía tener sobre la estabilidad del gobierno (Acuña, 1995). Como es sabido, el deterioro del frente externo y fiscal, agravado por la pérdida de control del proceso político, terminaron en un proceso hiperinflacionario y el traspaso anticipado del gobierno al nuevo presidente justicialista, Carlos Menem. En ese lapso, y haciéndose eco del diagnóstico de los organismos multilaterales de crédito, fue consolidándose en segmentos importantes de las elites políticas y económicas la idea que la resolución de los problemas que enfrentaba la economía argentina iba a requerir una restructuración profunda de sus condiciones de funcionamiento desde la posguerra. Lo cual implicaba: apertura comercial, política fiscal y monetaria orientada a la estabilidad antes que al crecimiento, el retiro del Estado de la economía y un nuevo énfasis en el mercado y la actividad privada como principal mecanismo de asignación de recursos entre sectores y actividades. Esto implicó también una redefinición del foco de interés y las preguntas de la disciplina: en efecto, si la década del ‘80 estuvo dominada por la pregunta sobre la estabilidad democrática a luz de los comportamientos históricos del empresariado local, la década siguiente dio esa pregunta por saldada (1) y se concentró en el papel de los empresarios en el proceso de reformas. Como veremos, los nuevos actores empresarios identificados en este período cumplirían un rol central en la década siguiente.

Los años ‘90 o la pregunta por la viabilidad política de las reformas económicas

El gobierno de Menem hizo del programa de reformas económicas y, en especial a partir de 1991, del éxito antinflacionario del Plan de Convertibilidad, el eje de la recomposición de su poder político (Palermo y Novaro, 1996). En ese proceso redefinió (o al menos desplazó por un tiempo) los clivajes que habían organizado la política argentina hasta ese momento. En efecto, lo que inesperadamente reveló la década menemista es que el peronismo podía ser, antes que una amenaza, un gestor más o menos eficiente de los intereses del capital —y ya no del segmento orientado al mercado doméstico sino de sus fracciones más concentradas e internacionalizadas (Gibson, 1997)—. La contracara fue por supuesto un nuevo diferimiento de la constitución de una opción partidaria que asumiera programáticamente la representación de esos intereses. La integración plena a los flujos financieros trasnacionales presupuesta por el esquema de tipo de cambio fijo implicaba también que, al menos mientras no mudaran las condiciones externas de acceso al crédito, las preferencias de los empresarios en tanto capitalistas estarían garantizadas por los mecanismos impersonales de los flujos financieros internacionales (Schamis y Way, 2003). En un contexto definido en sus parámetros generales por el régimen cambiario, la reflexión académica se centró en entender las profundas transformaciones en marcha y, en particular, las condiciones que hacían políticamente viable esas reformas (Acuña y Smith, 1996; Gerchunoff y Torre, 1996; Torre, 1998; Viguera, 2000). No obstante la orientación ortodoxa general de la política, a medida que el gobierno recuperó grados de libertad las preferencias de política del peronismo se hicieron sentir en el contenido de algunas reformas, limitando el impulso liberalizador del equipo económico (Gerchunoff y Torre, 1996). El punto fue retomado recientemente en perspectiva comparada por Murillo (2009), quien mostró la importancia de los legados partidarios, y cómo los gobiernos de los históricos partidos populistas latinoamericanos convertidos al credo liberalizador por razones pragmáticas (el PRI en México y el PJ en Argentina) privatizaron creando mercados de servicios públicos más regulados que los reformadores neoliberales “convencidos” (por ejemplo, en Chile) (2).

