La difícil relación entre los empresarios y el poder
La difícil relación entre los empresarios y el poder
Empresarios y política en la Argentina democrática:
actores, procesos y agendas emergentes
Revista
SAAP-Publicación de Ciencia Políticas de la Sociedad Argentina
de Análisis Político, Vol. 7, núm. 2, noviembre de 2013
La
pregunta por la relación entre empresarios y política presenta algunas
dificultades. En primer lugar, analíticas: ¿de qué hablamos cuando hablamos de
empresarios?; ¿qué preferencias se espera que movilicen en la arena política?;
¿en qué ámbitos y mediante qué recursos se ejerce su influencia? Otra
dificultad está dada por los sesgos temáticos de la disciplina: a pesar de la
idea extendida de que los empresarios (o, con mayor generalidad, el capital)
ejercen una influencia decisiva en la vida pública, el funcionamiento de las
instituciones, los procesos electorales y la política de los sectores populares
formales e informales han recibido más atención por parte de la ciencia
política. Esto se vincula con una tercera dificultad: el hecho de que la política
de los empresarios es muchas veces opaca y poco visible —lo que hace más
difícil reconstruir sus contenidos y mecanismos—. No obstante estas
dificultades, la relación entre empresarios y política ha sido una preocupación
constante para las ciencias sociales en estos treinta años de vida democrática.
A la vez, los rasgos concretos que adquirió esa preocupación se fueron
modificando a la luz de los eventos y procesos que marcaron decisivamente el
período. Así, cada década estuvo marcada por una agenda de investigación
central: la relación entre empresarios y régimen político primero; el papel de
los empresarios en las reformas económicas de los ‘90; finalmente, en la última
década, el comportamiento de los empresarios frente a un gobierno que
antagonizó los intereses del capital internacional y doméstico en una variedad
de áreas de política. En este ensayo nos proponemos reconstruir de manera muy
sintética esa trayectoria. Con ese objetivo, en el primer apartado planteamos
algunas cuestiones analíticas sobre la relación entre empresarios y política.
En los apartados siguientes recorremos cada década, con la intención de dar
cuenta de las principales claves interpretativas que la disciplina acuñó para
dar cuenta del papel de los empresarios en esos procesos. En el apartado final,
señalamos algunas agendas de investigación emergentes sobre la relación
empresarios y política, entendiendo que —y esto es un hecho positivo— la
pregunta por la relación entre empresarios y régimen político ha sido
desplazada por la pregunta sobre la política de los empresarios en el marco del
sistema democrático.
Algunas cuestiones analíticas sobre empresarios y
política
La
pregunta por la relación entre empresarios y política requiere algunas
distinciones cruciales. La primera se refiere a la definición misma de
empresarios. En efecto, con la categoría empresarios es posible referirse al
capital como clase; a sectores económicos (agro versus industria, transables
versus no transables); a formas de propiedad (internacional versus doméstica),
a formas de organización de las empresas (grupos económicos o firmas); o a
algunos empresarios individuales particularmente influyentes en un momento dado
(Haggard, Maxfield y Schneider, 1997; Schneider, 2010). Estas distinciones son
relevantes porque de una u otra definición se sigue el tipo de preferencias que
se espera que los empresarios busquen realizar en la arena política. De los
empresarios en tanto capitalistas se espera que formulen demandas “de clase”:
derechos de propiedad, garantías sobre los contratos, quizás incluso
instituciones orientadas a asegurar esas demandas. Atender a la localización
sectorial complejiza el análisis, en la medida en que revela conflictos
intracapitalistas y la posibilidad de alianzas que reordenen verticalmente los
clivajes de clase (O’Donnell, 1977). La propiedad del capital ha sido
importante para los procesos de desarrollo en la periferia global basados en la
articulación entre Estado y empresarios nacionales (Evans, 1995). Las
características de las firmas (por ejemplo, la diversificación a través de
grupos económicos) pueden proporcionar ventajas competitivas en entornos
económicos inciertos. Por último, empresarios individuales pueden explotar el
acceso privilegiado a los decisores políticos en una coyuntura dada para
acumular activos, desactivar “riesgos” regulatorios o fortalecer su posición en
mercados oligopólicos (Schneider, 2013). De cómo se definan los empresarios, en
suma, resultan diferentes preguntas y agendas de investigación.
