Ana María Bestard y la delegación de facultades legislativas en el Poder Ejecutivo



 DELEGACIÓN DE FACULTADES LEGISLATIVAS EN EL PODER EJECUTIVO

Ana María Bestard

Prof. Adjunta de la Facultad de Derecho-UBA

INTRODUCCIÓN

PLANTEO DEL PROBLEMA. SU PROBLEMÁTICA

El tema de la delegación de facultades legislativas en el Poder Ejecutivo reviste enorme importancia en el ámbito político institucional, pues se vincula estrechamente con la función y atribuciones del Poder Legislativo y con el principio constitucional de la división de poderes, cuyo telos último consiste en la protección de las libertades individuales. En definitiva, el tema es central porque se vincula con el Estado de derecho y, por ende, con la libertad de los particulares y la seguridad jurídica. Hecha la precedente e ineludible aclaración, la doctrina ubica históricamente el instituto de la delegación durante la Primera Guerra Mundial. En verdad, su práctica se agudiza en la famosa crisis de 1929 y se consolida en el nivel constitucional luego de la Segunda Guerra Mundial, sin perjuicio de reconocer antecedentes en tiempos muy anteriores. Quizás la cuestión del aumento del ejercicio de facultades legislativas por el Poder Ejecutivo no esté originada solamente en la complejidad y celeridad de la vida política, económica y financiera, ni en las realidades tecnológicas de nuestro tiempo, sino —también— en el rol que la sociedad ha asignado, en cada momento histórico, al Poder Legislativo. Ello sin dejar de reconocer —acrecentando la complejidad del tema— la incidencia, en la materia, del comportamiento de otro de los poderes centrales de la tríada clásica, el Poder Judicial y, en especial, la Corte Suprema de Justicia de la Nación, al ejercer el control de constitucionalidad respecto de los actos de delegación del Poder Legislativo (leyes) como de los actos delegados del Poder Ejecutivo (reglamentos o decretos).

Recordemos que el Parlamento durante la Edad Media ejercía la función de tribunal de justicia; no hacía la ley. El Parlamento como hacedor de la ley aparece en Inglaterra, en el siglo XVII. “No hay que olvidar que las normas básicas que estructuraron la Gran Bretaña moderna, esto es el Bill de Derechos, el Bill de Habeas Corpus, el Acta de Establecimiento y toda normativa que convierte en norma jurídica la victoria del Parlamento inglés sobre la Corona, es la primera verdadera obra legislativa del Parlamento en el mundo y fundamentalmente, en Inglaterra” (Spota, 1989). El afianzamiento en el pueblo de la concepción de que el poder político reside en él y no en el monarca hace que el Parlamento se vea no solo como hacedor de la ley, reglamentaria de nuestros derechos, sino como órgano legítimo para crear y establecer las líneas de conducción de la sociedad en el orden político, económico y social. Dicho afianzamiento se produce en un proceso que comienza, en términos generales, en el siglo XVIII y se desarrolla especialmente durante el siglo XX, cuando el Poder Legislativo resulta «una pieza vital del sistema político democrático, cuya estabilidad depende, por lo tanto, en gran medida de la funcionalidad del órgano legislativo [...] el ajustado funcionamiento y una amplia representatividad del Parlamento son imprescindibles para la consolidación de la democracia» (Loñ, 1987). En su seno, entonces, se debaten y establecen los lineamientos rectores de nuestra convivencia social. Por otro lado, desde el punto de vista jurídico, el principio de división de poderes, un principio básico del Estado de derecho, representa el respeto al reparto de funciones estatales sobre la base de que la función legislativa es propia y exclusiva del Poder Legislativo. Delegar, como ha hecho el Congreso argentino en los últimos años, facultades extraordinarias en el Poder Ejecutivo significa resignar su rol esencial de establecer las políticas estatales.

Nuestra postura pudiera parecer tradicional o conservadora frente a quienes avalan la delegación, en virtud de la necesidad de tomar decisiones de carácter técnico, rápidamente, para resolver los problemas urgentes. Quienes así piensan sostienen que la acción es propia de la unidad y que el Parlamento es un cuerpo colegiado, con lentos procedimientos, mucho más ineficaz para la toma de dichas decisiones que el Poder Ejecutivo. Si bien pareciera innegable, no solo en Argentina, la tendencia al aumento de facultades del Ejecutivo, pasando revista a nuestra traumática historia nacional (no podemos dejar de señalar aquí que los constituyentes del 53 sabiamente incorporaron el artículo 29 de la Constitución nacional a causa de la experiencia sufrida por un gobierno que se arrogó facultades extraordinarias y la suma del poder público), estimamos necesario defender el principio de la división de poderes como instrumento válido, filosófico y jurídico-constitucional, establecido para evitar la concentración de poder en el órgano ejecutivo, vicio en el que los argentinos incurrimos reiteradamente en perjuicio de la República y de nuestras libertades personales.

Agregamos, como adelantamos al comienzo, que en esta ardua y difícil tarea de vivenciar el Estado de derecho, o mejor hoy, el Estado social y constitucional de derecho, no solo el Parlamento desarrolla un papel preponderante en el sistema socio-político, sino que asimismo el Poder Judicial, y en especial la Corte Suprema, lo hacen.

