Sarmiento: Facundo o civilización y barbarie (1)
ASPECTO FÍSICO DE
El continente americano termina al sur en una punta, en cuya
extremidad se forma el Estrecho de Magallanes. Al oeste, y a corta distancia
del Pacífico, se extienden, paralelos a la costa, los Andes chilenos. La tierra
que queda al oriente de aquella cadena de montañas y al occidente del
Atlántico, siguiendo el Río de
Al sur y al norte, acéchanla los salvajes, que aguardan las noches de luna para caer, cual enjambre de hienas, sobre los ganados que pacen en los campos y sobre las indefensas poblaciones. En la solitaria caravana de carretas que atraviesa pesadamente las pampas, y que se detiene a reposar por momentos, la tripulación, reunida en torno del escaso fuego, vuelve maquinalmente la vista hacia el sur, al más ligero susurro del viento que agita las yerbas secas, para hundir sus miradas en las tinieblas profundas de la noche, en busca de los bultos siniestros de la horda salvaje que puede, de un momento a otro, sorprenderla desapercibida. Si el oído no escucha rumor alguno, si la vista no alcanza a calar el velo oscuro que cubre la callada soledad, vuelve sus miradas, para tranquilizarse del todo, a las orejas de algún caballo que está inmediato al fogón, para observar si están inmóviles y negligentemente inclinadas hacia atrás. Entonces continúa la conversación interrumpida, o lleva a la boca el tasajo de carne, medio sollamado, de que se alimenta. Si no es la proximidad del salvaje lo que inquieta al hombre del campo, es el temor de un tigre que lo acecha, de una víbora que puede pisar.
Esta inseguridad de la vida, que es habitual y permanente en
las campañas, imprime, a mi parecer, en el carácter argentino, cierta resignación
estoica para la muerte violenta, que hace de ella uno de los percances
inseparables de la vida, una manera de morir como cualquiera otra, y puede,
quizá, explicar en parte, la indiferencia con que dan y reciben la muerte, sin
dejar en los que sobreviven impresiones profundas y duraderas. La parte
habitada de este país privilegiado en dones, y que encierra todos los climas,
puede dividirse en tres fisonomías distintas, que imprimen a la población
condiciones diversas, según la manera como tiene que entenderse con la
naturaleza que la rodea. Al norte, confundiéndose con el Chaco, un espeso
bosque cubre, con su impenetrable ramaje, extensiones que llamaríamos
inauditas, si en formas colosales hubiese nada inaudito en toda la extensión de
Pudiera señalarse, como un rasgo notable de la fisonomía de este país, la aglomeración de ríos navegables que al este se dan cita de todos los rumbos del horizonte, para reunirse en el Plata y presentar, dignamente, su estupendo tributo al océano, que lo recibe en sus flancos, no sin muestras visibles de turbación y de respeto. Pero estos inmensos canales excavados por la solícita mano de la naturaleza, no introducen cambio ninguno en las costumbres nacionales. El hijo de los aventureros españoles que colonizaron el país, detesta la navegación, y se considera como aprisionado en los estrechos límites del bote o de la lancha. Cuando un gran río le ataja el paso, se desnuda tranquilamente, apresta su caballo y lo endilga nadando a algún islote que se divisa a lo lejos; arribado a él, descansan caballo y caballero, y de islote en islote se completa, al fin, la travesía.
De este modo, el favor más grande que
De todos estos ríos que debieran llevar la civilización, el
poder y la riqueza, hasta las profundidades más recónditas del continente y
hacer de Santa Fe, Entre Ríos, Corrientes, Córdoba, Salta, Tucumán y Jujuy,
otros tantos pueblos nadando en riquezas y rebosando población y cultura, sólo
uno hay que es fecundo en beneficio para los que moran en sus riberas: el
Plata, que los resume a todos juntos. En su embocadura están situadas dos
ciudades: Montevideo y Buenos Aires, cosechando hoy, alternativamente, las
ventajas de su envidiable posición. Buenos Aires está llamada a ser, un día, la
ciudad más gigantesca de ambas Américas. Bajo un clima benigno, señora de la
navegación de cien ríos que fluyen a sus pies, reclinada muellemente sobre un
inmenso territorio, y con trece provincias interiores que no conocen otra
salida para sus productos, fuera ya
Ella sola, en la
vasta extensión argentina, está en contacto con las naciones europeas; ella
sola explota las ventajas del comercio extranjero; ella sola tiene poder y
rentas. En vano le han pedido las provincias que les deje pasar un poco de
civilización, de industria y de población europea: una política estúpida y
colonial se hizo sorda a estos clamores. Pero las provincias se vengaron
mandándole en Rosas, mucho y demasiado de la barbarie que a ellas les sobraba.
