Para los lectores de El Informador Público
Rememorando a Gottfried Wilhelm Leibniz (2)
IP-22/8/025
“Pasemos ahora al análisis de la última
propiedad de la expresión presentada en el texto Quid sit idea. Leibniz afirma
allí que «lo que todas estas expresiones tienen en común es que sólo por la
contemplación de los respectos de aquello que expresa podemos llegar al
conocimiento de propiedades que corresponden a la cosa que va a expresarse». De
este modo, el filósofo postula que la expresión posibilita la inferencia de
conocimientos sobre el objeto expresado a partir del análisis de las relaciones
inherentes al objeto expresante. En otros términos, la correspondencia
estructural entre el objeto expresante y el objeto expresado instaura «una
relación constante y reglada entre lo que se puede decir de la una y de la otra».
El orden o función que se establece entre las relaciones internas de lo
expresado y de lo expresante produce un orden o función entre las verdades que
pueden inferirse sobre estas relaciones. La correspondencia entre las
estructuras tiene como correlato la correspondencia entre las verdades que
pueden enunciarse sobre ellas. Como resultado, la expresión permite razonar
acerca de lo expresado a partir del objeto expresante. El expresante se
constituye así en una nueva fuente de conocimiento: podemos alcanzar
conocimientos verdaderos no sólo por medio del estudio del objeto de
conocimiento sino también mediante el examen del objeto expresante.
Ilustremos lo que hemos dicho
con un ejemplo. Tomemos el caso de un mapa (objeto expresante) que expresa un
territorio determinado (objeto expresado). A las ciudades del territorio, que
podríamos considerar como los elementos singulares del objeto expresado, les
corresponden un conjunto de puntos en el mapa (elementos singulares del objeto
expresante). Por su parte, las relaciones de distancia que se establecen entre
las ciudades son representadas a escala en el mapa por relaciones de distancia
entre los puntos. De esta manera, el mapa expresa el territorio ya que las
relaciones inherentes al territorio (relaciones de distancia entre las
ciudades) son análogas a las relaciones que configuran el mapa (relaciones de
distancia entre los puntos). A partir del análisis de las relaciones de
distancia entre los puntos del mapa, podemos inferir conocimientos acerca de
las relaciones de distancia entre las ciudades del territorio estudiado. Ahora
bien, es evidente que mientras más fielmente el expresante homologue la
estructura del objeto expresado, mayor será su potencial de inferencia.
Siguiendo con el ejemplo del mapa, un mapa físico-político brindará más
información sobre el territorio que un mapa político. Al mismo tiempo, cuanto
mayor sea el potencial de inferencia de un expresante, mayor será su utilidad
para el razonamiento. En este sentido, es posible afirmar que el potencial de
inferencia de un signo determina su valor epistémico: un signo será tanto más
útil para el razonamiento cuanto más conocimiento aporte acerca del objeto
expresado, es decir, un signo es más eficaz cuando es más expresivo. Y, vale
recordarlo, un signo incrementa su expresividad al incrementar la estructura
homologada.
A modo de síntesis: Leibniz
considera que todo nuestro conocimiento es ciego, es decir, se encuentra
mediado por signos. Sin embargo advierte que este modo de conocer no es seguro
ya que corremos el riesgo de utilizar signos que encubren conceptos confusos o
contradictorios lo cual conduce a razonamientos falsos. Por este motivo, es
imprescindible conocer las condiciones que debe cumplir el signo para que pueda
ser empleado para razonar y nos conduzca a conclusiones verdaderas. Tal ha sido
el propósito de este apartado: determinar las cualidades que le otorgan
confiabilidad a un signo y establecer un criterio para distinguir signos
epistémicamente válidos de aquellos que conducen a conocimientos
falaces. Para lograr este objetivo, examinamos la noción leibniziana de
expresión a partir de la cual el filósofo parece estimar el valor epistémico de
los signos. Como resultado de dicho análisis concluimos que un signo es un
sustituto seguro del objeto que nos disponemos a estudiar si su estructura
interna se corresponde con la estructura del objeto en cuestión, es decir, si
el signo expresa ese objeto. Esto se debe a que, como hemos señalado, la
correspondencia estructural que instaura la relación de expresión posibilita la
inferencia de conocimientos verdaderos acerca del objeto expresado a partir del
objeto que lo expresa. En este sentido, es posible afirmar que la expresividad
de los signos garantiza la validez del conocimiento ciego.