El control de constitucionalidad ejercido por todos y cada uno de los jueces del sistema se convierte en el reaseguro final del rol que debe jugar el Congreso, conforme lo venimos describiendo. Bien que consideramos a la Corte Suprema de Justicia de la Nación como un verdadero órgano de poder del Estado. La pérdida de elaboración y control de la política legislativa por el Parlamento, y la consiguiente convalidación de ello por el Poder Judicial, importan la destrucción del sistema plasmado en la Constitución nacional y la inmersión de la República en las graves crisis que parecieran endémicas en nuestra realidad nacional. No está demás apuntar que no nos referimos a la delegación técnica normativa vinculada a la confección de leyes de complejidad técnica y cuya redacción conviene destinar a expertos, como por ejemplo las referidas a los textos ordenados de las leyes o a los digestos jurídicos; ni tampoco a la delegación administrativa, propia de la necesidad de la administración, centralizada y descentralizada, de regular en forma permanente y ordinaria las actividades indispensables para el logro de sus fines. Nuestra preocupación central se dirige a la delegación política o gubernamental, es decir, aquella que hace el Poder Legislativo, en época de emergencia, a favor del Poder Ejecutivo para que dicte las normas que la situación requiera, generalmente, de manera amplia, temporal o transitoria (a veces) y a efectos de concretar un determinado programa de gobierno. 

LA DELEGACIÓN EN ARGENTINA

Haremos una referencia a la normativa constitucional argentina, que difiere de la norteamericana, pues en esta última el presidente norteamericano no cuenta con una atribución expresa de reglamentación de los derechos, como sí posee el argentino, conforme al artículo 86, inciso 2, de la Constitución nacional de 1853-60, actual artículo 99, inciso 2. Sin perjuicio de reiterar que lo que verdaderamente nos preocupa es el ejercicio de las precitadas facultades, especialmente, en épocas de emergencia, como una forma de la delegación política o gubernamental aludida ut supra (punto 1), situación receptada por la reforma constitucional de 1994 en el artículo 76, al que nos referiremos más adelante. La Constitución histórica, sujeta a los principios del liberalismo individualista de su época, no contemplaba la delegación legislativa en el Poder Ejecutivo. Así, en virtud de los artículos 14.1 y 67, solo el Congreso tenía por competencia la de reglamentar los derechos constitucionales. Estos se limitaban o restringían exclusivamente mediante ley. Cabe agregar a este esquema normativo el artículo 28, basamento constitucional del principio de razonabilidad, también denominado garantía implícita de razonabilidad (artículo 33). A su vez, el precitado artículo 86, inciso 2, de nuestra ley fundamental, asignaba al presidente la competencia reglamentaria para aplicar las leyes, manteniendo la prescripción de no alterar su espíritu al reglamentarlas. De lo expuesto surge un esquema normativo claro, descriptivo de una gradación jerárquica, que concuerda con la pirámide jurídica kelseniana. No es casual que la competencia expresa y exclusiva de hacer la ley fuera asignada al Congreso, que debía respetar los derechos constitucionales al reglamentarlos, de forma tal de no «alterarlos».

En primer lugar, entonces, se encontraba la Constitución, como cúspide de la pirámide, y luego las leyes reglamentarias de los derechos. A su vez, el Poder Ejecutivo estaba habilitado para ejercer la competencia reglamentaria o legislativa, aunque en un nivel infra o sublegal y al único efecto de aplicar la ley. En este caso, el marco o límite infranqueable de la actividad reglamentaria del Poder Ejecutivo era doble: la Constitución, en primer término, y la ley, en segundo término. Sin desconocer que, además de la competencia reglamentaria del artículo 86, inciso 2, por la que emitía decretos reglamentarios o ejecutivos, el Presidente sólo poseía la del inciso 1.º del precitado artículo, por la que dictaba decretos autónomos. La jurisprudencia fue flexibilizando la normativa constitucional mediante su interpretación. En el caso Delfino (1927), la Corte determinó que el Poder Ejecutivo estaba habilitado para reglamentar (establecer una multa) si la ley determinaba los límites dentro de los cuales debía hacerlo. Pero basó dicha facultad en el artículo 86, inciso 2, de la CN. El holding del caso fue que «existe una distinción fundamental entre la delegación del poder de hacer la ley y la de conferir cierta autoridad al Poder Ejecutivo a fin de reglar los pormenores y detalles necesarios para la ejecución de aquella. Lo primero no puede hacerse, lo segundo sí». Más tarde, el caso Prattico (1960) representó otro hito en materia de delegación. En este, el tribunal convalidó «el reconocimiento legal de atribuciones que queden libradas al arbitrio razonable del órgano ejecutivo, siempre que la política legislativa haya sido claramente establecida». Se pasó, entonces, de la exigencia de no violar parámetros fijos de la ley delegante a no transgredir su política legislativa clara. Esta evolución culmina con el caso Cocchia (1993), por el que la validez constitucional de las facultades reglamentarias del Ejecutivo se reducen a no violentar el bloque de legalidad que conforme un programa de gobierno. Consideramos que el último merece nuestra crítica.