La
segunda distinción importante se refiere a los mecanismos y arenas de
participación política de los empresarios, y el tipo de “inversión política”
que privilegian (Schneider, 2010). Respecto a vías formales, la acción política
de los empresarios se puede canalizar a través de instituciones neocorporativas
de intermediación de intereses (esto es, asociaciones empresarias de distinto
nivel de agregación) (Schneider, 2004) o bien a través de partidos que hagan de
la defensa de los intereses empresarios (por ejemplo, la defensa del mercado y
la iniciativa privada) el eje de su propuesta programática (Middlebrook, 2000).
Estas vías institucionales no agotan la participación política de los
empresarios: a la par de ellas se verifican una serie de mecanismos informales
que incluyen la designación de expertos afines al frente de la política del
área, vías informales de acceso a la burocracia pública y el Congreso en el
proceso de formulación de políticas, redes personales que conectan empresarios
y políticos, contribuciones a las campañas electorales, etcétera (Schneider,
2010). Esta descripción de los mecanismos de participación política supone,
como es evidente, que hay competencia política democrática —que la cuestión del
régimen ha sido saldada y la democracia es el único juego aceptado por los
principales actores socioeconómicos—. En regímenes autoritarios o no
competitivos es esperable que formas neocorporativas de intermediación de
intereses, o incluso el control directo de la formulación de la política
pública, sean las modalidades predominantes de realización de los intereses
empresarios en la arena política. Y tales eran, en efecto, los legados con los
que se inauguró en 1983 el nuevo período democrático: unos actores empresarios
cuyo compromiso con la democracia era a priori por lo menos incierto, dado el
rol que históricamente habían cumplido como apoyo o promotores directos de las
intervenciones militares, y la dificultad recurrente de esos actores para
defender sus intereses en contextos democráticos. Con las categorías analíticas
discutidas brevemente en este apartado, nos dirigimos ahora hacia esos legados
y los procesos inaugurados con el triunfo de Raúl Alfonsín.
El retorno de la democracia o la pregunta por el
régimen político
1983
fue el punto de llegada de un largo ciclo de inestabilidad política, inaugurado
en la década del ‘50, y caracterizado por alternancia de experiencias
democráticas restringidas (por la proscripción del peronismo) y golpes
militares. El trabajo clásico de O’Donnell (1977) describe el conflicto
distributivo que subtendía esa dinámica política: dos bloques sociales
antagónicos, enfrentados en sus concepciones del desarrollo, pugnaban la
definición de la política económica. La coalición orientada al mercado interno
(trabajadores y pequeños industriales) favorecía el aumento de los salarios y
el gasto público como motor del crecimiento. Dado que el sector industrial era
un consumidor neto de divisas, la expansión de la demanda concluía con una
crisis del sector externo y una devaluación que redefinía los términos de
intercambio domésticos a favor del sector agroexportador. La gran burguesía
industrial (incluyendo las empresas multinacionales) era en tanto un actor
pívot que lograba beneficios en las dos fases del ciclo: en la fase expansiva
por el aumento del consumo interno, y en la fase recesiva —en la cual se
alineaba con los intereses agropecuarios en la demanda del restablecimiento de
los equilibrios macroeconómicos— por la consolidación de su posición dominante
gracias al acceso al financiamiento internacional. En esta dinámica recurrente
existía una afinidad evidente entre autoritarismo del régimen político y la
posibilidad de imponer costos (recesión, caída del salario real) a una clase
trabajadora con gran capacidad de movilización y unificada electoralmente por
la identidad peronista. De allí que los grandes empresarios y sus asociaciones
adoptaran una actitud defensiva durante los períodos de apertura política, a la
vez que apoyaban decididamente los golpes militares que venían a restablecer no
sólo los equilibrios en el frente externo y fiscal, sino también las
prerrogativas del capital en el control del proceso productivo (Acuña, 1995).
