Para los lectores de El Informador Público
Rememorando a Gottfried Wilhelm Leibniz (1)
IP-21/8/025
El 1 de Julio se conmemoró el
tricentésimo septuagésimo noveno aniversario del nacimiento de un eminente
filósofo, matemático y lógico alemán. Gottfried Leibniz nació en Leipzig el 1
de julio de 1646. Con apenas 12 años conocía el latín y había comenzado a
estudiar griego. Con catorce años ingresó a
Tiempo después inició una
larga estadía en París, lo que le permitió conocer más en profundidad la
matemática y la física. Conoció a Malebranche y a Antoine Arnauld. Estudió el
pensamiento de Descartes y el de Pascal. Se hizo amigo del matemático alemán
Ehrenfried Walther von Tschimhaus. También conoció al matemático neerlandés
Christiaan Huygens, quien por ese entonces se encontraba en París. En Londres
conoció a Henry Oldenburg y a John Collins. Luego de mostrar ante
Leibniz sirvió a tres
gobernadores de manera consecutiva de
Buceando en Google me encontré con un ensayo de María Julia Bertolio (Universidad Nacional de Rosario-Argentina) titulado “Observaciones acerca del pensamiento ciego en Leibniz” (Tópicos-México-Número 44-2013). Analiza la teoría del conocimiento del ilustre filósofo.
Distintos tipos de conocimiento
“En un escrito de 1684
titulado Meditaciones acerca del conocimiento, la verdad y las ideas, Leibniz
presenta una clasificación dicotómica y jerárquica de los conocimientos. Esta
caracterización constituye un elemento primordial en la teoría del conocimiento
leibniziana y se mantiene vigente a lo largo de su pensamiento maduro. Sin
cambios significativos, Leibniz expone esta misma clasificación en escritos
relevantes como Discurso de Metafísica (1686) y Nuevos Ensayos sobre el
Conocimiento Humano (1704).
Partiendo del presupuesto de
que los conceptos tienen distintos grados de composición, Leibniz establece
esta jerarquía de conocimientos en función del nivel de descomposición que se
alcanza respecto de un concepto. Mientras más nos acerquemos en nuestro
análisis a los elementos simples que componen un concepto, más perfecto será
nuestro conocimiento sobre él. Siguiendo un orden de perfección ascendente, el
conocimiento, según Leibniz, puede ser oscuro o claro; el claro es, a su vez,
confuso o distinto y el conocimiento distinto es inadecuado o adecuado.
Asimismo, el conocimiento es simbólico o intuitivo. El conocimiento es claro
cuando la noción del objeto es tal que me permite reconocerlo cuando éste se me
presenta. De lo contrario, el conocimiento es oscuro. En este sentido, si poseo
una noción clara de «rosa», no la confundiré con otra flor. En cambio, si mi
conocimiento es oscuro (es decir, si mi noción de «rosa» es oscura) entonces no
podré distinguir una rosa de otras flores. Al mismo tiempo, el conocimiento
claro puede ser confuso o distinto. Un objeto es conocido de manera clara y
confusa cuando puedo reconocerlo pero no puedo enumerar las notas internas que
lo definen. Según Leibniz, éste es el tipo de conocimiento que nos proporcionan
los sentidos; pues aunque podemos reconocer los colores, olores, sabores, por
los datos que nos ofrecen los sentidos, no podemos explicar lo que contienen
sus nociones compuestas.
En Nuevos Ensayos, Leibniz lo
explica de la siguiente manera: “Una idea puede ser clara y confusa al mismo
tiempo, y así son, en efecto, las ideas de las cualidades sensibles, que
afectan a los órganos, como el color y el calor. Son claras, pues se las
reconoce y discierne fácilmente unas de otras, pero no son distintas, porque no
se distingue lo que contienen. De manera que no es posible definirlas: únicamente
podemos conocerlas por medio de ejemplos”.