EL CASO COCCHIA (2.12.93)

El Sindicato de Encargados Apuntadores Marítimos presentó un amparo contra el Estado nacional y el Ministerio de Trabajo y Seguridad Social, con el objeto de lograr la declaración de inconstitucionalidad del decreto 817/92 que derogaba el convenio colectivo de trabajo 44/89 y el marco legal del trabajo portuario. La norma determinaba nuevas negociaciones con las limitaciones que ella misma establecía en el artículo 36, interviniendo irrazonablemente —según la actora— en la actividad que regulaba, competencia exclusiva, por otro lado, del legislador. La Corte decidió que la norma atacada era constitucional pues reglamentaba un bloque de legalidad, sin apartarse del programa de gobierno establecido por las leyes que conformaban el mencionado bloque. Resulta interesante destacar que el máximo tribunal citó como precedentes a Delfino y Prattico, aunque, en realidad, no lo eran. Asimismo, no podemos dejar de mencionar que creó una categoría nueva de decretos ejecutivos o reglamentarios, dentro de la cual ubicó al impugnado y, de esta manera, lo justificó constitucionalmente. Desde nuestra óptica, la Corte fuerza la inclusión del decreto 817/92 en la precitada categoría para luego aplicar el estándar de Prattico, más amplio que el de Delfino, aunque a este también lo cita en refuerzo de su postura. Ambos estándares, en Cocchia, se ven totalmente excedidos tanto por los hechos del caso como por el marco jurídico aplicado. Corresponde analizar al respecto el considerando 14, en el cual el más alto tribunal estudió si el decreto 817/92 se encontraba afectado en su constitucionalidad, en razón de su origen orgánico.

Esto es lo importante para nuestro análisis: ¿el decreto cuestionado era un decreto delegado —en el sentido que la doctrina había interpretado en los casos Delfino o Prattico?, ¿o era un decreto de necesidad y urgencia, conforme lo resuelto por la Corte en el caso Peralta? Y en cualesquiera de estos casos ¿respetaba la Constitución? Desde lo jurídico, la Constitución histórica —vigente al momento de dictar el aludido fallo— no admitía los decretos delegados o la delegación total, pero sí —aplicando la doctrina judicial de Delfino y Prattico— únicamente la delegación impropia o parcial. En cuanto a los decretos de necesidad y urgencia, debe recordarse que la Corte había dictado el fallo Peralta en diciembre de 1990, avalando la constitucionalidad de los decretos de necesidad y urgencia con enorme amplitud, prácticamente sin límite alguno, lo que había ocasionado serias discusiones y profundas críticas de la doctrina en materia constitucional. A pesar de que el Poder Ejecutivo había hecho referencia a las leyes 23696 (reforma del Estado) y 23697 (emergencia económica) —entre otras—, el último considerando del decreto 817/92 expresaba que este decreto se dictaba en uso de las facultades que surgían de los incisos 1.º y 2.º del artículo 86 de la Constitución nacional y del artículo 10 de la ley 23696. Con ello parecía que la propia Administración consideraba que se trataba de un decreto reglamentario pues, aunque hablaba del inciso 1 del artículo 86, que hubiera podido interpretarse como basamento constitucional de los decretos de necesidad y urgencia, ya constitucionalizados por el fallo Peralta citado, agregaba el inciso 2.º del artículo 86, en el que descansa la competencia de emitir decretos reglamentarios o ejecutivos.

Este hecho desvirtúa la supuesta fundamentación en los decretos de necesidad y urgencia. Corresponde agregar, por nuestro lado, que la situación de hecho que justificó, en opinión del superior tribunal, la emisión del decreto 36/90, cuya tacha de inconstitucionalidad origina el amparo que plantea Peralta, tampoco era similar a la del momento en que se interpone la acción que da lugar a la sentencia del caso Cocchia. La hiperinflación había sido contenida y se encontraba en plena ejecución el proceso de privatizaciones aprobado, final y rápidamente, por las leyes del Congreso nacional antes mencionadas. La Corte consideró que el decreto 817/92 era un decreto ejecutivo sustantivo. Para ello dividió los decretos reglamentarios o ejecutivos, con base constitucional en el artículo 86, inciso 2, de la Constitución histórica, en dos categorías: los decretos ejecutivos adjetivos y los ejecutivos sustantivos. Creó, de esta manera, una nueva clasificación de reglamentos del órgano ejecutivo. Resulta decisivo el tercer párrafo del considerando 14, que transcribimos a pesar de su extensión, a fin de evitar la más mínima tergiversación de los conceptos allí vertidos por el voto mayoritario del tribunal: “Se encuentran así claramente identificados los tradicionalmente denominados «reglamentos de ejecución», es decir aquellos que se sancionan para poner en práctica las leyes cuando estas requieren de alguna determinada actividad del Poder Ejecutivo para su vigencia efectiva.

