La pluma de Marcelo Figueras

 


LA REVISTA DISLOCADA (*)

Puedo gozar a lo loco de una película como La crónica francesa (The French Dispatch, 2021) porque, como su autor, Wes Anderson, disfruté desde niño de esos artefactos anacrónicos que se llaman revistas. Anderson concibió el film como carta de amor a un medio que sigo desde hace décadas: The New Yorker, la revista fundada en 1925 por el matrimonio que componían Harold Ross y Jane Grant.

Se podría decir que Anderson —el creador de maravillas como RushmoreLos fabulosos Tenembaum y Moonrise Kingdom— no sería exactamente quién es, ni tampoco lo sería su cine, sin The New Yorker. La revista conserva rasgos de lo que en algún momento fue su modernidad y hoy constituye un estilo deliciosamente retro: desde su tapa ilustrada (nunca una foto), pasando por las viñetas de humor gráfico, ciertas secciones (como Perfiles o The Talk of the Town, que comenta qué mueve el amperímetro en Manhattan) y su mezcla de periodismo duro, crítica y textos literarios. Porque The New Yorker ha sido siempre una revista literaria, que incluye poemas y relatos y ha sido funcional a la consagración de gente que hoy sabemos indiscutible, como Dorothy Parker, J. D. Salinger, Truman Capote, Alice Munro, Philip Roth, Shirley Jackson, John Updike y Lorrie Moore. (La revista ayudó también a que Stephen King fuese reconocido como escritor serio y no sólo como un pochoclero literario.)

Las películas de Wes Anderson son una versión cinematográfica de ese estilo deliberadamente passé, algo estático, obsesivo por el detalle hasta el manierismo y siempre neurótico pero de un modo adorable. Si ustedes son de esos bichos raros que encuentran placer en un elemento estético que para la mayor parte del mundo es invisible o pasa desapercibido —por ejemplo: yo amo la tipografía del New Yorker, que se llama Adobe Caslon—, considérense número puesto para convertirse en fans del cine de Wes Anderson.

Hay características de su estilo que pueden atribuirse a la condición de lector del New Yorker, sin temor a errar. La tendencia a las composiciones estáticas y frontales, por ejemplo, más próxima a la fotografía y la ilustración que al cine estadounidense que se reivindica como puro movimiento. (La revista es un objeto que sostenemos para que quede perpendicular a nuestros ojos. Dentro de su encuadre no hay movimiento —como en buena parte de las composiciones de Anderson—, hasta que se da vuelta la página… o, en el cine, se corta a otro plano.) El tono de sus relatos es siempre literario. (Como lo son en el New Yorker hasta los textos periodísticos largos, que siempre exhiben la marca de autor en el orillo. He tenido la suerte de conocer a dos de las plumas que contribuyen con la revista: Francisco Goldman, el autor de El arte del asesinato político, y Jon Lee Anderson, responsable de una monumental biografía del Che Guevara. Y ambos son grandes periodistas, sí, pero ante todo son escritores de verdad.)

En los films de Wes Anderson queda claro además un rasgo inusual en un cineasta: su amor por las tipografías. (Cuando uno de los personajes del film dice: «No tengo memoria fotográfica, tengo memoria tipográfica», suena casi a confesión.) A ese respecto, La crónica francesa —que se estrenó hace pocos días en los cines, como antes era mandatorio por tradición— es lo que aquel hombre insigne del periodismo argentino llamado Minguito definiría como un festival p’al ojo. Su forma de componer cada cuadro es tan pensada, tan abigarrada, que más que encuadrada parece escrita. La belleza de los planos que arma es siempre deslumbrante, alguien debería editar un libro de lujo —si es que no lo han hecho ya— que reproduzca los tableaux vivants más memorables de sus películas. Pero más allá de lo puramente visual, sus composiciones sugieren la sensibilidad del calígrafo obsesivo: el tipo que, sabiendo que la letra con la que se expresa a mano es preciosa, llena libretas con textos y garabatos, anota en los márgenes, escribe vertical y en diagonal y en círculos pero conservando siempre las simetrías a las que la página en blanco —o la pantalla— invitan. Por todo esto, La crónica francesa es un film que, más que a ser visto, llama a ser leído. Y al cual, de hecho, procesamos mentalmente como se lo hace con la lectura de una revista.

El film gira en torno de un medio imaginario que también se llama La crónica francesa. Anderson se lo atribuye a un editor oriundo de Kansas, Arthur Howitzer Jr. —Bill Murray, siempre excelente—, figura inspirada en el creador del New Yorker, Harold Ross, a quien al final le dedica la película. Esta revista tiene su redacción en el pueblito galo de Ennui-sur-Blasé, igualmente ficcional. (Un chiste andersoniano: ennui significa tedio, letargia, y blasé significa hastiado, o sea que el pueblo se llamaría algo así como: Encima De Aburrido, Apático.) Se supone que, durante una buena porción del siglo XX, esa revista ha convocado a una legión de periodistas expatriados de habla inglesa, por supuesto moldeados a imagen y semejanza de autores legendarios del New Yorker, como James Baldwin y Mavis Gallant.

