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Rememorando a Gottfried Wilhelm Leibniz (1)

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El 1 de Julio se conmemoró el tricentésimo septuagésimo noveno aniversario del nacimiento de un eminente filósofo, matemático y lógico alemán. Gottfried Leibniz nació en Leipzig el 1 de julio de 1646. Con apenas 12 años conocía el latín y había comenzado a estudiar griego. Con catorce años ingresó a la Universidad de Leipzig, completando sus estudios a los veinte años. En 1666 publicó su tesis “Disertación acerca del arte combinatorio”. Pero como la universidad no le aseguró un cargo como docente en leyes, entregó su tesis a la Universidad de Altdorf obteniendo al poco tiempo su doctorado. Estando en Nuremberg, Johann Christian von Boineburg lo contrató como asistente. Tiempo después, el elector de Maguncia, Johann Philipp von Schönborn, le pidió que lo ayudara en la nueva redacción del código legal de su electorado. Finalmente, en 1669 fue designado asesor de la Corte de Apelaciones.

Tiempo después inició una larga estadía en París, lo que le permitió conocer más en profundidad la matemática y la física. Conoció a Malebranche y a Antoine Arnauld. Estudió el pensamiento de Descartes y el de Pascal. Se hizo amigo del matemático alemán Ehrenfried Walther von Tschimhaus. También conoció al matemático neerlandés Christiaan Huygens, quien por ese entonces se encontraba en París. En Londres conoció a Henry Oldenburg y a John Collins. Luego de mostrar ante la Royal Society una máquina capacitada para realizar cálculos matemáticos, lo nombró miembro externo. En 1669 el duque de Brunswick lo invitó para que visitara Hannover. Sin embargo, declinó dicha invitación. A pesar de ello en 1671 comenzó a intercambiar correspondencia con el duque. En 1675 aceptó sin mucho entusiasmo el puesto de consejero que aquél le había ofrecido. Antes de arribar a Hannover, se detuvo en La Haya donde conoció a Leeuwenhoek, quien mejoró el microscopio y descubrió los microorganismos. También discutió con Spinoza.

Leibniz sirvió a tres gobernadores de manera consecutiva de la Casa de Brunswik como historiador, consejero político y bibliotecario de la Biblioteca Ducal. Los Brunswik apoyaban a regañadientes sus escritos sobre matemática, lógica, física y filosofía. Entre 1687 y 1690 viajó por Alemania, Austria e Italia en busca de materiales de archivo que lo ayudaran a llevar a cabo la tarea encomendada por el elector Ernesto Augusto: la historia de la Casa de Brunswick (tarea que nunca concluyó). En 1712 inició una estancia de dos años en Viena donde fue nombrado consejero de la corte imperial de los Habsburgo. En 1716 comenzó a sufrir de gota lo que lo obligó a guardar cama hasta su fallecimiento ese mismo año (fuente: Wikipedia, La Enciclopedia Libre).

Buceando en Google me encontré con un ensayo de María Julia Bertolio (Universidad Nacional de Rosario-Argentina) titulado “Observaciones acerca del pensamiento ciego en Leibniz” (Tópicos-México-Número 44-2013). Analiza la teoría del conocimiento del ilustre filósofo.

Distintos tipos de conocimiento

“En un escrito de 1684 titulado Meditaciones acerca del conocimiento, la verdad y las ideas, Leibniz presenta una clasificación dicotómica y jerárquica de los conocimientos. Esta caracterización constituye un elemento primordial en la teoría del conocimiento leibniziana y se mantiene vigente a lo largo de su pensamiento maduro. Sin cambios significativos, Leibniz expone esta misma clasificación en escritos relevantes como Discurso de Metafísica (1686) y Nuevos Ensayos sobre el Conocimiento Humano (1704).