Por su parte una noción es
distinta cuando puedo analizarla y señalar los conceptos que la componen. Por
ejemplo, la noción de hombre es distinta ya que puedo descomponerla en los
conceptos animal y racional. En otras palabras, conocemos con distinción un
objeto cuando somos capaces de definirlo por sus notas o requisitos
suficientes. Esta clase de definición recibe el nombre de definición nominal.
Ahora bien, la noción es distinta e inadecuada si conocemos sus componentes
conceptuales de manera confusa. Si los componentes conceptuales se conocen
distintamente, la noción es adecuada. El conocimiento adecuado es aquel que
culmina el análisis del concepto arribando a sus elementos primitivos y por
tanto simples (no compuestos). Por este medio, el conocimiento adecuado brinda
la definición real de una noción, la cual consiste en la enumeración de las
ideas primitivas que la componen. Sin embargo Leibniz, que en este escrito se
mantiene cauto respecto de la posibilidad humana de alcanzar tal grado de
conocimiento, luego la rechazará al considerar que la culminación del análisis
de una noción compleja excede las facultades limitadas del hombre.
Finalmente, el conocimiento
es o ciego o intuitivo. El conocimiento intuitivo supone captar inmediata y
simultáneamente la totalidad de la estructura conceptual de una noción. En
tanto seres racionales finitos, sólo somos capaces de alcanzar este
conocimiento cuando las nociones son simples mientras que sólo tenemos un conocimiento
ciego e inadecuado de los conceptos compuestos. Sin embargo, Leibniz duda
respecto de la posibilidad humana de captar nociones simplísimas. Por su parte,
el conocimiento ciego, también denominado simbólico o supositivo, es aquel que
opera con signos en reemplazo de las ideas de las cosas; esto ocurre cuando no
es posible concebir intuitivamente todos los componentes conceptuales de una
noción.
En Meditaciones, Leibniz
explica: “Por lo general y especialmente en un análisis de mayor extensión, no
vemos, sin embargo, la naturaleza total de la cosa de un modo simultáneo sino
que empleamos signos en lugar de las cosas cuya explicación, al meditar,
solemos omitir por razón de economía, sabiendo o creyendo que la poseemos. Así
al pensar el quiliógono o polígono de mil lados iguales no siempre reparo en la
naturaleza de lado, ni en la de igualdad, ni en la de millar (o sea del cubo de
diez) sino que empleo en mi espíritu esas palabras (cuyo sentido se presenta a
la mente por lo menos de un modo oscuro e imperfecto) en lugar de las ideas que
tengo de ellas pues recuerdo poseer su significado aunque por el momento juzgo
que es innecesario explicarlo. Suelo llamar a este pensamiento ciego o también
simbólico: se lo utiliza no sólo en el álgebra sino también en la aritmética, y
casi en todo”.
Mientras que el pensamiento
intuitivo es aquel que opera con las ideas, el pensamiento ciego se caracteriza
por la ausencia de las mismas y su sustitución por signos. Ahora bien, como
hemos dicho, Leibniz considera que el conocimiento humano es ciego. Cuando el
hombre piensa en nociones complejas no puede aprehender simultánea y
distintamente todas las notas que las componen, no es capaz de considerar el
significado de cada término. Por ello, en lugar de las ideas utiliza signos
cuyos significados cree poseer abreviando así los pensamientos. De este modo,
los signos no sólo cumplen una función subrogativa sino que además simplifican
y agilizan el razonamiento humano evitando la consideración de las definiciones
de cada uno de los conceptos en juego.