De allí también que los empresarios no desarrollaran un instrumento político
capaz de avanzar sus intereses en condiciones de competencia democrática: en
efecto, las iniciativas en ese sentido eran abandonadas cuando un nuevo ciclo
autoritario convocaba al personal político y los expertos alineados con las
visiones de distintas fracciones del capital al ejercicio de la función pública
(Gibson, 1996).
La
dictadura militar inaugurada en 1976 se planteó como un objetivo explícito el
quiebre del ese ciclo político, a partir de una política económica cuyo
objetivo explícito era el debilitamiento de los actores de la coalición
mercadointernista (Canitrot, 1980). La apertura externa con apreciación
cambiaria impuso costos muy significativos a los empresarios orientados al
mercado doméstico, a la vez que una represión de características inéditas en la Argentina permitió una
caída significativa del salario real. No obstante sus ambiciones
refundacionales, los legados más duraderos de la dictadura fueron una
consecuencia no buscada de los horrores y fracasos en los que incurrió el
gobierno militar. En efecto, la imposición de costos importantes a segmentos
del empresariado industrial, la aventura de Malvinas y las revelaciones de los
crímenes de la dictadura demostraron a las elites empresarias el carácter
imprevisible de ese actor y marcaron su ocaso como agente político de los
intereses empresarios. Junto al triunfo del radicalismo y la intención inicial
del gobierno de Raúl Alfonsín de modificar la legislación laboral con el
objetivo de debilitar al sindicalismo peronista, el descrédito de los militares
contribuyó a modificar la preferencia histórica de los empresarios 353 por
opciones autoritarias y a comprometerlos con la nueva experiencia democrática
(Acuña, 1995). Otro de los legados duraderos de la dictadura militar fue la
consolidación de un puñado de grupos económicos domésticos, favorecidos por el
carácter parcial de la liberalización económica ensayada por la dictadura
(Novaro y Palermo, 2003) que preservó políticas regulatorias muy favorables a
la obtención de ganancias extraordinarias en algunas áreas de negocios
(Castellani, 2009a). Emergentes en algunos casos de la segunda fase de la ISI (aluminio), con base en
mercados oligopólicos protegidos de la competencia externa (cemento, acero) o
habiendo consolidado su posición a partir del retiro de empresas multinacionales
en el contexto de incertidumbre y violencia política de los ‘70 (López, 2006),
estos nuevos “capitanes de la industria” se convertirían en interlocutores
privilegiados del nuevo gobierno democrático (Ostiguy, 1990).
En
un contexto internacional muy adverso, caracterizado por el peso del
endeudamiento externo legado por la dictadura, flujos negativos de capitales
hacia la región como consecuencia de la crisis de la deuda, y el deterioro de
los precios de las exportaciones agrícolas, el gobierno radical entendió que
estos grupos empresarios podían garantizar las inversiones necesarias para
relanzar un ciclo de crecimiento. Además de los contactos directos con los
capitanes de la industria, el gobierno involucró a las entidades industriales y
a los sindicatos en la negociación tripartita de políticas de ingresos, un
pilar decisivo de los planes heterodoxos de estabilización diseñados por el
equipo económico. Por su parte las asociaciones del sector rural, frente al
deterioro de los precios internacionales y la continuidad de los impuestos a
las exportaciones agrícolas, adoptaron una actitud de abierta confrontación,
desentendiéndose de las consecuencias potenciales que esa opción podía tener
sobre la estabilidad del gobierno (Acuña, 1995). Como es sabido, el deterioro
del frente externo y fiscal, agravado por la pérdida de control del proceso
político, terminaron en un proceso hiperinflacionario y el traspaso anticipado
del gobierno al nuevo presidente justicialista, Carlos Menem. En ese lapso, y
haciéndose eco del diagnóstico de los organismos multilaterales de crédito, fue
consolidándose en segmentos importantes de las elites políticas y económicas la
idea que la resolución de los problemas que enfrentaba la economía argentina
iba a requerir una restructuración profunda de sus condiciones de
funcionamiento desde la posguerra. Lo cual implicaba: apertura comercial,
política fiscal y monetaria orientada a la estabilidad antes que al
crecimiento, el retiro del Estado de la economía y un nuevo énfasis en el
mercado y la actividad privada como principal mecanismo de asignación de
recursos entre sectores y actividades. Esto implicó también una redefinición
del foco de interés y las preguntas de la disciplina: en efecto, si la década
del ‘80 estuvo dominada por la pregunta sobre la estabilidad democrática a luz
de los comportamientos históricos del empresariado local, la década siguiente
dio esa pregunta por saldada (1) y se concentró en el papel de los empresarios
en el proceso de reformas. Como veremos, los nuevos actores empresarios
identificados en este período cumplirían un rol central en la década siguiente.
