DELEGACIÓN DE FACULTADES LEGISLATIVAS EN EL PODER EJECUTIVO
Ana María Bestard
Prof. Adjunta de la Facultad de Derecho-UBA
INTRODUCCIÓN
PLANTEO DEL PROBLEMA. SU PROBLEMÁTICA
El tema de la delegación de facultades legislativas en el
Poder Ejecutivo reviste enorme importancia en el ámbito político institucional,
pues se vincula estrechamente con la función y atribuciones del Poder
Legislativo y con el principio constitucional de la división de poderes, cuyo
telos último consiste en la protección de las libertades individuales. En
definitiva, el tema es central porque se vincula con el Estado de derecho y,
por ende, con la libertad de los particulares y la seguridad jurídica. Hecha la
precedente e ineludible aclaración, la doctrina ubica históricamente el instituto
de la delegación durante la
Primera Guerra Mundial. En verdad, su práctica se agudiza en
la famosa crisis de 1929 y se consolida en el nivel constitucional luego de la Segunda Guerra
Mundial, sin perjuicio de reconocer antecedentes en tiempos muy anteriores.
Quizás la cuestión del aumento del ejercicio de facultades legislativas por el
Poder Ejecutivo no esté originada solamente en la complejidad y celeridad de la
vida política, económica y financiera, ni en las realidades tecnológicas de
nuestro tiempo, sino —también— en el rol que la sociedad ha asignado, en cada
momento histórico, al Poder Legislativo. Ello sin dejar de reconocer
—acrecentando la complejidad del tema— la incidencia, en la materia, del
comportamiento de otro de los poderes centrales de la tríada clásica, el Poder
Judicial y, en especial, la
Corte Suprema de Justicia de la Nación, al ejercer el
control de constitucionalidad respecto de los actos de delegación del Poder
Legislativo (leyes) como de los actos delegados del Poder Ejecutivo (reglamentos
o decretos).
Recordemos que el Parlamento durante la Edad Media ejercía la
función de tribunal de justicia; no hacía la ley. El Parlamento como hacedor de
la ley aparece en Inglaterra, en el siglo XVII. “No hay que olvidar que las
normas básicas que estructuraron la Gran Bretaña moderna, esto es el Bill de
Derechos, el Bill de Habeas Corpus, el Acta de Establecimiento y toda normativa
que convierte en norma jurídica la victoria del Parlamento inglés sobre la Corona, es la primera
verdadera obra legislativa del Parlamento en el mundo y fundamentalmente, en
Inglaterra” (Spota, 1989). El afianzamiento en el pueblo de la concepción de
que el poder político reside en él y no en el monarca hace que el Parlamento se
vea no solo como hacedor de la ley, reglamentaria de nuestros derechos, sino
como órgano legítimo para crear y establecer las líneas de conducción de la
sociedad en el orden político, económico y social. Dicho afianzamiento se
produce en un proceso que comienza, en términos generales, en el siglo XVIII y
se desarrolla especialmente durante el siglo XX, cuando el Poder Legislativo
resulta «una pieza vital del sistema político democrático, cuya estabilidad
depende, por lo tanto, en gran medida de la funcionalidad del órgano
legislativo [...] el ajustado funcionamiento y una amplia representatividad del
Parlamento son imprescindibles para la consolidación de la democracia» (Loñ,
1987). En su seno, entonces, se debaten y establecen los lineamientos rectores
de nuestra convivencia social. Por otro lado, desde el punto de vista jurídico,
el principio de división de poderes, un principio básico del Estado de derecho,
representa el respeto al reparto de funciones estatales sobre la base de que la
función legislativa es propia y exclusiva del Poder Legislativo. Delegar, como
ha hecho el Congreso argentino en los últimos años, facultades extraordinarias
en el Poder Ejecutivo significa resignar su rol esencial de establecer las
políticas estatales.
Nuestra postura pudiera parecer tradicional o conservadora
frente a quienes avalan la delegación, en virtud de la necesidad de tomar
decisiones de carácter técnico, rápidamente, para resolver los problemas
urgentes. Quienes así piensan sostienen que la acción es propia de la unidad y
que el Parlamento es un cuerpo colegiado, con lentos procedimientos, mucho más
ineficaz para la toma de dichas decisiones que el Poder Ejecutivo. Si bien
pareciera innegable, no solo en Argentina, la tendencia al aumento de
facultades del Ejecutivo, pasando revista a nuestra traumática historia
nacional (no podemos dejar de señalar aquí que los constituyentes del 53
sabiamente incorporaron el artículo 29 de la Constitución nacional a causa de la experiencia sufrida por un gobierno que se arrogó facultades extraordinarias y la suma del poder público), estimamos necesario defender el principio de la división de poderes como instrumento válido, filosófico y jurídico-constitucional, establecido para evitar la concentración de poder en el órgano ejecutivo, vicio en el que los argentinos incurrimos reiteradamente en perjuicio de la República y de nuestras libertades personales.
Agregamos, como adelantamos al comienzo, que en esta ardua y
difícil tarea de vivenciar el Estado de derecho, o mejor hoy, el Estado social
y constitucional de derecho, no solo el Parlamento desarrolla un papel
preponderante en el sistema socio-político, sino que asimismo el Poder Judicial,
y en especial la Corte
Suprema, lo hacen.
