La columna internacional de Jorge Elbaum

 


LAS NUEVAS GUERRAS (*)

El deterioro de la política doméstica de los Estados Unidos tiene correlato en la degradación de su política exterior. La tradición injerencista de Washington busca impedir su paulatina declinación como referencia de la política mundial y apela a innovadoras conceptualizaciones y prácticas para evitar un mayor deterioro.

En un intento por sortear las repetidas derrotas estratégicas sufridas desde la Guerra de Corea hasta la actualidad, el ex paracaidista y contratista militar (eufemismo de mercenario), actualmente devenido en académico, Sean McFate, publicó un libro en 2019 que se constituyó en el texto de cabecera de las usinas de información del Departamento de Seguridad Nacional y del Departamento de Estado. El almirante James Stavridis, que fuera responsable del Comando Sur hasta 2009 y luego Jefe  Supremo de la OTAN hasta 2013, catalogó a McFate como el nuevo Sun Tzu, en referencia al general chino del siglo V, autor de El arte de la guerra.

El libro de McFate se titula Las nuevas reglas de la guerra: la victoria en épocas de desorden, y se ha constituido en el texto de consulta obligada para los funcionarios que ejecutan las políticas de intervención en los países que Estados Unidos considera bajo su ámbito de influencia. Desde el prólogo, se anuncia que es una respuesta a los peligros detectados por los oficiales que han participado de las últimas aventuras trágicas del modelo imperial: el ascenso de China, el resurgimiento de  Rusia, la creciente escasez de los recursos naturales  y las conflictividades intraestatales. Las sugerencias planteadas por McFate exhiben con total procacidad las iniciativas de manipulación, vigilancia, simulación y engaño sistémico utilizadas por Washington para intentar conservar su poder devaluado. El desembozado injerencismo planteado en Las Nuevas Reglas reivindica la militarización de la política a partir de la utilización de los medios de comunicación, la gestión del desorden y la generación de conflictos internos.

La hipótesis central del autor es que Estados Unidos ha sido derrotado en todas las confrontaciones militares desde la Segunda Guerra Mundial (Corea, Vietnam, Cuba, Afganistán, Irak y Siria) porque no ha comprendido el cambio de los desafíos bélicos. Según McFate, el centro de las nuevas guerras está en la política y no en el territorio de la acumulación de armas. Las batallas del presente y del futuro se llevan a cabo en un nuevo escenario: la construcción de imaginarios y de sentido común; la búsqueda por imponer formas de realidad; y –sobre todo– el manejo de la información, los datos y la segmentación de que deriva e esos agregados. “La victoria moderna no se obtiene en un campo de batalla sino en la conciencia de una sociedad”.

El enfoque supone que la victoria en el campo de batalla es obsoleta. El autor afirma críticamente que Estados Unidos invierte billones de dólares en aviones de combate y robots asesinos y que, sin embargo, no logra imponerse: “Necesitamos el dominio de (…) la subversión estratégica para evitar que los problemas se conviertan en crisis y las crisis en conflictos”. Para eso se requieren más académicos, más Hollywood, más ONGs, más servicios de inteligencia y menos portaviones. El conflicto actual se desenvuelve en las sombras, en los ejércitos privados (las empresas contratistas de mercenarios), el anonimato, las operaciones de confusión y propaganda. Las fuerzas militares convencionales –profetiza McFate– deben ser reemplazadas por grupos enmascarados ajenos a las regulaciones convencionales de la guerra. Entre sus propuestas, llega a considerar la creación de cuerpos similares a la Legión Extranjera, con agentes reclutados de diferentes países, capaces de defender los intereses estratégicos de las corporaciones dentro de territorios (catalogados) sin Estado.

Sus actores prioritarios estarán en guerra permanente porque las escenas bélicas no comenzarán ni terminarán. Serán una continuidad acorde con el desorden global, los ejércitos privados, la entropía, el terrorismo, las operaciones de inteligencia y la búsqueda permanente por ganar la legitimidad; es decir, la aquiescencia de una población. Lo que McFate propone –y las delegaciones diplomáticas de Washington están ejercitando– es la exaltación de una guerra total en la que se asume la imposibilidad de respetar las regulaciones de los conflictos armados (la Convención de Ginebra, por ejemplo), porque ese tipo de enfrentamiento ya no existe y porque supone un handicap para los antagonistas. La tortura, el asesinato de civiles, la utilización de minas personales, el secuestro extrajudicial, el acatamiento de la soberanía de los aliados, el exterminio de prisioneros de guerra, etc., son cláusulas que ya no pueden ser respetadas porque su acatamiento supone una ventaja sobre los formatos actuales del conflicto.