Es así que la mayoría de la legislación no precisa, para su efectiva vigencia en la realidad, de decretos ejecutivos —pensemos en la casi totalidad del articulado del Código Civil—, lo que sí ocurre cuando, para la aplicación práctica de la ley, resulta necesaria la actividad de cualquiera de las dependencias de la Administración Pública. En este caso, inevitablemente el Poder Ejecutivo deberá disponer cómo se llevará a cabo tal actividad, siempre cuidando de no contradecir la ley así reglamentada. Se trata, en definitiva, de normas de procedimiento para la adecuada aplicación de la ley por parte de la Administración Pública: son reglamentos de ejecución adjetivos. Distinto es el supuesto de lo que es posible denominar «delegación impropia» —por oposición a la antes indicada delegación en sentido estricto, donde existe una verdadera transferencia de competencia o dejación de competencia— la que ocurre cuando el legislador encomienda al Ejecutivo la determinación de aspectos relativos a la aplicación concreta de la ley, según el juicio de oportunidad temporal o de conveniencia de contenido que realizará el poder administrador. No existe aquí transferencia alguna de competencia. El legislador define la materia que quiere regular, la estructura y sistematiza, expresa su voluntad, que es la voluntad soberana del pueblo, en un régimen en sí mismo completo y terminado, pero cuya aplicación concreta —normalmente en aspectos parciales— relativa a tiempo y materia, o a otras circunstancias, queda reservada a la decisión del Poder Ejecutivo que, en nuestro caso es, junto con el Legislativo y el Judicial, Gobierno de la Nación Argentina.

El Poder Legislativo, muy por el contrario de transferirla, ejerce su competencia, y dispone que el Ejecutivo aplique, concrete o ejecute la ley, según el estándar inteligible que el mismo legislador eligió, es decir, la clara política legislativa, la lógica implícita o explícita, pero siempre discernible, que actúa como un mandato de imperativo cumplimiento por parte del Ejecutivo. Estos reglamentos también se encuentran previstos en el artículo 86 inciso 2, de la Constitución —una norma que, no puede dejar de ser advertido, no se encuentra en su similar norteamericana, lo que refuerza aún más la constitucionalidad, en nuestro sistema, de este tipo de decretos— por lo que, en realidad, son también decretos de ejecución de la ley, aunque con un contenido diverso que los analizados bajo este nombre en primer término. Se trata de reglamentos de ejecución sustantivos ya que no tienen como finalidad establecer el procedimiento según el cual la Administración aplicará la ley —aunque también pueden hacerlo— sino regular, por mandato del legislador, la concreta aplicación de la ley en la sustancia misma del objeto o finalidad por ella definidos. Esta segunda especie de reglamentos de ejecución —que solo impropiamente pueden denominarse delegados— también, por supuesto, encuentra el límite del citado artículo 86 inciso 2, in fine, no pueden alterar el espíritu de la ley, es decir, la política legislativa que surge del texto aprobado por el Congreso. Pero ello no solo con relación a la norma reglamentada, sino con respecto a todo el bloque de legalidad que conforma, con dicha ley, un sistema, un «programa de gobierno aprobado por el Congreso”.

Nosotros nos preguntamos, luego de la lectura del considerando 14, qué significa ejecutar la ley. Si —como dijo la Corte— ya no se trata de reglar los detalles y pormenores, o el procedimiento para poder aplicar la ley y, ahora, a partir de los decretos ejecutivos sustantivos, el presidente se encuentra habilitado para reglamentar la materia delegada en su objeto o finalidad, pensamos que este tipo de medidas emitidas por el Poder Ejecutivo son decretos delegados y no «impropiamente así denominados» —como expresó la Corte— sino decretos delegados propiamente dichos. Si la Constitución histórica los prohibía, es obvio que la Corte debió forzar la interpretación constitucional del artículo 86, inciso 2, CN para lograr legitimarlos. Estando los decretos delegados prohibidos y los decretos de necesidad y urgencia desacreditados, la salida que eligió la Corte estuvo representada por decretos ejecutivos sustantivos. En uno de los votos que conformaron la mayoría, el del Dr. Boggiano, se encuentra una consideración sobre el particular respecto de la cual no podemos evitar expresar una reflexión. Boggiano dijo: “Que es necesario, entonces, examinar el artículo 10 de la ley 23696 a la luz de la jurisprudencia del tribunal sobre la materia, ya que no existe en la Constitución una prohibición expresa de la delegación legislativa que permita colegir su repudio por parte del constituyente —que tampoco surge de los debates suscitados en las asambleas—, sin perjuicio de los límites dispuestos en el artículo 29” (Considerando 20).

DISIDENCIAs

Nos enrolamos en la postura de la disidencia, representada por dos votos, uno firmado en forma conjunta por los doctores Fayt y Belluscio, y el otro por el doctor Petracchi. El primero de los votos en disidencia determinó que la pretensión del Estado nacional importaba «una delegación legislativa de una indeterminación y vastedad como nunca lo ha admitido este Tribunal» (considerando 6, último párrafo). A su vez, la directiva del mencionado artículo 10 de la ley 23696 aparecía «notoriamente insuficiente como norma habilitante para que el Poder Ejecutivo suspenda la vigencia de los convenios colectivos de trabajo y deje sin efecto “todo acto normativo” que establezca “condiciones laborales distorsivas de la productividad o que impidan o dificulten el normal ejercicio de dirección y administración empresaria conforme lo dispuesto por los artículos 64 y 65 de la Ley de Contrato de Trabajo”, tales como las que menciona el artículo 35 del decreto 817/92, disposición aplicable a todas las “actividades portuarias, conexas y afines”» (considerando 6.º, primer párrafo). “Que el fundamento de tal negativa reposa en la esencia del sistema constitucional argentino, en el cual —como en su fuente, el constitucionalismo americano— tanto la ruptura del equilibrio entre los poderes constituidos como la confusión entre el poder constituyente y los poderes constituidos, comportan la muerte del sistema y la no vigencia del Estado de derecho. En efecto, en los regímenes de Ejecutivo de origen presidencialistas —que recibe su legitimación del pueblo soberano—, las delegaciones legislativas que favorecen la concentración del poder provocan —aun cuando estén inspiradas en razones de emergencia y de interés general— la ruptura del presupuesto de base.