No obstante, pese a estas
ventajas, Leibniz advierte serios riesgos en este tipo de pensamiento. En
efecto, dado que el pensamiento ciego prescinde de la consideración actual de
la idea de aquello en que se piensa presuponiendo que se conocen los
significados de los signos utilizados, puede suceder que tales significados se
conozcan confusamente, escondan una contradicción, no reemplacen a ninguna
idea. De ser así, todas las inferencias realizadas en torno a tales nociones
conducirían a falsas conclusiones. Pero dado que es inevitable para el hombre
valerse de signos en sus razonamientos y que sólo puede aspirar a alcanzar
conocimientos distintos inadecuados, resulta entonces imprescindible poder
reconocer los signos confiables. En consecuencia, para garantizar el
conocimiento humano, Leibniz debe establecer un criterio que le permita al
hombre valerse de signos confiables y evitar el empleo de aquéllos que lo
conduzcan a falsas conclusiones.
Habiendo enmarcado la noción de conocimiento ciego dentro de la clasificación leibniziana del conocimiento, en la próxima sección nos ocuparemos de la noción leibniziana de expresión con el fin de obtener los requisitos que debe cumplir un signo para constituirse en fiel mediador de nuestras ideas. Dado que esto no es suficiente para determinar los criterios que aseguran la verdad de un enunciado a continuación indagaremos los criterios de verdad aplicables a las proposiciones necesarias y contingentes”.
El valor epistémico de los signos. La noción de expresión
“Leibniz reconoce la
existencia de una diversidad de signos: existen palabras, números, símbolos
químicos, notas musicales, etc. Entre ellos, algunos resultan más eficaces que
otros para alcanzar el conocimiento. En un escrito breve perteneciente al
período de las Meditaciones, Leibniz indica que «los signos son tanto más
útiles cuanto más expresan el concepto de la cosa significada en forma tal que
no sólo pueda servir para la representación sino también para el razonamiento».
Tal como se aprecia en esta afirmación, Leibniz vincula el valor epistémico de
los signos con su capacidad expresiva. Por esta razón, examinaremos a
continuación la noción de expresión a fin de esclarecer la relación existente
entre la expresividad de un signo y su utilidad para el razonamiento. Los
resultados de este estudio nos permitirán inferir los requisitos que debe
cumplir un signo para ser confiable, resguardando al conocimiento ciego de los
riesgos que acarrea el empleo de signos falaces.
Si bien la cuestión de la expresión
conlleva toda una problemática que le es propia, nos limitaremos a señalar los
aspectos centrales de la misma, relevantes para el estudio que nos atañe. Para
ello, nos abocaremos al examen de algunas de las reflexiones que Leibniz
realiza sobre el tema. A partir del análisis de sus similitudes y diferencias,
intentaremos reconstruir el sentido de la noción leibniziana de expresión.
Leibniz concibe la expresión
como una relación que se establece entre dos objetos a los que denominaremos
«expresante» y «expresado» para evitar toda posible ambigüedad. En un texto de
1678 titulado Quid sit idea, Leibniz reflexiona sobre la expresión destacando
algunas cualidades fundamentales de la misma. En primer lugar el filósofo
establece que «[s]e dice que expresa una cosa aquello en que hay respectos
(habitudines) que responden a los respectos de la cosa que va a expresarse». En
otros términos, Leibniz afirma que un objeto expresa otro cuando las relaciones
(respectos) del primero se corresponden con las relaciones del segundo.
Es evidente que detrás de
esta afirmación subyace el presupuesto de que tanto lo expresante como lo
expresado constan de una red de relaciones inherentes a cada uno. Sin embargo,
esta conclusión parece discutible si nos atenemos a otro texto escrito por
Leibniz en 1708. En el mismo, el filósofo manifiesta que «[b]asta en verdad
para la expresión de un ente en otro que haya alguna ley constante de
relaciones, en virtud de la cual los elementos singulares de uno puedan
referirse a los elementos singulares que les correspondan en el otro». Leibniz
sostiene aquí que la relación de expresión vincula los «elementos singulares»
del objeto expresado con los del objeto expresante. Como puede observarse, no
hay mención alguna a relaciones internas. Según esta nueva explicación tanto lo
expresante como lo expresado constan de elementos, componentes, y es entre
ellos que se establece la relación de expresión.