Partiendo del presupuesto de que los conceptos tienen distintos grados de composición, Leibniz establece esta jerarquía de conocimientos en función del nivel de descomposición que se alcanza respecto de un concepto. Mientras más nos acerquemos en nuestro análisis a los elementos simples que componen un concepto, más perfecto será nuestro conocimiento sobre él. Siguiendo un orden de perfección ascendente, el conocimiento, según Leibniz, puede ser oscuro o claro; el claro es, a su vez, confuso o distinto y el conocimiento distinto es inadecuado o adecuado. Asimismo, el conocimiento es simbólico o intuitivo. El conocimiento es claro cuando la noción del objeto es tal que me permite reconocerlo cuando éste se me presenta. De lo contrario, el conocimiento es oscuro. En este sentido, si poseo una noción clara de «rosa», no la confundiré con otra flor. En cambio, si mi conocimiento es oscuro (es decir, si mi noción de «rosa» es oscura) entonces no podré distinguir una rosa de otras flores. Al mismo tiempo, el conocimiento claro puede ser confuso o distinto. Un objeto es conocido de manera clara y confusa cuando puedo reconocerlo pero no puedo enumerar las notas internas que lo definen. Según Leibniz, éste es el tipo de conocimiento que nos proporcionan los sentidos; pues aunque podemos reconocer los colores, olores, sabores, por los datos que nos ofrecen los sentidos, no podemos explicar lo que contienen sus nociones compuestas.

En Nuevos Ensayos, Leibniz lo explica de la siguiente manera: “Una idea puede ser clara y confusa al mismo tiempo, y así son, en efecto, las ideas de las cualidades sensibles, que afectan a los órganos, como el color y el calor. Son claras, pues se las reconoce y discierne fácilmente unas de otras, pero no son distintas, porque no se distingue lo que contienen. De manera que no es posible definirlas: únicamente podemos conocerlas por medio de ejemplos”.

Por su parte una noción es distinta cuando puedo analizarla y señalar los conceptos que la componen. Por ejemplo, la noción de hombre es distinta ya que puedo descomponerla en los conceptos animal y racional. En otras palabras, conocemos con distinción un objeto cuando somos capaces de definirlo por sus notas o requisitos suficientes. Esta clase de definición recibe el nombre de definición nominal. Ahora bien, la noción es distinta e inadecuada si conocemos sus componentes conceptuales de manera confusa. Si los componentes conceptuales se conocen distintamente, la noción es adecuada. El conocimiento adecuado es aquel que culmina el análisis del concepto arribando a sus elementos primitivos y por tanto simples (no compuestos). Por este medio, el conocimiento adecuado brinda la definición real de una noción, la cual consiste en la enumeración de las ideas primitivas que la componen. Sin embargo Leibniz, que en este escrito se mantiene cauto respecto de la posibilidad humana de alcanzar tal grado de conocimiento, luego la rechazará al considerar que la culminación del análisis de una noción compleja excede las facultades limitadas del hombre.

Finalmente, el conocimiento es o ciego o intuitivo. El conocimiento intuitivo supone captar inmediata y simultáneamente la totalidad de la estructura conceptual de una noción. En tanto seres racionales finitos, sólo somos capaces de alcanzar este conocimiento cuando las nociones son simples mientras que sólo tenemos un conocimiento ciego e inadecuado de los conceptos compuestos. Sin embargo, Leibniz duda respecto de la posibilidad humana de captar nociones simplísimas. Por su parte, el conocimiento ciego, también denominado simbólico o supositivo, es aquel que opera con signos en reemplazo de las ideas de las cosas; esto ocurre cuando no es posible concebir intuitivamente todos los componentes conceptuales de una noción.

En Meditaciones, Leibniz explica: “Por lo general y especialmente en un análisis de mayor extensión, no vemos, sin embargo, la naturaleza total de la cosa de un modo simultáneo sino que empleamos signos en lugar de las cosas cuya explicación, al meditar, solemos omitir por razón de economía, sabiendo o creyendo que la poseemos. Así al pensar el quiliógono o polígono de mil lados iguales no siempre reparo en la naturaleza de lado, ni en la de igualdad, ni en la de millar (o sea del cubo de diez) sino que empleo en mi espíritu esas palabras (cuyo sentido se presenta a la mente por lo menos de un modo oscuro e imperfecto) en lugar de las ideas que tengo de ellas pues recuerdo poseer su significado aunque por el momento juzgo que es innecesario explicarlo. Suelo llamar a este pensamiento ciego o también simbólico: se lo utiliza no sólo en el álgebra sino también en la aritmética, y casi en todo”.

