La opinión de Sebastián Fernández

 


DESAMPARO Y JUEGO DEMOCRÁTICO

El domingo 21 de abril de 2002, Jean-Marie Le Pen, líder del Frente Nacional, partido de extrema derecha francés, dejó al candidato socialista Lionel Jospin fuera del balotaje. Jospin era entonces Primer Ministro de un gobierno de “cohabitación” presidido por el derechista Jacques Chirac, candidato a su reelección y vencedor de la primera vuelta. El socialista padeció una feroz campaña centrada en la “inseguridad” o, mejor dicho, en “la sensación de inseguridad”, término creativo acuñado por los medios de derecha y, como de costumbre, orientado hacia el peligro imaginario representado por los jóvenes franceses de origen musulmán. En ese contexto, Le Pen mejoró sus chances iniciales y logró casi un 17% de los votos.

En las dos semanas que separaron la primera de la segunda vuelta, Francia desbordó de manifestaciones en contra de Le Pen. Pasado el estupor de quedarse fuera del balotaje, los sectores de izquierda –incluyendo al trotskismo– llamaron a “frenar al fascismo”, aunque eso significara entrar al cuarto obscuro “tapándose la nariz”. En efecto, Chirac, quien había sido alcalde de París durante casi 20 años, era cuestionado por denuncias de corrupción relacionadas con los grandes negocios inmobiliarios de la capital francesa.

El domingo 5 de mayo, el Presidente en ejercicio logró transformar la elección en un verdadero plebiscito: pasó de casi el 20% de los votos a más del 80%: 20 millones de franceses que no lo habían votado en primera instancia lo eligieron en la segunda vuelta. Le Pen, por su lado, apenas mejoró su score inicial en un punto.

Varios años más tarde, en las elecciones presidenciales del 2017, la extrema derecha volvió a llegar al balotaje. Esta vez no fue gracias al fundador del Frente Nacional sino a su hija Marine Le Pen, quien había iniciado el proceso de “des-demonización” del partido luego de haber expulsado a su padre. Emmanuel Macron, candidato independiente de centro derecha, logró sortear con éxito su condición de ex ministro del mediocre gobierno del socialista François Hollande (quien desistió de presentarse a su improbable reelección) y ganó la primera vuelta con 24% de los votos. Fue secundado por Le Pen, con un poco más de 21%. Por primera vez en la historia de la Quinta República, ni los socialistas, ni los herederos políticos de Charles De Gaulle estuvieron presentes en la segunda vuelta.

Finalmente, Macron ganó la segunda vuelta con un poco más del 66% de los votos, frente a su rival Marine Le Pen, quien mejoró su resultado final en casi 13 puntos, llegando a casi el 34%. El temor a la extrema derecha consolidó la victoria de Macron, aunque el desencanto ciudadano se vio reflejado en una alta tasa de abstención y votos en blanco.

Ambos candidatos volverían a enfrentarse en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales del 2022. En ese lapso, Francia conoció la revuelta de los “chalecos amarillos”, movimiento ciudadano algo heterogéneo surgido en las periferias de las grandes aglomeraciones urbanas a partir del rechazo al aumento de los combustibles, pero que luego amplió sus exigencias hacia la mejora en los ingresos de los sectores medios y populares. El discurso de los chalecos amarillos denuncia el abandono de dichos sectores, la inequidad creciente y, de forma genérica, la traición de las élites, tanto políticas como económicas. La creciente crítica hacia “el gobierno de los ricos”, representado por Macron según sus detractores, atenuó un poco el riesgo fascista representado por la candidatura de Le Pen. Habían pasado cosas.

A pesar de la victoria de Macron en la segunda vuelta, Le Pen logró el mejor resultado que ha tenido su partido, acercándose cada vez más a una posible victoria.

El 13 de agosto de este año, el líder de extrema derecha Javier Milei fue el candidato más votado en las PASO con casi 30% de los votos. Detrás quedaron los ganadores de las internas de sus propias coaliciones: Patricia Bullrich y Sergio Massa. Tal como lo había adelantado CFK, fue una elección de tres tercios.

Pese a la exigua diferencia de votos con sus dos rivales, el inesperado éxito de La Libertad Avanza, el partido de Milei, generó una sensación de victoria anticipada, como si las elecciones generales fueran apenas un trámite. La semana siguiente, Milei, uno de los tantos reaccionarios que se autoperciben liberales, atenuó su estilo violento (una especie de stand-up autoritario) y buscó presentarse como un candidato mesurado.

La propuesta de dolarización y la lucha contra “la casta”, un término de límites laxos que engloba todo aquello que cada uno de sus simpatizantes deteste, han sido sus grandes caballitos de batalla. El buen resultado electoral de La Libertad Avanza no fue sólo una expresión de protesta, como algunos analistas lo presentaron, sino también el producto de un voto esperanzado, que amplió los límites históricos en nuestro país de la prédica del liberalismo imaginario. El individualismo potenciado por las redes sociales, el empleo precarizado vendido como emprendedorismo, el discurso de odio, la creación de un chivo expiatorio (“la casta”) y el descontento luego de dos gobiernos de signo político opuesto que defraudaron las expectativas de la ciudadanía, configuraron el caldo de cultivo en el que se desarrolló la prédica de Milei. En su rudimentaria pero eficaz cosmogonía, los argentinos somos víctimas de una casta de parásitos que nos sojuzgan a través del peso, una moneda que “no puede valer ni excremento”. Dolarizar nuestra economía, es decir, entregarle la política monetaria a la Reserva Federal de los Estados Unidos, implicaría terminar con el poder nocivo de esa indefinida casta parasitaria.