Si la emergencia no tiene otra respuesta que una delegación de la facultad de hacer la ley en cabeza del órgano ejecutivo es evidente que ha muerto el Estado constitucional de derecho· (considerando 7). Petracchi, en la otra disidencia, luego de aclarar que no se puede privatizar lo ya privatizado, porque la actividad a la que se aplicaba el decreto cuestionado, conforme a las facultades otorgadas al Poder Ejecutivo nacional por el artículo 10 de la ley 23696, ya se encontraba en manos privadas. Agrega que tampoco el decreto cuestionado se hallaba en la órbita de la ley 23697: «Resulta claro que esta ley no avala, ni por asomo, la revisión de un régimen totalmente ajeno al indicado ámbito de aplicación, como lo es el del convenio colectivo 44/89». Tampoco constituye marco legal del decreto 817/92 la ley de puertos número 24093, pues es posterior; nunca podría haber sido su sustento. “Un elemental principio del sistema republicano de gobierno prohíbe aceptar que el Poder Ejecutivo esté facultado —por la mera invocación del artículo 86, inciso 2, de la Constitución nacional— a efectuar per se una reglamentación de derechos constitucionales, como ocurre en el caso, con el derecho reconocido en el artículo 14 bis de la ley fundamental, cuando el Congreso no ha querido regular legislativamente la materia. (Considerando 14) [...] no puede soslayarse que el progreso de las defensas del Estado en este caso, importaría hacer tabla rasa del principio de división de poderes o división de funciones resguardado por esta Corte desde los inicios de la organización nacional (Fallos, 1: 32). Aunque parezca innecesario precisarlo, el problema central que subyace en este litigio interesa sustancialmente a la preservación y deslinde de las facultades que poseen los Poderes Legislativo y Ejecutivo, esto es: a la esencia misma del régimen representativo republicano” (Considerando 15).

Además, al criticar al Estado, por su defensa del decreto 817/92: «las normas de todo tipo deben ceder ante ese programa de gobierno», esta disidencia replica: “Si la República está organizada como un Estado de derecho, en el que gobierno y gobernados se encuentran sometidos a la ley, y no al mero voluntarismo de uno u otros, el aserto transcripto es insostenible, pues presupone la negación, entre otros principios de la Constitución nacional, del relativo a su supremacía y a la estructura jerárquica de las normas jurídicas dictadas en su consecuencia (artículo 31). Ninguna norma cede ante «programas de gobierno», sino ante otras normas, y, en primer lugar, ante la Constitución, la cual —a su vez— no cede ante nada ni nadie [...]. La actividad del Poder Judicial [...] tampoco ha de regirse con arreglo a los citados programas, sino de conformidad con la ley fundamental. Es menester comprender el precio de estos principios, pues los jueces no están llamados por la ley fundamental a acompañar o secundar las políticas escogidas por los poderes a quienes les están confiadas estas. Tampoco, por cierto, están aquellos convocados a oponerse a tales decisiones. La función judicial es muy otra. Se trata, en suma, de resolver las contiendas traídas a su conocimiento de acuerdo con el ordenamiento jurídico vigente y, en su caso, contrastar la validez de este, no por su adecuación a «programa» alguno, sino por su conformidad con la Constitución nacional y las leyes que en su consecuencia se dictaren. Los «programas de gobierno» no son normas jurídicas; pero las normas jurídicas pueden, sí, entrañar dichos «programas” (considerando 16).

REFORMA CONSTITUCIONAL DE 1994

Poco tiempo después de dictado el fallo Cocchia se sancionó la reforma de 1994. En cuanto al tema que especialmente nos preocupa, la reforma de 1994 introdujo el artículo 76 en la Constitución nacional y, además, incluyó el artículo 99, inciso 3, referido a los decretos de necesidad y urgencia. La ley 24309 de necesidad de la reforma señaló, entre sus objetivos, el de reducir el presidencialismo. ¿Constituyen las prescripciones de los artículos precitados medidas eficaces para lograr el objetivo? Si bien las razones de carácter práctico que surgen de las discusiones en el seno de la convención apuntan a limitar la competencia del órgano ejecutivo en estas materias, extralimitada en los hechos, el marco jurídico plasmado en las normas no produjo los resultados esperados.

ANALISIS DEL ARTICULO 76 DE LA CONSTITUCIÓN NACIONAL

Del artículo referido a la delegación de facultades legislativas en el Poder Ejecutivo nacional surgen dos pautas claras: en primer lugar, una prohibición, la de la delegación legislativa en el Poder Ejecutivo, que —según la redacción constituye una regla— y, en segundo término, una competencia, la de delegar facultades legislativas en el Poder Ejecutivo, en materias determinadas de administración o de emergencia pública, con plazo fijado para su ejercicio y dentro de las bases de la delegación que establezca el Congreso de la Nación. Esta competencia significa una excepción a la regla, introducida luego de esta y con el término salvo, lo que ratifica el carácter de excepción. La prohibición está referida a la delegación total o propia, porque la misma norma establece la posibilidad de delegación de determinadas materias de administración o de emergencia, dentro de las bases y del plazo que determine el Congreso de la Nación para su ejercicio. Con ello aceptaría la delegación parcial o impropia. ¿En quién se delega y qué se delega? El Congreso de la Nación debe delegar en el presidente de la Nación, de acuerdo con la correcta hermenéutica constitucional que surge de relacionar el artículo 76 con el artículo 87 CN. Por el último, el Poder Ejecutivo será desempeñado por un ciudadano con el título de presidente de la Nación. Asimismo hay que tener en cuenta que el artículo 100, inciso 12, CN establece que el jefe de gabinete refrenda los decretos que ejercen facultades delegadas por el Congreso.