Harto caro la han pagado los que decían: “
Buenos Aires, en lugar de mandar ahora luces, riqueza y prosperidad al interior, mándale sólo cadenas, hordas exterminadoras y tiranuelos subalternos. ¡También se venga del mal que las provincias le hicieron con prepararle a Rosas! He señalado esta circunstancia de la posición monopolizadora de Buenos Aires, para mostrar que hay una organización del suelo, tan central y unitaria en aquel país, que aunque Rosas hubiera gritado de buena fe: “¡Federación o muerte!”, habría concluido por el sistema unitario que hoy ha establecido. Nosotros, empero, queríamos la unidad en la civilización y en la libertad, y se nos ha dado la unidad en la barbarie y en la esclavitud. Pero otro tiempo vendrá en que las cosas entren en su cauce ordinario. Lo que por ahora interesa conocer, es que los progresos de la civilización se acumulan en Buenos Aires solo: la pampa es un malísimo conductor para llevarla y distribuirla en las provincias, y ya veremos lo que de aquí resulta.
Pero sobre todos estos accidentes peculiares a ciertas partes de aquel territorio, predomina una facción general, uniforme y constante; ya sea que la tierra esté cubierta de la lujosa y colosal vegetación de los trópicos, ya sea que arbustos enfermizos, espinosos y desapacibles revelen la escasa porción de humedad que les da vida; ya, en fin, que la pampa ostente su despejada y monótona faz, la superficie de la tierra es generalmente llana y unida, sin que basten a interrumpir esta continuidad sin límites, las sierras de San Luis y Córdoba en el centro, y algunas ramificaciones avanzadas de los Andes, al norte. Nuevo elemento de unidad para la nación que pueble, un día, aquellas grandes soledades, pues que es sabido que las montañas que se interponen entre unos y otros países, y los demás obstáculos naturales, mantienen el aislamiento de los pueblos y conservan sus peculiaridades primitivas. Norteamérica está llamada a ser una federación, menos por la primitiva independencia de las plantaciones, que por su ancha exposición al Atlántico y las diversas salidas que al interior dan: el San Lorenzo al norte, el Mississipí al sur y las inmensas canalizaciones al centro.
Muchas veces, al salir la luna tranquila y resplandeciente por entre las yerbas de la tierra, la he saludado maquinalmente con estas palabras de Volney, en su descripción de las Ruinas: La pleine lune, à l’Orient s’élevait sur un fond bleuâtre aux plaines rives de l’Euphrate. Y, en efecto, hay algo en las soledades argentinas que trae a la memoria las soledades asiáticas; alguna analogía encuentra el espíritu entre la pampa y las llanuras que median entre el Tigris y el Eúfrates; algún parentesco en la tropa de carretas solitaria que cruza nuestras soledades para llegar, al fin de una marcha de meses, a Buenos Aires, y la caravana de camellos que se dirige hacia Bagdad o Esmirna. Nuestras carretas viajeras son una especie de escuadra de pequeños bajeles, cuya gente tiene costumbres, idiomas y vestidos peculiares, que la distinguen de los otros habitantes, como el marino se distingue de los hombres de tierra. Es el capataz un caudillo, como en Asia, el jefe de la caravana: necesítase, para este destino, una voluntad de hierro, un carácter arrojado hasta la temeridad, para contener la audacia y turbulencia de los filibusteros de tierra, que ha de gobernar y dominar él solo, en el desamparo del desierto.
