Sebastián Escámez Navas y la idea liberal de tolerancia en las democracias contemporáneas
La idea liberal de tolerancia en las democracias actuales
Sebastián Escámez Navas*
*Universidad de Málaga, España
Recepción de artículo corregido: 24/02/04
1.
1.1. Una propuesta sobre cómo afrontar la persistente tendencia al
pluralismo de cosmovisiones que se da en las democracias contemporáneas y que
ha alcanzado considerable notoriedad es la planteada por John Rawls en El
liberalismo político. En
esta obra, Rawls plantea la necesidad de asumir el hecho de que ninguna
concepción global del mundo, filosófica o religiosa, podría ofrecer criterios
de legitimidad para las instituciones básicas de una democracia liberal
aceptables por parte del conjunto de la ciudadanía. La obtención de tales
criterios pasaría, más bien, por “aplicar el principio de tolerancia a la
filosofía misma”. Esto es, por prescindir en lo posible de razones emanadas de
una cosmovisión particular en todo lo referente a la constitución política y
las cuestiones de justicia básica. Y, como alternativa, dirimir estos asuntos
sólo con arreglo a ideas ampliamente compartidas por ser básicas de las
instituciones políticas de un régimen constitucional democrático y las
tradiciones públicas de su interpretación.
Establecidos del modo prescrito, los patrones básicos de la
organización y actuación política podrían ser refrendados por todas las
doctrinas filosóficas y religiosas capaces de prosperar en una sociedad
democrática más o menos justa. Esta expectativa la asienta Rawls en la
disposición a la tolerancia que caracteriza a las referidas doctrinas.
Disposición que debe explicarse, por un lado, como el resultado de la
disciplina que sobre el ámbito ideológico han ejercido y ejercen las
instituciones liberales protectoras del pluralismo de ideas y creencias. Y, por
el otro, como el producto histórico de
1.2. Pero, ¿responden las expectativas de Rawls a lo que
efectivamente ocurre? ¿De verdad es razonable esperar que la diversidad de
visiones del mundo de tipo religioso, o del tipo sectario civil que son las
ideologías políticas no se van a oponer a la integración social fundada en
valores y normas básicas de la cultura política democrático-liberal? ¿Puede
contarse con la inclinación a la tolerancia de las creencias que normalmente
hallamos en una sociedad democrática? ¿Puede contarse igualmente con que tales
creencias asumirán, por lo general, que sus pretensiones de verdad son tan
razonables como las del resto, y, basándose en ello, justificarán sus
posiciones acerca de cuestiones constitucionales y de justicia básica apelando
a valores políticos comunes?
La respuesta a las preguntas anteriores no parece ser positiva, en
lo que respecta a los dogmas de algunas confesiones religiosas muy extendidas.
Un reciente ejemplo de ello es el documento de la católica Congregación para
Ahora bien, una cosa son las doctrinas religiosas oficiales, y
otra distinta, pero a la postre más determinante del apoyo con que cuenta el
orden social, es el modo en que los miembros de una sociedad democrática viven
su fe, y el valor relativo que conceden a sus creencias religiosas cuando se
trata de juzgar cuestiones políticas, y, particularmente, cuestiones
constitucionales o de justicia básica. Aquí los datos varían entre países,
pero, como tónica general, en Europa nos hallamos con que la religión no es un
factor primario para la decisión del voto de los ciudadanos porque tampoco la
religiosidad configura un espacio de competición entre partidos. Las
tradiciones religiosas más arraigadas en un país dejan, no cabe duda, su paso
en la cultura política y en la estructura social de éste, lo cual permite
explicar, en parte, las diferentes regulaciones vigentes en materias como la
eutanasia, las parejas de hecho, la investigación con embriones, la
interrupción del embarazo o el tratamiento de las minorías religiosas. La
pérdida de peso de la ideología puede que preste relevancia a la religión como
una dimensión de identificación de los partidos con sus votantes en
determinadas circunstancias. Pero la tendencia social predominante
vinculada a la modernización se opone radicalmente a la persistencia de la
tradición en tanto valor objetivo y articulador de la vida social, así como a
una administración declaradamente autoritaria del sentido de esta tradición,
cuestiones de las que nos ocuparemos más adelante.