Los años ‘90 o la pregunta por la viabilidad política
de las reformas económicas
El
gobierno de Menem hizo del programa de reformas económicas y, en especial a
partir de 1991, del éxito antinflacionario del Plan de Convertibilidad, el eje
de la recomposición de su poder político (Palermo y Novaro, 1996). En ese
proceso redefinió (o al menos desplazó por un tiempo) los clivajes que habían
organizado la política argentina hasta ese momento. En efecto, lo que
inesperadamente reveló la década menemista es que el peronismo podía ser, antes
que una amenaza, un gestor más o menos eficiente de los intereses del capital
—y ya no del segmento orientado al mercado doméstico sino de sus fracciones más
concentradas e internacionalizadas (Gibson, 1997)—. La contracara fue por
supuesto un nuevo diferimiento de la constitución de una opción partidaria que
asumiera programáticamente la representación de esos intereses. La integración
plena a los flujos financieros trasnacionales presupuesta por el esquema de
tipo de cambio fijo implicaba también que, al menos mientras no mudaran las
condiciones externas de acceso al crédito, las preferencias de los empresarios
en tanto capitalistas estarían garantizadas por los mecanismos impersonales de
los flujos financieros internacionales (Schamis y Way, 2003). En un contexto
definido en sus parámetros generales por el régimen cambiario, la reflexión
académica se centró en entender las profundas transformaciones en marcha y, en
particular, las condiciones que hacían políticamente viable esas reformas
(Acuña y Smith, 1996; Gerchunoff y Torre, 1996; Torre, 1998; Viguera, 2000). No
obstante la orientación ortodoxa general de la política, a medida que el
gobierno recuperó grados de libertad las preferencias de política del peronismo
se hicieron sentir en el contenido de algunas reformas, limitando el impulso
liberalizador del equipo económico (Gerchunoff y Torre, 1996). El punto fue
retomado recientemente en perspectiva comparada por Murillo (2009), quien
mostró la importancia de los legados partidarios, y cómo los gobiernos de los
históricos partidos populistas latinoamericanos convertidos al credo
liberalizador por razones pragmáticas (el PRI en México y el PJ en Argentina)
privatizaron creando mercados de servicios públicos más regulados que los
reformadores neoliberales “convencidos” (por ejemplo, en Chile) (2).
¿Qué
papel jugaron entonces los empresarios en el proceso de liberalización
económica? La respuesta a esta pregunta se desarrolló deslindándose de
formulaciones más tempranas, que ponían el acento en el aislamiento
tecnocrático de los gobiernos reformistas frente a las demandas de los actores
de la ISI
(Haggard y Kauffman, 1995). El aporte decisivo de esta literatura fue que,
lejos de comportar la desarticulación de coaliciones distributivas, la
liberalización económica generalmente implicó la conformación de nuevos
espacios de apropiación de rentas (Schamis, 1999). Así, por ejemplo, la
privatización de las telecomunicaciones en condiciones oligopólicas, y en un
contexto en el que la apertura comercial con apreciación cambiaria beneficiaba
especialmente al sector no transable de la economía, otorgó rentas
extraordinarias a los consorcios adquirentes, cimentando así el apoyo de los
empresarios domésticos a la liberalización (3). Los trabajos de Etchemendy
(2001, 2011) son quizás la formulación decisiva de esta perspectiva
coalicional. Este autor identifica distintos modelos de liberalización en
función del régimen político y las características de los actores constituidos
en la fase previa de la ISI.