El tema es que Howitzer Jr. muere súbitamente, y según estipula su testamento, la revista debe morir con él, mediante un número final que incluya artículos antológicos y el correspondiente obituario. El film adquiere entonces una naturaleza episódica, porque funciona como sucesión de textos distintos, al igual que ocurre en cualquier revista. Y esa miscelánea nos permite saltar entre épocas, estilos e intereses. Uno de los relatos habla de un pintor genial, encerrado en la cárcel porque purga condena como autor de homicidios caprichosos. Otro recrea una rebelión juvenil al estilo Mayo del ’68, y para ello juega —se la iba a perder— con las marcas idiosincráticas del cine de la nouvelle vague: Godard, Truffaut & Co. El último cuenta una cena concebida como degustación de un chef célebre que deriva en secuestro, persecución y final feliz.

El tono es jodón, como siempre en Wes Anderson. Pero también está presente el otro elemento esencial a su obra, aquel ingrediente que suele permanecer en el paladar de los espectadores que amamos su cine: la melancolía. En este caso, La crónica francesa es un film estructurado como réquiem para Howitzer/Ross, pero además suena a réquiem para una forma de hacer periodismo que tiende a desaparecer. Me refiero al periodismo que se practica con arte. Con tiempo para laburar, y por supuesto viáticos para bancar la experiencia. (Me encantó la escena en que una de las periodistas rinde sus gastos ante Howitzer: «Desayuno, almuerzo, cena, lavadero, trago vespertino, bocadillo de medianoche».) Hablo del periodismo que alentaba la creatividad del autor. Y que reconocía la autoridad del editor que hacía bien su trabajo, que era ver más allá de lo que el escritor, que por lo general se hundía en su historia hasta el cuello, podía ver.

Pero por extensión, La crónica francesa es asimismo un réquiem para ese soporte periodístico al que tanto le debemos y está en trance de desaparecer.

The review. Le magazin. La revista.

Demasiado tarde para lágrimas

Yo crecí en un mundo en el cual las revistas ofrecían información, entretenimiento e iluminación a raudales, pero además constituían una experiencia sensual. Eran el pariente rico de los diarios. Los cotidianos venían impresos en papel berreta, con imágenes borrosas. Manchaban los dedos mientras te atosigaban de información discutible (aquí cabe la definición de Chesterton respecto del periodismo: el acto de informar de la muerte de Lord Jones a gente que hasta entonces no sabía que existía Lord Jones), y caducaban en cuestión de horas, para reconvertirse como secante de pisos, envoltorio de huevos o tapizado interior de tachos de basura. Pero las revistas tendían a imprimirse en papel de calidad, a deslumbrar con fotos y diseño e incluir materiales más largos y sesudos. Al diario no tenías tiempo de extrañarlo, todavía no te habías desembarazado de uno y ya te encajaban el del día siguiente. A las revistas —semanales, quincenales, mensuales— las esperabas como se espera una cita. Las mejores entre ellas tenían alma de coleccionable: objetos para atesorar.

Apenas dispuse de algo de dinero, además de gastar en libros y en discos invertí en revistas. Dejo aquí de lado las de historietas, que son un universo en sí mismo. Comprando semanarios de interés general, como Time y Newsweek, me sentía más grande, más adulto, aunque sólo hacía algo así cuando encontraba en esa edición un tema de mi interés. (Siempre le entré a la realidad a través de la sección de Artes & Espectáculos.) Pronto me pasé a las especializadas: Rolling Stone, Musician, Down Beat, Omni, Cahiers du Cinema. De esta última conservo ejemplares garabateados con letra de hormiga, anotando la traducción de palabras que se me escapaban. (Podría decir que aprendí francés para leer esa revista de cine, y no exageraría.) Todavía conservo ejemplares de aquellas que son casi objeto de lujo, como Vanity Fair.

Con las revistas argentinas —a excepción de las de historietas, insisto—, me costó más. Mi abuelo leía Primera Plana, que marcó época, pero yo era demasiado chico para valorarla. Y mis viejos fueron más ramplones en ese área, consumían Gente & La Frivolidad. Con el tiempo me enganché con algunas revistas que empezaron a interpelarme. Primero con El Expreso Imaginario, que exploraba la cultura rock en el más amplio de los sentidos y además de cambiar figuritas musicales te hablaba de Werner Herzog, de los mapuches, de El huevo de la serpiente y de Jacques Cousteau. Más tarde me prendé de Humor Registrado y de El Péndulo —otra revista literaria, dedicada a la ciencia ficción y la fantasía—, en las que tuve el privilegio de trabajar eventualmente. Poco después Andrés Cascioli me permitió dirigir mi primera revista, llamada Caín, donde con Fabián Di Matteo nos lanzamos a la absurda tarea de imitar a la británica y lujosa The Face a partir de un papel nac & pop. Decí que muchos de aquellos textos se sostienen todavía. El diseño de Fabián era una maravilla, pero el pelpa y la impresión nunca le hicieron justicia. (Si no fuimos la primera revista en poner a Los Redondos en su tapa, le pego en el palo.)