A la menor señal de insubordinación, el capataz enarbola su chicote de fierro y descarga sobre el insolente, golpes que causan contusiones y heridas; si la resistencia se prolonga, antes de apelar a las pistolas, cuyo auxilio por lo general desdeña, salta del caballo con el formidable cuchillo en mano, y reivindica, bien pronto, su autoridad, por la superior destreza con que sabe manejarlo. El que muere en estas ejecuciones del capataz, no deja derecho a ningún reclamo, considerándose legítima la autoridad que lo ha asesinado. Así es, como en la vida argentina, empieza a establecerse por estas peculiaridades, el predominio de la fuerza brutal, la preponderancia del más fuerte, la autoridad sin límites y sin responsabilidad de los que mandan, la justicia administrada sin formas y sin debates. La tropa de carretas lleva, además, armamento: un fusil o dos por carreta y a veces, un cañoncito giratorio en la que va a la delantera. Si los bárbaros la asaltan, forma un círculo, atando unas carretas con otras, y casi siempre resisten victoriosamente a las codicias de los salvajes, ávidos de sangre y de pillaje.
La árrea de mulas cae, con frecuencia, indefensa en manos de estos beduinos americanos, y rara vez los troperos escapan de ser degollados. En estos largos viajes, el proletario argentino adquiere el hábito de vivir lejos de la sociedad y a luchar individualmente con la naturaleza, endurecido en las privaciones, y sin contar con otros recursos que su capacidad y maña personal, para precaverse de todos los riesgos que le cercan de continuo. El pueblo que habita estas extensas comarcas se compone de dos razas diversas, que, mezclándose, forman medios tintes imperceptibles, españoles e indígenas. En las campañas de Córdoba y San Luis, predomina la raza española pura, y es común encontrar en los campos, pastoreando ovejas, muchachas tan blancas, tan rosadas y hermosas, como querrían serlo las elegantes de una capital. En Santiago del Estero, el grueso de la población campesina habla aún la quichua, que revela su origen indio.
En Corrientes, los campesinos usan un dialecto español muy gracioso. —Dame, general, un chiripá— decían a Lavalle sus soldados. En la campaña de Buenos Aires, se reconoce todavía el soldado andaluz; y en la ciudad, predominan los apellidos extranjeros. La raza negra casi extinta ya —excepto en Buenos Aires— ha dejado sus zambos y mulatos, habitantes de las ciudades, eslabón que liga al hombre civilizado con el palurdo; raza inclinada a la civilización, dotada de talento y de los más bellos instintos de progresos. Por lo demás, de la fusión de estas tres familias ha resultado un todo homogéneo, que se distingue por su amor a la ociosidad e incapacidad industrial, cuando la educación y las exigencias de una posición social no vienen a ponerle espuela y sacarla de su paso habitual. Mucho debe haber contribuido a producir este resultado desgraciado, la incorporación de indígenas que hizo la colonización. Las razas americanas viven en la ociosidad, y se muestran incapaces, aun por medio de la compulsión, para dedicarse a un trabajo duro y seguido. Esto sugirió la idea de introducir negros en América, que tan fatales resultados ha producido. Pero no se ha mostrado mejor dotada de acción la raza española, cuando se ha visto en los desiertos americanos abandonada a sus propios instintos.
Da compasión y vergüenza en
Esta miseria, que ya va desapareciendo, y que es un
accidente de las campañas pastoras, motivó, sin duda, las palabras que el
despecho y la humillación de las armas inglesas arrancaron a Walter Scott: “Las
vastas llanuras de Buenos Aires —dice— no están pobladas sino por cristianos
salvajes, conocidos bajo el nombre de guachos (por decir Gauchos), cuyo
principal amueblado, consiste en cráneos de caballos, cuyo alimento es carne
cruda y agua y cuyo pasatiempo favorito es reventar caballos en carreras
forzadas. Desgraciadamente —añade el buen gringo—, prefirieron su independencia
nacional a nuestros algodones y muselinas”. ¡Sería bueno proponerle a
Por aquella extensión sin límites, tal como la hemos descrito, están esparcidas, aquí y allá, catorce ciudades capitales de provincia, que si hubiéramos de seguir el orden aparente, clasificáramos, por su colocación geográfica: Buenos Aires, Santa Fe, Entre Ríos y Corrientes, a las márgenes del Paraná; Mendoza, San Juan, Rioja, Catamarca, Tucumán, Salta y Jujuy, casi en línea paralela con los Andes chilenos; Santiago, San Luis y Córdoba, al centro. Pero esta manera de enumerar los pueblos argentinos no conduce a ninguno de los resultados sociales que voy solicitando. La clasificación que hace a mi objeto es la que resulta de los medios de vivir del pueblo de las campañas, que es lo que influye en su carácter y espíritu. Ya he dicho que la vecindad de los ríos no imprime modificación alguna, puesto que no son navegados sino en una escala insignificante y sin influencia.