Su argumento es que bajo regímenes democráticos, viabilizar
la liberalización económica requirió prioritariamente compensar a los actores
protegidos de la fase anterior, a priori los más castigados por el viraje de
política. Cuando como en Argentina esos actores eran económicamente poderosos y
habían ganado participación de mercado frente al Estado y las empresas
multinacionales en los años previos a las reformas, lo que se verificó fue un
modelo negociado o corporativo de liberalización. En este esquema, el gobierno
logró el consentimiento de los grupos económicos más grandes (aquellos con
recursos suficientes para enfrentar la política del gobierno) mediante la
desregulación parcial (por ejemplo, el régimen automotriz) o la asignación de
activos en condiciones muy favorables en aquellos sectores que constituían su
principal actividad (por ejemplo, en el sector petrolero y siderúrgico).
Estos
grupos participaron también en las privatizaciones de servicios públicos como
socios en los consorcios adquirentes, pero sólo para aprovechar la oportunidad
de negocios y no como una opción estratégica —como lo demuestra el hecho de que
la mayoría se había desprendido de estos activos hacia el final de la década
(López, 2006)—. No obstante que el tipo de compensaciones favoreció a los
grupos económicos consolidados durante la ISI , con el tiempo esta estrategia de
liberalización se reveló menos exitosa que otras en la consolidación de una
clase empresaria doméstica en condiciones de enfrentar la competencia
internacional y expandirse internacionalmente (Finchelstein, 2010, 2012;
Etchemendy, 2011) (4). Lo que se verificó en el transcurso de la década fue una
creciente extranjerización de la estructura empresarial argentina, a medida que
empresas multinacionales en la búsqueda de mercados hacían uso de su músculo
financiero para adquirir firmas locales (López, 2006). Estos resultados
dependieron también de decisiones estratégicas de las empresas, pero en
términos generales casos “exitosos” de adaptación a la apertura y expansión
internacional, como Arcor o Techint, fueron más bien la excepción que la regla
(Gaggero, 2012). En cuanto al sector agropecuario, la política de
liberalización y desregulación incluyó el desmantelamiento de los mecanismos de
intervención en los mercados agropecuarios, la eliminación de los impuestos a
la exportación y la liberalización de las importaciones de insumos y
maquinarias, que en el mediano plazo favorecería la renovación de los procesos
productivos por la incorporación de tecnología (Bisang et al., 2008) (5). Pero
esto en un contexto de apreciación cambiaria y bajos precios internacionales
que afectaba negativamente la rentabilidad del sector y amenazaba la
supervivencia de los productores menos eficientes.
A
nivel de las asociaciones empresarias, varios estudios sociológicos se han
ocupado de señalar su “desorientación” frente a una política oficial que, a la
vez que venía a realizar las ideas económicas con las que históricamente habían
impugnado las experiencias populistas, imponía costos importantes a sus bases
(Heredia, 2003; Beltrán, 2011). Esta relativa inconsistencia entre el apoyo
explícito o tácito a la política económica y las consecuencias de esa política
sobre los empresarios se hizo más evidente hacia el final de la década, cuando
el cambio de las condiciones externas reveló los límites insalvables de la
convertibilidad. Quizás porque la regla cambiaria había devenido un equivalente
de estabilidad y un orden económico favorable a la iniciativa privada, quizás
porque no estaba claro qué dispositivos institucionales y de política económica
podrían remplazarla, lo cierto es que el compromiso de las elites políticas y
económicas con el esquema cambiario sobrevivió con mucho su viabilidad
económica (Galiani, Heyman y Tomassi, 2003). Junto con las inconsistencias
acumuladas a lo largo de la década, y un contexto financiero internacional muy
desfavorable, esta incapacidad de encontrar respuestas políticas y una
estrategia económica alternativa explica en gran medida la magnitud de la
crisis de 2001-2002.
