La columna internacional de Jorge Elbaum
LAS
NUEVAS GUERRAS (*)
El deterioro de la
política doméstica de los Estados Unidos tiene correlato en la degradación de
su política exterior. La tradición injerencista de Washington busca impedir su
paulatina declinación como referencia de la política mundial y apela a
innovadoras conceptualizaciones y prácticas para evitar un mayor deterioro.
En un intento por sortear las repetidas derrotas
estratégicas sufridas desde
El libro de McFate se titula Las nuevas reglas de la guerra: la victoria en épocas
de desorden, y se ha constituido en el texto de consulta obligada
para los funcionarios que ejecutan las políticas de intervención en los países
que Estados Unidos considera bajo su ámbito de influencia. Desde el prólogo, se
anuncia que es una respuesta a los peligros detectados por los oficiales que
han participado de las últimas aventuras trágicas del modelo imperial: el
ascenso de China, el resurgimiento de Rusia, la creciente escasez de los
recursos naturales y las conflictividades intraestatales. Las sugerencias
planteadas por McFate exhiben con total procacidad las iniciativas de
manipulación, vigilancia, simulación y engaño sistémico utilizadas por
Washington para intentar conservar su poder devaluado. El desembozado
injerencismo planteado en Las Nuevas Reglas reivindica la
militarización de la política a partir de la utilización de los medios de
comunicación, la gestión del desorden y la generación de conflictos internos.
La hipótesis central
del autor es que Estados Unidos ha sido derrotado en todas las confrontaciones
militares desde
El enfoque supone que la victoria en el campo de batalla
es obsoleta. El autor afirma críticamente que Estados Unidos invierte billones
de dólares en aviones de combate y robots asesinos y que, sin embargo, no logra
imponerse: “Necesitamos el dominio de (…) la subversión estratégica para evitar
que los problemas se conviertan en crisis y las crisis en conflictos”. Para eso
se requieren más académicos, más Hollywood, más ONGs, más servicios de
inteligencia y menos portaviones. El conflicto actual se desenvuelve en las
sombras, en los ejércitos privados (las empresas contratistas de mercenarios),
el anonimato, las operaciones de confusión y propaganda. Las fuerzas militares
convencionales –profetiza McFate– deben ser reemplazadas por grupos
enmascarados ajenos a las regulaciones convencionales de la guerra. Entre sus
propuestas, llega a considerar la creación de cuerpos similares a
Sus actores prioritarios estarán en guerra permanente
porque las escenas bélicas no comenzarán ni terminarán. Serán una continuidad
acorde con el desorden global, los ejércitos privados, la entropía, el
terrorismo, las operaciones de inteligencia y la búsqueda permanente por ganar
la legitimidad; es decir, la aquiescencia de una población. Lo que McFate
propone –y las delegaciones diplomáticas de Washington están ejercitando– es la
exaltación de una guerra total en la que se asume la imposibilidad de respetar
las regulaciones de los conflictos armados (
Entre las sombras
La nueva biblia bélica pretende ser una caracterización
pero termina imponiéndose como un decálogo de ejecución. Los corolarios de su
doctrina se observan con claridad en los capítulos tercero y cuarto del Documento de Seguridad Estratégica de diciembre 2017,
difundido por Donald Trump, donde se ensayan reconversiones de las
fuerzas militares en grupos de operaciones dedicados a tareas especiales, cuyo
centro son los contenidos culturales, los memes, la ridiculización de
dirigentes políticos enemigos, las operaciones judiciales, el control de los
aparatos comunicacionales y el engaño planificado. La política ya no se piensa
como una forma diferente de la guerra, sino que es una de sus facetas. “Si los
gobiernos pueden hacer que la comunicación estratégica sea rentable –subraya
McFate–, el sector privado
puede ser creativo para satirizar a Putin montando osos. En esa
misma lógica cuestiona que China haya comprado algunos estudios de Hollywood,
hecho que hace imposible “presentar al gigante asiático como un villano en las
películas”, enfoque que ayudaría más que las armas para enfrentarlos.
