Hacer política con la desgracia ajena
Hacer política con la desgracia ajena
EL
POPULISMO ES MACRI (*)
*Docente e investigador de
EL
POPULISMO ES MACRI (*)
Según las encuestadoras, en los últimos meses ha bajado
la sensación de inseguridad. Esa reducción no se la debemos precisamente a
Patricia Bullrich sino a Nicolás Dujovne. Las preocupaciones de los argentinos
no se las lleva el delito callejero sino la inflación y la falta de trabajo.
Sobran las razones, pero resta averiguar cuánto pesan estas razones en la
presente coyuntura electoral.
Hemos escrito en otras columnas para El Cohete a la Luna que
cuando el gobierno no puede hacer política con el trabajo porque cada vez hay
más desocupación y cierran fábricas y comercios; cuando no puede hacer política
con el consumo porque las tarifas y la inflación deterioraron la capacidad de
consumo de los argentinos; cuando tampoco le cabe hacer política con la vivienda
porque las tasas de interés volvieron inaccesibles los créditos; cuando no
puede hacer política con las jubilaciones porque la reforma previsional dejó en orsai al
gobierno; y cuando tampoco puede hacerlo con la salud o la educación porque son
carteras que fueron objeto de importantes ajustes, entonces le quedan muy pocos
lugares para presentarse como merecedores de votos en el mercado de la
política. Uno de esos lugares es la seguridad, por eso encontramos el
empecinamiento en prometer más policías, más facultades discrecionales para la
policía, más cámaras de vigilancia, más luces led, más penas a cambio de votos.
El gobierno hace política con la desgracia ajena, manipulando el dolor del
prójimo, con los temores ajenos. La lucha contra el delito y el «flagelo de la
droga», una de las “nuevas amenazas internas”, se convirtió en el caballito de
batalla preferido de la gestión de Bullrich. Basta seguir la comunicación
oficial por las redes sociales para comprobarlo.
El gobierno insiste en recomponer la confianza
desplazando la cuestión social por la cuestión policial, tratando de convertir
los problemas sociales en hechos de inseguridad, y la oposición o la protesta
social en litigios judiciales.
De allí que en los últimos meses hayamos visto al
gobierno dándole más protagonismo al Ministerio de Seguridad. La fórmula para
operar es sencilla: cada vez que sube el Riesgo País, la gendarmería encuentra
más panes de cocaína en la frontera; cada vez que aumentan las tarifas o el
precio del combustible, hay un operativo exitoso de la policía federal
desmantelado a una poderosísima banda dedicada al narcotráfico o la piratería
del asfalto. Cuando el dólar se dispara, hay que armar una nueva causa judicial
contra un ex funcionario del gobierno anterior. Está visto que siempre habrá un
periodista provisto con informaciones de dudosa procedencia y un juez de turno
para decir 2 + 2 es 4.
Por eso se la ve a Bullrich muy entusiasta e
hiperactiva, despeinada y a veces disfrazada, armando allanamientos aquí y
allá, saliendo de gira con el botín incautado, montando conferencias de prensa
por distintos puntos del país. Y por eso se la ve a su coequiper,
Elisa Carrió, repitiendo un libreto que pendula entre el cielo y la tierra,
entre las fantasías antiperonistas y los pasadizos abyectos de la inteligencia,
para decirle a la gente lo que hace tiempo decidió saber de una vez y para
siempre: que peronismo es igual a corrupción, igual a mafia, violencia, caos.
Ahora bien, el gobierno sabe además que la seguridad es
una carta muy vulnerable en la coyuntura actual. Y sabe que un acontecimiento
más o menos fortuito puede costarle caro, más aún cuando sus funcionarios se
dedicaron todo este tiempo a azuzar a las policías, invitándolas a que actúen
más allá del estado de derecho. No es casualidad entonces que la performance
del Ministerio de Seguridad no siempre prenda en la opinión pública. Quiero
decir: el gobierno puede haber tenido la mejor performance en materia de
seguridad, pero la muerte de un niño en manos de la policía en un pueblito
perdido de la provincia o el asesinato de una mujer embarazada en una salidera
bancaria, pueden convertirse en la peor pesadilla para todo el staff del
ministerio y licuar el capital político acumulado.
Peor aún, el gobierno sabe también que, en última instancia,
la seguridad no vota, siempre pesa más el bolsillo de la gente que la sensación
de inseguridad. Sin embargo, la inseguridad será el mejor punto de apoyo para
expandir las fronteras del miedo. Un miedo que se amplifica apelando a la
fragilidad de la vida cotidiana, avivando rencores, alimentando los
resentimientos, evocando viejas comedias que alguna vez surtieron efectos
positivos entre la ciudadanía.