¿Qué papel jugaron entonces los empresarios en el proceso de liberalización económica? La respuesta a esta pregunta se desarrolló deslindándose de formulaciones más tempranas, que ponían el acento en el aislamiento tecnocrático de los gobiernos reformistas frente a las demandas de los actores de la ISI (Haggard y Kauffman, 1995). El aporte decisivo de esta literatura fue que, lejos de comportar la desarticulación de coaliciones distributivas, la liberalización económica generalmente implicó la conformación de nuevos espacios de apropiación de rentas (Schamis, 1999). Así, por ejemplo, la privatización de las telecomunicaciones en condiciones oligopólicas, y en un contexto en el que la apertura comercial con apreciación cambiaria beneficiaba especialmente al sector no transable de la economía, otorgó rentas extraordinarias a los consorcios adquirentes, cimentando así el apoyo de los empresarios domésticos a la liberalización (3). Los trabajos de Etchemendy (2001, 2011) son quizás la formulación decisiva de esta perspectiva coalicional. Este autor identifica distintos modelos de liberalización en función del régimen político y las características de los actores constituidos en la fase previa de la ISI. Su argumento es que bajo regímenes democráticos, viabilizar la liberalización económica requirió prioritariamente compensar a los actores protegidos de la fase anterior, a priori los más castigados por el viraje de política. Cuando como en Argentina esos actores eran económicamente poderosos y habían ganado participación de mercado frente al Estado y las empresas multinacionales en los años previos a las reformas, lo que se verificó fue un modelo negociado o corporativo de liberalización. En este esquema, el gobierno logró el consentimiento de los grupos económicos más grandes (aquellos con recursos suficientes para enfrentar la política del gobierno) mediante la desregulación parcial (por ejemplo, el régimen automotriz) o la asignación de activos en condiciones muy favorables en aquellos sectores que constituían su principal actividad (por ejemplo, en el sector petrolero y siderúrgico).

Estos grupos participaron también en las privatizaciones de servicios públicos como socios en los consorcios adquirentes, pero sólo para aprovechar la oportunidad de negocios y no como una opción estratégica —como lo demuestra el hecho de que la mayoría se había desprendido de estos activos hacia el final de la década (López, 2006)—. No obstante que el tipo de compensaciones favoreció a los grupos económicos consolidados durante la ISI, con el tiempo esta estrategia de liberalización se reveló menos exitosa que otras en la consolidación de una clase empresaria doméstica en condiciones de enfrentar la competencia internacional y expandirse internacionalmente (Finchelstein, 2010, 2012; Etchemendy, 2011) (4). Lo que se verificó en el transcurso de la década fue una creciente extranjerización de la estructura empresarial argentina, a medida que empresas multinacionales en la búsqueda de mercados hacían uso de su músculo financiero para adquirir firmas locales (López, 2006). Estos resultados dependieron también de decisiones estratégicas de las empresas, pero en términos generales casos “exitosos” de adaptación a la apertura y expansión internacional, como Arcor o Techint, fueron más bien la excepción que la regla (Gaggero, 2012). En cuanto al sector agropecuario, la política de liberalización y desregulación incluyó el desmantelamiento de los mecanismos de intervención en los mercados agropecuarios, la eliminación de los impuestos a la exportación y la liberalización de las importaciones de insumos y maquinarias, que en el mediano plazo favorecería la renovación de los procesos productivos por la incorporación de tecnología (Bisang et al., 2008) (5). Pero esto en un contexto de apreciación cambiaria y bajos precios internacionales que afectaba negativamente la rentabilidad del sector y amenazaba la supervivencia de los productores menos eficientes.

A nivel de las asociaciones empresarias, varios estudios sociológicos se han ocupado de señalar su “desorientación” frente a una política oficial que, a la vez que venía a realizar las ideas económicas con las que históricamente habían impugnado las experiencias populistas, imponía costos importantes a sus bases (Heredia, 2003; Beltrán, 2011). Esta relativa inconsistencia entre el apoyo explícito o tácito a la política económica y las consecuencias de esa política sobre los empresarios se hizo más evidente hacia el final de la década, cuando el cambio de las condiciones externas reveló los límites insalvables de la convertibilidad. Quizás porque la regla cambiaria había devenido un equivalente de estabilidad y un orden económico favorable a la iniciativa privada, quizás porque no estaba claro qué dispositivos institucionales y de política económica podrían remplazarla, lo cierto es que el compromiso de las elites políticas y económicas con el esquema cambiario sobrevivió con mucho su viabilidad económica (Galiani, Heyman y Tomassi, 2003). Junto con las inconsistencias acumuladas a lo largo de la década, y un contexto financiero internacional muy desfavorable, esta incapacidad de encontrar respuestas políticas y una estrategia económica alternativa explica en gran medida la magnitud de la crisis de 2001-2002.

