Picada de Noticias en el recuerdo
Nicolás
Maquiavelo y el ejercicio del poder (3)
Capítulo XI
De
los principados eclesiásticos
No nos
resta hablar ahora más que de los principados eclesiásticos, sobre los que no
hay dificultad ninguna más que para adquirir la posesión suya; porque hay
necesidad, a este efecto, de valor o de una buena fortuna. No hay necesidad de
uno ni otro para conservarlos; se sostiene uno en ellos por medio de
instituciones, que fundadas antiguamente, son tan poderosas y tienen tales
propiedades, que ellas conservan al príncipe en su Estado de cualquier modo que
él proceda y se conduzca (291). Únicamente estos príncipes tienen Estados sin
estar obligados a defenderlos, y súbditos sin experimentar la molestia de
gobernarlos. Estos Estados, aunque indefensos, no les son quitados; y estos
súbditos, aunque sin gobierno como ellos están, no tienen zozobra ninguna de
esto; no piensan en mudar de príncipe, y ni aun pueden hacerlo. Son, pues,
estos Estados los únicos que prosperan y están seguros. Pero como son
gobernados por causas superiores a que la razón humana no alcanza, los pasaré
en silencio; sería menester ser bien presuntuoso y temerario para discurrir
sobre unas soberanías erigidas y conservadas por Dios mismo (292). Alguno, sin
embargo, me preguntará de qué proviene que
De ello
resultaba que la potestad temporal del pontificado permanecía siempre débil y
vacilante (294). Aunque a veces sobrevenía un Papa de vigoroso genio como Sixto
IV, la fortuna o su ciencia no podían desembarazarle de este obstáculo, a causa
de la brevedad de su pontificado. En el espacio de diez años, que, uno con
otro, reinaba cada Papa, no les era posible, por más molestias que se tomaran,
el abatir una de estas facciones. Si uno de ellos, por ejemplo, conseguía
extinguir casi la de los Colonnas, otro Papa, que se hallaba enemigo de los
Ursinos, hacía resucitar a los Colonnas. No le quedaba ya suficiente tiempo
para aniquilarlos después; y con ello acaecía que hacían poco caso de las
fuerzas temporales del Papa en Italia (295). Pero se presentó Alejandro VI,
quien, mejor que todos sus predecesores, mostró cuánto puede triunfar un Papa,
con su dinero y fuerzas, de todos los demás príncipes (296). Tomando a su duque
de Valentinois por instrumento, y aprovechándose de la ocasión del paso de los
franceses, ejecutó cuantas cosas llevo referidas ya al hablar sobre las
acciones de este duque. Aunque su intención no había sido aumentar los dominios
de
Capítulo XII
Cuántas
especies de tropas hay; y de los soldados mercenarios
Después
de haber hablado en particular de todas las especies de principados sobre las
que al principio me había propuesto discurrir considerado, bajo algunos
aspectos, las causas de su buena o mala constitución; y mostrando los medios
con que muchos príncipes trataron de adquirirlos y conservarlos, me resta ahora
discurrir, de un modo general, sobre los ataques y defensas que pueden ocurrir
en cada uno de los Estados de que llevo hecha mención. Los principales
fundamentos de que son capaces todos los Estados, ya nuevos, ya antiguos, ya
mixtos, son las buenas leyes y armas; y porque las leyes no pueden ser malas en
donde son buenas las armas, hablaré de las armas echando a un lado las leyes
(302). Pero las armas con que un príncipe defiende su Estado son o las suyas
propias o armas mercenarias, o auxiliares, o armas mixtas. Las mercenarias y
auxiliares son inútiles y peligrosas (303). Si un príncipe apoya su Estado con
tropas mercenarias, no estará firme ni seguro nunca, porque ellas carecen de
unión, son ambiciosas, indisciplinadas, infieles, fanfarronas en presencia de
los amigos, y cobardes contra los enemigos, y que no temen temor de Dios, ni