Entre las sombras

La nueva biblia bélica pretende ser una caracterización pero termina imponiéndose como un decálogo de ejecución. Los corolarios de su doctrina se observan con claridad en los capítulos tercero y cuarto del Documento de Seguridad Estratégica de diciembre 2017, difundido por Donald Trump, donde se ensayan reconversiones de las fuerzas militares en grupos de operaciones dedicados a tareas especiales, cuyo centro son los contenidos culturales, los memes, la ridiculización de dirigentes políticos enemigos, las operaciones judiciales, el control de los aparatos comunicacionales y el engaño planificado. La política ya no se piensa como una forma diferente de la guerra, sino que es una de sus facetas. “Si los gobiernos pueden hacer que la comunicación estratégica sea rentable –subraya McFate–, el sector privado puede ser creativo para satirizar a Putin montando osos. En esa misma lógica cuestiona que China haya comprado algunos estudios de Hollywood, hecho que hace imposible “presentar al gigante asiático como un villano en las películas”, enfoque que ayudaría más que las armas para enfrentarlos.

Para poder insertarse en el nuevo mundo de la guerra, habrá que derivar parte de inmensos recursos bélicos a la administración de mentiras comunicacionales (fake-news) ajenas a cualquier regulación soberana. Esto supone el retorno a un mundo pre-westfaliano (casi hobbesiano, de guerra de todos contra todos) donde conviven ejércitos privados, guerras sin Estados y organizaciones terroristas de triple bandera, dirigidos por fondos de cobertura financieros. Lejos de rechazar la anarquía y la anomia, McFate –autor también del libro El mercenario moderno– las conceptualiza como un territorio fértil para los nuevos formatos bélicos. Se trata de una conflictividad atemporal, de pugnas duraderas sin bandos totalmente triunfantes. Una administración permanente de la crisis global para sostener el status quo del liderazgo global de Washington. Un reciente ejemplo de este paradigma fue transparentizado por el sincericidio del empresario Elon Musk, quien afirmó por redes sociales: “Derrocaremos a quien haga falta” para poder acceder al recurso natural que se requiere para la producción de sus autos eléctricos (el litio).

Algunos de los apotegmas apuntados en Las Nuevas Reglas indican que “las mejores armas no disparan balas”, sino que son campañas efectivas de propaganda, lobby y relaciones públicas, basadas en la compra de voluntades y en el poder blando que supone la utilización de cócteles diplomáticos, la concesión de ventajas aspiraciones y la invitación a Congresos de Seguridad y lucha antiterrorista: una Green Card –sugiere McFate– puede comprar a muchos políticos, jueces o periodistas. Las batallas sangrientas, afirma, serán cada vez menos eficaces. La nueva guerra debe transformarse en un espectáculos de héroes y villanos, luego de que se demonice al contrincante y se lo caracterice ante el gran público como el enemigo del pueblo, en clara analogía de Henrik Ibsen.

En la misma lógica que el recordado libro de Jean Baudrillard (La guerra del Golfo no ha existido), pero con un tono más cínico, McFate señala que siempre será necesario el camuflaje de las acciones políticamente consideradas incorrectas, con el objetivo de obtener ventajas. No se puede salir derrotado de Vietnam –sugieren Las Nuevas Reglas– porque se autorice la divulgación del uso generalizado del napalm. Su pensamiento, inserto en una lógica imperial (que pretende la supresión de soberanías de terceros países), priva a McFate de  identificar las verdaderas causas estructurales de la conflictividad mundial: la desigualdad, el hambre, el control corporativo de los recursos naturales, la degradación ambiental, la violencia patriarcal sistémica, el neocolonialismo y/o la beligerancia funcional a la comercialización de armas.

En el anexo, el autor brinda 36 recomendaciones para los nuevos comandantes político-militares, responsables de garantizar a futuro la continuidad de la hegemonía de Washington. Las estratagemas devienen de  exégesis arbitrarias y forzadas de las indicaciones realizadas por Sun Tzu hace 15 siglos.