La década kirchnerista: entre nuevos y viejos dilemas
Si
el tiempo transcurrido contribuyó a fijar algunas claves analíticas para
entender la política de los empresarios en las dos primeras décadas de
democracia, la tercera década, que se desarrolló bajo el signo de las
presidencias de Néstor Kirchner y Cristina Fernández, es un proceso todavía
abierto. Es por eso que en este apartado de cierre nos proponemos combinar las
referencias a la literatura con el señalamiento tentativo de algunas agendas de
investigación recientes y emergentes. El consenso mínimo de la literatura sobre
el período es que el eje de la estrategia de política económica del gobierno de
Néstor Kirchner consistió en la reconstrucción de una coalición amplia con eje
en los sectores populares formales e informales (Nazareno, 2009; Etchemendy y
Garay, 2011; Bonvecchi, 2011). Esa estrategia implicó antagonizar al capital
internacional y doméstico cada vez que la atención de sus demandas implicaba
resignar la tasa de crecimiento o la recomposición de la capacidad de consumo
de la base social del gobierno (Bonvecchi, 2011; Etchemendy y Garay, 2011).
Esta lógica caracterizó sucesivamente la negociación de la deuda en default con
los acreedores externos —en la cual el gobierno logró imponer términos inéditos
en una restructuración de esta magnitud (Damill, Frenkel y Rapetti, 2005)—; el
congelamiento de precios y la renegociación de contratos con las empresas de
servicios públicos; y la imposición de restricciones a las exportaciones con el
objetivo inmediato de controlar los precios domésticos de una serie de bienes
de consumo masivo (hidrocarburos, carne, trigo). En las condiciones iniciales
de salida de la convertibilidad, esta estrategia no fue inicialmente
inconsistente con el mantenimiento de resultados superavitarios en materia
fiscal y de comercio exterior, y favoreció la recuperación económica, la
pacificación social y la recomposición de los ingresos de los sectores
populares. A ese resultado contribuyó un contexto internacional con precios
récord para los commodities agrícolas, que contribuyó a remover la restricción
externa en el corto y mediano plazo y viabilizó la decisión del gobierno de no
retornar a los mercados internacionales de crédito (Richardson, 2009).
No
obstante, la política de expansión sostenida de la demanda doméstica fue
encontrando límites sucesivos en el frente fiscal (agudizado por la política de
subsidios al consumo de servicios públicos) y externo (incluyendo las presiones
del proceso inflacionario y las importaciones de hidrocarburos sobre la balanza
comercial y la paridad cambiaria). Frente a estos desafíos el gobierno
respondió ratificando su estrategia de política económica —lo que en la
práctica implicó profundizar los aspectos más heterodoxos de esa estrategia,
confrontar con los intereses empresarios en una variedad de arena de políticas,
y aumentar la intervención o directamente poner bajo el control del Estado una
serie de actividades transferidas al sector privado en la década previa—. Así
ocurrió con la reestatización del sistema jubilatorio, el aumento de las
retenciones a las exportaciones agrícolas que desembocó en el lock-out rural de
2008, y la reestatización de YPF. En cada coyuntura, en suma, el gobierno buscó
preservar sus grados de libertad frente a las restricciones que hubiera
implicado optar por soluciones ortodoxas frente a los dilemas que se le
presentaban —al costo de diferir en el tiempo la resolución duradera de esos
desequilibrios—. Dada esta orientación general de política, varias de las
preguntas de la disciplina sobre la década se ubican precisamente en los puntos
de conflicto entre las opciones de política del gobierno y los intereses de
distintos segmentos empresarios. Una primera agenda se refiere así a la
renegociación de contratos con las empresas de servicios públicos; los factores
que explican la variación en los términos de esa renegociación a nivel
subnacional y para distintos consorcios empresarios (Post y Murillo, 2012) y
los incentivos negativos que el gobierno enfrentó para la remoción de subsidios
con costos fiscales crecientes (Bril Mascharenas y Post, 2012).