En cuanto al objeto de la delegación, la Constitución habilita la delegación de determinadas materias de administración, no de todas —como quedó aclarado—, sin perjuicio de la amplitud del término administración. Gelli aclara que no podrán delegarse aquellas materias de administración «que requieran un procedimiento de aprobación especial o mayorías agravadas o constituyan un mecanismo de control». En lo referido a la delegación en situaciones de «emergencia, no se podrían eludir las prohibiciones del artículo 99, inciso 3, CN —materias tributaria, penal, electoral y de partidos políticos—, aunque no figuren expresamente en el artículo 76 CN. La explicación resulta obvia: constituyen zona de reserva del Poder Legislativo. Por otro lado, nos preguntamos: ¿cómo debe interpretarse la palabra bases? ¿Qué significa que la delegación (excepcional, debido a que debe hacerse en materias determinadas de administración o de emergencia) debe, además, respetar las bases que determine el Congreso de la Nación? Creemos que las bases de la delegación resultan más amplias que los detalles y pormenores necesarios para aplicar la ley, conforme el holding de Delfino, y, a la vez, más restrictivas que el bloque de legalidad de Cocchia.

El último punto que trata la norma constitucional regula la caducidad del plazo, que limita el ejercicio de facultades legislativas por el Ejecutivo. Expresa: «La caducidad resultante del transcurso del plazo previsto en el párrafo anterior no importará revisión de las relaciones jurídicas nacidas al amparo de las normas dictadas en consecuencia de la delegación legislativa». No admite dudas de que la revisión prohibida se refiere a la del Congreso, pues siempre queda la posibilidad de la revisión judicial. A su vez, la cláusula transitoria octava habla de que la legislación delegada que no contenga plazo caducará a los cinco años de la vigencia de esta disposición, a excepción de la que el Congreso ratifique por ley. ¿A qué legislación se refiere? Consideramos correcto interpretar que se refiere a la elaborada por el Poder Ejecutivo, de acuerdo con las bases de la delegación confeccionadas por el Congreso, y no a las propias leyes de delegación del Congreso. Todo ello, a pesar de la poca claridad del texto.

LA LEY 26122

Por último, y después de más de diez años de mora, el Congreso de la Nación sancionó la ley 26122 (BO, 28.07.2006). Esta norma regula el trámite y alcance de la intervención del Congreso de la Nación en los decretos delegados, de necesidad y urgencia y de promulgación parcial que dicte el Poder Ejecutivo nacional. Reglamenta, asimismo, la Comisión Bicameral Permanente, que debe tener intervención tanto en los decretos delegados (artículo 100, inciso 12, CN) como en los decretos de necesidad y urgencia (artículos 99, inciso 3, y 100, inciso 13, CN) y de promulgación parcial (artículos 80, y 100, inciso 13, CN). El capítulo II se refiere a la delegación legislativa y sus límites. El Poder Ejecutivo debe remitir el decreto de delegación legislativa dentro del plazo de diez días a la Comisión Bicameral Permanente (artículo 12). Dicha comisión debe expedirse acerca de la procedencia formal y la adecuación del decreto a la materia y a las bases de la delegación, y al plazo fijado para su ejercicio, pudiendo solicitar informes a las comisiones permanentes competentes en función de la materia (artículo 13). Las bases a las cuales debe sujetarse el poder delegado no pueden ser objeto de reglamentación por el Poder Ejecutivo (artículo 11). En el capítulo IV de la ley se encuentra lo relacionado con el trámite parlamentario de los decretos aquí estudiados. Si el Jefe de Gabinete no remitiera el decreto en diez días, la Comisión debe avocarse de oficio a su tratamiento.

Por esa razón, los diez días hábiles que, a su vez, la comisión tiene para expedirse se cuentan desde el vencimiento del plazo precitado en primer término (artículos 18 y 19). En caso de que la comisión no se expida dentro del plazo para ello estipulado (diez días hábiles), las Cámaras se avocarán al «expreso e inmediato tratamiento del decreto de que se trate de conformidad con lo establecido en los artículos 99, inciso 3, y 82 de la Constitución nacional» (artículo 20). Si, en cambio, la comisión se expide, eleva su dictamen al plenario de ambas Cámaras y estas deben darle inmediato y expreso tratamiento (artículo 21). En realidad, la Constitución nacional en su artículo 76 no preveía la intervención de las Cámaras para los decretos delegados. Sin embargo, el capítulo de la ley referido al trámite, al menos en el título, los incluye. Consideramos ineludible la intervención de las Cámaras cuando la Comisión Bicameral no se expida en el término precitado sobre los decretos delegados. De lo contrario, quedarían sin control. Las Cámaras deben pronunciarse mediante resolución. En consecuencia, entendemos que no procede respecto de ella el veto ni la promulgación del Ejecutivo. La aprobación o el rechazo de los decretos debe ser expreso, «conforme lo establecido en el artículo 82 de la Constitución nacional». Cada Cámara comunicará a la otra su pronunciamiento en forma inmediata (artículo 22). Está vedado a las Cámaras introducir modificaciones o supresiones al texto del Poder Ejecutivo, debiendo limitarse a la aceptación o rechazo del decreto mediante el voto de la mayoría absoluta de los miembros presentes (artículo 23).