En España, por ejemplo, donde 80% de la población se declara
católica, y 42%, bastante o muy religiosa, poca gente (19%) coincide con que se
deben tener en cuenta las creencias religiosas a la hora de votar; mientras que
75% aprueba el divorcio, 71% la maternidad al margen del matrimonio, 62% la
eutanasia, 56% que la decisión de abortar corresponde únicamente a la mujer, y
65% estima la homosexualidad como una opción personal tan respetable como la
heterosexualidad. La distancia entre actitudes personales y doctrina oficial
católica es, además, sensiblemente mayor entre las cohortes más
jóvenes. En México, una sociedad también de tradición católica como la
española, pero menos moderna en su conjunto, con casi 89% de católicos
manifiestos y 76% de los ciudadanos que se consideran personas religiosas en
1994, nos encontramos con que poco después sólo una minoría (24%) aprobaba que
los sacerdotes hablasen de política en los servicios religiosos, y con que la
inmoralidad de los anticonceptivos sólo era apreciada por 2%, la del divorcio
por 21%, y la prohibición o castigo del aborto reclamada por 54% de la gente,
más o menos la misma proporción de quienes pensaban que el matrimonio era la
única forma de vivir en pareja. La continuidad del cambio social en el
sentido de un mayor desapego a las pautas de valor religiosas es, por lo demás,
más que probable en este país, pues la escolaridad y la juventud demuestran ser
variables decisivas de actitudes más tolerantes respecto a prácticas no
tradicionales, y la incorporación al cambio de áreas menos urbanizadas se está
produciendo a un ritmo notable.
La independencia del ámbito público de las democracias liberales
respecto a toda autoridad religiosa —al menos en América, Europa, Australia,
Japón o Sudáfrica— no parece, de hecho, tratarse de un proceso fácilmente
reversible, por llamativas que resulten algunas dinámicas contrarias a esta
escisión de raíz: sean las políticas neoconservadoras desarrolladas en Estados
Unidos y Europa a partir de los ochenta, la reivindicación política de la
religión como seña de identidad establecida por grupos de inmigrantes y por los
nacionalismos o, más recientemente y en consonancia del auge del
fundamentalismo islámico, la rehabilitación de la división entre civilizaciones
conforme a parámetros religiosos. A pesar de la reciente aproximación
entre el poder político y la jerarquía eclesiástica en un país tan
significativo como México, la diversificación de esquemas de valor es un
proceso cuya continuidad es del todo previsible, pues viene apoyado por la
globalización cultural no menos que por la económica (el interés en mantener
relaciones comerciales con Europa y Estados Unidos fue un factor decisivo de
las primeras prácticas de tolerancia religiosa en el siglo XIX). El incremento
de la competición política dado por los procesos de democratización de la zona
permite, además, prever un incremento de la libertad religiosa efectiva, en
perjuicio de alineamientos estables entre doctrinas religiosas y orientación de
las políticas públicas.
1.3. En cuanto a la adhesión a los valores liberales y,
particularmente, la inclinación a la tolerancia de las ideologías políticas
extendidas en las democracias contemporáneas, hay datos que invitan a ser
optimistas: el auge de los movimientos sociales en el último tercio del siglo
XX ha ido aparejado, en buena medida, a la renuncia a las ideologías
comprehensivas y al abandono de los valores revolucionarios de transformación
total súbita y violenta de lo establecido. La tónica en tales movimientos ha
sido y es la admisión de la democracia como horizonte compartido, y, de hecho,
es frecuente que sus críticas y propuestas se presenten con el objetivo de
lograr un mayor grado de democracia que el existente. Como es bien sabido, esta
asunción de los valores básicos democrático-liberales ya se venía produciendo
desde principios del siglo XX por el socialismo en los países occidentales,
paralelamente a la integración, con matices, de reivindicaciones clásicas de la
socialdemocracia por los partidos e intelectuales liberales. La desaparición de
la alternativa global que pretendían representar los países del socialismo
real ha dejado a la democracia liberal de mercado como única opción
política viable, de modo que las diferentes ideas acerca del orden político se
resumen en diferentes interpretaciones de los valores democrático-liberales
básicos. Y esto no sólo en lo que respecta al ala más moderada de la
socialdemocracia o del liberalismo: también el lenguaje del liberalismo
democrático sirve a menudo para articular propuestas más radicales tanto de
izquierda como de derecha.
Sin embargo, estos hechos referidos a la evolución general de las
ideologías contemporáneas no se han traducido, por el momento, en índices
notables de tolerancia política entre los ciudadanos de las democracias
contemporáneas. Los datos de los que disponemos al respecto —relativos a 17
democracias de Europa, América y Oceanía, y elaborados en forma similar al ya
clásico estudio de Sullivan, Pierson y Marcus— evidencian una disposición
realmente baja a permitir los actos públicos de aquellos grupos que disgustan
especialmente a los encuestados (12.89%); y aún menor a tolerar que miembros de
tales grupos ocupen cargos públicos (5.7 por ciento).