Ahora, todos los pueblos argentinos, salvo San Juan y Mendoza, viven de los productos del pastoreo; Tucumán explota, además, la agricultura; y Buenos Aires, a más de un pastoreo de millones de cabezas de ganado, se entrega a las múltiples y variadas ocupaciones de la vida civilizada. Las ciudades argentinas tienen la fisonomía regular de casi todas las ciudades americanas: sus calles cortadas en ángulos rectos, su población diseminada en una ancha superficie, si se exceptúa a Córdoba, que, edificada en corto y limitado recinto, tiene todas las apariencias de una ciudad europea, a que dan mayor realce la multitud de torres y cúpulas de sus numerosos y magníficos templos. La ciudad es el centro de la civilización argentina, española, europea; allí están los talleres de las artes, las tiendas del comercio, las escuelas y colegios, los juzgados, todo lo que caracteriza, en fin, a los pueblos cultos. La elegancia en los modales, las comodidades del lujo, los vestidos europeos, el frac y la levita tiene allí su teatro y su lugar conveniente. No sin objeto hago esta enumeración trivial.
La ciudad capital de las provincias pastoras existe algunas veces ella sola, sin ciudades menores, y no falta alguna en que el terreno inculto llegue hasta ligarse con las calles. El desierto las circunda a más o menos distancia: las cerca, las oprime; la naturaleza salvaje las reduce a unos estrechos oasis de civilización, enclavados en un llano inculto, de centenares de millas cuadradas, apenas interrumpido por una que otra villa de consideración. Buenos Aires y Córdoba son las que mayor número de villas han podido echar sobre la campaña, como otros tantos focos de civilización y de intereses municipales; ya esto es un hecho notable. El hombre de la ciudad viste el traje europeo, vive de la vida civilizada, tal como la conocemos en todas partes: allí están las leyes, las ideas de progreso, los medios de instrucción, alguna organización municipal, el gobierno regular, etc.
Saliendo del recinto de la ciudad, todo cambia de aspecto: el hombre de campo lleva otro traje, que llamaré americano, por ser común a todos los pueblos; sus hábitos de vida son diversos; sus necesidades, peculiares y limitadas; parecen dos sociedades distintas, dos pueblos extraños uno de otro. Aún hay más: el hombre de la campaña, lejos de aspirar a semejarse al de la ciudad, rechaza con desdén, su lujo y sus modales corteses, y el vestido del ciudadano, el frac, la capa, la silla, ningún signo europeo puede presentarse impunemente en la campaña. Todo lo que hay de civilizado en la ciudad, está bloqueado allí, proscripto afuera, y el que osara mostrarse con levita, por ejemplo, y montado en silla inglesa, atraería sobre sí las burlas y las agresiones brutales de los campesinos. Estudiemos, ahora, la fisonomía exterior de las extensas campañas que rodean las ciudades y penetremos en la vida interior de sus habitantes. Ya he dicho, que en muchas provincias, el límite forzoso es un desierto intermedio y sin agua.
No sucede así, por lo general, con la campaña de una provincia, en la que reside la mayor parte de su población. La de Córdoba, por ejemplo, que cuenta 160.000 almas, apenas veinte de éstas están dentro del recinto de la aislada ciudad; todo el grueso de la población está en los campos, que, así como por lo común son llanos, casi por todas partes son pastosos, ya estén cubiertos de bosques, ya desnudos de vegetación mayor, y en algunas, con tanta abundancia y de tan exquisita calidad, que el prado artificial no llegaría a aventajarles. Mendoza, y San Juan sobre todo, se exceptúan de esta peculiaridad de la superficie inculta, por lo que sus habitantes viven principalmente de los productos de la agricultura.