El rechazo de ambas Cámaras implica su derogación, quedando en pie los derechos adquiridos durante su vigencia (artículo 24). Por último, cabe agregar que la propia ley aclara que sus disposiciones no obstan al ejercicio de las potestades ordinarias del Congreso relativas a la derogación de normas de carácter legislativo dictadas por el Poder Ejecutivo nacional (artículo 25). Advertimos la dudosa constitucionalidad del artículo 22 de la ley 26122.  El artículo 82 de la Constitución nacional, introducido por la reforma constitucional de 1994 expresa: «la voluntad de cada Cámara debe manifestarse expresamente: se excluye, en todos los casos, la sanción tácita o ficta». El texto significa que si el Congreso no se manifiesta expresamente no hay ley, tampoco hay aprobación de medida alguna del Poder Ejecutivo. El silencio de la Administración, o mejor del Estado, debe interpretarse como negativa, nunca en forma positiva, principio este de derecho público ligado al concepto de Estado de derecho y a los principios de legalidad y de competencia. La nueva ley exige que tanto la aprobación como el rechazo sean expresos, pero además el artículo 17 de la misma determina que los decretos «tendrán plena vigencia, de conformidad con el artículo 2 del Código Civil». En verdad, esta situación resulta conveniente al Ejecutivo, porque si no logra la mayoría en el Congreso para aprobar el decreto delegado, este sigue vigente. Con ello revierte el principio incorporado a la Constitución por la Convención Constituyente de 1994, en el precitado artículo 82 (si el Congreso no se expide en forma expresa no quedan aprobadas las disposiciones de carácter general).

Por otro lado, para rechazar la medida del Poder Ejecutivo se requiere la mayoría absoluta de los presentes de ambas Cámaras. La doctrina del silencio del Congreso como afirmativa fue duramente criticada en la Convención Constituyente de 1994, criterio ratificado por la Corte Suprema de Justicia de la Nación in re Verrocchi —en el que se trató la derogación de derechos sociales mediante decretos de necesidad y urgencia— del 19 de agosto de 1999, en especial por el voto del doctor Petracchi. En su desarrollo, el ministro del máximo tribunal explicó su postura, a favor de la nulidad de todos los decretos de necesidad y urgencia mientras no se sancionara la ley especial mentada en el artículo 99, inciso 3.º, que considera exigencia imprescindible —siguiendo el artículo 86 de la Constitución española, que le sirvió de guía— la intervención de la Comisión Bicameral Permanente, en el trámite de los precitados decretos. Y continúa aclarando, con relación al silencio, que la doctrina española coincide en atribuir al silencio efectos similares a la desaprobación expresa del decreto español. A su vez, transcribe de la Convención Constituyente la intervención de los convencionales Natale y Ortiz Pellegrini, en la 19ª reunión del 28.7.1994, por la que quedó claro que: “[...] derogamos para siempre la triste doctrina sentada en el caso Peralta, que le dio valor positivo al silencio como expresión del Congreso. No hay más silencio del Congreso que pueda interpretarse como un consentimiento al Poder Ejecutivo, si no se lo indica expresamente. El caso Peralta ha fenecido, ha muerto. Y, en este sentido, no dudo de que prestamos un enorme servicio a la Argentina y al funcionamiento democrático de mi país (Ortiz Pellegrini, loc. cit.). Por fortuna, pues, la reforma constitucional desplazó la doctrina del caso Peralta [...] que hipotecaba el porvenir de la jurisprudencia republicana” (Considerando 15, voto Petracchi). Otro reparo a la ley 26122 es que no establece plazo para que las Cámaras se expidan, si bien habla de que «elevado por la Comisión el dictamen al plenario de ambas Cámaras, estas deben darle inmediato y expreso tratamiento» (artículo 21, ley 26122). Esta situación también despierta la sospecha de especulación del poder político.

CONCLUSIONES

1. La delegación de facultades legislativas en el Poder Ejecutivo constituye un hecho incontrastable de la realidad, con antecedentes en el derecho comparado.

2. Ha tenido recepción constitucional en nuestro país, en 1994, luego de un desarrollo paulatino y creciente de la jurisprudencia a su favor, alcanzando su punto máximo con el fallo Cocchia.