Dicho esto, hay que constatar lo esperanzador que resulta que la
identidad de los grupos objeto de rechazo coincida mayormente con movimientos
políticos totalitarios (51.1%), frente al 14.6% que suman los inmigrantes,
judíos y homosexuales. Que la intolerancia se dirija sobre todo contra los
intolerantes la convierte en algo no ya aceptable sino debido, en determinadas
circunstancias, según prescribe el liberalismo desde sus orígenes. Uno de los
supuestos en los que la intolerancia contra los intolerantes sería correcta es
que la alternativa a tal intolerancia sea la quiebra del orden
democrático. Y bien podría interpretarse que tal es el sentido de la
oposición de la mayoría de los encuestados a que representantes de un partido
“neonazi”, o de un partido “estalinista/comunista duro”, ocupen
cargos públicos. La misma corrección normativa puede predicarse de
prohibir manifestaciones y actos públicos de ciertos grupos, si con permitir
tales actos se viera amenazada la estabilidad de un régimen
democrático. Pero este último no es el caso de países como España o Suiza,
incluidos en la investigación a la que nos estamos refiriendo, y con índices de
8.6 y 6.3%, respectivamente. E incluso en los estados donde se registra una
mayor disposición a tolerar actos públicos de aquellos grupos que gustan menos
a los encuestados, la población tolerante no es demasiado alta en términos
absolutos (30.8% en Suecia, 28.4% en Australia, 24.6% en Estados Unidos).
El principal obstáculo para el desarrollo de la tolerancia en los
países democráticos parece haber sido, y amenaza ser, la falta de consolidación
de muchos de los regímenes democrático-liberales existentes. Se ha constatado
el efecto decisivo que la estabilidad de la democracia —entendida como duración
ininterrumpida de un régimen democrático— tiene sobre los índices de
tolerancia. No es de extrañar: los ciudadanos de naciones democráticas han
tenido más oportunidades de practicar y observar los frutos dados por la
práctica de la tolerancia en elecciones y en la resolución de conflictos de
valor y de interés. Igualmente, en estos países ha habido más ocasión de que la
tolerancia se sedimente como valor público, y de una socialización que tenga
como consecuencia la adhesión al sistema político democrático. Una adhesión que
también se correlaciona positivamente con la tolerancia, lo cual es
lógico, pues tal sistema ha de incluir de alguna manera el principio de
tolerancia. Esto es, no se concibe la democracia liberal sin algún modo
institucional de definir los objetivos políticos que evite la sujeción de éstos
a los valores religiosos o éticos de una comunidad particular.
Habida cuenta de lo anterior, no cabe esperar un crecimiento
general de los índices de tolerancia de los países democráticos en los próximos
años. Y ello considerando, por un lado, la debilidad de la democracia en los
estados resultantes de la desintegración de
Por otra parte, la fuerte correlación entre inclinación a la
tolerancia y participación política no convencional (como es la propia de los
nuevos movimientos sociales), sumada al hecho de que este tipo de participación
se concentra en los sectores más acomodados de la sociedad, nos invita a pensar
en una división socioeconómica de las disposiciones a la tolerancia. Una
fractura que podría hacerse más aguda con el incremento de la desigualdad de
ingresos presente en muchos países avanzados, y complicarse con la tendencia a
reservar los empleos menos especializados y peor remunerados a los trabajadores
inmigrantes.
1.4. Según lo expuesto, la democracia liberal es una realidad que,
tanto normativa como empíricamente, depende para su florecimiento de la
tolerancia, y a ella va aparejada. De la fuerza moral (vis) provista por
la virtud de la tolerancia depende que se alcancen acuerdos
estables sobre los principios fundamentales del orden social y su
interpretación. En ausencia de la tolerancia, la institucionalización jurídica
del pluralismo difícilmente puede proteger lo bastante la diversidad, como ya
se plasma en la demanda de tolerancia a las masas democráticas realizada por
Mill. Pues, en tal caso, tal vez nos hallaremos con una libertad personal
delimitada sectariamente, bien en el ámbito constitucional, bien en el legislativo,
bien —con mayores restricciones— en el judicial. De hecho, aunque no sea el
único factor responsable, el déficit de tolerancia detectado en las democracias
contemporáneas debe relacionarse con muchos de los defectos a menudo achacados
a las democracias contemporáneas; como las tendencias monopolizadoras de las
mayorías absolutas, las dinámicas sectarias de los partidos políticos al
ejercer las funciones de gobierno, la falta de transparencia, la
judicialización de la política o la politización de la justicia.
Pero el valor y la práctica de la tolerancia, allí donde se halla,
no sólo suponen una fuente de racionalidad dentro de un contexto de múltiples
discrepancias, como es el de una sociedad moderna o en curso de modernización.
En estas sociedades también encontramos una tendencia a que el ideal de acuerdo
racional sea desplazado por el de “tolerancia respecto a todos los puntos de
vista”. Una tolerancia que se entiende como exigencia de que se respeten
aquellas opiniones de las que se discrepa, hasta el punto de no hacerlas objeto
de discusión. Al igual que la pura falta de tolerancia, esta interpretación
perversa de la misma refuerza la agregación de puntos de vista como mecanismo
de adopción de decisiones, también de naturaleza política. E, igualmente, va en
contra del reconocimiento debido al valor de la persuasión racional; esto es,
en perjuicio del ideal de comunicación entre ciudadanos democráticos, que
queda, así, minado. Y, así, el individualismo asociado al desarrollo de la
modernidad reflexiva, que está en el origen de la tolerancia religiosa y del
pluralismo ideológico, termina por impulsar una dinámica perversa de la
tolerancia que amenaza con restringir el pluralismo, al avalar la equivalencia
de lo sociológicamente normal con lo políticamente debido. De esta dinámica, y
de otras en las que el valor de la tolerancia aparece generando nuevos retos
para la convivencia al tiempo que como algo necesario para enfrentarlos, versan
los dos siguientes apartados.