Para poder insertarse en el nuevo mundo de la guerra,
habrá que derivar parte de inmensos recursos bélicos a la administración de
mentiras comunicacionales (fake-news) ajenas a cualquier
regulación soberana. Esto supone el retorno a un mundo pre-westfaliano (casi
hobbesiano, de guerra de todos contra todos) donde conviven ejércitos privados,
guerras sin Estados y organizaciones terroristas de triple bandera, dirigidos
por fondos de cobertura financieros. Lejos de rechazar la anarquía y la anomia,
McFate –autor también del libro El mercenario moderno– las conceptualiza
como un territorio fértil
para los nuevos formatos bélicos. Se trata de una
conflictividad atemporal, de pugnas duraderas sin bandos totalmente
triunfantes. Una administración permanente de la crisis global para sostener el status quo del
liderazgo global de Washington. Un reciente ejemplo de este paradigma fue
transparentizado por el sincericidio del empresario Elon
Musk, quien afirmó por redes sociales: “Derrocaremos a quien haga falta” para
poder acceder al recurso natural que se requiere para la producción de sus
autos eléctricos (el litio).
Algunos de los apotegmas apuntados en Las Nuevas
Reglas indican que “las mejores armas no disparan balas”, sino
que son campañas efectivas de propaganda, lobby y relaciones públicas, basadas
en la compra de voluntades y en el poder blando que supone la utilización de
cócteles diplomáticos, la concesión de ventajas aspiraciones y la invitación a
Congresos de Seguridad y lucha antiterrorista: una Green Card –sugiere McFate– puede
comprar a muchos políticos, jueces o periodistas. Las batallas sangrientas,
afirma, serán cada vez menos eficaces. La nueva guerra debe transformarse
en un espectáculos de héroes y villanos, luego de que se demonice al
contrincante y se lo caracterice ante el gran público como el enemigo del
pueblo, en clara analogía de Henrik Ibsen.
En la misma lógica
que el recordado libro de Jean Baudrillard (La guerra del Golfo no ha existido),
pero con un tono más cínico, McFate señala que siempre será necesario el
camuflaje de las acciones políticamente consideradas incorrectas, con el
objetivo de obtener ventajas. No se puede salir derrotado de Vietnam –sugieren
Las Nuevas Reglas– porque se autorice la divulgación del uso generalizado del
napalm. Su pensamiento, inserto en una lógica imperial (que pretende la
supresión de soberanías de terceros países), priva a McFate de
identificar las verdaderas causas estructurales de la conflictividad mundial:
la desigualdad, el hambre, el control corporativo de los recursos naturales, la
degradación ambiental, la violencia patriarcal sistémica, el neocolonialismo
y/o la beligerancia funcional a la comercialización de armas.
En el anexo, el autor brinda 36 recomendaciones para los
nuevos comandantes político-militares, responsables de garantizar a futuro la
continuidad de la hegemonía de Washington. Las estratagemas devienen de
exégesis arbitrarias y forzadas de las indicaciones realizadas por Sun Tzu
hace 15 siglos.
1. Se deben esconder
las verdaderas intenciones. En el caso de Argentina, el discurso de los valores,
la república y la corrupción son claros ejemplos de cómo se
enmascara la cruda intención de impedir la integración regional, la soberanía
estatal, el empoderamiento de los sectores populares y la democratización de la
renta, la propiedad y la riqueza.
2. Hay que detectar
aliados antes de considerar los ataques. Las delegaciones diplomáticas de
Washington funcionan habitualmente como un centro de reclutamiento de elites
locales dispuestas a impedir el fortalecimiento de las representaciones
nacionales y populares. “Dispone alianzas con los enemigos de tus enemigos”.
3. Es necesario
falsificar, tergiversar, confundir y complejizar el discurso y el debate social.
Se buscará, sobre todo, que sea imposible comprender con claridad los
beneficiarios y víctimas de cada una de las medidas políticas. El autor lo dice
más claramente: “Es necesario inventar realidades creíbles”. Para ejemplificar
esta máxima, afirma: “Cuando Rusia quiere desestabilizar Europa, no amenaza con
una acción militar, como hizo
4. Hay que irritar al
enemigo. Se trata de entablar negociaciones sobre problemas aparentes para
impedir que se aborden aspectos estructurales. “Marea a tu enemigo,
sorpréndelo, discute cosas intrascendentes (…) Vuelve loco a tu enemigo, ponlo
nervioso, ritualízalo”. El autor propone el diseño de subversiones a medida,
revolución de colores y operaciones psicológicas de prensa como centro
estratégico de la doctrina militar.
5. Saca a tu enemigo de
su lugar de fortaleza. La actual pandemia pone en evidencia que el denominado control de la
calle, expresado en términos de exhibición de la capacidad de
movilizar a la sociedad civil, supone una incomodidad para la tradicional
capacidad de movilización social de las organizaciones populares. La
insistencia de Juntos por el Cambio en que “el oficialismo ha perdido la calle”
aparece como una evidente homología al apotegma de McFate.