El control de constitucionalidad ejercido por todos y cada
uno de los jueces del sistema se convierte en el reaseguro final del rol que
debe jugar el Congreso, conforme lo venimos describiendo. Bien que consideramos
a la Corte Suprema
de Justicia de la Nación
como un verdadero órgano de poder del Estado. La pérdida de elaboración y
control de la política legislativa por el Parlamento, y la consiguiente
convalidación de ello por el Poder Judicial, importan la destrucción del
sistema plasmado en la
Constitución nacional y la inmersión de la República en las graves
crisis que parecieran endémicas en nuestra realidad nacional. No está demás
apuntar que no nos referimos a la delegación técnica normativa vinculada a la
confección de leyes de complejidad técnica y cuya redacción conviene destinar a
expertos, como por ejemplo las referidas a los textos ordenados de las leyes o
a los digestos jurídicos; ni tampoco a la delegación administrativa, propia de
la necesidad de la administración, centralizada y descentralizada, de regular
en forma permanente y ordinaria las actividades indispensables para el logro de
sus fines. Nuestra preocupación central se dirige a la delegación política o
gubernamental, es decir, aquella que hace el Poder Legislativo, en época de
emergencia, a favor del Poder Ejecutivo para que dicte las normas que la situación
requiera, generalmente, de manera amplia, temporal o transitoria (a veces) y a
efectos de concretar un determinado programa de gobierno.
LA DELEGACIÓN EN
ARGENTINA
Haremos una referencia a la normativa constitucional
argentina, que difiere de la norteamericana, pues en esta última el presidente
norteamericano no cuenta con una atribución expresa de reglamentación de los
derechos, como sí posee el argentino, conforme al artículo 86, inciso 2, de la Constitución nacional
de 1853-60, actual artículo 99, inciso 2. Sin perjuicio de reiterar que lo que
verdaderamente nos preocupa es el ejercicio de las precitadas facultades,
especialmente, en épocas de emergencia, como una forma de la delegación
política o gubernamental aludida ut supra (punto 1), situación receptada por la
reforma constitucional de 1994 en el artículo 76, al que nos referiremos más
adelante. La Constitución
histórica, sujeta a los principios del liberalismo individualista de su época,
no contemplaba la delegación legislativa en el Poder Ejecutivo. Así, en virtud
de los artículos 14.1 y 67, solo el Congreso tenía por competencia la de
reglamentar los derechos constitucionales. Estos se limitaban o restringían
exclusivamente mediante ley. Cabe agregar a este esquema normativo el artículo
28, basamento constitucional del principio de razonabilidad, también denominado
garantía implícita de razonabilidad (artículo 33). A su vez, el precitado
artículo 86, inciso 2, de nuestra ley fundamental, asignaba al presidente la
competencia reglamentaria para aplicar las leyes, manteniendo la prescripción
de no alterar su espíritu al reglamentarlas. De lo expuesto surge un esquema
normativo claro, descriptivo de una gradación jerárquica, que concuerda con la
pirámide jurídica kelseniana. No es casual que la competencia expresa y
exclusiva de hacer la ley fuera asignada al Congreso, que debía respetar los
derechos constitucionales al reglamentarlos, de forma tal de no «alterarlos».
En primer lugar, entonces, se encontraba la Constitución, como
cúspide de la pirámide, y luego las leyes reglamentarias de los derechos. A su
vez, el Poder Ejecutivo estaba habilitado para ejercer la competencia
reglamentaria o legislativa, aunque en un nivel infra o sublegal y al único
efecto de aplicar la ley. En este caso, el marco o límite infranqueable de la
actividad reglamentaria del Poder Ejecutivo era doble: la Constitución, en
primer término, y la ley, en segundo término. Sin desconocer que, además de la
competencia reglamentaria del artículo 86, inciso 2, por la que emitía decretos
reglamentarios o ejecutivos, el Presidente sólo poseía la del inciso 1.º del
precitado artículo, por la que dictaba decretos autónomos. La jurisprudencia
fue flexibilizando la normativa constitucional mediante su interpretación. En
el caso Delfino (1927), la Corte
determinó que el Poder Ejecutivo estaba habilitado para reglamentar (establecer
una multa) si la ley determinaba los límites dentro de los cuales debía
hacerlo. Pero basó dicha facultad en el artículo 86, inciso 2, de la CN. El holding del caso fue
que «existe una distinción fundamental entre la delegación del poder de hacer
la ley y la de conferir cierta autoridad al Poder Ejecutivo a fin de reglar los
pormenores y detalles necesarios para la ejecución de aquella. Lo primero no
puede hacerse, lo segundo sí». Más tarde, el caso Prattico (1960) representó
otro hito en materia de delegación. En este, el tribunal convalidó «el
reconocimiento legal de atribuciones que queden libradas al arbitrio razonable
del órgano ejecutivo, siempre que la política legislativa haya sido claramente
establecida». Se pasó, entonces, de la exigencia de no violar parámetros fijos
de la ley delegante a no transgredir su política legislativa clara. Esta
evolución culmina con el caso Cocchia (1993), por el que la validez
constitucional de las facultades reglamentarias del Ejecutivo se reducen a no
violentar el bloque de legalidad que conforme un programa de gobierno.
Consideramos que el último merece nuestra crítica.