1.     Se deben esconder las verdaderas intenciones. En el caso de Argentina, el discurso de los valores, la república y la corrupción son claros ejemplos de cómo se enmascara la cruda intención de impedir la integración regional, la soberanía estatal, el empoderamiento de los sectores populares y la democratización de la renta, la propiedad y la riqueza.

2.    Hay que detectar aliados antes de considerar los ataques. Las delegaciones diplomáticas de Washington funcionan habitualmente como un centro de reclutamiento de elites locales dispuestas a impedir el fortalecimiento de las representaciones nacionales y populares. “Dispone alianzas con los enemigos de tus enemigos”.

3.    Es necesario falsificar, tergiversar, confundir y complejizar el discurso y el debate social. Se buscará, sobre todo, que sea imposible comprender con claridad los beneficiarios y víctimas de cada una de las medidas políticas. El autor lo dice más claramente: “Es necesario inventar realidades creíbles”. Para ejemplificar esta máxima, afirma: “Cuando Rusia quiere desestabilizar Europa, no amenaza con una acción militar, como hizo la URSS. En cambio, bombardea Siria. Esta táctica llevó a decenas de miles de refugiados a Europa y exacerbó la crisis migratoria, instigando el Brexit”.

4.    Hay que irritar al enemigo. Se trata de entablar negociaciones sobre problemas aparentes para impedir que se aborden aspectos estructurales. “Marea a tu enemigo, sorpréndelo, discute cosas intrascendentes (…) Vuelve loco a tu enemigo, ponlo nervioso, ritualízalo”. El autor propone el diseño de subversiones a medida, revolución de colores y operaciones psicológicas de prensa como centro estratégico de la doctrina militar.

5.    Saca a tu enemigo de su lugar de fortaleza. La actual pandemia pone en evidencia que el denominado control de la calle, expresado en términos de exhibición de la capacidad de movilizar a la sociedad civil, supone una incomodidad para la tradicional capacidad de movilización social de las organizaciones populares. La insistencia de Juntos por el Cambio en que “el oficialismo ha perdido la calle” aparece como una evidente homología al apotegma de McFate.

6.    El enfrentamiento en la sombra será el dominante. Esto incluye la ciberguerra, la inoculación del odio hacia referentes políticos, el despliegue de servicios de inteligencia en todas las áreas, y la difusión orgánica de la desinformación y la fragmentación social planificada. En la guerra planteada se llega a la victoria parcial cuando se conquista la aceptación de los ciudadanos. Gana el que impone una noción de verdad. “Quien decide qué es real, es el ganador”. En este marco, las operaciones encubiertas son las únicas eficaces. La manipulación de la opinión pública es el misil estratégico. Hay un batalla por la narrativa, por los relatos y esa disputa se gana también con la confusión, la creación de verdades alternativas y de invisibilizaciones.

7.     Los militares, por su formación, son vulnerables a los medios de comunicación. Ergo, hay que formar soldados mediáticos, actores, hábiles declarantes, instigadores de odios, etc.

La maquinaria bélica de Washington sigue impulsada por una maquinaria monopólico-corporativa que necesita aniquilar la libertad y la soberanía de las naciones que no son funcionales a la continuidad de su modelo dominante y su intrínseca celebración de la muerte. Los gigantes hacen ruido cuando caen. Esa es la causa por la que hay que estudiar sus movimientos, sus libros guerreristas y sus doctrinas. Sobre todo para reducir el daño. Pero también para evitar que derrumben sobre inocentes.

En abril de 2019 Donald Trump se comunicó telefónicamente con Jimmy Carter –de 94 años de edad– para intercambiar opiniones sobre el conflicto con China y la pérdida de ventajas económicas, tecnológicas y comerciales respecto a Beijing. Carter divulgó la comunicación y le brindó su opinión al actual mandatario: “En 1979 iniciamos la regularización de las relaciones diplomáticas con ese país. ¿Sabes cuántas veces China ha estado en guerra con alguien desde ese momento? Ninguna. Y nosotros vivimos en guerra … somos la nación más guerrera de la historia del mundo, debido a la tendencia de Estados Unidos de obligar a otras naciones a adoptar nuestros principios (… ) ¿Cuántas millas de ferrocarril de alta velocidad tenemos en este país? China tiene unas 18.000 millas de trenes de alta velocidad, y Estados Unidos ha desperdiciado, creo, 3 billones de dólares en gastos militares. (…) China no ha malgastado ni un centavo en la guerra, y es por eso que están por delante de nosotros”.