En todo lo demás, abundando los pastos, la cría de ganados es, no la ocupación de los habitantes, sino su medio de subsistencia. Ya la vida pastoril nos vuelve, impensadamente, a traer a la imaginación el recuerdo del Asia, cuyas llanuras nos imaginamos siempre cubiertas, aquí y allá, de las tiendas del calmuco, del cosaco o del árabe. La vida primitiva de los pueblos, la vida eminentemente bárbara y estacionaria, la vida de Abraham, que es la del beduino de hoy, asoma en los campos argentinos, aunque modificada por la civilización de un modo extraño. La tribu árabe, que vaga por las soledades asiáticas, vive reunida bajo el mando de un anciano de la tribu o un jefe guerrero; la sociedad existe, aunque no esté fija en un punto determinado de la tierra; las creencias religiosas, las tradiciones inmemoriales, la invariabilidad de las costumbres, el respeto a los ancianos, forman reunidos un código de leyes, de usos y de prácticas de gobierno, que mantiene la moral, tal como la comprenden, el orden y la asociación de la tribu.
Pero el progreso está sofocado, porque no puede haber progreso sin la posesión permanente del suelo, sin la ciudad, que es la que desenvuelve la capacidad industrial del hombre y le permite extender sus adquisiciones. En las llanuras argentinas no existe la tribu nómade: el pastor posee el suelo con títulos de propiedad; está fijo en un punto, que le pertenece; pero, para ocuparlo, ha sido necesario disolver la asociación y derramar las familias sobre una inmensa superficie. Imaginaos una extensión de dos mil leguas cuadradas, cubierta toda de población, pero colocadas las habitaciones a cuatro leguas de distancia, unas de otras, a ocho, a veces, a dos, las más cercanas. El desenvolvimiento de la propiedad mobiliaria no es imposible; los goces del lujo no son del todo incompatibles con este aislamiento: puede levantar la fortuna un soberbio edificio en el desierto; pero el estímulo falta, el ejemplo desaparece, la necesidad de manifestarse con dignidad, que se siente en las ciudades, no se hace sentir allí, en el aislamiento y la soledad.
Las privaciones indispensables justifican la pereza natural,
y la frugalidad en los goces trae, enseguida, todas las exterioridades de la
barbarie. La sociedad ha desaparecido completamente; queda sólo la familia
feudal, aislada, reconcentrada; y, no habiendo sociedad reunida, toda clase de
gobierno se hace imposible: la municipalidad no existe, la policía no puede ejercerse
y la justicia civil no tiene medios de alcanzar a los delincuentes. Ignoro si
el mundo moderno presenta un género de asociación tan monstruoso como éste. Es
todo lo contrario del municipio romano, que reconcentraba en un recinto, toda
la población, y de allí, salía a labrar los campos circunvecinos. Existía,
pues, una organización social fuerte, y sus benéficos resultados se hacen
sentir hasta hoy y han preparado la civilización moderna. Se asemeja a la
antigua sloboda esclavona con la diferencia que aquélla era agrícola, y, por
tanto, más susceptible de gobierno: el desparramo de la población no era tan
extenso como éste. Se diferencia de la tribu nómade, en que aquélla anda en
sociedad siquiera, ya que no se posesiona del suelo. Es, en fin, algo parecido
a la feudalidad de
Si el poder se levanta en el campo, es momentáneamente, es democrático: ni se hereda, ni puede conservarse, por falta de montañas y posiciones fuertes. De aquí resulta, que aun la tribu salvaje de la pampa está organizada mejor que nuestras campañas, para el desarrollo moral. Pero lo que presenta de notable esta sociedad, en cuanto a su aspecto social, es su afinidad con la vida antigua, con la vida espartana o romana, si por otra parte no tuviese una desemejanza radical. El ciudadano libre de Esparta o de Roma echaba sobre sus esclavos, el peso de la vida material, el cuidado de proveer a la subsistencia, mientras que él vivía libre de cuidados en el foro, en la plaza pública, ocupándose exclusivamente de los intereses del Estado, de la paz, la guerra, las luchas de partido. El pastoreo proporciona las mismas ventajas, y la función inhumana del ilota antiguo, la desempeña el ganado. La procreación espontánea forma y acrece indefinidamente la fortuna; la mano del hombre está por demás; su trabajo, su inteligencia, su tiempo, no son necesarios para la conservación y aumento de los medios de vivir.