EL CASO COCCHIA (2.12.93)
El Sindicato de Encargados Apuntadores Marítimos presentó un
amparo contra el Estado nacional y el Ministerio de Trabajo y Seguridad Social,
con el objeto de lograr la declaración de inconstitucionalidad del decreto
817/92 que derogaba el convenio colectivo de trabajo 44/89 y el marco legal del
trabajo portuario. La norma determinaba nuevas negociaciones con las
limitaciones que ella misma establecía en el artículo 36, interviniendo
irrazonablemente —según la actora— en la actividad que regulaba, competencia
exclusiva, por otro lado, del legislador. La Corte decidió que la norma atacada era
constitucional pues reglamentaba un bloque de legalidad, sin apartarse del
programa de gobierno establecido por las leyes que conformaban el mencionado
bloque. Resulta interesante destacar que el máximo tribunal citó como
precedentes a Delfino y Prattico, aunque, en realidad, no lo eran. Asimismo, no
podemos dejar de mencionar que creó una categoría nueva de decretos ejecutivos
o reglamentarios, dentro de la cual ubicó al impugnado y, de esta manera, lo
justificó constitucionalmente. Desde nuestra óptica, la Corte fuerza la inclusión
del decreto 817/92 en la precitada categoría para luego aplicar el estándar de
Prattico, más amplio que el de Delfino, aunque a este también lo cita en
refuerzo de su postura. Ambos estándares, en Cocchia, se ven totalmente
excedidos tanto por los hechos del caso como por el marco jurídico aplicado.
Corresponde analizar al respecto el considerando 14, en el cual el más alto
tribunal estudió si el decreto 817/92 se encontraba afectado en su
constitucionalidad, en razón de su origen orgánico.
Esto es lo importante para nuestro análisis: ¿el decreto
cuestionado era un decreto delegado —en el sentido que la doctrina había
interpretado en los casos Delfino o Prattico?, ¿o era un decreto de necesidad y
urgencia, conforme lo resuelto por la
Corte en el caso Peralta? Y en cualesquiera de estos casos
¿respetaba la
Constitución? Desde lo jurídico, la Constitución
histórica —vigente al momento de dictar el aludido fallo— no admitía los
decretos delegados o la delegación total, pero sí —aplicando la doctrina
judicial de Delfino y Prattico— únicamente la delegación impropia o parcial. En
cuanto a los decretos de necesidad y urgencia, debe recordarse que la Corte había dictado el fallo
Peralta en diciembre de 1990, avalando la constitucionalidad de los decretos de
necesidad y urgencia con enorme amplitud, prácticamente sin límite alguno, lo
que había ocasionado serias discusiones y profundas críticas de la doctrina en
materia constitucional. A pesar de que el Poder Ejecutivo había hecho
referencia a las leyes 23696 (reforma del Estado) y 23697 (emergencia
económica) —entre otras—, el último considerando del decreto 817/92 expresaba
que este decreto se dictaba en uso de las facultades que surgían de los incisos
1.º y 2.º del artículo 86 de la
Constitución nacional y del artículo 10 de la ley 23696. Con
ello parecía que la propia Administración consideraba que se trataba de un
decreto reglamentario pues, aunque hablaba del inciso 1 del artículo 86, que
hubiera podido interpretarse como basamento constitucional de los decretos de
necesidad y urgencia, ya constitucionalizados por el fallo Peralta citado,
agregaba el inciso 2.º del artículo 86, en el que descansa la competencia de
emitir decretos reglamentarios o ejecutivos.
Este hecho desvirtúa la supuesta fundamentación en los
decretos de necesidad y urgencia. Corresponde agregar, por nuestro lado, que la
situación de hecho que justificó, en opinión del superior tribunal, la emisión
del decreto 36/90, cuya tacha de inconstitucionalidad origina el amparo que
plantea Peralta, tampoco era similar a la del momento en que se interpone la
acción que da lugar a la sentencia del caso Cocchia. La hiperinflación había
sido contenida y se encontraba en plena ejecución el proceso de privatizaciones
aprobado, final y rápidamente, por las leyes del Congreso nacional antes
mencionadas. La Corte
consideró que el decreto 817/92 era un decreto ejecutivo sustantivo. Para ello
dividió los decretos reglamentarios o ejecutivos, con base constitucional en el
artículo 86, inciso 2, de la
Constitución histórica, en dos categorías: los decretos
ejecutivos adjetivos y los ejecutivos sustantivos. Creó, de esta manera, una
nueva clasificación de reglamentos del órgano ejecutivo. Resulta decisivo el
tercer párrafo del considerando 14, que transcribimos a pesar de su extensión,
a fin de evitar la más mínima tergiversación de los conceptos allí vertidos por
el voto mayoritario del tribunal: “Se encuentran así claramente identificados
los tradicionalmente denominados «reglamentos de ejecución», es decir aquellos
que se sancionan para poner en práctica las leyes cuando estas requieren de
alguna determinada actividad del Poder Ejecutivo para su vigencia efectiva.
Es así que la mayoría de la legislación no precisa, para su
efectiva vigencia en la realidad, de decretos ejecutivos —pensemos en la casi
totalidad del articulado del Código Civil—, lo que sí ocurre cuando, para la
aplicación práctica de la ley, resulta necesaria la actividad de cualquiera de
las dependencias de la Administración Pública. En este caso,
inevitablemente el Poder Ejecutivo deberá disponer cómo se llevará a cabo tal
actividad, siempre cuidando de no contradecir la ley así reglamentada. Se
trata, en definitiva, de normas de procedimiento para la adecuada aplicación de
la ley por parte de la Administración Pública: son reglamentos de
ejecución adjetivos. Distinto es el supuesto de lo que es posible denominar
«delegación impropia» —por oposición a la antes indicada delegación en sentido
estricto, donde existe una verdadera transferencia de competencia o dejación de
competencia— la que ocurre cuando el legislador encomienda al Ejecutivo la
determinación de aspectos relativos a la aplicación concreta de la ley, según
el juicio de oportunidad temporal o de conveniencia de contenido que realizará
el poder administrador. No existe aquí transferencia alguna de competencia. El
legislador define la materia que quiere regular, la estructura y sistematiza,
expresa su voluntad, que es la voluntad soberana del pueblo, en un régimen en
sí mismo completo y terminado, pero cuya aplicación concreta —normalmente en
aspectos parciales— relativa a tiempo y materia, o a otras circunstancias,
queda reservada a la decisión del Poder Ejecutivo que, en nuestro caso es,
junto con el Legislativo y el Judicial, Gobierno de la Nación Argentina.