Con la manipulación del miedo el macrismo ha estado
empujando al país cada vez más a la derecha, inspirando malhumores, generando
malentendidos, modificando los umbrales de tolerancia. Sabe que el miedo vacía
de política a la política. El gobierno sospecha que cuando cunde el pánico, la
gente se retrotrae a su esfera privada y enciende el televisor. Es allí, frente
al televisor, donde el macrismo propone dar la disputa electoral. Allí se mueve
como pez en el agua. Allí y en las redes sociales. Porque en la arena mediática
no está solo, se siente acompañado por el periodismo empresarial. Un periodismo
que blindó la gestión durante estos cuatro años. Un periodismo, a esta altura,
cómplice de todas las consecuencias sociales que dejará el macrismo. Porque no
perdamos de vista que el macrismo es hijo de la televisión, es un partido
vecinalista tributario de narrativas intrascendentes pero de gran impacto en la
ciudad, sea una bicisenda o un accidente ferroviario. Una retórica hecha con
frases cancheras pero sinsentido, una narrativa hecha con clichés, odio y
muchos prejuicios. Pasiones disimuladas, dicho sea de paso, con mucho cotillón
y trabajo de relajación. La agenda del macrismo está hecha a imagen y semejanza
de los tiempos de la televisión. Una agenda siempre urgente, antiintelectual
pero apasionada, poco transparente pero muy íntima, autoritaria pero simpática,
hablada por gente bien empilchada y que se pasea por los sets televisivos con
una sonrisa electoral.
El macrismo es un partido que supo entender, acaso mejor
que nadie, a las narrativas evangélicas de la televisión. Sabe que la arena
televisiva está hecha de casos conmocionantes y mucha difamación. Que el
tratamiento sensacionalista de aquellos hechos genera movimientos de
indignación que pueden captarse si a la gente se la masajea con palabras
mágicas. No es casual tampoco que los macristas estén obsesionados con los
grupos focales. Allí se testea la estupidez argentina, aprenden los clichés que
después deberán entrenar para repetir a la gente. Al macrismo no se le escapa
que la gente piensa con el bolsillo, pero sabe también que es muy rencorosa y
suele dejarse llevar, como enseñó alguna vez Maquiavelo, antes que por lo que
piensa, por lo que ve y siente. Los votantes que reclutó el macrismo en las
elecciones anteriores son crédulos. Puede que se trate de gente inteligente,
pero tienen un problemita que el macrismo supo explotar en todos estos años con
astucia y mucho cinismo: no saben pensar, es decir, no pueden ponerse en el
lugar del otro, no pueden percibir que hay otros actores con otras
perspectivas, otros valores, otras dificultades que no son las suyas. Se
sienten el centro del universo y se les antoja que se las saben todas. El
macrismo sabe que su público es incauto pero fácilmente indignable, trepador
aunque no pueda subir ningún escalón, y sabe sobre todo además, como dice
Daniel Bernabé, que su relación con las elecciones se limita a exigir desde su
preciada individualidad medidas que favorecen a su espíritu emprendedor, aun
cuando vayan en contra realmente de sus propios intereses. Por eso el macrismo
puede decir hoy una cosa y mañana sostener otra totalmente distinta. Por eso
puede mentir descaradamente, a veces negando la verdad, otras veces
sustituyendo los hechos por una verdad que no guarda proporción con la
realidad. La realidad choca contra el muro de la banalidad que ha dispuesto el
periodismo televisivo. Un periodismo que borra las escalas, que tiene la
capacidad de ponernos un revólver en la cabeza, que nos mete miedo cuando agita
todo tipo de fantasmas, que generaliza súbitamente los hechos extraordinarios
hasta que los casos particulares se transforman en el orden de las cosas.
Quiero decir, el macrismo aprendió que no importa que el relato no guarde
proporción con la realidad. Lo que interesa es que se adecue a los prejuicios
de los televidentes. Hay que decirle a la gente lo que quiere escuchar: lo
bellos y honestos que son ellos y lo malos y corruptos que somos el resto.
El populismo de Macri está amasado con los miedos de una
clase llena de aspiraciones que se piensa a través del televisor, que sigue a la Argentina con las opiniones
moralistas del periodismo indignado. El periodista banana ha reemplazado a la
maestra ciruela. Y la hinchada de Macri es bananera también, y si tiene una
calcomanía que dice Made in Miami tanto mejor. El
populismo de Macri está hecho de indignación y resentimiento. El macrismo
aprendió a interpelar las pasiones profundas de los argentinos, sabe cómo
transformar el miedo individual en terror social, sabe abrir grietas que nos
ponen a todos al borde del precipicio. Y saben también, finalmente, que pueden
fallar. Por eso, si no hay devoción vecinal podría haber fraude electoral.
*Docente e investigador de la Universidad Nacional
de Quilmes. Director del LESyC y la revista Cuestiones Criminales. Autor entre
otros libros de Temor y control; La máquina de la inseguridad y Vecinocracia:
olfato social y linchamientos.
(*) El cohete
a la luna, 21/7/019.
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