buena fe con los hombres. Si uno, con semejantes tropas, no queda vencido, es
únicamente cuando no hay todavía ataque. En tiempo de paz te pillan ellas; y en
el de guerra dejan que te despojen los enemigos. La causa de esto es que ellas
no tienen más amor, ni motivo que te las apegue que el de su sueldecillo; y
este sueldecillo no puede hacer que estén resueltas a morir por ti. Tienen
ellas a bien ser soldados tuyos, mientras que no hacen la guerra; pero si ésta
sobreviene huyen ellas y quieren retirarse (304). No me costaría sumo trabajo
el persuadir lo que acabo de decir, supuesto que la ruina de
Quiero
demostrar todavía mejor la desgracia que el uso de esta especie de tropas
acarrea. O los capitanes mercenarios son hombres excelentes o no lo son. Si no
lo son, no puedes fiarte en ellos, porque aspiran siempre a elevarse ellos
mismos a la grandeza, sea oprimiéndote, a ti que eres dueño suyo, sea oprimiendo
a los otros contra tus intenciones (306), y si el capitán no es un hombre de
valor (307), causa comúnmente tu ruina. Si alguno replica diciendo que cuanto
capitán tenga tropas a su disposición, sea o no mercenario, obrará del mismo
modo, responderé mostrando cómo estas tropas mercenarias deben emplearse por un
príncipe o república. El príncipe debe ir en persona a su frente y hacer por sí
mismo el oficio de capitán (308). La república debe enviar a uno de sus
ciudadanos para mandarlas; y si después de sus primeros principios no se
muestra muy capaz de ello, debe sustituirle con otro. Si, por el contrario se
muestra muy capaz, conviene que le contenga, por medio de sabias leyes para
impedirle pasar del punto que ella ha fijado (309). La experiencia nos enseña
que únicamente los príncipes que tienen ejércitos propios y las repúblicas que
gozan del mismo beneficio hacen grandes progresos, mientras que las repúblicas
y príncipes que se apoyan sobre ejércitos mercenarios no experimentan más que
reveses (310). Por otra parte, una república cae menos fácilmente bajo el yugo
del ciudadano que manda, y que desea esclavizarla, cuando está armada con sus
propias armas (311) que cuando no tiene más que ejércitos extranjeros. Roma y
Esparta se conservaron libres con sus propias armas por espacio de muchos
siglos, y los suizos, que están armados del mismo modo, se mantienen también
sumamente libres. Por lo que mira a los inconvenientes de los ejércitos
mercenarios de la antigüedad, tenemos el ejemplo de los cartagineses, que
acabaron siendo sojuzgados por sus soldados mercenarios después de la primera
guerra contra los romanos, aunque los capitanes de estos soldados eran
cartagineses. Habiendo sido nombrado Filipo de Macedonia por capitán de los
tebanos después de muerto Epaminondas, los hizo vencedores, es verdad; pero a
continuación de la victoria, los esclavizó. Constituidos los milaneses en
república después de la muerte del duque Felipe María Visconti, emplearon como
mantenidos a su sueldo a Francisco Sforza y tropa suya contra los venecianos; y
este capitán, después de haber vencido a los venecianos en Caravaggio, se unió
con ellos para sojuzgar a los milaneses que, sin embargo, eran sus amos (312).
Cuando Sforza, su padre, que estaba con sus tropas al sueldo de la reina de
Nápoles, la abandonó de repente, quedó ella tan bien desarmada que para no
perder su reino se vio precisada a echarse en los brazos del rey de Aragón
(313).
Si los
venecianos y florentinos extendieron su dominación con esta especie de armas
durante los últimos años, y si los capitanes de estas armas no se hicieron
príncipes de Venecia (314); si, finalmente, estos pueblos se defendieron bien
con ellas, los florentinos, que tuvieron particularmente esta dicha, deben dar
gracias a la suerte por la cual sola ellos fueron singularmente favorecidos.