Este intercambio entre Carter y Trump deja en claro porqué el jefe del Departamento de Estado Mike Pompeo distribuye el libro de McFate a sus interlocutores, mientras que Xi Jinping obsequia el programa de integración y cooperación mundial denominada Nueva Ruta de la Seda con el que se pretende integrar el este de Asia, Europa, África y América Latina en iniciativa conjuntas de infraestructuras de caminos, puertos y trenes de alta velocidad.

De un lado la obsesiva reflexión sobre la guerra. Del otro los puentes de la cooperación internacional. América Latina deberá interpretar la encrucijada.

 (*) El cohete a la luna, 30/8/020


Comentario

Hernán Andrés Kruse

1/9/020

 

En su esclarecedor artículo Jorge Elbaum expresa:

“El libro de McFate se titula Las nuevas reglas de la guerra: la victoria en épocas de desorden, y se ha constituido en el texto de consulta obligada para los funcionarios que ejecutan las políticas de intervención en los países que Estados Unidos considera bajo su ámbito de influencia. Desde el prólogo, se anuncia que es una respuesta a los peligros detectados por los oficiales que han participado de las últimas aventuras trágicas del modelo imperial: el ascenso de China, el resurgimiento de Rusia, la creciente escasez de los recursos naturales y las conflictividades intraestatales. Las sugerencias planteadas por McFate exhiben con total procacidad las iniciativas de manipulación, vigilancia, simulación y engaño sistémico utilizadas por Washington para intentar conservar su poder devaluado. El desembozado injerencismo planteado en Las Nuevas Reglas reivindica la militarización de la política a partir de la utilización de los medios de comunicación, la gestión del desorden y la generación de conflictos internos”.

Como bien expresó Raymond Aron, Estados Unidos es una república imperial. En consecuencia, su afán de dominación está en su esencia, corre por las venas de su clase dirigente. Al ser un imperio siempre está en guerra con el resto del planeta, salvo Gran Bretaña, Canadá y las potencias de la Europa continental. A continuación me tomo el atrevimiento de transcribir parte de un interesante ensayo de Rafael Ballén Molina (Universidad Libre de Bogotá, D.C.) titulado “Las guerras del imperio estadounidense” (*) en el que expresa que el pueblo norteamericano se considera elegido por Dios para extender su superioridad ética a lo largo y ancho del planeta.

INTRODUCCIÓN

Formalmente, Estados Unidos de Norteamérica no es un imperio. Sin embargo, la realidad desmiente el texto de sus instituciones republicanas y las declaraciones protocolarias con las que sus gobernantes contemporáneos pretenden tranquilizar a los pueblos del orbe. El estadounidense William Appleman Williams, en su obra “El imperialismo como forma de vida”, en primer término nos invita a reconocer esa realidad, así: “Yo nací y me crié en el útero imperial norteamericano, pero mi experiencia y mi estudio de la historia me han capacitado para comprender que debemos dejar esa incubadora imperial si queremos convertirnos en ciudadanos del mundo real”. Como las víctimas suelen darles una mano a sus verdugos, hay regados por todo el planeta muchos obsecuentes lacayos y hasta exquisitos apologistas que, con el pretexto de exaltar las virtudes del pueblo norteamericano, resultan alabando a la dirigencia política y empresarial de Estados Unidos. Pero una cosa es el imperio, y otra cosa bien distinta el pueblo estadounidense. Cuando se percibe la intervención de Estados Unidos en los asuntos internos de cualquier país débil (y frente al gran imperio lo son casi todas las naciones del mundo), cuando se observa su despliegue de la fuerza militar –uniformada o encubierta–, cuando se ve la arrogancia de algunos de sus mandatarios fungiendo como policías del planeta, de inmediato se piensa, con prevención, que así debe ser todo el pueblo norteamericano. Sencillamente así es el imperio estadounidense, se dice. Aunque esa creencia se halla bien fundada en el comportamiento objetivo de los gobernantes, legisladores y mariscales de campo, no todo el pueblo estadounidense es, piensa y obra como aquellos petulantes que dicen representarlo.