2. INFLACIÓN DE
2.1. El desarrollo de la tolerancia se halla vinculado con la
atomización de referentes valorativos característica de la modernidad, esto es,
con el proceso de separación de la moral, la política y el arte respecto del
mundo natural, la ciencia, la teología y los hechos empíricos. Estos fenómenos,
ligados a la creciente relevancia social de una actividad basada en el cálculo
estratégico, cual es el comercio, y de la burguesía comerciante, condujeron a
que la cosmología o lo fáctico, y en particular la tradición, perdieran su
función orientadora de la acción, en beneficio de los criterios establecidos
por los individuos. La destradicionalización, pues, no es un fenómeno nuevo,
sino, más bien, una de las dimensiones que se encuentran en la base de la razón
de existir de la tolerancia. Pero asistimos actualmente a una nueva vuelta
de tuerca del proceso de destradicionalización, en la que se ven socavados,
incluso, los contextos de acción generados por la modernidad en sustitución de
los tradicionales, como la nación y el Estado. Para explicar la intensidad
adquirida por la destradicionalización debe traerse a colación una nueva forma
de capitalismo marcado por la mundialización económica, la flexibilidad
laboral, el desorden empresarial y la ilimitada persecución del lucro
inmediato; un capitalismo que compartimenta la producción entre una red anónima
de trabajadores, genera una fuerte competitividad y exige disposición
individual para la movilidad funcional y geográfica. Todo esto opera en contra
de aquellos lazos sociales no mediados por el mercado, con la consiguiente
merma del sentido de la solidaridad, y refuerza la posición central del
individuo. Y, así, los vínculos comunitarios tradicionales, premodernos o
modernos, pierden su valor “cuasinatural” para adquirirlo en razón de la
aceptación que de ellos hagan los individuos.
2.2. ¿Cómo afecta este vigor reciente del proceso de
destradicionalización al sentido del valor y la práctica de la tolerancia? Por
una parte, y es de lo que se ocupa este segundo subapartado, en forma negativa.
El capital normativo, ético y político, de la idea de tolerancia se ha visto
mermado por la incertidumbre sobrevenida acerca del valor de los referentes
normativos con arreglo a los cuales se venía justificando. La reflexividad
moderna, plasmada en el condicionamiento del valor de los dogmas a su examen
racional, ha sido el fundamento de una línea de justificaciones de la
tolerancia que va del escepticismo al pluralismo liberal, pasando por diversos
desarrollos del racionalismo. Históricamente esto ha puesto espacios cada vez
mayores a disposición de la discrecionalidad de los individuos, en perjuicio de
órdenes regulativos más comprehensivos que, en virtud de este proceso, veían
alterado su ámbito de vigencia (la privatización de la religión es el caso
paradigmático). Sin embargo, el significado de la tolerancia pasa a radicar en
una incógnita cuando la afirmación del individuo llega al punto de negar que la
validez de ideas y conductas pueda depender de un orden distinto a aquel en que
se presentan los vicios y virtudes de cada cual. Y esta versión individualista
del relativismo, como plantea Aurelio Arteta, es un componente notable
del ethos de las prósperas sociedades democráticas.
Muy posiblemente como correlato de la referida presión que sufren
los individuos para adaptar la concepción de sí mismos a unas condiciones
siempre cambiantes, es refutada la superioridad del concierto racional como
criterio superior de corrección normativa: el debate moral y político requiere
cierto grado de competencia y un mínimo compromiso para establecer una
comunidad de comunicación, un esfuerzo cooperativo que no se ve favorecido por
el ambiente vigente de competitividad y aislamiento. Es más, en este contexto,
la discusión aparece como una acción arriesgada para la autoestima y el
reconocimiento prestado por terceros, riesgo que, sin embargo, puede evitarse
apelando al derecho que cada cual tiene a que sea “respetado” su punto de
vista. Un contrato perverso estipula la aceptación sin previo examen dialógico
de las opiniones ajenas a cambio de reciprocidad. Y, sobre este fundamento, se
rehabilita la noción protestante de la tolerancia como intocabilidad de las
conciencias, que ahora no se justifica por la intervención divina en definir el
estado de las cosas, sino por el valor moderno y liberal de la dignidad del
individuo, interpretado como dignidad de todas y cada una de sus
manifestaciones concretas.