Distintas posturas se han
tomado respecto de estas dos explicaciones dispares. Kulstad, por ejemplo, ha
fundado su interpretación de la noción de expresión ateniéndose a reflexiones
leibnizianas en sintonía con el planteo de la segunda cita. En consecuencia, ha
definido la expresión leibniziana como una función uno a uno según la cual se
establece una correspondencia biunívoca entre los elementos singulares de un
objeto y los elementos de otro. Sin embargo, esta interpretación adolece de una
seria deficiencia. Tal como lo advierte Puryear, si se postula como único
requisito para la expresión la existencia de una correspondencia biunívoca
entre los elementos singulares del objeto expresante y los elementos singulares
del objeto expresado, entonces cualesquiera dos objetos compuestos por el mismo
número de elementos se expresarían uno a otro.
Desde nuestro punto de vista,
creemos que un examen más cauteloso de la cuestión muestra que las dos
reflexiones sobre la expresión (la de 1678 y la de 1708) son compatibles. En
coincidencia con la línea interpretativa propuesta por Swoyer y Puryear,
consideramos que la caracterización que Leibniz realiza en Quid sit idea es la
que mejor define la noción leibniziana de expresión. Específicamente,
entendemos que la exigencia de una correspondencia entre los elementos
singulares del objeto expresante y el objeto expresado es un requisito
necesario pero no suficiente para establecer una relación de expresión entre
dos objetos. Además de esta correspondencia, es necesario que exista una
analogía entre las relaciones inherentes a ambos objetos.
Ahora bien, estas relaciones
son conexiones entre elementos propios de cada objeto, es decir, entre los
elementos singulares. De lo dicho se sigue que la noción leibniziana de
expresión no sólo requiere la correspondencia entre los elementos singulares
sino que además requiere de una correspondencia entre las relaciones que estos
elementos singulares mantienen entre sí. En otras palabras, la expresión de un
ente en otro supone una correspondencia estructural entre los mismos. El objeto
expresado consta de una estructura conformada por sus elementos singulares y
las relaciones (respectos) que se establecen entre ellos. Para que un objeto
exprese otro, el objeto expresante debe entonces conservar algunas de las
relaciones inherentes al objeto expresado entre sus propios elementos, los cuales,
a su vez, se corresponden con los elementos del objeto expresado.
De lo dicho se infiere que la
concepción leibniziana de la expresión distingue dos clases de relaciones, a
saber: las relaciones que se establecen entre los elementos singulares de los
objetos expresados y entre los elementos de los objetos expresantes por un
lado, y las relaciones que se establecen entre estos objetos, por el otro. Las
primeras configuran la estructura de los objetos; esta estructura será
conectada por la segunda clase de relación, la cual constituye la relación de
expresión propiamente dicha. Un objeto expresará otro cuando pueda establecerse
una función, orden o correspondencia (es decir, una relación) entre las
relaciones de lo expresado y las respectivas relaciones en el objeto
expresante. Cabe concluir entonces que la expresión es una relación que se
establece entre el objeto expresante y el objeto expresado fundada en una
correspondencia estructural entre ambos.
A partir de lo expuesto es
posible apreciar que la expresión no exige una semejanza sensible entre lo
expresado y lo expresante. Tal como afirma Leibniz en el escrito de 1678, «no
es necesario que aquello que expresa sea igual a la cosa expresada siempre que
se conserve alguna analogía para los respectos». La concepción leibniziana de
la expresión es más amplia que la concepción basada en la semejanza sensible;
para que un objeto exprese otro el único requisito es que exista una «analogía
para los respectos». Esto no significa, sin embargo, que la expresión exija un
isomorfismo radical entre lo expresado y lo expresante: para que un objeto
exprese otro basta con que una parte de la estructura de lo expresado encuentre
su homólogo en la estructura del expresante”.
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