Otra
agenda indaga si se verificó una recomposición de la clase empresaria doméstica
durante este período. Las preguntas en este caso aluden a las características y
los límites de la recuperación de la actividad industrial durante la última
década (Schorr, 2012; Souto Simao, 2013); cómo se reconfiguró la estructura de
propiedad del sector financiero después de 2001 (Etchemendy y Puente, 2012); y
qué consecuencias tuvieron para la consolidación de nuevos grupos domésticos
359 las iniciativas del gobierno orientadas a promover el ingreso de actores
nacionales en sectores y actividades considerados estratégicos (Castellani,
2009b). La tercera agenda con un anclaje sectorial se refiere a las viejas y
nuevas formas de representación de los intereses del sector rural. En efecto,
la incorporación de tecnología y la demanda internacional hicieron del complejo
agroexportador uno de los sectores más dinámicos, internacionalmente
competitivos y rentables de la década (Bisang et al., 2008; Richardson, 2009).
En perspectiva comparada, que ese dinamismo económico no haya encontrado formas
más duraderas de representación política resulta analíticamente intrigante
(Freytes, 2013). Mientras que los análisis del conflicto de 2008 han enfatizado
el papel que cumplió la unidad de acción de las entidades rurales en sostener
la movilización del sector en su enfrentamiento con el gobierno (Hora, 2010;
Fairfield, 2010), otros autores han señalado la importancia de asociaciones
sectoriales de un nuevo tipo. Recurriendo a la expertise técnica antes que a la
acción gremial para incidir en la política y el debate públicos, estas
asociaciones habrían desplazado a las tradicionales en la representación de los
segmentos más dinámicos del empresariado rural (Hernández, 2007; Gras, 2012;
Gras y Hernández, 2013).
En
suma, el dinamismo del sector agroexportador plantea nuevas preguntas sobre la
regulación de sector (Newell, 2009) y cómo sus demandas son representadas en la
arena política y de articulación de intereses. Por último, la pregunta más
general alude al carácter cíclico de la política argentina. Una interpretación
alude a la dificultad de establecer acuerdos intertemporales por parte de los
actores del sistema político (Spiller y Tomassi, 2005) que resultaría de, y a
la vez contribuiría a reforzar, un patrón recurrente de debilidad institucional
(Levitsky y Murillo, 2005). La alternancia cíclica de las estrategias de
política económica, y las crisis como modalidad recurrentes de resolución de
los desequilibrios macroeconómicos, sugieren que hay algo acertado en ese diagnóstico.
Sin embargo, sin un anclaje en la política de los actores sociales ese
diagnóstico resulta insuficiente. Quizás el verdadero desafío consista entonces
en desandar, analítica y empíricamente, las conexiones que existen entre las
modalidades mayoritarias de funcionamiento de nuestro sistema político; el
carácter fragmentario y particularista de la articulación de los intereses
empresarios en la arena corporativa; la carencia de mediaciones partidarias
estables entre una y otra esfera; y la volatilidad y el carácter errático de
las estrategias de política económica. Que esta sea una tarea improbable no la
hace menos interesante.
1-Los trabajos de Carlos Acuña
referidos en este apartado fueron decisivos en este sentido.
2-Los legados partidarios son apenas
un elemento del complejo argumento causal de Murillo, que incluye los patrones
de competencia partidaria y la movilización de los consumidores en el período
postreforma. La autora muestra también que las decisiones respecto al contenido
regulatorio inicial tuvieron consecuencias paradójicas desde el punto de vista
de los precios pagados por los consumidores en aquellos mercados donde esas
regulaciones establecieron barreras artificiales al ingreso potencial de nuevos
proveedores.
3-Este tipo de explicación fue no
obstante vulnerable a la crítica de estar leyendo retrospectivamente una
estrategia coalicional de los resultados objetivos de las reformas económicas
—que, en perspectiva comparada, tendieron a favorecer en todos los casos al
sector financiero y a los sectores menos expuestos a la competencia externa—.
En este sentido ver Schneider (2005).
4-Concretamente, las reformas
económicas en Argentina fueron menos exitosas en esta dimensión que los casos
estatistas de liberalización, como Brasil o España, en los que la
reestructuración desde arriba de sectores de la ISI favoreció la creación de campeones
nacionales, y que los casos de liberalización de mercado, como Chile, que
favoreció la consolidación de empresas en sectores con ventajas competitivas y
no transables.
5-Y quizás también el beneficio
simbólico de ver realizadas estas demandas históricas por parte de un gobierno
de origen peronista.
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