Hay otros factores que incidieron en su éxito creciente, por supuesto. El apoyo mediático fue esencial en la construcción de su personaje. También, como escribimos en esta misma columna: “La persecución judicial y la deshumanización de la figura de CFK llevada a cabo por los medios fueron el preludio al intento de magnicidio. La proscripción de Cristina fue el preludio a Milei”.

Pero así como el resultado de las PASO fue inesperado, también lo fue el de la primera vuelta. Como Emmanuel Macron en 2017, Sergio Massa consiguió diferenciarse del gobierno del que forma parte y logró el milagro de salir primero, sacando del balotaje a Juntos por el Cambio, espacio político que no pudo capitalizar el descontento hacia el oficialismo. Milei, por su lado, quedó lejos de la victoria en primera vuelta que anunciaron quienes ya se habían equivocado con sus proyecciones en las PASO. La realidad volvió a fallar.

La campaña de Patricia Bullrich, la ex Ministra Pum Pum, fue errática, transitando de la propuesta de una filosofía holística muy interesante hacia la amenaza de la cárcel o el exterminio de los kirchneristas. Describió un péndulo frenético entre el filósofo Santiago Kovadloff y Nayib Bukele, el autoritario Presidente salvadoreño. Por su lado, las últimas semanas de Milei fueron una sobredosis de terraplanismo, con cada miembro de su Armada Brancaleone proponiendo un nuevo asombro: desde la renuncia a la paternidad hasta la anulación del aborto legal –aún en caso de violación– y la legalización de la venta de bebes para que las víctimas puedan “recuperar algo”, pasando por describir el genocidio de la última dictadura como una guerra con algunos excesos, hasta cortar relaciones diplomáticas con el Vaticano por el supuesto marxismo del Papa o privatizar las ballenas. Fue un poco mucho.

Como corolario de tanta pirotecnia verbal, en la semana asistimos al estallido en directo de Juntos por el Cambio, impulsado por la decisión de Mauricio Macri –enunciada por la fallida fórmula presidencial: la ex Ministra Pum Pum y Luis Petri, el Buster Keaton mendocino– de apoyar ya de forma explícita a Javier Milei. La UCR, la Coalición Cívica y algunos miembros del PRO, como Horacio Rodríguez Larreta o la ex Gobernadora Coraje, María Eugenia Vidal, rechazaron de plano esa opción, exigiendo que la coalición se mantuviera prescindente en la segunda vuelta.

El ruido no solo se hizo sentir en Juntos por el Cambio: la decisión de acordar finalmente con políticos que Milei denuncia con furia desde hace años generó críticas en La Libertad Avanza. Lo mismo ocurrió con el cambio de rumbo que significó reemplazar la heroica lucha contra la casta por el más modesto y banal freno al kirchnerismo. Sobrellevar esa crisis interna, además de lograr con éxito explicarle a sus simpatizantes que abrazarse a quienes hasta ayer denigraba es una decisión virtuosa, será una tarea titánica para Milei. A diferencia del partido liderado por Marine Le Pen –con décadas de existencia, experiencia de gestión y encuadramiento partidario– el espacio autopercibido como libertario es un conglomerado de individualidades más o menos extravagantes, que tiene como único adhesivo el odio hacia los políticos y, de forma genérica, la alergia hacia lo colectivo. Al reemplazar el análisis político por el desborde emocional y el moralismo selectivo, es un partido que no posee los instrumentos necesarios para afianzar el poder y ampliar su base de apoyo, con todo lo que eso requiere de negociación y rosca política.

Nada está dicho aún y, pese a sus calamitosas últimas semanas, Javier Milei tiene chances ciertas, al menos desde el punto de vista aritmético, de llegar a ser Presidente. Lo que cuesta creer es que pueda consolidar el enorme impulso que consiguió hasta ahora, convenciendo a casi un tercio del electorado de la validez de sus desvaríos económicos y políticos. Eso requiere de un talento del que se enorgullece carecer.

Además de buscar ampliar la base electoral para ganarle a La Libertad Avanza, Unión por la Patria debería hacer foco en ese sector del electorado, el casi 30% que votó a Milei, cuyos anticuerpos no rechazan las soluciones autoritarias del líder de La Libertad Avanza y que aplauden propuestas objetivamente contrarias a sus intereses como el fin de los subsidios, la destrucción de la salud pública o la dolarización, que reduciría aún más el exiguo poder adquisitivo de los asalariados.

Como ocurre con los chalecos amarillos, detrás de ese voto entusiasmado hay gente que se percibe fuera del mapa y traicionada por las élites. Recuperar a esa ciudadanía hacia el juego democrático y lejos de la tentación autoritaria no pasa tanto por un gran impulso antifascista, como el que frenó a Jean-Marie Le Pen, sino por integrarla al mapa de los derechos efectivos a través de un shock distributivo, como el que viene reclamando el ex Vicepresidente Amado Boudou desde diciembre del 2019.

Sergio Massa ha logrado incidir favorablemente en las expectativas de su electorado con una caja de herramientas muy limitada y, sobre todo, condicionada por el acuerdo con el FMI. Concretar esas expectativas a través de políticas activas será la mejor forma de combatir el desamparo de un sector de la ciudadanía que pone en jaque al propio sistema democrático.

(*) El Cohete a la Luna, 29/10/023

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