6. El enfrentamiento en
la sombra será el dominante. Esto incluye la ciberguerra, la inoculación del
odio hacia referentes políticos, el despliegue de servicios de inteligencia en
todas las áreas, y la difusión orgánica de la desinformación y la fragmentación
social planificada. En la guerra planteada se llega a la victoria parcial
cuando se conquista la aceptación de los ciudadanos. Gana el que impone una
noción de verdad. “Quien decide qué es real, es el ganador”. En este marco, las
operaciones encubiertas son las únicas eficaces. La manipulación de la opinión
pública es el misil estratégico. Hay un batalla por la narrativa, por los
relatos y esa disputa se gana también con la confusión, la creación de verdades
alternativas y de invisibilizaciones.
7. Los militares, por
su formación, son vulnerables a los medios de comunicación. Ergo, hay que
formar soldados mediáticos, actores, hábiles declarantes, instigadores de
odios, etc.
La maquinaria bélica de Washington sigue impulsada por
una maquinaria monopólico-corporativa que necesita aniquilar la libertad y la
soberanía de las naciones que no son funcionales a la continuidad de su modelo
dominante y su intrínseca celebración de la muerte. Los gigantes hacen ruido
cuando caen. Esa es la causa por la que hay que estudiar sus movimientos, sus
libros guerreristas y sus doctrinas. Sobre todo para reducir el daño. Pero
también para evitar que derrumben sobre inocentes.
En abril de 2019 Donald Trump se comunicó
telefónicamente con Jimmy Carter –de 94 años de edad– para intercambiar
opiniones sobre el conflicto con China y la pérdida de ventajas económicas,
tecnológicas y comerciales respecto a Beijing. Carter divulgó la comunicación y le brindó su opinión al
actual mandatario: “En 1979 iniciamos la regularización de las
relaciones diplomáticas con ese país. ¿Sabes cuántas veces China ha estado en
guerra con alguien desde ese momento? Ninguna. Y nosotros vivimos en guerra …
somos la nación más guerrera de la historia del mundo, debido a la tendencia de
Estados Unidos de obligar a otras naciones a adoptar nuestros principios (… )
¿Cuántas millas de ferrocarril de alta velocidad tenemos en este país? China
tiene unas
Este intercambio entre Carter y Trump deja en claro
porqué el jefe del Departamento de Estado Mike Pompeo distribuye el libro de
McFate a sus interlocutores, mientras que Xi Jinping obsequia el programa de
integración y cooperación mundial denominada Nueva Ruta de
De un lado la obsesiva reflexión sobre la guerra. Del
otro los puentes de la cooperación internacional. América Latina deberá
interpretar la encrucijada.
(*) El cohete a la luna, 30/8/020
Comentario
Hernán Andrés Kruse
1/9/020
En su esclarecedor artículo Jorge Elbaum
expresa:
“El libro
de McFate se titula Las nuevas reglas de la guerra: la victoria en épocas de
desorden, y se ha constituido en el texto de consulta obligada para los
funcionarios que ejecutan las políticas de intervención en los países que
Estados Unidos considera bajo su ámbito de influencia. Desde el prólogo, se
anuncia que es una respuesta a los peligros detectados por los oficiales que
han participado de las últimas aventuras trágicas del modelo imperial: el
ascenso de China, el resurgimiento de Rusia, la creciente escasez de los
recursos naturales y las conflictividades intraestatales. Las sugerencias
planteadas por McFate exhiben con total procacidad las iniciativas de
manipulación, vigilancia, simulación y engaño sistémico utilizadas por
Washington para intentar conservar su poder devaluado. El desembozado
injerencismo planteado en Las Nuevas Reglas reivindica la militarización de la
política a partir de la utilización de los medios de comunicación, la gestión
del desorden y la generación de conflictos internos”.
