La columna política de Vicente Massot

 


La inflación pone en tela de juicio la continuidad del gobierno

Hubo unanimidad en los análisis respecto de cuanto aconteció —al menos en el ámbito de la capital federal— el pasado 24 de marzo. Según todos, en el “día de la Memoria” —que así lo han denominado— el camporismo hizo gala de su poder de movilización y realizó —claramente, a expensas de los seguidores de Alberto Fernández— una notable muestra de su poderío. La explicación es cuando menos curiosa, por no decir antojadiza o hasta disparatada. Cualquiera sabe, a esta altura, que en general las facciones de la izquierda criolla —marxistas, peronistas o pertenecientes a los llamados “movimientos sociales”— suelen, con relativa facilidad poner en la calle, en jornadas emblemáticas, a miles de manifestantes. Eso no es nuevo, ni mucho menos. Por el contrario, el fenómeno lleva décadas instalado entre nosotros y no hay razones valederas para imaginar que vaya a cambiar

Se habló de que unas 40.000 personas formaron parte de la columna que comenzó a marchar desde la ex–Escuela de Mecánica de la Armada para terminar su peregrinaje ideológico en la mítica Plaza de Mayo. Que ello represente, en las circunstancias actuales, una demostración de la musculatura de los muchachos de Cristina, suena ridículo. Si tanto fuese su peso específico, lo hubiesen puesto al descubierto en las recientes votaciones —llevadas a cabo en las dos cámaras del Congreso de la Nación— referidas al acuerdo con el Fondo Monetario Internacional. Dicho sea de paso, si se pasa revista a los votos de los últimos comicios legislativos, que se substanciaron en septiembre y noviembre del año pasado, lo que quedó demostrado no fue su fortaleza precisamente, sino su sorprendente debilidad. Con colectivos traídos de todo el país, choripanes gratis y planes sociales entregados al voleo, juntar gente a los efectos de agitar banderas y vocear consignas revolucionarias, nunca ha sido un problema. El poder corre por andariveles distintos.

Algo de esto parece preocupar a los miembros del directorio del FMI que —si bien le dieron luz verde al acuerdo, como era de esperar— expresaron su preocupación por la situación política del país. Al tiempo que los funcionarios del organismo, abriendo el paraguas, advirtieron acerca de los riesgos de incumplimiento que existían y de las dificultades, de envergadura no menor, que tendría que superar el gobierno kirchnerista en los dos años que le faltan para completar su gestión, los representantes de los países decisivos —con asiento en el directorio— hicieron trascender que, al margen de los aspectos técnicos del asunto, sus dudas están centradas en la incertidumbre generada por la fragmentación del poder que existe en la Argentina. Ninguno de los dos elencos —por llamarles de alguna manera— se equivocaban. Hacer honor a la letra del acuerdo es imposible y eso quedará en evidencia en poco tiempo. Razón de más para dar por sentado que antes de este fin de año habrá que revisar el pliego de condiciones pactadas por las partes. Las facilidades extendidas a la administración de Alberto Fernández son laxas y a ninguno de los actores se le caerá un anillo o se rasgará las vestiduras si a mitad de camino, o antes quizás, deba modificarse la partitura. El tema de quién manda en estas playas es cuestión más delicada.

El presidente —con esa soltura notable que acredita a la hora de expresar lo que cualquiera con dos dedos de frente se guardaría para sí— repitió que él no es un títere de nadie y que el timón se encuentra firme en sus manos. Dice el refrán que “el hombre solo se jacta de lo que carece”. No tenía ninguna necesidad de reiterar que es suyo el sillón de Rivadavia y que a él le pusieron la banda y depositaron el bastón en sus manos en la ceremonia de asunción del mando, hace ya más de dos años. Alguien debería recordarle que, malgrado lo que prescriben las normas constitucionales, en el mundo fáctico el rango no siempre se compadece con el mando. Alberto Fernández detenta parte del poder y nada más. En ello radica el principal problema que arrastra su mandato. El cual —dicho sea de paso— no tiene solución a la vista. Tanto lo sabe aquél que, sin inmutarse por los agravios que recibe de sus adversarios internos, nunca se olvida de exagerar las reverencias a la hora de halagar a su vice: “un aplauso para Cristina” pidió en Entre Ríos para congraciarse con ésta. Ella no se molestó en responderle. Ni falta hacía. Le contestó el Cuervo Larroque con términos fulminantes.