Ahora bien, podría ocurrir que aunque el signo exprese a su objeto el error provenga del objeto expresado el cual nunca es un objeto del mundo externo. Como es bien sabido, las mónadas leibnizianas no interactúan con el mundo externo, motivo por el cual la relación expresiva se establece entre los signos y las ideas internas del sujeto. De modo que para asegurar la validez del pensamiento ciego, además de signos expresivos, son necesarias ideas verdaderas. Sin embargo este no es más que un falso problema. Si bien Leibniz sostiene que las ideas verdaderas son aquellas que expresan lo posible (es decir, lo no contradictorio) mientras que una idea falsa es aquella que es autocontradictoria, hablando rigurosamente, no existen ideas falsas. Leibniz define las ideas como disposiciones innatas para expresar la esencia de las cosas, o lo que es lo mismo, lo posible; de modo que, en sentido estricto, todas nuestras ideas son verdaderas mientras que aquellas que llamamos falsas son en realidad pseudo ideas. Para ser más exactos, lo que Leibniz describe como ideas falsas no son sino signos que remiten a conceptos contradictorios y por ende no expresan idea alguna. Por lo tanto, no existe riesgo de que nuestras ideas sean falsas. Siempre que un signo exprese una idea expresa una verdadera idea, esto es, expresa un posible. De lo dicho se infiere que un signo expresa una idea cuando su estructura interna no involucra contradicción alguna (es decir, cuando entre sus conceptos internos no hay relaciones de contradicción). En consecuencia, comprobada la no contradicción de la estructura conceptual del signo queda garantizada la expresividad del mismo. Sin embargo, esto no es suficiente para asegurar nuestro conocimiento. Diferenciar signos que expresan ideas de signos que encubren nociones contradictorias sólo nos permite conocer aquello que es pensable (lo posible) pero no nos ofrece un criterio para discriminar proposiciones verdaderas de proposiciones falsas. La sección siguiente se ocupará de esta cuestión.
Criterios de verdad, certeza metafísica y certeza moral
“El estudio que hemos llevado
a cabo en las páginas precedentes permitió establecer que un signo es
epistémicamente confiable si expresa una idea, esto es, si expresa algo
posible, lo cual se comprueba mediante un análisis del signo en sus elementos
más simples que deberá mostrar la ausencia de contradicción interna entre
estos. Sin embargo, esta conclusión dista mucho de agotar la cuestión acerca de
los criterios de verdad necesarios para asegurar la validez de nuestros razonamientos
mediados por signos. Razonar implica definir, caracterizar, realizar hipótesis,
deducir, inducir, es decir, supone establecer relaciones entre los conceptos.
En consecuencia, no basta con distinguir los signos expresivos, resulta aún
necesario determinar el modo en que debemos conectar un concepto con otro para
obtener un conocimiento verdadero. Es preciso indagar en torno a la cuestión de
la verdad proposicional y su criterio (particularmente, en lo que respecta a
las proposiciones de experiencias las cuales plantean no pocas paradojas en el
marco de la monadología leibniziana donde las mónadas están cerradas sin
influir ni recibir influencias del exterior contando sólo con sus ideas, las
cuales se muestran por medio de signos, a veces falaces). En un contexto tal,
pareciera imposible poder resguardar al hombre de vivir en una ficción
permanente. Por eso, en esta sección analizaremos cómo el ser racional finito,
de naturaleza representativa, distingue los conocimientos verdaderos de los
falsos en el marco de un pensamiento ciego.