La década kirchnerista: entre nuevos y viejos dilemas

Si el tiempo transcurrido contribuyó a fijar algunas claves analíticas para entender la política de los empresarios en las dos primeras décadas de democracia, la tercera década, que se desarrolló bajo el signo de las presidencias de Néstor Kirchner y Cristina Fernández, es un proceso todavía abierto. Es por eso que en este apartado de cierre nos proponemos combinar las referencias a la literatura con el señalamiento tentativo de algunas agendas de investigación recientes y emergentes. El consenso mínimo de la literatura sobre el período es que el eje de la estrategia de política económica del gobierno de Néstor Kirchner consistió en la reconstrucción de una coalición amplia con eje en los sectores populares formales e informales (Nazareno, 2009; Etchemendy y Garay, 2011; Bonvecchi, 2011). Esa estrategia implicó antagonizar al capital internacional y doméstico cada vez que la atención de sus demandas implicaba resignar la tasa de crecimiento o la recomposición de la capacidad de consumo de la base social del gobierno (Bonvecchi, 2011; Etchemendy y Garay, 2011). Esta lógica caracterizó sucesivamente la negociación de la deuda en default con los acreedores externos —en la cual el gobierno logró imponer términos inéditos en una restructuración de esta magnitud (Damill, Frenkel y Rapetti, 2005)—; el congelamiento de precios y la renegociación de contratos con las empresas de servicios públicos; y la imposición de restricciones a las exportaciones con el objetivo inmediato de controlar los precios domésticos de una serie de bienes de consumo masivo (hidrocarburos, carne, trigo). En las condiciones iniciales de salida de la convertibilidad, esta estrategia no fue inicialmente inconsistente con el mantenimiento de resultados superavitarios en materia fiscal y de comercio exterior, y favoreció la recuperación económica, la pacificación social y la recomposición de los ingresos de los sectores populares. A ese resultado contribuyó un contexto internacional con precios récord para los commodities agrícolas, que contribuyó a remover la restricción externa en el corto y mediano plazo y viabilizó la decisión del gobierno de no retornar a los mercados internacionales de crédito (Richardson, 2009).

No obstante, la política de expansión sostenida de la demanda doméstica fue encontrando límites sucesivos en el frente fiscal (agudizado por la política de subsidios al consumo de servicios públicos) y externo (incluyendo las presiones del proceso inflacionario y las importaciones de hidrocarburos sobre la balanza comercial y la paridad cambiaria). Frente a estos desafíos el gobierno respondió ratificando su estrategia de política económica —lo que en la práctica implicó profundizar los aspectos más heterodoxos de esa estrategia, confrontar con los intereses empresarios en una variedad de arena de políticas, y aumentar la intervención o directamente poner bajo el control del Estado una serie de actividades transferidas al sector privado en la década previa—. Así ocurrió con la reestatización del sistema jubilatorio, el aumento de las retenciones a las exportaciones agrícolas que desembocó en el lock-out rural de 2008, y la reestatización de YPF. En cada coyuntura, en suma, el gobierno buscó preservar sus grados de libertad frente a las restricciones que hubiera implicado optar por soluciones ortodoxas frente a los dilemas que se le presentaban —al costo de diferir en el tiempo la resolución duradera de esos desequilibrios—. Dada esta orientación general de política, varias de las preguntas de la disciplina sobre la década se ubican precisamente en los puntos de conflicto entre las opciones de política del gobierno y los intereses de distintos segmentos empresarios. Una primera agenda se refiere así a la renegociación de contratos con las empresas de servicios públicos; los factores que explican la variación en los términos de esa renegociación a nivel subnacional y para distintos consorcios empresarios (Post y Murillo, 2012) y los incentivos negativos que el gobierno enfrentó para la remoción de subsidios con costos fiscales crecientes (Bril Mascharenas y Post, 2012).