Entonces, ¿quién es el pueblo estadounidense? El pueblo estadounidense está constituido por todos aquellos hombres y mujeres que ayer y hoy se quedaron en ese extenso suelo de promisión; por quienes lograron una compacta mezcla de las más heterogéneas razas, etnias, religiones, lenguas, costumbres y culturas de todo el mundo; por quienes experimentaron sufrimiento al tener que dejar su lugar de origen, pero llevando en el alma la ilusión, la fuerza y la audacia del inmigrante; por quienes fueron llegando después de la Independencia e intervinieron, con su fuerza y su inteligencia, en el despegue industrial, científico, cultural y artístico de lo que hoy es la primera y única potencia del universo, y por quienes hoy siguen llegando de todos los extremos y meridianos del planeta acosados por la pobreza, el hambre, el desempleo y la guerra, con la esperanza de salvar la propia vida y la de las familias que llevan consigo, o que dejaron allá en su patria al atravesar las fronteras. Ese pueblo estadounidense está conformado por los descendientes de ingleses, holandeses, franceses, alemanes, irlandeses, italianos, japoneses, judíos, polacos, escoceses, suizos, griegos, suecos y mexicanos de ayer, así como por asiáticos, africanos y latinoamericanos de hoy; por quienes han alcanzado la ciudadanía norteamericana o son simples residentes que tienen como punto de mira consolidar su trabajo y reunir los requisitos para obtener sus plenos derechos civiles y políticos. Este artículo se desarrolla en nueve puntos, cuyos temas guardan íntima relación entre sí: un imperio pare otro imperio, Guerra Fría, Guerra de Corea, Guerra de Vietnam, Guerra del Golfo, Guerra de Kosovo, las primeras guerras del siglo XXI, los signos inequívocos del imperio, y en medio de la guerra un símbolo de paz.

UN IMPERIO PARE OTRO IMPERIO

La creencia, en su misión imperialista y mesiánica, que tiene la dirigencia estadounidense no es de ahora. Como la educación y la formación del hombre, dicha creencia le viene de su origen, de su crianza, de lo que se le enseñó en casa. Los pasos iniciales que dieron los primeros líderes británicos tuvieron como propósito parir un imperio, crearlo y formarlo al otro lado del Atlántico. La colonización inglesa comenzó cien años después de la llegada de españoles y portugueses a estas tierras, pero lo hizo con mucha audacia, con mucha fuerza y con un propósito cierto: establecer un imperio. Quien se acerque, así sea de manera fugaz a la historia de Estados Unidos, lo podrá comprobar fácilmente. Luego de su sincera confesión que se transcribió en la nota introductoria, Williams señala que el actual imperio estadounidense comenzó a gestarse en el siglo XVI. “El imperio –dice– de los siglos XIX y XX, conocido como Estados Unidos de América, se inició como un resplandor en los ojos de varios críticos y consejeros de Isabel I, en el siglo XVI, y no es improbable que como un pensamiento en la propia mente de su Majestad”. En 1582 el joven Richard Hakluy, quizá el primer estratega de la política internacional, exhortaba a la reina Isabel I de Inglaterra a no demorar más la creación de ese Imperio. “No me sorprende un ápice –dice Hakluy– que desde el primer descubrimiento de América (que tuvo lugar hace ya noventa años), después de la magna conquista y colonización a la que procedieron allí españoles y portugueses, nosotros, en Inglaterra, no hayamos tenido la inspiración de establecernos sin demora en tierras tan feraces”. Así predicaba John Aylmer en su escrito Un refugio para los fieles y los justos: “Dios es inglés. Por eso no lucháis sólo por nuestro país, sino también y principalmente en defensa de la verdadera religión de Dios y de su verdadero hijo Cristo”. Con ese propósito desembarcaron los colonos del Mayflower, el 11 de diciembre de 1620, en lo que más tarde sería Massachusetts: crear el reino de Dios en la Tierra.

