Artículos publicados en Redacción Popular
El drama del orden conservador
Cristina ha tenido, entre muchas otras, la gran
virtud de obligar al orden conservador a desnudarse, a mostrarse tal cual es.
Hace pocos días el director de La Nación, Bartolomé Mitre, se sacó la máscara y
reconoció que lo aterraba la dictadura de los votos y que no toleraba que el
voto del analfabeto tuviera el mismo valor que el voto del hombre ilustrado.
Mitre puso al descubierto la ideología que el orden conservador ha venido
enarbolando desde que el general Mitre se adueñó de la Argentina con
posterioridad a Pavón.
Los conservadores legitimaron su sistema de
dominación a través de una concepción elitista de la política. Hay una élite
predestinada a conducir los destinos del país por su superioridad económica e
intelectual. Sólo quien posee el poder económico y el poder intelectual puede
conducir el timón del barco. Los otros, los hombres carentes de educación y
dinero, deben limitarse a trabajar de sol a sol para aportar su granito de
arena al desarrollo del país. La élite manda y la masa obedece sin chistar. Así
de sencillo. Así de antidemocrático es el pensamiento de la derecha. Si la masa
emite señales de rebelión, entran en escena las “fuerzas del orden”. Quien se
porta mal debe recibir un castigo ejemplar para evitar que su conducta sea
imitada en el futuro. Tal fue el objetivo de la Ley de Residencia, sancionada
al comienzo del siglo XX. El orden conservador se asentó sobre las fuerzas
armadas para mantener a raya a las masas populares, condenadas por el régimen a
un rol meramente pasivo. Las masas quedaban reducidas al triste rol de
espectadores de un espectáculo protagonizado por unas pocas familias que se
habían adueñado de gran parte del territorio argentino gracias a la campaña del
desierto del general Roca.
Para la derecha siempre fue “natural” que el
mando del país recayera en sus manos. El país estaba cruelmente dividido en dos
sectores: uno, privilegiado y dominante; otro, mayoritario y excluido. Las
elecciones presidenciales no eran otra cosa que una lucha entre facciones de la
oligarquía, casi una lucha entre familias. Las rebeliones protagonizadas por el
radicalismo encendieron la alarma. La oligarquía comprendió muy a su pesar que
había un nuevo actor social y económico, la clase media, que pugnaba por participar
activamente en el quehacer político. Un sector del orden conservador comprendió
que lo más aconsejable era permitir su acceso a la vida política argentina.
Roque Sáenz Peña fue el máximo impulsor de la reforma política de 1910, de la
flexibilización de un sistema que consideraba, acertadamente, perimido. Grande
fue su sorpresa cuando las urnas dictaminaron en 1916 que el presidente no
sería Lisandro de la Torre sino Hipólito Yrigoyen, el antiguo líder de las
rebeliones fracasadas.
Es probable que el orden conservador se haya
estremecido al conocer el veredicto electoral. El voto de la clase media hizo
posible el ascenso al poder de la Unión Cívica Radical. Durante su presidencia,
Yrigoyen jamás atentó contra los intereses de la oligarquía. Cuando tuvo que
reprimir, lo hizo sin miramientos. Sólo permitió la democratización de las
universidades. Pese a no gobernar en contra de la oligarquía, sus miembros
jamás soportaron su presencia en la presidencia. Yrigoyen no era uno de
“ellos”. Todo cambió cuando fue sucedido por Marcelo T. de Alvear, el jefe del
radicalismo antipersonalista, tan o más conservador que Sáenz Peña. Con Alvear,
el orden conservador recuperó la calma. Uno de “ellos” volvía a conducir el
timón de la “república”. En 1928 el pueblo volvió a “equivocarse”. Yrigoyen
había retornado a un lugar que no le correspondía: la Casa Rosada.
En esta oportunidad, la pesadilla duró apenas
dos años. El 6 de septiembre de 1930 todo volvió a la “normalidad”. Yrigoyen
fue derrocado y un general fascista lo reemplazó. La derecha aplaudió el
derrocamiento pero se sintió incómoda con Uriburu. Expulsado el “peludo”,
aspiraba a retornar a “los buenos viejos tiempos” y no a instaurar un régimen
corporativo. El general Justo desplazó a Uriburu y puso las cosas en su lugar.
Pero ya no fue lo mismo. La clase media había experimentado la sensación de
pertenecer al “sistema” y no quería saber nada con el pasado. La derecha no
pensaba lo mismo. Empecinada en retornar a ese pasado, apeló al fraude y la
violencia para impedir el retorno del radicalismo al poder. Ahí comenzó el
drama del orden conservador. Consciente de que le resultaría imposible acceder
al poder por el camino democrático, se valió de cualquier medio para conservar
sus privilegios. Por eso avaló el golpe de septiembre de 1930 y el “fraude
patriótico”. Por no haber encontrado un candidato capaz de ganar en elecciones
libres y competitivas, la derecha dio origen a un proceso de inestabilidad
política que duró hasta 1983.
Con cada golpe de estado que apadrinó creyó
ponerle fin definitivo a la “Argentina descarriada”. En algún momento el pueblo
elegiría “como corresponde”. Recién se sintió satisfecha cuando Carlos Menem
puso en práctica el proceso de privatizaciones en el segundo semestre de 1989.
“¡Por fin había un presidente que gobernaba para nosotros”!, seguramente habrá
exclamado en secreto una vez que Menem se quitó la máscara para mostrar su
verdadero rostro. La “década dorada” del menemismo se desmoronó a fines de
2001. Los padecimientos que sufrió Duhalde en 2002 se debieron a las presiones
que sobre él ejerció la derecha para obligarlo a elegir un sucesor que
garantizara “el orden natural de las cosas”. De ahí la desesperación del
presidente interino por convencer a Reutemann de que se hiciera cargo de la presidencia
en 2003. Si el “Lole” afirmaba con un movimiento de cabeza, se transformaba
automáticamente en el presidente poscrisis. Pero el “Lole” se negó y no hubo
forma de convencerlo para que dijera “sí”. Su empecinamiento hizo posible el
surgimiento del kirchnerismo.
Con Kirchner en
Lo que jamás aceptaría era la
presencia de Cristina. ¡Ocho años de kirchnerismo! Por eso apostó fuete por la
candidatura de Elisa Carrió, pero la presencia de Roberto Lavagna en la
elección presidencial destruyó las posibilidades presidenciales de “Lilita”. No
fue casualidad, pues, que apenas se sentó en el sillón de Rivadavia, Cristina
comenzara a sufrir los embates de la derecha. Cristina no podía terminar la
presidencia, no debía terminarla. El conflicto por la resolución 125 tuvo como
objetivo su destitución. Su fracaso provocó la ira del orden conservador. A
partir de entonces, la destitución de CFK se transformó en una obsesión. Como
la presidenta no aflojó, la derecha aguardó las elecciones de 2011 para
festejar el fin del kirchnerismo. Ante su asombro, Cristina resultó reelecta.
El drama del orden conservador seguía vigente. Ello explica por qué en 2012
redobló su accionar destituyente a través de las cacerolas y los piquetes
moyanistas.
La derecha se ha juramentado “voltear” a la
presidenta. Por ello no duda en apoyar barbaridades como la reciente decisión
del juez norteamericano Thomas Griesa, quien falló a favor de los “fondos
buitre”. El reciente editorial de
(*) Publicado en Redacción Popular el 25/11/012.
Comentarios
Publicar un comentario