Otra agenda indaga si se verificó una recomposición de la clase empresaria doméstica durante este período. Las preguntas en este caso aluden a las características y los límites de la recuperación de la actividad industrial durante la última década (Schorr, 2012; Souto Simao, 2013); cómo se reconfiguró la estructura de propiedad del sector financiero después de 2001 (Etchemendy y Puente, 2012); y qué consecuencias tuvieron para la consolidación de nuevos grupos domésticos 359 las iniciativas del gobierno orientadas a promover el ingreso de actores nacionales en sectores y actividades considerados estratégicos (Castellani, 2009b). La tercera agenda con un anclaje sectorial se refiere a las viejas y nuevas formas de representación de los intereses del sector rural. En efecto, la incorporación de tecnología y la demanda internacional hicieron del complejo agroexportador uno de los sectores más dinámicos, internacionalmente competitivos y rentables de la década (Bisang et al., 2008; Richardson, 2009). En perspectiva comparada, que ese dinamismo económico no haya encontrado formas más duraderas de representación política resulta analíticamente intrigante (Freytes, 2013). Mientras que los análisis del conflicto de 2008 han enfatizado el papel que cumplió la unidad de acción de las entidades rurales en sostener la movilización del sector en su enfrentamiento con el gobierno (Hora, 2010; Fairfield, 2010), otros autores han señalado la importancia de asociaciones sectoriales de un nuevo tipo. Recurriendo a la expertise técnica antes que a la acción gremial para incidir en la política y el debate públicos, estas asociaciones habrían desplazado a las tradicionales en la representación de los segmentos más dinámicos del empresariado rural (Hernández, 2007; Gras, 2012; Gras y Hernández, 2013).

En suma, el dinamismo del sector agroexportador plantea nuevas preguntas sobre la regulación de sector (Newell, 2009) y cómo sus demandas son representadas en la arena política y de articulación de intereses. Por último, la pregunta más general alude al carácter cíclico de la política argentina. Una interpretación alude a la dificultad de establecer acuerdos intertemporales por parte de los actores del sistema político (Spiller y Tomassi, 2005) que resultaría de, y a la vez contribuiría a reforzar, un patrón recurrente de debilidad institucional (Levitsky y Murillo, 2005). La alternancia cíclica de las estrategias de política económica, y las crisis como modalidad recurrentes de resolución de los desequilibrios macroeconómicos, sugieren que hay algo acertado en ese diagnóstico. Sin embargo, sin un anclaje en la política de los actores sociales ese diagnóstico resulta insuficiente. Quizás el verdadero desafío consista entonces en desandar, analítica y empíricamente, las conexiones que existen entre las modalidades mayoritarias de funcionamiento de nuestro sistema político; el carácter fragmentario y particularista de la articulación de los intereses empresarios en la arena corporativa; la carencia de mediaciones partidarias estables entre una y otra esfera; y la volatilidad y el carácter errático de las estrategias de política económica. Que esta sea una tarea improbable no la hace menos interesante.

1-Los trabajos de Carlos Acuña referidos en este apartado fueron decisivos en este sentido.
2-Los legados partidarios son apenas un elemento del complejo argumento causal de Murillo, que incluye los patrones de competencia partidaria y la movilización de los consumidores en el período postreforma. La autora muestra también que las decisiones respecto al contenido regulatorio inicial tuvieron consecuencias paradójicas desde el punto de vista de los precios pagados por los consumidores en aquellos mercados donde esas regulaciones establecieron barreras artificiales al ingreso potencial de nuevos proveedores.
3-Este tipo de explicación fue no obstante vulnerable a la crítica de estar leyendo retrospectivamente una estrategia coalicional de los resultados objetivos de las reformas económicas —que, en perspectiva comparada, tendieron a favorecer en todos los casos al sector financiero y a los sectores menos expuestos a la competencia externa—. En este sentido ver Schneider (2005).
4-Concretamente, las reformas económicas en Argentina fueron menos exitosas en esta dimensión que los casos estatistas de liberalización, como Brasil o España, en los que la reestructuración desde arriba de sectores de la ISI favoreció la creación de campeones nacionales, y que los casos de liberalización de mercado, como Chile, que favoreció la consolidación de empresas en sectores con ventajas competitivas y no transables.
5-Y quizás también el beneficio simbólico de ver realizadas estas demandas históricas por parte de un gobierno de origen peronista.





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