El Poder Legislativo, muy por el contrario de transferirla,
ejerce su competencia, y dispone que el Ejecutivo aplique, concrete o ejecute
la ley, según el estándar inteligible que el mismo legislador eligió, es decir,
la clara política legislativa, la lógica implícita o explícita, pero siempre
discernible, que actúa como un mandato de imperativo cumplimiento por parte del
Ejecutivo. Estos reglamentos también se encuentran previstos en el artículo 86
inciso 2, de la
Constitución —una norma que, no puede dejar de ser advertido,
no se encuentra en su similar norteamericana, lo que refuerza aún más la
constitucionalidad, en nuestro sistema, de este tipo de decretos— por lo que,
en realidad, son también decretos de ejecución de la ley, aunque con un
contenido diverso que los analizados bajo este nombre en primer término. Se
trata de reglamentos de ejecución sustantivos ya que no tienen como finalidad
establecer el procedimiento según el cual la Administración
aplicará la ley —aunque también pueden hacerlo— sino regular, por mandato del
legislador, la concreta aplicación de la ley en la sustancia misma del objeto o
finalidad por ella definidos. Esta segunda especie de reglamentos de ejecución
—que solo impropiamente pueden denominarse delegados— también, por supuesto,
encuentra el límite del citado artículo 86 inciso 2, in fine, no pueden alterar
el espíritu de la ley, es decir, la política legislativa que surge del texto
aprobado por el Congreso. Pero ello no solo con relación a la norma
reglamentada, sino con respecto a todo el bloque de legalidad que conforma, con
dicha ley, un sistema, un «programa de gobierno aprobado por el Congreso”.
Nosotros nos preguntamos, luego de la lectura del
considerando 14, qué significa ejecutar la ley. Si —como dijo la Corte— ya no se trata de
reglar los detalles y pormenores, o el procedimiento para poder aplicar la ley
y, ahora, a partir de los decretos ejecutivos sustantivos, el presidente se
encuentra habilitado para reglamentar la materia delegada en su objeto o
finalidad, pensamos que este tipo de medidas emitidas por el Poder Ejecutivo
son decretos delegados y no «impropiamente así denominados» —como expresó la Corte— sino decretos
delegados propiamente dichos. Si la Constitución histórica los prohibía, es obvio que
la Corte debió
forzar la interpretación constitucional del artículo 86, inciso 2, CN para
lograr legitimarlos. Estando los decretos delegados prohibidos y los decretos
de necesidad y urgencia desacreditados, la salida que eligió la Corte estuvo representada
por decretos ejecutivos sustantivos. En uno de los votos que conformaron la
mayoría, el del Dr. Boggiano, se encuentra una consideración sobre el
particular respecto de la cual no podemos evitar expresar una reflexión.
Boggiano dijo: “Que es necesario, entonces, examinar el artículo 10 de la ley 23696 a la luz de la
jurisprudencia del tribunal sobre la materia, ya que no existe en la Constitución una
prohibición expresa de la delegación legislativa que permita colegir su repudio
por parte del constituyente —que tampoco surge de los debates suscitados en las
asambleas—, sin perjuicio de los límites dispuestos en el artículo 29” (Considerando 20).
DISIDENCIAs
Nos enrolamos en la postura de la disidencia, representada
por dos votos, uno firmado en forma conjunta por los doctores Fayt y Belluscio,
y el otro por el doctor Petracchi. El primero de los votos en disidencia
determinó que la pretensión del Estado nacional importaba «una delegación
legislativa de una indeterminación y vastedad como nunca lo ha admitido este
Tribunal» (considerando 6, último párrafo). A su vez, la directiva del
mencionado artículo 10 de la ley 23696 aparecía «notoriamente insuficiente como
norma habilitante para que el Poder Ejecutivo suspenda la vigencia de los
convenios colectivos de trabajo y deje sin efecto “todo acto normativo” que
establezca “condiciones laborales distorsivas de la productividad o que impidan
o dificulten el normal ejercicio de dirección y administración empresaria
conforme lo dispuesto por los artículos 64 y 65 de la Ley de Contrato de Trabajo”,
tales como las que menciona el artículo 35 del decreto 817/92, disposición
aplicable a todas las “actividades portuarias, conexas y afines”» (considerando
6.º, primer párrafo). “Que el fundamento de tal negativa reposa en la esencia
del sistema constitucional argentino, en el cual —como en su fuente, el
constitucionalismo americano— tanto la ruptura del equilibrio entre los poderes
constituidos como la confusión entre el poder constituyente y los poderes
constituidos, comportan la muerte del sistema y la no vigencia del Estado de
derecho. En efecto, en los regímenes de Ejecutivo de origen presidencialistas
—que recibe su legitimación del pueblo soberano—, las delegaciones legislativas
que favorecen la concentración del poder provocan —aun cuando estén inspiradas
en razones de emergencia y de interés general— la ruptura del presupuesto de
base.