Una proposición es una
estructura conceptual que pone en relación un concepto que cumple la función de
sujeto y un concepto que cumple la función de predicado. Leibniz sostiene que
la verdad en el ámbito de las proposiciones consiste en la inclusión de la
noción de predicado en la noción de sujeto. En un texto escrito en los años de
las “Meditaciones”, Leibniz postula su noción de verdad como inhesión del
siguiente modo: “Verdadera es una afirmación cuyo predicado está incluido en el
sujeto, y así en toda proposición verdadera afirmativa, necesaria o
contingente, universal o singular, la noción del predicado de algún modo está
contenida en la noción del sujeto; de manera que quien comprendiese
perfectamente ambas nociones del modo como las comprende Dios vería con ello
claramente que el predicado está incluido en el sujeto”.
Toda proposición verdadera
constituye una proposición analítica en la cual el concepto del predicado
despliega todo o parte del contenido de la noción del sujeto. El análisis de la
noción del sujeto permitirá constatar si la noción del predicado está incluida
en él o no, demostrando así, respectivamente, la verdad o falsedad de una
proposición. De ello se infiere que una proposición será verdadera si puede ser
reducida a una proposición idéntica. La reductibilidad a idénticos se
constituye de este modo en el criterio de verdad proposicional. Podríamos decir
entonces que para alcanzar un conocimiento verdadero no sólo se requieren
conceptos posibles sino que además se requiere que nuestras proposiciones
desplieguen en el predicado todo o parte de lo contenido en la noción de
sujeto. Esto supone, en primer lugar, analizar los signos que expresan la
noción del predicado y la noción del sujeto y verificar que no envuelven
contradicción y, en segundo lugar, constatar que la noción del predicado
pertenece al sistema de conceptos que configuran la estructura de la noción del
sujeto. Sin embargo, cuando los conceptos son demasiado complejos, es imposible
culminar el análisis (recuérdese lo que hemos dicho respecto del conocimiento
adecuado). Caso paradigmático es el de los conceptos de individuos los cuales
están infinitamente compuestos.
De lo dicho se infiere que el
hombre puede valerse del criterio de reductibilidad a idénticos en el campo de
los enunciados necesarios. Las verdades necesarias son aquellas cuyo opuesto es
imposible ya que implica contradicción. En esto consiste su necesidad,
necesidad que Leibniz califica de metafísica, geométrica o absoluta. Tiene necesidad
metafísica aquella proposición que es necesaria por sí misma,
independientemente del mundo que Dios haya escogido crear. La conexión entre la
noción de predicado y la noción de sujeto es absolutamente necesaria de modo
tal que negar el predicado conduciría a una contradicción (tal como ocurre en
la proposición: «El triángulo no posee tres ángulos»). En este sentido, Leibniz
afirma que las verdades necesarias se encuentran regidas por el principio de
contradicción según el cual es falso lo que encierra contradicción y verdadero
lo que se opone a lo falso. Estas verdades, dada la facilidad e infalibilidad
de su comprobación, suscitan en el hombre una certeza metafísica: su verdad,
una vez demostrada, es incuestionable. De esta manera, el conocimiento de lo
necesario es para el hombre absolutamente confiable: su comprobación es fácil
de llevar a cabo y los resultados que arroja son determinantes e infalibles.
Sin embargo, la cuestión se vuelve más compleja en el ámbito del conocimiento
empírico.
Los enunciados empíricos,
contingentes, aquellos enunciados que expresan lo que existe, no pueden ser
analizados hasta arribar a los últimos elementos puesto que implican una
resolución infinita. Según el filósofo, lo que existe, lo que forma parte del
mundo actualizado, existe contingentemente y no necesariamente: Dios podría
haber creado otro mundo diferente de éste, de allí el carácter contingente de
estas proposiciones de hecho. La verdad o falsedad de una proposición acerca de
una existencia depende del mundo que Dios ha elegido crear. Pese a esta
diferencia con las proposiciones necesarias, al igual que éstas, las
proposiciones contingentes son verdaderas si la noción de sujeto está incluida
en la noción de predicado. Sin embargo, este tipo de enunciados no pueden ser
analizados hasta arribar a los últimos elementos ya que estas proposiciones
implican una resolución infinita. Mientras que las proposiciones necesarias son
«finitamente idénticas», haciendo posible su análisis y por ende la
demostración a priori de su verdad, las proposiciones contingentes no pueden
ser demostradas a priori puesto que, debido a la complejidad que les es propia,
resulta imposible culminar el análisis de sus términos. Esto significa que las
proposiciones contingentes no pueden ser reducidas a identidad por el
entendimiento limitado del hombre dado que no es posible mostrar mediante el
análisis la inclusión del concepto del predicado en el concepto del sujeto.