3. El análisis del tema nos conduce a un replanteo del concepto de ley y del principio de división de poderes, como asimismo del sistema de frenos y contrapesos entre los poderes del Estado y del control de la ciudadanía frente al avance del poder político. Las leyes ya no son solo órdenes, dirigidas desde la razón, o el pacto, por quien monopolizaba el Estado a quienes debían obedecerlas. Tampoco tienen por objeto central la protección de la propiedad de los hombres. Hoy, la ley, como parte del derecho, exige una comprensión inter y multidisciplinaria, pues se concibe como una construcción social, humana, intersubjetiva y comunicativa, que no debe resignar el respeto por la dignidad y la libertad del hombre. El Estado constitucional y social de derecho, que poseemos en la letra de la Constitución y que pretendemos se instaure en la realidad, no comprende el principio de legalidad (debido proceso adjetivo) sino conjugado con el de razonabilidad (debido proceso sustantivo). Quizás contribuya a encontrar respuestas al instituto de la delegación de facultades legislativas, la opinión consultiva 6/86 de la Corte Interamericana de Derechos Humanos.

En esta opinión, la Corte Interamericana por unanimidad determinó que ley significa ‘norma jurídica de carácter general, ceñida al bien común, emanada de los órganos legislativos constitucionalmente previstos y democráticamente elegidos y elaborada según el procedimiento establecido por las constituciones de los Estados para la formación de las leyes’ (OC 6/86, del 9.5.1986). Recordemos, en primer término, que la Convención Americana de Derechos Humanos posee jerarquía constitucional, conforme el artículo 75, inciso 22, CN, incorporado por la reforma de 1994. En segundo término, que esta opinión consultiva, que surge a pedido de la República Oriental del Uruguay con el propósito de especificar el contenido de ley en el artículo 30 de la precitada Convención, resulta obligatoria para los Estados partes de la Convención.15 El aludido artículo se refiere a las restricciones de los derechos consagrados en la Convención, que no podrán efectivizarse sino mediante leyes dictadas con base en el interés general y con el fin para el que han sido dictadas. “Destaca la Corte [Interamericana] el papel del Poder Legislativo en varios aspectos que se unifican en la necesidad de que toda limitación al ejercicio de los derechos debe provenir de leyes formales, fundamentando esa posición en estos términos: «[...] A través de este procedimiento no solo se inviste a tales actos del asentimiento de la representación popular, sino que se permite a las minorías expresar su inconformidad, proponer iniciativas distintas, participar en la formación de la voluntad política o influir sobre la opinión pública para evitar que la mayoría actúe arbitrariamente”.

Y, sobre nuestro tema, reza la OC 6/86 en su párrafo 36: “Lo anterior no se contradice forzosamente con la posibilidad de delegaciones legislativas en esta materia, siempre que tales delegaciones estén autorizadas por la propia Constitución, que se ejerzan dentro de los límites impuestos por ella y por la ley delegante, y que el ejercicio de la potestad delegada esté sujeto a controles eficaces, de manera que no desvirtúe, ni pueda utilizarse para desvirtuar, el carácter fundamental de los derechos y libertades protegidos por la Convención”. En ejercicio de sus competencias, los órganos del Estado no pueden avasallar los derechos de los habitantes dado que la consagración expresa de dichas competencias obedece, precisamente, a la finalidad de protección de los mencionados derechos. Lo expuesto debe tenerse en cuenta para las situaciones de normalidad, época en que el Poder Legislativo podrá delegar materias determinadas de administración. En situaciones de emergencia, la delegación podrá revestir otras características, pero nunca podrá eludir los límites del artículo 76, ni las materias excluidas para los decretos de necesidad y urgencia (artículo 99, inciso 3, CN), ni los cuatro requisitos establecidos por la jurisprudencia de la Corte para declarar la constitucionalidad de las leyes de emergencia.

4. El avance del derecho internacional de los derechos humanos, guiado por el principio pro homine y el principio de irreversibilidad de los derechos humanos, es otra realidad incontrastable que, también, ha tenido recepción en la Constitución nacional (artículo 75, inciso 22). En consecuencia, si bien se ha modificado el principio de división de poderes, en beneficio del Poder Ejecutivo, y desde lo fáctico o sociológico ha pasado a lo jurídico; si bien el Poder Legislativo ha renunciado al ejercicio de sus facultades legislativas, si bien el Poder Judicial, reaseguro del sistema, ha acompañado el acrecentamiento de facultades reglamentarias en cabeza del Ejecutivo, sin desconocer los importantes precedentes de Smith y San Luis, con algunas salvedades, ni la buena doctrina sentada en Video club Dreams y Selcro, respecto de la imposibilidad de que el Poder Ejecutivo, con decretos de necesidad y urgencia o delegados —respectivamente— regule materia tributaria, aun en la emergencia. Por otro lado, se ha producido —como contrapartida al exceso o concentración del poder— la recepción del derecho internacional de los derechos humanos.

5. Frente a esta tensión dialéctica entre poder del Estado —en el caso, facultades legislativas del Poder Ejecutivo— y los derechos de los habitantes, no avizoramos otra respuesta, entonces, que el aumento de los controles: mayor efectividad y funcionalidad en el ejercicio de sus competencias, de la Comisión Bicameral Permanente, y de las Cámaras del Congreso, en definitiva. Mayor control del Poder Judicial, que en su tarea no debe soslayar la realidad ni los cuestionamientos morales o éticos que susciten los temas a resolver. Mayor control de los ciudadanos, en forma individual o colectiva, frente a los actos del poder político lesivos, a través de la solicitud del control jurisdiccional nacional y supranacional, como de otras formas de participación: manifestaciones en y de los medios de comunicación, integración y trabajo en organizaciones no gubernamentales, sin olvidarnos del ejercicio del voto.


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