Si la emergencia no tiene otra respuesta que una delegación
de la facultad de hacer la ley en cabeza del órgano ejecutivo es evidente que
ha muerto el Estado constitucional de derecho· (considerando 7). Petracchi, en
la otra disidencia, luego de aclarar que no se puede privatizar lo ya privatizado,
porque la actividad a la que se aplicaba el decreto cuestionado, conforme a las
facultades otorgadas al Poder Ejecutivo nacional por el artículo 10 de la ley
23696, ya se encontraba en manos privadas. Agrega que tampoco el decreto
cuestionado se hallaba en la órbita de la ley 23697: «Resulta claro que esta
ley no avala, ni por asomo, la revisión de un régimen totalmente ajeno al
indicado ámbito de aplicación, como lo es el del convenio colectivo 44/89».
Tampoco constituye marco legal del decreto 817/92 la ley de puertos número
24093, pues es posterior; nunca podría haber sido su sustento. “Un elemental
principio del sistema republicano de gobierno prohíbe aceptar que el Poder
Ejecutivo esté facultado —por la mera invocación del artículo 86, inciso 2, de la Constitución
nacional— a efectuar per se una reglamentación de derechos constitucionales,
como ocurre en el caso, con el derecho reconocido en el artículo 14 bis de la
ley fundamental, cuando el Congreso no ha querido regular legislativamente la
materia. (Considerando 14) [...] no puede soslayarse que el progreso de las
defensas del Estado en este caso, importaría hacer tabla rasa del principio de
división de poderes o división de funciones resguardado por esta Corte desde
los inicios de la organización nacional (Fallos, 1: 32). Aunque parezca
innecesario precisarlo, el problema central que subyace en este litigio
interesa sustancialmente a la preservación y deslinde de las facultades que
poseen los Poderes Legislativo y Ejecutivo, esto es: a la esencia misma del régimen
representativo republicano” (Considerando 15).
Además, al criticar al Estado, por su defensa del decreto
817/92: «las normas de todo tipo deben ceder ante ese programa de gobierno»,
esta disidencia replica: “Si la
República está organizada como un Estado de derecho, en el
que gobierno y gobernados se encuentran sometidos a la ley, y no al mero
voluntarismo de uno u otros, el aserto transcripto es insostenible, pues
presupone la negación, entre otros principios de la Constitución
nacional, del relativo a su supremacía y a la estructura jerárquica de las
normas jurídicas dictadas en su consecuencia (artículo 31). Ninguna norma cede
ante «programas de gobierno», sino ante otras normas, y, en primer lugar, ante la Constitución, la cual
—a su vez— no cede ante nada ni nadie [...]. La actividad del Poder Judicial
[...] tampoco ha de regirse con arreglo a los citados programas, sino de
conformidad con la ley fundamental. Es menester comprender el precio de estos
principios, pues los jueces no están llamados por la ley fundamental a
acompañar o secundar las políticas escogidas por los poderes a quienes les
están confiadas estas. Tampoco, por cierto, están aquellos convocados a
oponerse a tales decisiones. La función judicial es muy otra. Se trata, en
suma, de resolver las contiendas traídas a su conocimiento de acuerdo con el
ordenamiento jurídico vigente y, en su caso, contrastar la validez de este, no
por su adecuación a «programa» alguno, sino por su conformidad con la Constitución nacional
y las leyes que en su consecuencia se dictaren. Los «programas de gobierno» no
son normas jurídicas; pero las normas jurídicas pueden, sí, entrañar dichos
«programas” (considerando 16).
REFORMA CONSTITUCIONAL DE 1994
Poco tiempo después de dictado el fallo Cocchia se sancionó
la reforma de 1994. En cuanto al tema que especialmente nos preocupa, la
reforma de 1994 introdujo el artículo 76 en la Constitución nacional
y, además, incluyó el artículo 99, inciso 3, referido a los decretos de
necesidad y urgencia. La ley 24309 de necesidad de la reforma señaló, entre sus
objetivos, el de reducir el presidencialismo. ¿Constituyen las prescripciones
de los artículos precitados medidas eficaces para lograr el objetivo? Si bien
las razones de carácter práctico que surgen de las discusiones en el seno de la
convención apuntan a limitar la competencia del órgano ejecutivo en estas
materias, extralimitada en los hechos, el marco jurídico plasmado en las normas
no produjo los resultados esperados.
ANALISIS DEL ARTICULO 76 DE LA CONSTITUCIÓN
NACIONAL
Del artículo referido a la delegación de facultades
legislativas en el Poder Ejecutivo nacional surgen dos pautas claras: en primer
lugar, una prohibición, la de la delegación legislativa en el Poder Ejecutivo,
que —según la redacción constituye una regla— y, en segundo término, una
competencia, la de delegar facultades legislativas en el Poder Ejecutivo, en
materias determinadas de administración o de emergencia pública, con plazo
fijado para su ejercicio y dentro de las bases de la delegación que establezca
el Congreso de la Nación.