El problema es que ahora lo que se privatiza no es el sentimiento
religioso, sino la propia razón. Las ideas dejan de entenderse como propuestas
de unas personas dirigidas a suscitar la aprobación racional de otras, para
concebirse como pertenecientes a un orden íntimo e inaccesible en el que
estuviera vetado adentrarse. Completando esta concepción neorromántica de la
comunicación, se asumen como prejuicios poco menos que evidentes la ineficacia
de la discusión racional y que todo choque dialéctico enfrenta más a los
discrepantes que a sus propios puntos de vista. El resultado es una consigna
que llama a abandonar el debate teórico y a refugiarse en la tolerancia de las
emociones como último reducto. Una consigna que informa nuevas normas de
civismo, de modo que quien desea que se razone públicamente sobre un asunto
debe disculparse por adelantado (“No pretendo convencerle, pero...”), anticipar
un “sin ánimo de polémica...” o eludir toda sospecha de que emite un juicio
declarando que se trata de un “simple comentario”. En palabras de Arteta, “se
viene a decir que son los sentimientos en tanto que espontáneos e irrebasables
los que deben ser respetados por igual”. Esta afirmación, sin embargo, encierra
las falacias de que todos los afectos tienen el mismo valor moral —algo que
niega la evidencia de que no son iguales la compasión y la envidia—, y de que
el mundo afectivo está exento de un núcleo de racionalidad, lo que, de ser
cierto, significaría que la intención de remediar gran parte de las patologías
psicológicas carece de sentido.
2.3. La debilidad argumental de tal celebración indiscriminada de
la diversidad de los sentimientos no hace tal celebración, por desgracia,
intrascendente. Aparte del vigor de las políticas de la identidad,
la manifestación política más notoria de este asunto es la identificación de la
democracia con el agregado de preferencias independientemente de su
justificación. Esta identificación convierte los sondeos de opinión en razones
suficientes para hacer las cosas, encontrándose, por ello, en la base del
moderno gobierno de encuestas y en la claridad con la que los partidos
políticos han ido abandonando su función de promotores de ideas en favor de la
de representación de un centro sociológico con todas sus contradicciones. E,
igualmente, la tendencia a reducir la democracia a una cuestión arimética,
paralela al abandono de su constitución dialógica, explica el privilegio
adquirido por la negociación y la urgencia con que se apela a la votación como
medios para dirimir los conflictos públicos.
La creencia en la irreductibilidad de las posiciones divergentes
conduce a exigir al ciudadano tolerancia para aceptar una política cuyos
términos difícilmente pueden convencer, ya que los criterios
rectores de su producción no son los mejores argumentos establecidos mediante
la deliberación pública, dado el descrédito de la reflexión colectiva. El demos no
se entiende como público racionante, sino como la sede de un complejo entramado
de intereses atomizados que, en tanto que legalmente válidos, quedan
transmutados en valiosos, razón por la cual se pretende que sean
satisfechos equitativa y plenamente por el gobierno. Y de estos ciudadanos que
comparten tan inmodificables e intangibles aspiraciones lo más que puede
esperarse es tolerancia mutua y respecto al grado en que no satisfacen
plenamente sus deseos los arreglos técnicos establecidos por las corporaciones
y el sistema político. La tolerancia es, así, concebida como el punto de
llegada de la política, como una práctica que se agota en sí misma, antes que
como un presupuesto básico a partir del cual afrontar la posible conciliación
de las divergencias. Por eso mismo, el componente de incontinencia de esta
tolerancia se ve asociado a una dinámica conservadora.
Con arreglo a la legitimidad democrática, los límites y el
contenido de la tolerancia deben ser decididos por las mismas personas que han
de verse afectadas por ellos. Este principio, junto con la idea de que la
tolerancia se justifica por el respeto que merece la emotividad sin más de las
personas, hace equivaler lo sociológicamente normal con lo
políticamente debido. El resultado es que se eleva la mediocridad a
criterio de excelencia, una perversión de la democracia sobre la que
tempranamente advirtió Tocqueville. Y este cultivo del ciudadano medio genera
una tendencia a que nada sobresalga, a equiparar conductas y opiniones
meditadas e irreflexivas. Así, la tolerancia gregaria tiene por correlato la
intolerancia hacia lo distinto por excelente. Y así se ve reproducida una
situación muy similar a la que motivó el alegato por la tolerancia de John
Stuart Mill: la tolerancia como algo necesario para que las mayorías no
provoquen tal timidez en los individuos que éstos no se atrevan a pensar de
modo heterodoxo, con los perjuicios que ello puede contraer para el progreso y
la ratificación de nuestros juicios; y la tolerancia imprescindible también
para evitar que las personas dejen de pronunciarse sobre la opinión ajena por
temor a un enfrentamiento, con el consiguiente riesgo de aislamiento y de
disolución del tejido social.