Entre aquellos valerosos capitanes, que podían ser temibles, algunos, sin
embargo, no tuvieron la dicha de haber ganado victorias (315); otros
encontraron insuperables obstáculos (316), y, finalmente, hay varios que
dirigieron su ambición hacia otra parte (317). Del número de los primeros fue
Juan Acat, sobre cuya fidelidad no podemos formar juicio, supuesto que él no
fue vencedor; pero se convendrá en que si lo hubiera sido, quedaban a su
discreción los florentinos. Si Santiago Sforza no invadió los Estados que le
tenían a su sueldo, nace de que tuvo siempre contra sí a los Braceschis, que le
contenían, al mismo tiempo que él los contenía (318). Últimamente, si Francisco
Sforza (319) dirigió eficazmente su ambición hacia
Viendo a
este hombre, tan hábil como valeroso, dejarse derrotar, sin embargo, al obrar
por ellos contra el duque de Milán, su soberano natural, y sabiendo, además,
que en esta guerra se conducía fríamente, comprendieron que no podían vencer ya
con él (323). Pero como hubieran corrido peligro de perder lo que habían
adquirido si hubieran licenciado a este capitán, que se hubiera pasado al
servicio del enemigo, y como también la prudencia no les permitía dejarle en su
puesto, se vieron obligados, para conservar sus adquisiciones, a hacerle
perecer (324) . Tuvieron después por capitán a Bartolomé Colleoni de Bérgamo, a
Roberto de San Severino, al conde de Pitigliano y otros semejantes, con los que
debían menos esperar ganar que temer perder; como sucedió en Vaila, donde en una
sola batalla fueron despojados de lo que no habían adquirido más que con
ochocientos años de enormes fatigas (325). Concluyamos de todo esto que con
legiones mercenarias las conquistas son lentas, tardías, débiles, y las
pérdidas repentinas e inmensas. Supuesto que estos ejemplos me han conducido a
hablar de
El primer
capitán que puso en crédito a estas tropas, fue el romañol Alberico de Como, en
cuya escuela se formaron, entre otros varios, aquel Bracio y aquel Sforza, que
fueron después los árbitros de
Capítulo XIII
De
los soldados auxiliares, mixtos y propios
Las armas
auxiliares que he contado entre las inútiles, son las que otro príncipe os
presta para socorreros y defenderos (339). Así, en estos últimos tiempos,
habiendo hecho el papa Julio una desacertada prueba de las tropas mercenarias
en el ataque de Ferrara, convino con Fernando, rey de España, que éste iría a
incorporársele con sus tropas. Estas armas pueden ser útiles y buenas en sí
mismas (340); pero son infaustas siempre para el que las llama; porque si
pierdes la batalla, quedas derrotado, y si la ganas te haces prisionero suyo en
algún modo (341). Aunque las antiguas historias están llenas de ejemplos que
prueban esta verdad (342), quiero detenerme en el de Julio II, que está todavía
muy reciente. Si el partido que él abrazó de ponerse todo entero en las manos
de un extranjero para conquistar Ferrara, no le fue funesto, es que su buena
fortuna engendró una tercera causa, que le preservó contra los efectos de esta
mala determinación (343). Habiendo sido derrotados sus auxiliares en Rávena,
los suizos que sobrevivieron, contra su esperanza y la de todos los demás,
echaron a los franceses que habían ganado la victoria. No quedó hecho
prisionero de sus enemigos, por la única razón de que ellos iban huyendo; ni de
sus auxiliares, a causa de que él había vencido realmente, pero con armas
diferentes de las de ellos (344). Hallándose los florentinos sin ejército
totalmente, llamaron a diez mil franceses para ayudarlos a apoderarse de Pisa;
y esta disposición les hizo correr más peligros que no habían encontrado nunca
en ninguna empresa marcial. Queriendo oponerse el emperador de Constantinopla a
sus vecinos, envió a
Si la
cobardía es lo que debe temerse más en las tropas mercenarias, lo más temible
en las auxiliares es la valentía (348). Un príncipe sabio evitó siempre valerse