Esta competencia significa una excepción a la regla,
introducida luego de esta y con el término salvo, lo que ratifica el carácter
de excepción. La prohibición está referida a la delegación total o propia,
porque la misma norma establece la posibilidad de delegación de determinadas
materias de administración o de emergencia, dentro de las bases y del plazo que
determine el Congreso de la
Nación para su ejercicio. Con ello aceptaría la delegación
parcial o impropia. ¿En quién se delega y qué se delega? El Congreso de la Nación debe delegar en el
presidente de la Nación,
de acuerdo con la correcta hermenéutica constitucional que surge de relacionar
el artículo 76 con el artículo 87 CN. Por el último, el Poder Ejecutivo será
desempeñado por un ciudadano con el título de presidente de la Nación. Asimismo
hay que tener en cuenta que el artículo 100, inciso 12, CN establece que el
jefe de gabinete refrenda los decretos que ejercen facultades delegadas por el
Congreso.
En cuanto al objeto de la delegación, la Constitución habilita
la delegación de determinadas materias de administración, no de todas —como
quedó aclarado—, sin perjuicio de la amplitud del término administración. Gelli
aclara que no podrán delegarse aquellas materias de administración «que
requieran un procedimiento de aprobación especial o mayorías agravadas o
constituyan un mecanismo de control». En lo referido a la delegación en
situaciones de «emergencia, no se podrían eludir las prohibiciones del artículo
99, inciso 3, CN —materias tributaria, penal, electoral y de partidos
políticos—, aunque no figuren expresamente en el artículo 76 CN. La explicación
resulta obvia: constituyen zona de reserva del Poder Legislativo. Por otro
lado, nos preguntamos: ¿cómo debe interpretarse la palabra bases? ¿Qué
significa que la delegación (excepcional, debido a que debe hacerse en materias
determinadas de administración o de emergencia) debe, además, respetar las
bases que determine el Congreso de la
Nación? Creemos que las bases de la delegación resultan más
amplias que los detalles y pormenores necesarios para aplicar la ley, conforme
el holding de Delfino, y, a la vez, más restrictivas que el bloque de legalidad
de Cocchia.
El último punto que trata la norma constitucional regula la
caducidad del plazo, que limita el ejercicio de facultades legislativas por el
Ejecutivo. Expresa: «La caducidad resultante del transcurso del plazo previsto
en el párrafo anterior no importará revisión de las relaciones jurídicas nacidas
al amparo de las normas dictadas en consecuencia de la delegación legislativa».
No admite dudas de que la revisión prohibida se refiere a la del Congreso, pues
siempre queda la posibilidad de la revisión judicial. A su vez, la cláusula
transitoria octava habla de que la legislación delegada que no contenga plazo
caducará a los cinco años de la vigencia de esta disposición, a excepción de la
que el Congreso ratifique por ley. ¿A qué legislación se refiere? Consideramos
correcto interpretar que se refiere a la elaborada por el Poder Ejecutivo, de
acuerdo con las bases de la delegación confeccionadas por el Congreso, y no a
las propias leyes de delegación del Congreso. Todo ello, a pesar de la poca
claridad del texto.
LA LEY
26122
Por último, y después de más de diez años de mora, el
Congreso de la Nación
sancionó la ley 26122 (BO, 28.07.2006). Esta norma regula el trámite y alcance
de la intervención del Congreso de la
Nación en los decretos delegados, de necesidad y urgencia y
de promulgación parcial que dicte el Poder Ejecutivo nacional. Reglamenta,
asimismo, la
Comisión Bicameral Permanente, que debe tener intervención
tanto en los decretos delegados (artículo 100, inciso 12, CN) como en los
decretos de necesidad y urgencia (artículos 99, inciso 3, y 100, inciso 13, CN)
y de promulgación parcial (artículos 80, y 100, inciso 13, CN). El capítulo II
se refiere a la delegación legislativa y sus límites. El Poder Ejecutivo debe
remitir el decreto de delegación legislativa dentro del plazo de diez días a la Comisión Bicameral
Permanente (artículo 12). Dicha comisión debe expedirse acerca de la
procedencia formal y la adecuación del decreto a la materia y a las bases de la
delegación, y al plazo fijado para su ejercicio, pudiendo solicitar informes a
las comisiones permanentes competentes en función de la materia (artículo 13).
Las bases a las cuales debe sujetarse el poder delegado no pueden ser objeto de
reglamentación por el Poder Ejecutivo (artículo 11). En el capítulo IV de la
ley se encuentra lo relacionado con el trámite parlamentario de los decretos
aquí estudiados. Si el Jefe de Gabinete no remitiera el decreto en diez días, la Comisión debe avocarse de
oficio a su tratamiento.
Por esa razón, los diez días hábiles que, a su vez, la
comisión tiene para expedirse se cuentan desde el vencimiento del plazo
precitado en primer término (artículos 18 y 19). En caso de que la comisión no
se expida dentro del plazo para ello estipulado (diez días hábiles), las
Cámaras se avocarán al «expreso e inmediato tratamiento del decreto de que se
trate de conformidad con lo establecido en los artículos 99, inciso 3, y 82 de la Constitución
nacional» (artículo 20). Si, en cambio, la comisión se expide, eleva su
dictamen al plenario de ambas Cámaras y estas deben darle inmediato y expreso
tratamiento (artículo 21). En realidad, la Constitución nacional
en su artículo 76 no preveía la intervención de las Cámaras para los decretos
delegados. Sin embargo, el capítulo de la ley referido al trámite, al menos en
el título, los incluye. Consideramos ineludible la intervención de las Cámaras
cuando la Comisión
Bicameral no se expida en el término precitado sobre los
decretos delegados. De lo contrario, quedarían sin control. Las Cámaras deben
pronunciarse mediante resolución. En consecuencia, entendemos que no procede
respecto de ella el veto ni la promulgación del Ejecutivo. La aprobación o el
rechazo de los decretos debe ser expreso, «conforme lo establecido en el
artículo 82 de la
Constitución nacional». Cada Cámara comunicará a la otra su
pronunciamiento en forma inmediata (artículo 22). Está vedado a las Cámaras
introducir modificaciones o supresiones al texto del Poder Ejecutivo, debiendo
limitarse a la aceptación o rechazo del decreto mediante el voto de la mayoría
absoluta de los miembros presentes (artículo 23).