Nótese que lo que resulta peculiar (y entiendo que también
degradante) de esta manera de entender la tolerancia relacionada con la
evolución actual de la modernidad reflexiva —y que, de ningún modo, agota el
campo semántico de la tolerancia hoy— no es que la tolerancia incorpore un
ingrediente conservador. Esto siempre es así, en la medida en que la idea de
tolerancia supone el apego a determinado código normativo en relación con el
cual una opinión o conducta se desaprueba; y el valor de este código no se
entiende precluido por la práctica de tolerancia, pues, de lo contrario,
estaríamos ante un simple acto de aceptación de las referidas opiniones o
conductas. Lo peculiar y negativo del conservadurismo relacionado con la
reflexividad contemporánea es, primero, el elemento de falsa conciencia
presente en una forma de tolerancia que se pretende prácticamente universal
cuando sufre arbitrarias restricciones, como se expondrá enseguida. Y, segundo,
que el orden normativo relevante concuerda con la sensibilidad axiológica media
de una sociedad dada, con la sacralización de la cultura de masas —y las redes
de poder asociadas— en vigor en cierto momento.
2.4. En el ensalzamiento de la mediocridad, la espontaneidad y la
irreflexividad, es clave la regulación de la sociedad de masas por parte de los
medios de comunicación. Su voluntad de captar la mayor audiencia posible
explica el privilegio que en ellos se otorga al tratamiento superficial de los
asuntos. La inclinación hacia una tolerancia sin claros límites casa a la
perfección con una comprensión que la sociedad tiene de sí misma, determinada
por la racionalidad de los medios de comunicación: el tiempo como sucesión de
novedades, de noticias (news); lo más relevante de la realidad como
aquello capaz de captar la atención del destinatario, con clara prioridad de lo
que es susceptible de despertar emociones intensas. De hecho, en la televisión,
a menudo la noticia no es que algo haya ocurrido, sino que dispone de imágenes
acerca de un hecho. Lo nuevo e impactante, lo que despierta la curiosidad, se
identifica con lo valioso. No hay tiempo para una reflexión detenida, ni ésta
permite mantener lo suficiente el interés de los televidentes u oyentes.
Interesa la discusión, pero sólo en tanto que espectáculo, en tanto que
sucedáneo de la exposición de mórbidas rarezas y del enfrentamiento físico en
el circo; para asegurar el ritmo de la función debe incluirse un número elevado
de intervento50res y, entre ellos, algunos de verbo incendiario. La moraleja
cívica de esta reducción del debate a entretenimiento es la celebración de un modo
de vida que permite la coexistencia de tan diversos puntos de vista. No
interesa llegar a una conclusión acerca de la verdad o la corrección. Basta con
la combinación de tolerancia y democracia estadística, que es también la
democracia de una audiencia ante la cual se representa la realidad política y
social en el escenario de los medios de comunicación; eso sí, una audiencia
cuya capacidad de intervenir sobre lo que ocurre es indirecta y virtual,
mediante encuestas.
3. CONTROL SOBRE
3.1. El panorama más bien sombrío que acabamos de describir no
resume el conjunto de las conexiones del sentido y el ámbito de la tolerancia
con el alto grado de reflexividad correspondiente a la modernidad tardía. El
valor de la tolerancia debe ser, efectivamente, matizado, so pena de llegar a
constituir una auténtica amenaza para el resto de los valores morales y
políticos. Pero es indudable la necesidad que tenemos de una práctica razonable
de la tolerancia allí donde la reflexividad se ha convertido en un factor clave
del funcionamiento social.
Pensemos, si no, en las consecuencias de la combinación de dos
circunstancias: primera, el potencial creciente de la tecnología moderna para
situar aspectos diversos de la vida humana bajo el control de las decisiones
individuales y colectivas. Segunda, la conciencia de las limitaciones de
nuestros juicios que resulta de su desenclave de la tradición. La autoridad de
ésta es sustituida por la de sistemas de conocimiento experto, los
cuales —por la intensa actividad especializada que sucede en su seno y la
propia dinámica de la reflexividad sobre la que tal actividad se asienta—
tienen un carácter mudable, a un tiempo que opaco para el común de las
personas, quienes, cuando más, sólo pueden ser expertas en unas pocas áreas de
conocimiento. Ambos fenómenos, por una parte, provocan incertidumbre:
la vida humana y la natural se saben sujetas a tecnologías cuyos riesgos no
están determinados inequívocamente, sino que son objeto de polémica entre
especialistas. La manera en que estas amenazas son percibidas genera divisiones
entre grupos políticos, empresariales y los propios ciudadanos, divisiones que,
a menudo, no se prestan a una conciliación negociada. Hay que pensar que tales
discrepancias se refieren a cuestiones que afectan a la supervivencia de una
forma de vida, o del mundo natural y humano en general como lo conocemos;
asuntos como la gestión de la energía nuclear, la manipulación genética de
cultivos o embriones humanos, o qué hacer frente a un Estado que podría surtir
de armas de destrucción masiva a una organización terrorista internacional.