En la verdad contingente, si
bien el predicado está incluido en el sujeto, sin embargo, aunque se continúe
indefinidamente el análisis de ambos términos, nunca se llega a la demostración
o identidad, y solamente Dios, que de una vez abarca el infinito, puede ver
claramente de qué manera está incluido el uno en el otro y comprender a priori
la razón perfecta de la contingencia, suplida en las criaturas por la
experiencia a posteriori.
Pues bien, aunque en las
verdades contingentes la noción del predicado está incluida en la noción del
sujeto, sería necesario un análisis infinito para demostrar la inclusión: las
verdades contingentes resultan por eso idénticas virtualmente. Sólo el
entendimiento infinito de Dios puede conocer a priori las verdades
contingentes. Por su parte, el hombre, incapaz de comprobar la inclusión, suple
su imperfección natural mediante el conocimiento a posteriori. Ante la
imposibilidad de demostrar la verdad mediante análisis, el hombre recurre a los
datos proporcionados por los sentidos, a sus percepciones, para alcanzar
conocimientos fácticos verdaderos. Sin embargo, apelar a la evidencia empírica
no es un camino seguro porque las percepciones pueden conducirnos a error.
Frente a esto, Leibniz enumera algunos criterios que le permiten al hombre
interpretar sus percepciones de manera adecuada y así posibilitar una praxis
humana exitosa. Pero antes de avanzar sobre este tema, resulta necesario
examinar el concepto de percepción ya que, en el marco de una ontología como la
leibniziana en la que el sujeto no tiene contacto alguno con el mundo externo,
este concepto adquiere un significado particular alejándose del sentido
tradicional del término.
Como es sabido, las mónadas
leibnizianas tienen una naturaleza representativa, constituyen «un espejo
viviente o dotado de acción interna, representativo del universo, según su
punto de vista». Tal como hemos señalado, las mónadas expresan la naturaleza y
esencia de las cosas en virtud de sus ideas. Concebidas como disposiciones, las
ideas difieren de las ideas pensadas a las cuales Leibniz propone denominar
nociones o conceptos. El paso de la idea a la noción se opera en virtud de la
percepción; percibir es, en este contexto, actualizar una idea. Sin embargo,
además de aludir a la acción que actualiza las ideas; el término percepción es
utilizado por Leibniz en otro sentido distinto, a saber: como la idea
actualizada por dicha acción. En esta última acepción, percepción es sinónimo
de noción, concepto, fenómeno. Ahora bien, tal como ocurre con los signos,
puede suceder que las percepciones no actualicen idea alguna. En este caso,
bastaría analizarlas para corroborar si encierran contradicción o no. Sin
embargo, esto no es posible debido a la complejidad propia de las percepciones
y al conocimiento confuso que tenemos de ellas. Pero aun cuando el hombre
pudiese llevar a cabo semejante análisis, esto sólo demostraría que lo
expresado es algo posible. Sin embargo, las percepciones, en tanto percepciones
sensibles, se caracterizan por pretender ser expresiones de lo que existe, es
decir, pretenden corresponderse con la realidad extramental. De manera que para
que puedan alcanzarse conocimientos empíricos a partir de las percepciones, el
hombre debe poder diferenciar una percepción real de una ficticia.