de unas y otras; y recurrió a sus propias armas, prefiriendo perder con ellas a
vencer con las ajenas. No miró jamás como una victoria real lo que se gana con
las armas de los otros. No titubearé nunca (349) en citar, sobre esta materia,
a César Borgia y conducta suya en semejante caso. Entró este duque con armas
auxiliares en
En suma,
si tomas las armaduras ajenas, o ellas se te caen de los hombros, o te pesan
mucho, o te aprietan y embarazan. Carlos VII, padre de Luis XI, habiendo
librado con su valor y fortuna
Capítulo XIV
De
las obligaciones del príncipe en lo concerniente al arte de la guerra
Un
príncipe no debe tener otro objeto, otro pensamiento, ni cultivar otro arte más
que la guerra, el orden y disciplina de los ejércitos (367), porque es el único
que se espera ver ejercido por el que manda. Este arte es de una tan grande
utilidad que él no solamente mantiene en el trono a los que nacieron príncipes,
sino que también hace subir con frecuencia a la clase de príncipe a algunos
hombres de una condición privada (368). Por una razón contraria, sucedió que
varios príncipes, que se ocupaban más en las delicias de la vida que en las
cosas militares, perdieron sus Estados (369). La primera causa que te haría
perder el tuyo sería abandonar el arte de la guerra, como la causa que hace
adquirir un principado al que no le tenía, es sobresalir en este arte. Mostrose
superior en ello Francisco Sforza por el solo hecho de que, no siendo más que
un simple particular, llegó a ser duque de Milán (370); y sus hijos, por haber
evitado las fatigas e incomodidades de la profesión de las armas, de duques que
ellos eran pasaron a ser simples particulares con esta diferencia (371). Entre
las demás raíces del mal que te acaecerá, si por ti mismo no ejerces el oficio
de las armas, debes contar el menosprecio que habrán concebido para con tu
persona (372), lo que es una de aquellas infamias de que el príncipe debe
preservarse, como se dirá más adelante al hablar de aquellas a las que se
propasa él con utilidad. Entre el que es guerrero y el que no lo es no hay
ninguna proporción. La razón nos dice que el sujeto que se halla armado no
obedece con gusto a cualquiera que sea desarmado (373); y que el amo que está
desarmado no puede vivir seguro entre sirvientes armados (374). Con el desdén
que está en el corazón del uno y la sospecha que el ánimo del otro abriga, no
es posible que ellos hagan juntos buenas operaciones (375). Además de las otras
calamidades que se atrae un príncipe que no entiende nada de guerra, hay la de
no poder ser estimado de sus soldados, ni fiarse de ellos (376). El príncipe no
debe cesar, pues, jamás, de pensar en el ejercicio de las armas, y en los
tiempos de paz, debe darse a ellas todavía más que en los de guerra. Puede
hacerlo de dos modos: el uno con acciones, y el otro con pensamientos. En
cuanto a sus acciones, debe no solamente tener bien ordenadas y ejercitadas sus
tropas, sino también ir con frecuencia a caza, con la que, por una parte,
acostumbra su cuerpo a la fatiga, y por otra, aprende a conocer la calidad de
los sitios, el declive de las montañas, la entrada de los valles, la situación
de las llanuras, la naturaleza de los ríos, la de las lagunas. Es un estudio en
el que debe poner la mayor atención (377).
Estos
conocimientos le son útiles de dos modos. En primer lugar, dándole a conocer
bien su país le ponen en proporción de defenderle mejor; y, además, cuando él
ha conocido y frecuentado bien los sitios, comprende fácilmente, por analogía,
lo que debe ser otro país que él no tiene a la vista, y en el que no tenga
operaciones militares que combinar. Las colinas, valles, llanuras, ríos y
lagunas que hay en
Capítulo XV
De
las cosas por las que los hombres, y especialmente los príncipes, son alabados
o censurados
Nos
resta ahora ver cómo debe conducirse un príncipe con sus gobernados y amigos.