La sociedad del riesgo da lugar, de este modo, a
pretensiones políticas, las cuales, por su carácter salvífico, enfrentan a las
personas de una manera que en cierta forma hace recordar las escisiones
religiosas registradas en
3.2. También el incremento del control tecnológico sobre la vida,
y el desenclave del sentido de ésta del dictamen de la tradición, permiten
explicarnos la trascendencia de los estilos de vida en la
estructuración de la sociedad contemporánea. En la modernidad reciente, el modo
rutinario en que come, se viste, comporta y relaciona una persona con las demás
y con su trabajo, se organiza en haces de opciones, los cuales poseen cierta
unidad que proporciona seguridad ontológica a quienes los adoptan. En la
configuración de estos haces de opciones intervienen de manera decisiva los
medios de comunicación y, a través de ellos, intereses comerciales (incluida la
venta de información), y, en menor medida, objetivos políticos. Por su parte,
la adopción de estos estilos de vida está influida por las circunstancias
socioeconómicas, las presiones de grupo y la visibilidad de los modelos de rol.
Sin embargo, el espacio para la elección (más o menos consciente o reactiva)
entre estilos de vida y hasta para la creación de éstos es considerable. Y no
sólo —aunque sí más notablemente— entre quienes gozan de más oportunidades
vitales. En algunas circunstancias de pobreza, la tradición se ha perdido más
que en otras situaciones, y la propia construcción de un estilo de vida puede
convertirse en un rasgo especialmente característico. El caso es que, cuanto
menos tradicionales sean las condiciones en las que se desenvuelve un individuo,
más afectarán sus actitudes y su modo de vida el núcleo de su identidad.
Por otro lado, el interés de los individuos por elegir y componer
sus estilos de vida se estaría viendo reforzado por el cambio cultural de las
sociedades industriales avanzadas que nos presenta la teoría del sociólogo
Ronald Inglehart. Como es sabido, esta teoría, avalada por buen número de
investigaciones empíricas, vincula el crecimiento económico que se da desde el
fin de
3.3. La principal implicación de estos hechos sociológicos a la
hora de pensar la realidad y normatividad de la tolerancia en una sociedad
democrática es que los conflictos potenciales no se presentan ahora únicamente
entre distintas concepciones comunitarias del bien, sino también entre
cambiantes estilos de vida, muchas veces de escasa homogeneidad interna. La
diversidad de entidades culturales institucionalizadas compite con la de
individuos que, por diferentes razones, reclaman emanciparse de lo que perciben
como cultura dominante, y el cruce de estas formas de pluralismo origina,
además, tanto nuevos problemas como estilos de vida. Un ejemplo de estos nuevos
problemas es el que representa en un contexto moderno la práctica, asiática y
gitana, del arreglo familiar de los matrimonios. En Gran Bretaña se ha aceptado
una intervención formal de los padres en el concierto matrimonial, aunque no
los matrimonios forzosos. En el espacio dejado por el reconocimiento jurídico
formal de la voluntad paterna caben múltiples posibilidades de interacción, por
un lado, de jóvenes dispuestos en grado variable a aceptar esta injerencia
paterna y, por el otro, un entorno familiar y de relaciones también
diversamente partidario de respetar íntegramente la tradición. Las diferentes
posiciones en torno a esta práctica determinan, a su vez, formas de integración
de epocalismo y tradicionalismo que componen distintos estilos de vida.
La trascendencia de los estilos de vida para la identidad de las
personas no sólo multiplica las circunstancias en las que se hace precisa una
actitud tolerante para lograr entendimientos, tanto en el ámbito privado como
en el público (nunca se insistirá lo suficiente en que la protección eficaz del
pluralismo por el sistema de los derechos depende de la tolerancia que sean
capaces de manifestar los legisladores, el pueblo que ejerce sobre ellos un
control democrático tanto directo como indirecto por la vía de la opinión
pública, y la cultura política, quienes intervienen y controlan los medios de
comunicación y, con más restricciones, también los jueces). También,
cualitativamente, el esquema típico de la tolerancia se ve alterado por la
diversidad que emana de los referidos estilos de vida: primero, porque pierde
protagonismo el valor del respeto por las creencias o
las ideas, fundamental en la historia de la tolerancia. Un valor
que tenía mucho que ver con la condición creyente, o la autocomprensión como
racionante, de la sociedad en su conjunto; con el consenso acerca de la función
rectora de las creencias y las ideas, a pesar de la diversidad de éstas. Ahora,
las demandas de tolerancia —presentadas también como reclamación de derechos—
aparecen a menudo vinculadas a comportamientos relativamente
marginales (la homosexualidad, el consumo de drogas y, entre ellas, incluso de
tabaco, el nudismo, el piercing...) que, más que emanar de
convicciones, las inducen. Éste es un hecho no siempre considerado por los
teóricos contemporáneos de la tolerancia. Así, por ejemplo, Rawls concede mucha
importancia a la experiencia europea de superación de los conflictos religiosos
originados por
La importancia otorgada por las personas a los estilos de vida
tiene otra consecuencia sobre el esquema típico de la tolerancia, según quedó
definido tras la teoría de Mill. Tal consecuencia es que la gran variedad de
éstos impide identificar la figura del agente tolerante con una mayoría o unos
pocos grupos relativamente homogéneos. En realidad, no es una novedad histórica
la existencia de un régimen radicalmente descentrado de tolerancia, en el que
un número indeterminado de grupos han de tolerarse de manera mutua, y en el que
las mayorías son temporales y se constituyen para propósitos y ocasiones diferentes.
