La columna de economía de Claudio Scaletta

 


El acecho de la dolarización

23 de octubre, 2021

El Destape

Cualquier nuevo consenso productivo para el desarrollo deberá resolver el principal problema de la economía, que es el bimonetarismo, lo que supone necesariamente terminar con uno de sus peores efectos: el régimen de alta inflación. 

No son verdades de Perogrullo. La alta inflación secular se volvió agobiante para la mayoría. Algunos actores económicos parecen más entrenados y mejor posicionados para convivir con ella, hablamos de los empresarios, sean comerciantes, productores, financistas, o las tres cosas. Pero el problema no impacta igual para el trabajo que para el capital. Quienes viven de ingresos fijos, los trabajadores, actualizan su estipendio en forma periódica, el capital lo hace de manera constante. Quienes tienen ingresos fijos, entonces, experimentan siempre una sensación de pérdida frente a cada shock nominal de precios, la ida cotidiana al mercado, “sensación” que además es una realidad palpable en la estrechez creciente del bolsillo. Dicho de otra manera, para el capital los procesos de alta inflación no son sinónimo de caída de la tasa de ganancia. El trabajo, en cambio, siempre pierde. La inestabilidad macroeconómica redunda siempre en distribución regresiva del ingreso. 

La inflación es un efecto de causas más profundas en el que no existen acuerdos ni siquiera al interior de las principales corrientes del pensamiento económico. En este espacio se la explicó muchas veces desde una de las corrientes de la heterodoxia (ver ejemplo). Pero más allá de los debates teóricos, en la economía local, existe un consenso creciente –si se excluyen los extremos ideológicos– sobre la relación entre la inestabilidad cambiaria y el nivel de precios. Con independencia de la forma de lograrlo, el consenso es que debe buscarse la estabilidad cambiaria.

En el último medio siglo de historia local existió un solo proceso exitoso de eso que los economistas llaman “programa de estabilización de shock”. Fue la convertibilidad de Domingo Cavallo. No se reabre aquí el debate sobre los desastrosos efectos de largo plazo de este programa, pero debe recordarse que la estabilidad macroeconómica de sus primeros años fue la herramienta que hizo posible sostener el consenso social para un programa que, al mismo tiempo, achicaba el entramado industrial, enajenaba el patrimonio público y destruía las funciones del Estado y cuya contrapartida fue una altísima desocupación y, en sus últimos años, una explosión de endeudamiento externo. Lo que se quiere destacar con el recuerdo de la convertibilidad es que la sociedad valoró más la relativa estabilidad de precios de esos años que la destrucción subyacente del aparato productivo o el dato horrible de que una porción de sus compatriotas engrose la fila de los excluidos del sistema.

No se trata de ponerse memoriosos, pero debe recordarse que cuando comenzó a ser evidente el fracaso de la convertibilidad, quienes abogaban por mantener el nuevo orden social que el régimen había creado comenzaron a hablar de la dolarización de la economía. Eso era lo que se discutía antes de su estallido.

Regresando al presente, a partir de la nueva crisis externa de magnitud provocada por el súper endeudamiento macrista, que desembocó en una cesación de pagos virtual, el nuevo gobierno que asumió en diciembre de 2019 debió abocarse a renegociar los pasivos, tanto con privados como con el FMI. El nuevo contexto, marcado por la escasez de divisas, junto a la persistencia de falsas creencias como la del “tipo de cambio competitivo y estable”, fue agravado por la pandemia, que significó una impresionante pérdida de 10 puntos del PIB en 2020, una sumatoria que sigue afectando alcanzar el objetivo de la estabilidad cambiaria y, por extensión, de la estabilidad macroeconómica. 

Si el bimonetarismo sigue persistiendo la estabilidad será cada vez más imposible. Para darse cuenta alcanza con observar cada uno de los lados de la ecuación externa. Del lado izquierdo están las exportaciones, del lado derecho, al otro lado del signo igual, las importaciones, los viajes al exterior, los pagos de deuda y la dolarización de todos los excedentes de la economía, a los que suele mal llamarse “fuga”. En el pasado, a la izquierda de la ecuación podía sumarse el endeudamiento y la entrada de capitales. En el mediano plazo al menos el primer elemento, endeudarse, debe descartarse. La segunda opción consistía en reducir las importaciones vía devaluación y ajuste salarial. Aquí tampoco existe más margen social para seguir ajustando. Los salarios en moneda dura ya cayeron lo suficiente y se encuentran en el límite, sino por debajo, de la estabilidad social.

Lo que se intenta destacar es que el desafío del presente para lograr la estabilidad macroeconómica es mayúsculo. Pero si esta búsqueda fracasa, la inestabilidad podría potenciarse, aumentando el agobio de las mayorías. Si esto sucede el principal riesgo que acecha a la economía local es, nuevamente, la dolarización, como ocurre de facto en algunas economías fallidas como Venezuela, o de derecho como en Ecuador. Esta dolarización sería en sí misma un deseable “programa de estabilización de shock”. En un contexto de saturación respecto de la inestabilidad cualquiera que proponga una salida de este tipo hasta podría conseguir el suficiente apoyo popular para su impulso. El votante medio no suele mirar el largo plazo.

En tanto consiga la ansiada estabilización, la dolarización hasta podría tener un efecto positivo de bienestar en los primeros años, similar al que tuvo en sus comienzos la ley de Convertibilidad. Para los trabajadores sería el fin de la profunda inestabilidad de precios, para el capital, si bien por un lado se perdería la posibilidad de intervalos con salarios decrecientes, se conseguiría un objetivo superior: la destrucción prácticamente total de una de las dos patas de la política económica, que es la política monetaria, lo que significa una mayor retracción del poder estatal. El problema vendrá después, como lo demuestra el ejemplo de Ecuador: a la dolarización es relativamente fácil entrar, pero resulta casi imposible salir. Cualquiera sea el camino significaría la renuncia simple y llana al sueño del desarrollo y la consolidación de una sociedad dual e invivible para una gran porción de la población. Conviene advertirlo antes de que sea demasiado tarde.

 

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