Como bien
expresó Raymond Aron, Estados Unidos es una república imperial. En
consecuencia, su afán de dominación está en su esencia, corre por las venas de
su clase dirigente. Al ser un imperio siempre está en guerra con el resto del
planeta, salvo Gran Bretaña, Canadá y las potencias de
INTRODUCCIÓN
Formalmente,
Estados Unidos de Norteamérica no es un imperio. Sin embargo, la realidad
desmiente el texto de sus instituciones republicanas y las declaraciones
protocolarias con las que sus gobernantes contemporáneos pretenden tranquilizar
a los pueblos del orbe. El estadounidense William Appleman Williams, en su obra
“El imperialismo como forma de vida”, en primer término nos invita a reconocer
esa realidad, así: “Yo nací y me crié en el útero imperial norteamericano, pero
mi experiencia y mi estudio de la historia me han capacitado para comprender
que debemos dejar esa incubadora imperial si queremos convertirnos en
ciudadanos del mundo real”. Como las víctimas suelen darles una mano a sus
verdugos, hay regados por todo el planeta muchos obsecuentes lacayos y hasta
exquisitos apologistas que, con el pretexto de exaltar las virtudes del pueblo
norteamericano, resultan alabando a la dirigencia política y empresarial de
Estados Unidos. Pero una cosa es el imperio, y otra cosa bien distinta el
pueblo estadounidense. Cuando se percibe la intervención de Estados Unidos en
los asuntos internos de cualquier país débil (y frente al gran imperio lo son
casi todas las naciones del mundo), cuando se observa su despliegue de la
fuerza militar –uniformada o encubierta–, cuando se ve la arrogancia de algunos
de sus mandatarios fungiendo como policías del planeta, de inmediato se piensa,
con prevención, que así debe ser todo el pueblo norteamericano. Sencillamente
así es el imperio estadounidense, se dice. Aunque esa creencia se halla bien
fundada en el comportamiento objetivo de los gobernantes, legisladores y mariscales
de campo, no todo el pueblo estadounidense es, piensa y obra como aquellos
petulantes que dicen representarlo.
Entonces,
¿quién es el pueblo estadounidense? El pueblo estadounidense está constituido
por todos aquellos hombres y mujeres que ayer y hoy se quedaron en ese extenso
suelo de promisión; por quienes lograron una compacta mezcla de las más
heterogéneas razas, etnias, religiones, lenguas, costumbres y culturas de todo
el mundo; por quienes experimentaron sufrimiento al tener que dejar su lugar de
origen, pero llevando en el alma la ilusión, la fuerza y la audacia del
inmigrante; por quienes fueron llegando después de
UN
IMPERIO PARE OTRO IMPERIO
La
creencia, en su misión imperialista y mesiánica, que tiene la dirigencia
estadounidense no es de ahora. Como la educación y la formación del hombre,
dicha creencia le viene de su origen, de su crianza, de lo que se le enseñó en
casa. Los pasos iniciales que dieron los primeros líderes británicos tuvieron
como propósito parir un imperio, crearlo y formarlo al otro lado del Atlántico.
La colonización inglesa comenzó cien años después de la llegada de españoles y
portugueses a estas tierras, pero lo hizo con mucha audacia, con mucha fuerza y
con un propósito cierto: establecer un imperio. Quien se acerque, así sea de
manera fugaz a la historia de Estados Unidos, lo podrá comprobar fácilmente.
Luego de su sincera confesión que se transcribió en la nota introductoria,
Williams señala que el actual imperio estadounidense comenzó a gestarse en el siglo
XVI. “El imperio –dice– de los siglos XIX y XX, conocido como Estados Unidos de
América, se inició como un resplandor en los ojos de varios críticos y
consejeros de Isabel I, en el siglo XVI, y no es improbable que como un
pensamiento en la propia mente de su Majestad”. En 1582 el joven Richard
Hakluy, quizá el primer estratega de la política internacional, exhortaba a la
reina Isabel I de Inglaterra a no demorar más la creación de ese Imperio. “No
me sorprende un ápice –dice Hakluy– que desde el primer descubrimiento de
América (que tuvo lugar hace ya noventa años), después de la magna conquista y
colonización a la que procedieron allí españoles y portugueses, nosotros, en
Inglaterra, no hayamos tenido la inspiración de establecernos sin demora en
tierras tan feraces”. Así predicaba John Aylmer en su escrito Un refugio para
los fieles y los justos: “Dios es inglés. Por eso no lucháis sólo por nuestro
país, sino también y principalmente en defensa de la verdadera religión de Dios
y de su verdadero hijo Cristo”. Con ese propósito desembarcaron los colonos del
Mayflower, el 11 de diciembre de 1620, en lo que más tarde sería Massachusetts:
crear el reino de Dios en
También
con el convencimiento de ser el pueblo escogido por Dios, llegó diez años más
tarde (1630) la tripulación comandada por el fundamentalista John Winthrop,
quien escribió: “Todas las otras Iglesias de Europa se encuentran en decadencia
y es innegable que lo mismo nos está sucediendo a nosotros[…]. La mayoría de
los niños, incluso los más inteligentes y aquellos de quienes más se puede
esperar, están pervertidos, corrompidos y profundamente abrumados por la
multitud de los malos ejemplos y el licencioso gobierno de sus escuelas”.