Muchos escribieron ya sobre esta materia; y al tratarla yo mismo después de
ellos, no incurriré en el cargo de presunción, supuesto que no hablaré más que
con arreglo a lo que sobre esto dijeron ellos (386). Siendo mi fin escribir una
cosa útil para quien la comprende, he tenido por más conducente seguir la
verdad real de la materia (387) que los desvaríos de la imaginación en lo
relativo a ella (388); porque muchos imaginaron repúblicas y principados que no
se vieron ni existieron nunca (389). Hay tanta distancia entre saber cómo viven
los hombres y saber cómo deberían vivir ellos, que el que, para gobernarlos,
abandona el estudio de lo que se hace, para estudiar lo que sería más
conveniente hacerse aprende más bien lo que debe obrar su ruina que lo que debe
preservarle de ella; supuesto que un príncipe que en todo quiere hacer
profesión de ser bueno, cuando en el hecho está rodeado de gentes que no lo son
(390), no puede menos de caminar hacia su ruina. Es, pues, necesario que un
príncipe que desea mantenerse, aprenda a poder no ser bueno, y a servirse o no
servirse de esta facultad, según que las circunstancias lo exijan (391).
Dejando, pues, a un lado las cosas imaginarias de las que son verdaderas, digo
que cuantos hombres hacen hablar de sí, y especialmente los príncipes, porque
están colocados en mayor altura que los demás, se distinguen con alguna de
aquellas prendas patentes, de las que más atraen la censura y otras la
alabanza. El uno es mirado como liberal, el otro como miserable en lo que me
sirve de una expresión toscana en vez de emplear la palabra avaro; porque en
nuestra lengua un avaro es también el que tira a enriquecerse con rapiñas, y
llamamos miserable a aquel únicamente que se abstiene de hacer uso de lo que él
posee. Y para continuar mi enumeración añado: éste pasa por dar con gusto,
aquel por ser rapaz; el uno se reputa como cruel, el otro tiene la fama de ser
compasivo; éste pasa por carecer de fe, aquél por ser fiel en sus promesas; el
uno por afeminado y pusilánime, el otro por valeroso y feroz; tal por humano,
cuál por soberbio; uno por lascivo, otro por casto; éste por franco, aquél por
artificioso; el uno por duro, el otro por dulce y flexible; éste por grave,
aquél por ligero; uno por religioso, otro por incrédulo, etc. (392). No habría
cosa más loable que un príncipe que estuviera dotado de cuantas buenas prendas
(393) he entremezclado con las malas que les son opuestas; cada uno convendrá
en ello, lo sé. Pero como uno no puede tenerlas todas, y ni aun ponerlas perfectamente
en práctica, porque la condición humana no lo permite, es necesario que el
príncipe sea bastante prudente para evitar la infamia de los vicios que le
harían perder su principado; y aun para preservarse, si lo puede, de los que no
se lo harían perder (394). Si, no obstante esto, no se abstuviera de los
últimos, estaría obligado a menos reserva abandonándose a ellos (395). Pero no
tema incurrir en la infamia ajena a ciertos vicios si no puede fácilmente sin
ellos conservar su Estado; porque si se pesa bien todo, hay una cierta cosa que
parecerá ser una virtud, por ejemplo, la bondad, clemencia, y que si la
observas, formará tu ruina, mientras que otra cierta cosa que parecerá un vicio
formará tu seguridad y bienestar si la practicas.
Capítulo XVI
De
la liberalidad y miseria (avaricia)
Comenzando
por la primera de estas prendas, diré cuán útil sería el ser liberal; sin
embargo, la liberalidad que te impidiera que te temieran, te sería perjudicial.