Es que el soporte era inmejorable. Eso era lo que establecía el término review, que nuestro idioma tradujo como re-vista: un medio que invitaba a una segunda mirada, más honda, sobre lo real; a profundizar los temas que los diarios y los noticieros sobrevolaban y a expandir la mirada. La periodicidad más holgada invitaba a la elaboración, a concebir un producto añejado, bien destilado. Los materiales diarios eran respuesta casi instintiva a una necesidad, una pelota a la que le entrabas como venía, pero las revistas eran el permiso para darse lujos, para el jogo bonito. Y en especial en los medios del Hemisferio Norte, donde le daban al diseño todo el espacio que requiriese, se permitían publicar historias larguísimas e ilustraban profusa y elocuentemente.

No sé por qué aquí se privilegia el coitus interruptus periodístico. A no ser que se tratase de una revista especializada como El Péndulo, donde llegaron a publicar una novela entera de Mario Levrero, lo que primaba eran los materiales cortos. Imagino las voces que dirán: Y, los presupuestos de acá no eran los mismos que los de Nueva York. Pero no voy a ser tan gil de considerar que simplemente fue cuestión de plata, así como no creo que el mercado sin regulaciones conduzca la economía de manera virtuosa. Existe una línea histórica, política, de capitalistas argentos que tendieron a apostar por medios más bien flasheros, frivolones, que son al periodismo lo que el Nescafé es al espresso; y esa línea llega hasta el presente, colaborando a explicarlo.

Desde la mirada cortoplacista tan propia de nuestros ricachones, no hubo margen para crear un medio de excelencia con vocación de convertirse en institución cultural. En cuatro añitos más, el New Yorker cumplirá un siglo. Nosotros podríamos contar con una revista de la misma edad, pero acá los títulos más longevos son también los más pelotudos. Hagamos el Juego de las Diferencias —he ahí un clásico de mil revistas— entre clases dirigentes: lo que va de aquellos estadounidenses que asumieron que desarrollar la nación era potenciarse a sí mismos y por eso trabajaron fuerte y con visión de futuro, a nuestros mercachifles glorificados que buscaron el curro instantáneo, aunque eso significase joder al país. Diría Miguel Rep: la grandeza y la chiqueza.

Cuando era niño y también mientras fui joven, paraba en cada kiosko de diarios y revistas que me cruzaba. Lo que le pasa a los golosos ante otros kioskos —los de caramelos, chocolatines y yerbas dulces— me pasaba a mí ante el popurrí de revistas: no me alcanzaban los ojos. Con el tiempo desarrollé un método para escanear rápidamente la oferta desplegada, mucho antes de que existiese nada parecido a un scanner. Pero hace ya rato que perdí ese impulso. Lo cual no me inspira nostalgia, porque cambié el escaparate físico por el virtual, sé dónde y cómo buscar y la oferta de Internet es infinita. Pero me pregunto si no habremos perdido algo en el trueque, en el mismo sentido que me perturba la línea histórica de pedorros empresarios periodísticos que hilvana el último medio siglo argentino.

Cuando te tomabas el trabajo de ir hasta el kiosko, evaluar la cosa y meter la mano en el bolsillo, llevabas a casa un objeto con el que entablabas una relación física. Aun cuando te distraías y pasaban los días, la revista seguía ahí, recordándote la lectura pendiente — molestándote. Ahora tenemos un universo de contenidos al alcance, pero si no encendés o abrís tu aparato y encarás una búsqueda deliberada, ningún contenido te molesta — más allá de las publicidades, claro.

Las revistas eran un doble objeto de deseo, porque te renovaban el amoblamiento mental y porque manipularlas inspiraba un placer sensual. (Que no se contentaba con lo visual: la Vanity Fair venía con muestras de los más ricos perfumes, se los juro.) Ahora, el tiempo que dedicábamos a leer revistas lo pasamos en las redes que, como su misma denominación sugiere, nos atrapan apenas el celular o la PC nos comen los ojos. Y no es lo mismo. Antes, hasta para ser facho se te demandaba mínimo vuelo, como el del sofista Neustadt. Ahora se conforman con Fantino y consagran como diputado a un tipo con aspecto de Benny Hill y el carácter del Demonio de Tasmania.

En fin, como diría Arthur Howitzer Jr: No crying.

Acá no se llora.

(*) El Cohete a la Luna, 28/11/021

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