Pero si nada de esto necesita para lo material de la vida, las fuerzas que economiza no puede emplearlas como el romano: fáltale la ciudad, el municipio, la asociación íntima, y, por tanto, fáltale la base de todo desarrollo social; no estando reunidos los estancieros, no tienen necesidades públicas que satisfacer: en una palabra, no hay res pública. El progreso moral, la cultura de la inteligencia descuidada en la tribu árabe o tártara, es aquí no sólo descuidada, sino imposible. ¿Dónde colocar la escuela para que asistan a recibir lecciones, los niños diseminados a diez leguas de distancia, en todas direcciones? Así, pues, la civilización es del todo irrealizable, la barbarie es normal, y gracias, si las costumbres domésticas conservan un corto depósito de moral. La religión sufre las consecuencias de la disolución de la sociedad; el curato es nominal, el púlpito no tiene auditorio, el sacerdote huye de la capilla solitaria o se desmoraliza en la inacción y en la soledad; los vicios, el simoniaquismo, la barbarie normal, penetran en su celda y convierten su superioridad moral, en elementos de fortuna y de ambición, porque, al fin, concluye por hacerse caudillo de partido.
Yo he presenciado una escena campestre digna de los tiempos primitivos del mundo, anteriores a la institución del sacerdocio. Hallábame en 1838 en la sierra de San Luis, en casa de un estanciero, cuyas dos ocupaciones favoritas eran rezar y jugar. Había edificado una capilla en la que, los domingos por la tarde, rezaba él mismo el rosario, para suplir al sacerdote y al oficio divino de que por años habían carecido. Era aquél un cuadro homérico: el sol llegaba al ocaso; las majadas que volvían al redil, hendían el aire con sus confusos balidos; el dueño de la casa, hombre de sesenta años, de una fisonomía noble, en que la raza europea pura se ostentaba por la blancura del cutis, los ojos azulados, la frente, espaciosa y despejada, hacía coro, a que contestaban una docena de mujeres y algunos mocetones, cuyos caballos, no bien domados aún, estaban amarrados cerca de la puerta de la capilla. Concluido el rosario, hizo un fervoroso ofrecimiento.
Jamás he oído voz más llena de unción, fervor más puro, fe
más firme, ni oración más bella, más adecuada a las circunstancias, que la que
recitó. Pedía en ella, a Dios, lluvia para los campos, fecundidad para los
ganados, paz para
En casi todas las campañas apartadas de las ciudades, ocurre que, cuando llegan comerciantes de San Juan o de Mendoza, les presentan tres o cuatro niños de meses y de un año para que los bauticen, satisfechos de que, por su buena educación, podrán hacerlo de un modo válido; y no es raro que a la llegada de un sacerdote, se le presenten mocetones, que vienen domando un potro, a que les ponga el óleo y administre el bautismo sub conditione. A falta de todos los medios de civilización y de progreso, que no pueden desenvolverse, sino a condición de que los hombres estén reunidos en sociedades numerosas, ved la educación del hombre del campo. Las mujeres guardan la casa, preparan la comida, trasquilan las ovejas, ordeñan las vacas, fabrican los quesos y tejen las groseras telas de que se visten: todas las ocupaciones domésticas, todas las industrias caseras las ejerce la mujer: sobre ella pesa casi todo el trabajo; y gracias, si algunos hombres se dedican a cultivar un poco de maíz, para el alimento de la familia, pues el pan es inusitado como mantención ordinaria.