Mientras que el pensamiento intuitivo es aquel que opera con las ideas, el pensamiento ciego se caracteriza por la ausencia de las mismas y su sustitución por signos. Ahora bien, como hemos dicho, Leibniz considera que el conocimiento humano es ciego. Cuando el hombre piensa en nociones complejas no puede aprehender simultánea y distintamente todas las notas que las componen, no es capaz de considerar el significado de cada término. Por ello, en lugar de las ideas utiliza signos cuyos significados cree poseer abreviando así los pensamientos. De este modo, los signos no sólo cumplen una función subrogativa sino que además simplifican y agilizan el razonamiento humano evitando la consideración de las definiciones de cada uno de los conceptos en juego.

No obstante, pese a estas ventajas, Leibniz advierte serios riesgos en este tipo de pensamiento. En efecto, dado que el pensamiento ciego prescinde de la consideración actual de la idea de aquello en que se piensa presuponiendo que se conocen los significados de los signos utilizados, puede suceder que tales significados se conozcan confusamente, escondan una contradicción, no reemplacen a ninguna idea. De ser así, todas las inferencias realizadas en torno a tales nociones conducirían a falsas conclusiones. Pero dado que es inevitable para el hombre valerse de signos en sus razonamientos y que sólo puede aspirar a alcanzar conocimientos distintos inadecuados, resulta entonces imprescindible poder reconocer los signos confiables. En consecuencia, para garantizar el conocimiento humano, Leibniz debe establecer un criterio que le permita al hombre valerse de signos confiables y evitar el empleo de aquéllos que lo conduzcan a falsas conclusiones.

Habiendo enmarcado la noción de conocimiento ciego dentro de la clasificación leibniziana del conocimiento, en la próxima sección nos ocuparemos de la noción leibniziana de expresión con el fin de obtener los requisitos que debe cumplir un signo para constituirse en fiel mediador de nuestras ideas. Dado que esto no es suficiente para determinar los criterios que aseguran la verdad de un enunciado a continuación indagaremos los criterios de verdad aplicables a las proposiciones necesarias y contingentes”.

El valor epistémico de los signos. La noción de expresión

“Leibniz reconoce la existencia de una diversidad de signos: existen palabras, números, símbolos químicos, notas musicales, etc. Entre ellos, algunos resultan más eficaces que otros para alcanzar el conocimiento. En un escrito breve perteneciente al período de las Meditaciones, Leibniz indica que «los signos son tanto más útiles cuanto más expresan el concepto de la cosa significada en forma tal que no sólo pueda servir para la representación sino también para el razonamiento». Tal como se aprecia en esta afirmación, Leibniz vincula el valor epistémico de los signos con su capacidad expresiva. Por esta razón, examinaremos a continuación la noción de expresión a fin de esclarecer la relación existente entre la expresividad de un signo y su utilidad para el razonamiento. Los resultados de este estudio nos permitirán inferir los requisitos que debe cumplir un signo para ser confiable, resguardando al conocimiento ciego de los riesgos que acarrea el empleo de signos falaces.

Si bien la cuestión de la expresión conlleva toda una problemática que le es propia, nos limitaremos a señalar los aspectos centrales de la misma, relevantes para el estudio que nos atañe. Para ello, nos abocaremos al examen de algunas de las reflexiones que Leibniz realiza sobre el tema. A partir del análisis de sus similitudes y diferencias, intentaremos reconstruir el sentido de la noción leibniziana de expresión.

Leibniz concibe la expresión como una relación que se establece entre dos objetos a los que denominaremos «expresante» y «expresado» para evitar toda posible ambigüedad. En un texto de 1678 titulado Quid sit idea, Leibniz reflexiona sobre la expresión destacando algunas cualidades fundamentales de la misma. En primer lugar el filósofo establece que «[s]e dice que expresa una cosa aquello en que hay respectos (habitudines) que responden a los respectos de la cosa que va a expresarse». En otros términos, Leibniz afirma que un objeto expresa otro cuando las relaciones (respectos) del primero se corresponden con las relaciones del segundo.