Como la reconciliación entre ellos resulta harto improbable y es un secreto a voces de que existen reparticiones enteras —de la máxima importancia— que reportan de manera directa a la jefa del Senado y no a Balcarce 50, imaginar que se podrá forjar un plan de crisis para llegar de pie a las elecciones de 2023, es soñar despiertos. En el horizonte se recorta, cada vez en forma más clara, cuál será la próxima batalla en donde dirimirán supremacías las dos formaciones que anidan en el Frente de Todos. Cuando Martín Guzmán ponga en marcha la suba de las tarifas de los principales servicios públicos —las del gas y de la electricidad— chocarán los dos planetas kirchneristas en el momento en que más unidos deberían mostrarse. La certeza de que la lucha al interior del gobierno no sólo persistirá sino que crecerá sin solución de continuidad, es algo arraigado dentro y fuera de nuestras fronteras. Con la particularidad de que todos saben que el empate actual difícilmente pueda romperse. A diferencia de cuanto aconteció en el menemismo, en donde era de todos conocido que los celestes y rojos punzó no cesaban de disputar colinas en el aparato estatal, hoy no hay un jefe ni una dirección clara de hacia dónde vamos. El riojano dejaba que sus subordinados pelearan a condición de no sacar los pies del plato. Sin contar con que su autoridad fue siempre indiscutida. Lo contrario sucede ahora. Hay una suerte de poder bicéfalo cuyos detentadores chapalean en medio de un pantano.

Más allá de los tires y aflojes de los oficialistas el principal problema al que no le encuentran solución y que —de seguir su curso ascendente— puede poner en entredicho la estabilidad del gobierno es la inflación. Partiendo de la base de que en marzo orillará 6 %, el cálculo anualizado de los tres primeros meses del año arroja un incremento de más de 75 %. Frente a semejante panorama, las declaraciones del presidente acerca de influencias diabólicas y de un fenómeno “autoconstruido” (sic) dan a entender que ha perdido la brújula. Ni él ni ninguno de sus colaboradores del área económica tienen la menor idea de cómo encarar el tema. Por lo que insisten en recetas largamente fallidas. Con estos números, no sólo la elección de noviembre del 2023 está perdida —que es cuanto da por descontado Cristina Fernández y el camporismo duro— sino que la propia continuidad de la administración K no está asegurada.

En la vereda opuesta, si bien las diferencias internas de Juntos por el Cambio no arrastran —por razones obvias— la importancia de las gubernamentales, de todas maneras sacan a la luz el hecho de que obrar de consuno y forjar un programa en el que coincidan sus integrantes no será empresa fácil. Tienen a su favor que el kirchnerismo los ataca con una virulencia tal —la acusación de Máximo Kirchner sobre los porteños es una muestra cabal— que obra el efecto de encolumnarlos al margen de sus matices. Pero se nota que la unidad no es tan sólida como se pregona. Y es lógico que así sea en atención a la dispersión ideológica que los caracteriza. A poco de escuchar los argumentos enhebrados por el gobernador de Jujuy contra las declaraciones de Mauricio Macri; las definiciones de Martín Lousteau y Martín Tetaz asumiéndose de centro izquierda; las diferencias entre Ricardo López Murphy, Hernán Lacunza y Luciano Laspina respecto de Margarita Stolbizer, buena parte de la Coalición Cívica y de la UCR en materia de las reformas estructurales en el plano económico, cualquiera cae en la cuenta de que ganar una elección puede para ellos resultar más fácil que gobernar la Nación.

Viene a cuento de lo expresado antes esta definición tajante de uno de los principales colaboradores de Fernando de la Rúa en su desafortunada presidencia, cuando se discutían, en un riquísimo almuerzo servido por otro peso pesado del radicalismo, los motivos que habían dado al traste con la gestión de la Alianza. En presencia del ex–jefe de Estado allí presente, uno de sus más calificados ministros y gran amigo suyo interrumpió la conversación para decir: “No le demos tantas vueltas al asunto. Un gobierno en que cabían Diana Conti y Fernando de Santibañes estaba destinado a fracasar”. Es cierto que, faltando casi veinte meses para que se haga cargo la próxima administración, la anécdota comentada parece algo injusta en la medida que da por sentado que las divergencias entre los probables ganadores persistirán y acaso crecerán en intensidad. Pero no es menos verdadero que la estrategia de sumar voluntades de donde sea es imprescindible al momento de contar sufragios y contraproducente a la hora de gobernar.

Prensa republicana

Director: Nicolás Márquez

31/3/022

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