También con el convencimiento de ser el pueblo escogido por Dios, llegó diez años más tarde (1630) la tripulación comandada por el fundamentalista John Winthrop, quien escribió: “Todas las otras Iglesias de Europa se encuentran en decadencia y es innegable que lo mismo nos está sucediendo a nosotros[…]. La mayoría de los niños, incluso los más inteligentes y aquellos de quienes más se puede esperar, están pervertidos, corrompidos y profundamente abrumados por la multitud de los malos ejemplos y el licencioso gobierno de sus escuelas”. Después de ese diagnóstico, que muestra una sociedad inglesa sumida en la perversión, Winthrop convocó a sus compañeros de travesía a convertir la colonia de Nueva Inglaterra en un Estado y en una Iglesia que sirvieran de redención al Viejo Mundo. Según los ideales de aquel preocupado timonel, el imperio a constituir debía ser un paradigma en el que tendrían puestos los ojos todas las naciones del mundo, por lo que concluía diciendo: “Debemos considerar que seremos como una ciudad sobre una colina: los ojos de todo el mundo nos miran”. Los anteriores son apenas algunos de los antecedentes remotos del imperio estadounidense. Vendría luego el discurso de los Padres Fundadores y después el de sus más conspicuos representantes, en cuyas palabras inequívocas se lee su misión imperial sobre el mundo. Aunque Williams advierte que las palabras “imperio” e “imperialista” no gozan de cómoda hospitalidad en las mentes y en los corazones de la mayoría de los norteamericanos de hoy, señala que era el vocabulario común de quienes hicieron la revolución contra el imperio británico. Agrega Williams que las generaciones posteriores han sido resueltamente menos francas en relación con sus actitudes y prácticas imperiales, y que han utilizado giros semánticos más refinados, que en esencia significan lo mismo, como “extender el área de la libertad”, “preservar la integridad territorial y administrativa” o “salvar el mundo para la democracia”.

Para sustentar sus puntos de vista, Williams compila toda una serie de conceptos, tanto de los Padres Fundadores de los Estados Unidos de Norteamérica como de algunos presidentes estadounidenses, en los que se ven claramente el propósito y la vocación imperialistas, desde el mismo momento en que nació ese Estado hasta nuestros días. Así, por ejemplo, Thomas Jefferson, al tomar posesión como Presidente de los Estados Unidos, en 1801, dice: “Nuestro triunfo suministra una novedosa prueba de la falsedad de la doctrina de Montesquieu, en el sentido de que una república puede conservarse únicamente en un modesto territorio. Lo contrario es la verdad”. Y el mismo Jefferson, en carta dirigida a James Madison el 27 de abril de 1809, le manifiesta: “Estoy persuadido de que ninguna constitución fue nunca antes tan bien pensada como la nuestra para el imperio anchuroso y el autogobierno”. El presidente Theodore Roosevelt, en 1904, asume su vocación de policía del mundo en estos términos: “La mala conducta crónica, o la impotencia que resulta en una disolución general de los vínculos de la sociedad civilizada, puede, en el Hemisferio Occidental, forzar a los Estados Unidos, aun en contra de su voluntad, al ejercicio de un poder de vigilancia internacional”. Y John Fitzgerald Kennedy, en 1960, sentenciaba: “Hoy en día nuestras fronteras se encuentran en todos los continentes”. Durante el siglo XX se registraron varias cruzadas de puritanismo fundamentalista: “desenmascaramiento” del “peligro rojo” de 1919-1920, la cacería de comunistas emprendida por Douglas McArthur a comienzos de la década de 1950 y la histeria de Watergate desatada en 1973-197412.Y el siglo XXI se estrenó con una paranoia desorbitada, a raíz de los horrendos hechos del 11 de septiembre de 2001. La consigna de Kennedy, en el sentido de llevar las fronteras del imperio a todos los continentes no es tema nuevo, ni lo era en 1960. Durante los últimos doscientos años Estados Unidos no ha dejado de intervenir en los asuntos internos de muchos países de África, Asia, Europa y América Latina. La primera intervención la realizó entre 1798 y 1800, en guerra naval no declarada con Francia, según lo señala Williams en el primer Apéndice, de cuatro en total que trae su obra El imperio como forma de vida. Entre las múltiples guerras que ha promovido o en las que ha intervenido Estados Unidos después de la Segunda Guerra Mundial y hasta nuestros días, cabe mencionar las siguientes: Guerra Fría, Corea, Vietnam, Golfo Pérsico, Kosovo, Colombia y Afganistán.

(*) Revista Diálogo de Saberes, enero-junio de 2009


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