El rechazo de ambas Cámaras implica su derogación, quedando
en pie los derechos adquiridos durante su vigencia (artículo 24). Por último,
cabe agregar que la propia ley aclara que sus disposiciones no obstan al
ejercicio de las potestades ordinarias del Congreso relativas a la derogación
de normas de carácter legislativo dictadas por el Poder Ejecutivo nacional
(artículo 25). Advertimos la dudosa constitucionalidad del artículo 22 de la
ley 26122. El artículo 82 de la Constitución
nacional, introducido por la reforma constitucional de 1994 expresa: «la
voluntad de cada Cámara debe manifestarse expresamente: se excluye, en todos
los casos, la sanción tácita o ficta». El texto significa que si el Congreso no
se manifiesta expresamente no hay ley, tampoco hay aprobación de medida alguna
del Poder Ejecutivo. El silencio de la Administración, o
mejor del Estado, debe interpretarse como negativa, nunca en forma positiva,
principio este de derecho público ligado al concepto de Estado de derecho y a
los principios de legalidad y de competencia. La nueva ley exige que tanto la
aprobación como el rechazo sean expresos, pero además el artículo 17 de la
misma determina que los decretos «tendrán plena vigencia, de conformidad con el
artículo 2 del Código Civil». En verdad, esta situación resulta conveniente al
Ejecutivo, porque si no logra la mayoría en el Congreso para aprobar el decreto
delegado, este sigue vigente. Con ello revierte el principio incorporado a la Constitución por la Convención Constituyente
de 1994, en el precitado artículo 82 (si el Congreso no se expide en forma
expresa no quedan aprobadas las disposiciones de carácter general).
Por otro lado, para rechazar la medida del Poder Ejecutivo
se requiere la mayoría absoluta de los presentes de ambas Cámaras. La doctrina
del silencio del Congreso como afirmativa fue duramente criticada en la Convención Constituyente
de 1994, criterio ratificado por la Corte Suprema de Justicia de la Nación in re Verrocchi —en
el que se trató la derogación de derechos sociales mediante decretos de
necesidad y urgencia— del 19 de agosto de 1999, en especial por el voto del
doctor Petracchi. En su desarrollo, el ministro del máximo tribunal explicó su
postura, a favor de la nulidad de todos los decretos de necesidad y urgencia
mientras no se sancionara la ley especial mentada en el artículo 99, inciso
3.º, que considera exigencia imprescindible —siguiendo el artículo 86 de la Constitución
española, que le sirvió de guía— la intervención de la Comisión Bicameral
Permanente, en el trámite de los precitados decretos. Y continúa aclarando, con
relación al silencio, que la doctrina española coincide en atribuir al silencio
efectos similares a la desaprobación expresa del decreto español. A su vez,
transcribe de la
Convención Constituyente la intervención de los
convencionales Natale y Ortiz Pellegrini, en la 19ª reunión del 28.7.1994, por
la que quedó claro que: “[...] derogamos para siempre la triste doctrina
sentada en el caso Peralta, que le dio valor positivo al silencio como
expresión del Congreso. No hay más silencio del Congreso que pueda
interpretarse como un consentimiento al Poder Ejecutivo, si no se lo indica
expresamente. El caso Peralta ha fenecido, ha muerto. Y, en este sentido, no
dudo de que prestamos un enorme servicio a la Argentina y al
funcionamiento democrático de mi país (Ortiz Pellegrini, loc. cit.). Por
fortuna, pues, la reforma constitucional desplazó la doctrina del caso Peralta
[...] que hipotecaba el porvenir de la jurisprudencia republicana”
(Considerando 15, voto Petracchi). Otro reparo a la ley 26122 es que no
establece plazo para que las Cámaras se expidan, si bien habla de que «elevado
por la Comisión
el dictamen al plenario de ambas Cámaras, estas deben darle inmediato y expreso
tratamiento» (artículo 21, ley 26122). Esta situación también despierta la
sospecha de especulación del poder político.
CONCLUSIONES
1. La delegación de facultades legislativas en el Poder
Ejecutivo constituye un hecho incontrastable de la realidad, con antecedentes
en el derecho comparado.
2. Ha
tenido recepción constitucional en nuestro país, en 1994, luego de un
desarrollo paulatino y creciente de la jurisprudencia a su favor, alcanzando su
punto máximo con el fallo Cocchia.