Tampoco es nueva una concepción del espacio público conforme a la cual, siendo
los individuos los sujetos públicos por excelencia, la tolerancia se refiere en
forma ideal, y tiene por protagonistas las elecciones y acciones individuales
antes que a las pautas de valor y comportamiento grupales: el tándem compuesto
por dispersión de las prácticas de tolerancia y centralidad ideal del individuo
es característico del modelo de tolerancia que hallamos en sociedades de
inmigrantes como Estados Unidos o Canadá. La novedad es que este esquema,
propio de las sociedades de emigrantes, se está generalizando en otro tipo de
modelos societarios, como los estados nacionales. Y, aunque la principal causa
de tal generalización sea la intensidad contemporánea de las migraciones, la
proliferación de estilos de vida es, con toda probabilidad, el segundo factor
explicativo del fenómeno.
3.4. Ciertamente, hay tendencias que se oponen a que la
proliferación de estilos de vida pueda dar lugar a orientaciones de valor
sustancialmente distintas. Entre éstas contarían la reactivación del
nacionalismo en muchos lugares, y la exaltación del individuo normal antes
comentada. Esto no quita que, donde la reflexividad y la destradicionalización
están avanzadas, la diversidad, referida a la mayoría de la población, sea un
hecho; aunque el discurso nacionalista se resista a reconocer aquellas
diferencias sociales que desafían la imagen del mundo que sostiene, y pueda
anularlas en la medida en que tenga a su disposición instrumentos de socialización.
En lo que respecta a la normalidad, la percepción que se tiene de ésta —como
del conjunto de la realidad social— depende en gran medida de la información
que nos ofrecen los medios de comunicación. Y el interés de éstos por ofrecer
novedades y celebrar la diversidad los conduce a presentar expresamente una
imagen plural de la mayoría de la población, aunque la normalidad sea a la
postre sancionada, incluso con mensajes tácitos excluyentes. Esta imagen de
pluralidad coincide, por lo demás, con los principios jurídicos abstractos que
regulan nuestro ámbito público y que son invocados por políticos y otros
personajes ante los medios. En consecuencia, las acusaciones de intolerancia
referidas a la mayoría de la población usualmente inculpan a un sujeto virtual
con el que pocas personas están dispuestas a identificarse. Esto, y la
proliferación de minorías, trae por causa un nuevo tipo de conflicto: a los
conflictos positivos entre concepciones rivales del bien se suman
conflictos negativos, que surgen en la medida en que nadie se
siente responsable y autorizado para intervenir en el ámbito de las costumbres.
En todo caso, que la sociedad disponga de una imagen de sí misma
como entidad plural tiene una destacable vertiente positiva. Para empezar,
limita las pretensiones de grupos que propugnan un particular modo de vivir;
incide en que la gente abandone la expectativa de que sus opciones vitales
condicionen las del resto de ciudadanos. Parafraseando a Rawls, el hacerse
cargo del hecho del pluralismo social, no como una aberración, sino como un
hecho normal de la vida con instituciones libres, promueve que los términos de
cooperación social se establezcan contando con que personas iguales a nosotros
han llegado a conclusiones diferentes acerca de la forma adecuada de entender
la vida. Además, cuanto mayor es la incidencia de los estilos de vida en la
estructura social, con más frecuencia percibirán en los individuos que la
relación con sus concepciones del bien es el producto de una elección personal,
y, por eso, resultarán más factibles las soluciones mediante acuerdo. Las
excepciones a todo esto surgen cuando, como reacción a la inseguridad
ontológica que provoca la conciencia de la falibilidad y la movilidad, se
adoptan estilos de vida sectarios informados por el dogmatismo y la sujeción a
una autoridad plenipotenciaria; o cuando la misma inseguridad, sumada a la
añoranza de comunidades más coherentes, estimula el apego fundamentalista a las
tradiciones religiosas y culturales.
Por último, hay que insistir en el error que supondría pensar que
las formas de diversidad que aparecen en la modernidad tardía han reemplazado
por completo a las enraizadas en fases anteriores de la modernidad, o incluso
en persistentes relaciones premodernas. No sólo en sociedades donde los valores
de una parte importante de la población siguen siendo predominantemente
premodernos, también en
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