Después de ese diagnóstico, que muestra una sociedad inglesa sumida en la
perversión, Winthrop convocó a sus compañeros de travesía a convertir la
colonia de Nueva Inglaterra en un Estado y en una Iglesia que sirvieran de
redención al Viejo Mundo. Según los ideales de aquel preocupado timonel, el
imperio a constituir debía ser un paradigma en el que tendrían puestos los ojos
todas las naciones del mundo, por lo que concluía diciendo: “Debemos considerar
que seremos como una ciudad sobre una colina: los ojos de todo el mundo nos
miran”. Los anteriores son apenas algunos de los antecedentes remotos del
imperio estadounidense. Vendría luego el discurso de los Padres Fundadores y
después el de sus más conspicuos representantes, en cuyas palabras inequívocas
se lee su misión imperial sobre el mundo. Aunque Williams advierte que las
palabras “imperio” e “imperialista” no gozan de cómoda hospitalidad en las
mentes y en los corazones de la mayoría de los norteamericanos de hoy, señala
que era el vocabulario común de quienes hicieron la revolución contra el
imperio británico. Agrega Williams que las generaciones posteriores han sido
resueltamente menos francas en relación con sus actitudes y prácticas
imperiales, y que han utilizado giros semánticos más refinados, que en esencia
significan lo mismo, como “extender el área de la libertad”, “preservar la
integridad territorial y administrativa” o “salvar el mundo para la
democracia”.
Para
sustentar sus puntos de vista, Williams compila toda una serie de conceptos,
tanto de los Padres Fundadores de los Estados Unidos de Norteamérica como de
algunos presidentes estadounidenses, en los que se ven claramente el propósito
y la vocación imperialistas, desde el mismo momento en que nació ese Estado
hasta nuestros días. Así, por ejemplo, Thomas Jefferson, al tomar posesión como
Presidente de los Estados Unidos, en 1801, dice: “Nuestro triunfo suministra
una novedosa prueba de la falsedad de la doctrina de Montesquieu, en el sentido
de que una república puede conservarse únicamente en un modesto territorio. Lo
contrario es la verdad”. Y el mismo Jefferson, en carta dirigida a James
Madison el 27 de abril de 1809, le manifiesta: “Estoy persuadido de que ninguna
constitución fue nunca antes tan bien pensada como la nuestra para el imperio
anchuroso y el autogobierno”. El presidente Theodore Roosevelt, en 1904, asume
su vocación de policía del mundo en estos términos: “La mala conducta crónica,
o la impotencia que resulta en una disolución general de los vínculos de la
sociedad civilizada, puede, en el Hemisferio Occidental, forzar a los Estados
Unidos, aun en contra de su voluntad, al ejercicio de un poder de vigilancia
internacional”. Y John Fitzgerald Kennedy, en 1960, sentenciaba: “Hoy en día
nuestras fronteras se encuentran en todos los continentes”. Durante el siglo XX
se registraron varias cruzadas de puritanismo fundamentalista:
“desenmascaramiento” del “peligro rojo” de 1919-1920, la cacería de comunistas
emprendida por Douglas McArthur a comienzos de la década de 1950 y la histeria
de Watergate desatada en 1973-197412.Y el siglo XXI se estrenó con una paranoia
desorbitada, a raíz de los horrendos hechos del 11 de septiembre de 2001. La
consigna de Kennedy, en el sentido de llevar las fronteras del imperio a todos
los continentes no es tema nuevo, ni lo era en 1960. Durante los últimos
doscientos años Estados Unidos no ha dejado de intervenir en los asuntos
internos de muchos países de África, Asia, Europa y América Latina. La primera
intervención la realizó entre 1798 y 1800, en guerra naval no declarada con
Francia, según lo señala Williams en el primer Apéndice, de cuatro en total que
trae su obra El imperio como forma de vida. Entre las múltiples guerras que ha
promovido o en las que ha intervenido Estados Unidos después de
(*)
Revista Diálogo de Saberes, enero-junio de 2009
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