3. El análisis del tema nos conduce a un replanteo del
concepto de ley y del principio de división de poderes, como asimismo del
sistema de frenos y contrapesos entre los poderes del Estado y del control de
la ciudadanía frente al avance del poder político. Las leyes ya no son solo
órdenes, dirigidas desde la razón, o el pacto, por quien monopolizaba el Estado
a quienes debían obedecerlas. Tampoco tienen por objeto central la protección
de la propiedad de los hombres. Hoy, la ley, como parte del derecho, exige una
comprensión inter y multidisciplinaria, pues se concibe como una construcción
social, humana, intersubjetiva y comunicativa, que no debe resignar el respeto
por la dignidad y la libertad del hombre. El Estado constitucional y social de
derecho, que poseemos en la letra de la Constitución y que pretendemos se instaure en la
realidad, no comprende el principio de legalidad (debido proceso adjetivo) sino
conjugado con el de razonabilidad (debido proceso sustantivo). Quizás
contribuya a encontrar respuestas al instituto de la delegación de facultades
legislativas, la opinión consultiva 6/86 de la Corte Interamericana
de Derechos Humanos.
En esta opinión, la Corte Interamericana
por unanimidad determinó que ley significa ‘norma jurídica de carácter general,
ceñida al bien común, emanada de los órganos legislativos constitucionalmente
previstos y democráticamente elegidos y elaborada según el procedimiento
establecido por las constituciones de los Estados para la formación de las
leyes’ (OC 6/86, del 9.5.1986). Recordemos, en primer término, que la Convención Americana
de Derechos Humanos posee jerarquía constitucional, conforme el artículo 75,
inciso 22, CN, incorporado por la reforma de 1994. En segundo término, que esta
opinión consultiva, que surge a pedido de la República Oriental
del Uruguay con el propósito de especificar el contenido de ley en el artículo
30 de la precitada Convención, resulta obligatoria para los Estados partes de la Convención.15 El
aludido artículo se refiere a las restricciones de los derechos consagrados en la Convención, que no
podrán efectivizarse sino mediante leyes dictadas con base en el interés
general y con el fin para el que han sido dictadas. “Destaca la Corte [Interamericana] el
papel del Poder Legislativo en varios aspectos que se unifican en la necesidad
de que toda limitación al ejercicio de los derechos debe provenir de leyes
formales, fundamentando esa posición en estos términos: «[...] A través de este
procedimiento no solo se inviste a tales actos del asentimiento de la
representación popular, sino que se permite a las minorías expresar su
inconformidad, proponer iniciativas distintas, participar en la formación de la
voluntad política o influir sobre la opinión pública para evitar que la mayoría
actúe arbitrariamente”.
Y, sobre nuestro tema, reza la OC 6/86 en su párrafo 36: “Lo anterior no se
contradice forzosamente con la posibilidad de delegaciones legislativas en esta
materia, siempre que tales delegaciones estén autorizadas por la propia
Constitución, que se ejerzan dentro de los límites impuestos por ella y por la
ley delegante, y que el ejercicio de la potestad delegada esté sujeto a
controles eficaces, de manera que no desvirtúe, ni pueda utilizarse para
desvirtuar, el carácter fundamental de los derechos y libertades protegidos por
la Convención”.
En ejercicio de sus competencias, los órganos del Estado no pueden avasallar
los derechos de los habitantes dado que la consagración expresa de dichas
competencias obedece, precisamente, a la finalidad de protección de los
mencionados derechos. Lo expuesto debe tenerse en cuenta para las situaciones
de normalidad, época en que el Poder Legislativo podrá delegar materias
determinadas de administración. En situaciones de emergencia, la delegación
podrá revestir otras características, pero nunca podrá eludir los límites del
artículo 76, ni las materias excluidas para los decretos de necesidad y
urgencia (artículo 99, inciso 3, CN), ni los cuatro requisitos establecidos por
la jurisprudencia de la Corte
para declarar la constitucionalidad de las leyes de emergencia.
4. El avance del derecho internacional de los derechos
humanos, guiado por el principio pro homine y el principio de irreversibilidad
de los derechos humanos, es otra realidad incontrastable que, también, ha
tenido recepción en la
Constitución nacional (artículo 75, inciso 22). En
consecuencia, si bien se ha modificado el principio de división de poderes, en
beneficio del Poder Ejecutivo, y desde lo fáctico o sociológico ha pasado a lo
jurídico; si bien el Poder Legislativo ha renunciado al ejercicio de sus
facultades legislativas, si bien el Poder Judicial, reaseguro del sistema, ha
acompañado el acrecentamiento de facultades reglamentarias en cabeza del
Ejecutivo, sin desconocer los importantes precedentes de Smith y San Luis, con
algunas salvedades, ni la buena doctrina sentada en Video club Dreams y Selcro,
respecto de la imposibilidad de que el Poder Ejecutivo, con decretos de
necesidad y urgencia o delegados —respectivamente— regule materia tributaria,
aun en la emergencia. Por otro lado, se ha producido —como contrapartida al
exceso o concentración del poder— la recepción del derecho internacional de los
derechos humanos.
5. Frente a esta tensión dialéctica entre poder del Estado
—en el caso, facultades legislativas del Poder Ejecutivo— y los derechos de los
habitantes, no avizoramos otra respuesta, entonces, que el aumento de los
controles: mayor efectividad y funcionalidad en el ejercicio de sus
competencias, de la
Comisión Bicameral Permanente, y de las Cámaras del Congreso,
en definitiva. Mayor control del Poder Judicial, que en su tarea no debe
soslayar la realidad ni los cuestionamientos morales o éticos que susciten los
temas a resolver. Mayor control de los ciudadanos, en forma individual o
colectiva, frente a los actos del poder político lesivos, a través de la
solicitud del control jurisdiccional nacional y supranacional, como de otras
formas de participación: manifestaciones en y de los medios de comunicación,
integración y trabajo en organizaciones no gubernamentales, sin olvidarnos del
ejercicio del voto.
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