Si la ejerces prudentemente como ella debe serlo, de modo que no lo sepan
(396), no incurrirás por esto en la infamia del vicio contrario. Pero como el
que quiere conservarse entre los hombres la reputación de ser liberal no puede
abstenerse de parecer suntuoso, sucederá siempre que un príncipe que quiere tener
la gloria de ello consumirá todas sus riquezas en prodigalidades; y al cabo, si
quiere continuar pasando por liberal, estará obligado a gravar
extraordinariamente a sus gobernados, a ser extremadamente fiscal y hacer
cuanto es imaginable para tener dinero. Pues bien, esta conducta comenzará a
hacerle odioso a sus gobernados (397); y empobreciéndose así más y más, perderá
la estimación de cada uno de ellos, de tal modo, que después de haber
perjudicado a muchas personas para ejercer esta prodigalidad que no ha
favorecido más que a un cortísimo número de éstas sentirá vivamente la primera
necesidad (398), y peligrará al menor riesgo (399). Si reconociendo entonces su
falta, quiere mudar de conducta, se atraerá repentinamente la infamia ajena a
la avaricia (400). No pudiendo, pues, un príncipe, sin que de ello le resulte
perjuicio, ejercer la virtud de la liberalidad de un modo notorio, debe, si es
prudente, no inquietarse de ser notado de avaricia, porque con el tiempo le
tendrán más y más por liberal, cuando vean que por medio de su parsimonia le
bastan sus rentas para defenderse de cualquiera que le declaró la guerra y para
hacer empresas sin gravar a sus pueblos (401); por este medio ejerce la
liberalidad con todos aquellos a quienes no toma nada, y cuyo número es
infinito mientras que no es avaro más que con aquellos hombres a quienes no da,
y cuyo número es poco crecido (402). ¿No hemos visto en estos tiempos que
solamente los que pasaban por avaros hicieron grandes cosas y que los pródigos
quedaron vencidos? El Papa Julio II, después de haberse servido de la
reputación de hombre liberal para llegar al pontificado (403), no pensó ya
después en conservar este renombre cuando quiso habilitarse para pelear contra
el rey de Francia. Sostuvo muchas guerras sin imponer un tributo
extraordinario, y su larga parsimonia le suministró cuanto era necesario para
los gastos superfluos (404).
El actual
rey de España (Fernando, rey de Castilla y Aragón), si hubiera sido liberal, no
hubiera hecho tan famosas empresas, ni vencido en tantas ocasiones (405). Así,
pues, un príncipe que no quiere verse obligado a despojar a sus gobernados y
quiere tener siempre con qué defenderse, no ser pobre y miserable, ni verse
precisado a ser rapaz, debe temer poco el incurrir en la fama de avaro,
supuesto que la avaricia es uno de aquellos vicios que aseguran su reinado
(406). Si alguno me objetara que César consiguió el imperio con su liberalidad
(407), y que otros muchos llegaron a puestos elevadísimos porque pasaban por
liberales, respondería yo: o estás en camino de adquirir un principado, o te lo
has adquirido ya; en el primer caso, es menester que pases por liberal (408), y
en el segundo, te será perniciosa la liberalidad. César era uno de los que
querían conseguir el principado de Roma; pero si hubiera vivido él algún tiempo
después de haberlo logrado, y no moderado sus dispendios, hubiera destruido su
imperio. ¿Me replicarán que hubo muchos príncipes que, con sus ejércitos,
hicieron grandes cosas y, sin embargo, tenían la fama de ser muy liberales?
(409). Responderé: o el príncipe en sus larguezas expende sus propios bienes y
los de sus súbditos o expende el bien ajeno. En el primer caso debe ser
económico; y en el segundo, no debe omitir ninguna especie de liberalidad
(410). El príncipe que con sus ejércitos va a llenarse de botín, saqueos,
carnicerías, y disponer de los caudales de los vencidos, está obligado a ser
pródigo con sus soldados, porque, sin esto, no le seguirían ellos (411). Puedes
mostrarte entonces ampliamente generoso, supuesto que das lo que no es tuyo ni
de tus soldados, como lo hicieron Ciro, César, Alejandro (412); y este
dispendio que en semejante ocasión haces con el bien de los otros, tan lejos de
perjudicar a tu reputación, le añade una más sobresaliente (413). La única cosa
que pueda perjudicarte, es gastar el tuyo. No hay nada que se agote tanto de sí
mismo como la liberalidad; mientras que la ejerces, pierdes la facultad de
ejercerla, y te vuelves pobre y despreciable (414); o bien, cuando quieres
evitar volvértelo, te haces rapaz y odioso (415). Ahora bien, uno de los
inconvenientes de que un príncipe debe preservarse, es el de ser menospreciado
y aborrecido. Conduciendo a uno y otro la liberalidad, concluyo de ello que hay
más sabiduría en no temer la reputación de avaro que no produce más que una
infamia sin odio, que verse, por la gana de tener fama de liberal, en la
necesidad de incurrir en la nota de rapaz, cuya infamia va acompañada siempre
del odio público (416).
Comentarios
Publicar un comentario