Es evidente que detrás de esta afirmación subyace el presupuesto de que tanto lo expresante como lo expresado constan de una red de relaciones inherentes a cada uno. Sin embargo, esta conclusión parece discutible si nos atenemos a otro texto escrito por Leibniz en 1708. En el mismo, el filósofo manifiesta que «[b]asta en verdad para la expresión de un ente en otro que haya alguna ley constante de relaciones, en virtud de la cual los elementos singulares de uno puedan referirse a los elementos singulares que les correspondan en el otro». Leibniz sostiene aquí que la relación de expresión vincula los «elementos singulares» del objeto expresado con los del objeto expresante. Como puede observarse, no hay mención alguna a relaciones internas. Según esta nueva explicación tanto lo expresante como lo expresado constan de elementos, componentes, y es entre ellos que se establece la relación de expresión.

Distintas posturas se han tomado respecto de estas dos explicaciones dispares. Kulstad, por ejemplo, ha fundado su interpretación de la noción de expresión ateniéndose a reflexiones leibnizianas en sintonía con el planteo de la segunda cita. En consecuencia, ha definido la expresión leibniziana como una función uno a uno según la cual se establece una correspondencia biunívoca entre los elementos singulares de un objeto y los elementos de otro. Sin embargo, esta interpretación adolece de una seria deficiencia. Tal como lo advierte Puryear, si se postula como único requisito para la expresión la existencia de una correspondencia biunívoca entre los elementos singulares del objeto expresante y los elementos singulares del objeto expresado, entonces cualesquiera dos objetos compuestos por el mismo número de elementos se expresarían uno a otro.

Desde nuestro punto de vista, creemos que un examen más cauteloso de la cuestión muestra que las dos reflexiones sobre la expresión (la de 1678 y la de 1708) son compatibles. En coincidencia con la línea interpretativa propuesta por Swoyer y Puryear, consideramos que la caracterización que Leibniz realiza en Quid sit idea es la que mejor define la noción leibniziana de expresión. Específicamente, entendemos que la exigencia de una correspondencia entre los elementos singulares del objeto expresante y el objeto expresado es un requisito necesario pero no suficiente para establecer una relación de expresión entre dos objetos. Además de esta correspondencia, es necesario que exista una analogía entre las relaciones inherentes a ambos objetos.

Ahora bien, estas relaciones son conexiones entre elementos propios de cada objeto, es decir, entre los elementos singulares. De lo dicho se sigue que la noción leibniziana de expresión no sólo requiere la correspondencia entre los elementos singulares sino que además requiere de una correspondencia entre las relaciones que estos elementos singulares mantienen entre sí. En otras palabras, la expresión de un ente en otro supone una correspondencia estructural entre los mismos. El objeto expresado consta de una estructura conformada por sus elementos singulares y las relaciones (respectos) que se establecen entre ellos. Para que un objeto exprese otro, el objeto expresante debe entonces conservar algunas de las relaciones inherentes al objeto expresado entre sus propios elementos, los cuales, a su vez, se corresponden con los elementos del objeto expresado.

De lo dicho se infiere que la concepción leibniziana de la expresión distingue dos clases de relaciones, a saber: las relaciones que se establecen entre los elementos singulares de los objetos expresados y entre los elementos de los objetos expresantes por un lado, y las relaciones que se establecen entre estos objetos, por el otro. Las primeras configuran la estructura de los objetos; esta estructura será conectada por la segunda clase de relación, la cual constituye la relación de expresión propiamente dicha. Un objeto expresará otro cuando pueda establecerse una función, orden o correspondencia (es decir, una relación) entre las relaciones de lo expresado y las respectivas relaciones en el objeto expresante. Cabe concluir entonces que la expresión es una relación que se establece entre el objeto expresante y el objeto expresado fundada en una correspondencia estructural entre ambos.

A partir de lo expuesto es posible apreciar que la expresión no exige una semejanza sensible entre lo expresado y lo expresante. Tal como afirma Leibniz en el escrito de 1678, «no es necesario que aquello que expresa sea igual a la cosa expresada siempre que se conserve alguna analogía para los respectos». La concepción leibniziana de la expresión es más amplia que la concepción basada en la semejanza sensible; para que un objeto exprese otro el único requisito es que exista una «analogía para los respectos». Esto no significa, sin embargo, que la expresión exija un isomorfismo radical entre lo expresado y lo expresante: para que un objeto exprese otro basta con que una parte de la estructura de lo expresado encuentre su homólogo en la estructura del expresante”.

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