Los niños ejercitan sus fuerzas y se adiestran, por placer, en el manejo del lazo y de las bolas, con que molestan y persiguen sin descanso a las terneras y cabras; cuando son jinetes, y esto sucede luego de aprender a caminar, sirven a caballo en algunos quehaceres; más tarde, y cuando ya son fuertes, recorren los campos, cayendo y levantando, rodando a designio en las vizcacheras, salvando precipicios y adiestrándose en el manejo del caballo; cuando la pubertad asoma, se consagran a domar potros salvajes, y la muerte es el castigo menor que les aguarda, si un momento les faltan las fuerzas o el coraje. Con la juventud primera, viene la completa independencia y la desocupación. Aquí principia la vida pública, diré, del gaucho, pues que su educación está ya terminada. Es preciso ver a estos españoles, por el idioma únicamente y por las confusas nociones religiosas que conservan, para saber apreciar los caracteres indómitos y altivos, que nacen de esta lucha del hombre aislado, con la naturaleza salvaje, del racional, con el bruto; es preciso ver estas caras cerradas de barba, estos semblantes graves y serios, como los de los árabes asiáticos, para juzgar del compasivo desdén que les inspira la vista del hombre sedentario de las ciudades, que puede haber leído muchos libros, pero que no sabe aterrar un toro bravío y darle muerte; que no sabrá proveerse de caballo a campo abierto, a pie y sin el auxilio de nadie; que nunca ha parado un tigre, y recibídolo con el puñal en una mano y el poncho envuelto en la otra, para meterle en la boca, mientras le traspasa el corazón y lo deja tendido a sus pies.
Este hábito de triunfar de las resistencias, de mostrarse
siempre superior a la naturaleza, desafiarla y vencerla, desenvuelve
prodigiosamente el sentimiento de la importancia individual y de la
superioridad. Los argentinos, de cualquier clase que sean, civilizados o
ignorantes, tienen una alta conciencia de su valer como nación; todos los demás
pueblos americanos les echan en cara esta vanidad, y se muestran ofendidos de
su presunción y arrogancia. Creo que el cargo no es del todo infundado, y no me
pesa de ello. ¡Ay del pueblo que no tiene fe en sí mismo! ¡Para ese no se han
hecho las grandes cosas! ¿Cuánto no habrá podido contribuir a la independencia
de una parte de
El europeo es, para ellos, el último de todos, porque no resiste a un par de corcovos del caballo. Si el origen de esta vanidad nacional en las clases inferiores es mezquino, no son por eso menos nobles las consecuencias; como no es menos pura el agua de un río porque nazca de vertientes cenagosas e infectas. Es implacable el odio que les inspiran los hombres cultos, e invencible su disgusto por sus vestidos, usos y maneras. De esta pasta están amasados los soldados argentinos, y es fácil imaginarse lo que hábitos de este género pueden dar en valor y sufrimiento para la guerra. Añádase que, desde la infancia, están habituados a matar las reses, y que este acto de crueldad necesaria, los familiariza con el derramamiento de sangre, y endurece su corazón, contra los gemidos de las víctimas.
La vida del campo, pues, ha desenvuelto en el gaucho, las facultades físicas, sin ninguna de las de la inteligencia. Su carácter moral se resiente de su hábito de triunfar de los obstáculos y del poder de la naturaleza: es fuerte, altivo, enérgico. Sin ninguna instrucción, sin necesitarla tampoco, sin medios de subsistencia, como sin necesidades, es feliz en medio de la pobreza y de sus privaciones, que no son tales, para el que nunca conoció mayores goces, ni extendió más altos sus deseos. De manera que si esta disolución de la sociedad radica hondamente la barbarie, por la imposibilidad y la inutilidad de la educación moral e intelectual, no deja, por otra parte, de tener sus atractivos. El gaucho no trabaja; el alimento y el vestido lo encuentra preparado en su casa; uno y otro se lo proporcionan sus ganados, si es propietario; la casa del patrón o pariente, si nada posee.
Las atenciones que el ganado exige, se reducen a correrías y
partidas de placer. La hierra, que es como la vendimia de los agricultores, es
una fiesta cuya llegada se recibe con transportes de júbilo: allí es el punto
de reunión de todos los hombres de veinte leguas a la redonda; allí, la
ostentación de la increíble destreza en el lazo. El gaucho llega a la hierra al
paso lento y mesurado de su mejor parejero, que detiene a distancia apartada; y
para gozar mejor del espectáculo, cruza la pierna sobre el pescuezo del
caballo. Si el entusiasmo lo anima, desciende lentamente del caballo,
desarrolla su lazo y lo arroja sobre un toro que pasa, con la velocidad del
rayo, a cuarenta pasos de distancia: lo ha cogido de una uña, que era lo que se
proponía, y vuelve tranquilo a enrollar su cuerda.
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