En 1684, bajo el título Sobre
el modo de distinguir los fenómenos reales de los imaginarios, Leibniz analiza
el problema de la realidad de nuestras percepciones y propone una serie de
criterios para determinar el grado de evidencia de las mismas. El filósofo
comienza el texto estableciendo la existencia de primeras verdades contingentes,
verdades inmediatas que no requieren de prueba alguna puesto que son evidentes
por sí mismas. “Juzgo, por lo pronto, que existe sin prueba, por simple
percepción, o sea, por experiencia, aquello de que soy consciente en mí, a
saber: primero, yo que pienso una variedad de cosas, después, los diversos
fenómenos mismos o sea las apariciones que existen en mi mente. En efecto,
estos dos aspectos pueden ser objeto de comprobación porque la mente los
percibe inmediatamente sin intermediario alguno y es tan cierto que en mi mente
existe la representación de la montaña de oro o del centauro cuando los sueño,
como yo, que sueño, existo”.
Leibniz asegura así la
realidad de nuestras percepciones, es decir, de las nociones que se nos
aparecen (mediadas por signos) cuando percibimos. Sin embargo, eso no significa
que lo que percibimos se corresponda con lo que sucede en el mundo exterior.
Propone entonces una serie de «indicios» que nos permitirán conocer qué
fenómenos son reales. Estos criterios o indicios son de dos clases: los
primeros se refieren al fenómeno mismo, los segundos a la relación del fenómeno
con los fenómenos precedentes. Con respecto a los indicios del primer tipo,
Leibniz dirá que consideraremos real una percepción si es vívida, múltiple y
congruente. Una percepción es vívida cuando experimentamos sus cualidades con
intensidad, múltiple cuando percibimos diversas cualidades o partes del
fenómeno y congruente cuando el fenómeno es internamente consistente. “[S]erá
vívido si ciertas cualidades como la luz, el color, la temperatura aparecen
suficientemente intensas. Será múltiple si sus cualidades son variadas y aptas
para realizar muchos experimentos y nuevas observaciones […] El fenómeno será
congruente cuando esté compuesto de numerosos fenómenos, de los que se pueda
dar razón por la relación que guardan los unos con los otros, o por alguna
hipótesis común bastante simple”.
Los criterios del segundo
tipo tienen que ver con la relación que guarda el fenómeno en cuestión con el
resto de los fenómenos percibidos. Leibniz sostiene que una percepción es
confiable cuando es coherente con las percepciones que la precedieron, «sea que
el fenómeno actual conserve la misma relación con los fenómenos precedentes,
sea que éstos den razón de él, sea que todos los fenómenos sean congruentes con
una misma hipótesis, como si se tratara de una razón común». El quinto criterio
alude a la posibilidad de integrar el fenómeno al conjunto de sucesos de la
vida. La evidencia de un fenómeno se incrementa además si cuenta con la aceptación
intersubjetiva, es decir, «cuando muchas otras personas afirman que lo mismo es
también congruente con sus propios fenómenos». Por último, Leibniz señala la
posibilidad de predicción exitosa de fenómenos futuros como el último indicio
de la realidad de una percepción: que el fenómeno en cuestión nos permita
predecir con éxito fenómenos futuros incrementa en gran medida su evidencia.
Leibniz considera que este indicio es tan confiable que incluso basta por sí
mismo. Sin embargo, en contraposición a la certeza metafísica que caracteriza a
las verdades necesarias, todas estas «señales» sólo ofrecen un mayor o menor
grado de certeza moral pero no son demostrativas. Nada impide que todas
nuestras percepciones sean en verdad un «sueño bien organizado». Mientras que
las proposiciones necesarias pueden ser demostradas con absoluto rigor, el
conocimiento fáctico nunca es seguro y el hombre sólo puede aspirar a un alto
grado de probabilidad respecto de las proposiciones contingentes. En este
sentido, nuestros conocimientos empíricos, siempre son conocimientos
supuestos”.
(*) María Julia Bertolio
(Universidad Nacional de Rosario-Argentina) titulado “Observaciones acerca del
pensamiento ciego en Leibniz” (Tópicos-México-Número 44-2013).
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