La pluma de Julio Maier
La pluma de Julio Maier
PROHIBIDO
PROHIBIR (*)
PROHIBIDO
PROHIBIR (*)
Voy a comenzar con
aquello que el editor de este portal deja siempre para el final de su artículo,
informándonos y deleitándonos con la música que él escucha mientras escribe. Se
trata —como el título más que lo sugiere, lo enuncia— de escuchar a la señora
Eladia Blázquez en su canción homónima al nombre de este artículo: “No se puede
prohibir la elección de pensar…/ No se puede prohibir que un gorrión al partir,
busque un cielo mejor…/ Sólo el hombre incapaz de entender, de sentir/ ha
logrado, al final, su grandeza prohibir/ y se niega el sabor y la simple
verdad, de vivir en amor y en total libertad…/ Si tuviese el poder de poder decidir…/
dictaría una ley… ¡Es prohibido prohibir!”.
También lo cantó
Sandra Mihanovich.
El doctor Raúl
Zaffaroni acaba de escribir un lúcido artículo en la revista digital La Tecla Ñ en el cual, con la
simpleza posible sólo en quienes saben, nos informa acerca de la posibilidad de
los incapaces de clonar prohibiciones; más allá de ello, de multiplicarlas y no
a cualesquiera de ellas, sino a aquellas cuya comisión viene amenazada con
penas privativas de libertad. Allí recorre la historia universal del delito de
asociación ilícita, también nuestra propia historia sobre el —muy particular,
vaya sea dicho— delito hoy de moda entre nosotros, utilizado a destajo por los
funcionarios judiciales de modo residual, esto es, sólo aplicable para
imputaciones penales políticas y de políticos —sobre todo de aquellos que han
perdido el poder que antes ostentaban— que, por lamentable que ello sea para
algunos, fracasan porque no pueden ser demostradas.
Con lenguaje
académico, ocupa el lugar dedicado por el Derecho Penal a los actos
preparatorios, impunes por definición, y más aún, de un tipo genérico de
preparación delictiva, válida para cualquier delito, aun leve o levísimo, sin
pena privativa de libertad. A todos esos imputados les cabe la posibilidad y el
resabio de soportar en ese caso una imputación grave, por asociación ilícita,
que funciona como infracción a una prohibición previa, preparatoria de ilícitos
penales que no pueden ser verificados y solo existentes en la imaginación
frondosa de quienes juzgan. Les cabe a la perfección el último verso de la
estrofa musical transcripta de Eladia Blázquez. Hasta se llegó al ridículo de
que se quiso remover toda la tierra de la Patagonia argentina, incluidas allí las tumbas de
Patoruzú y de la Chacha ,
en la búsqueda del “tesoro” que constituía el llamado por los ignorantes
“cuerpo del delito”. O, del mismo modo, dejar vivir la imputación por
asociación ilícita después de que la vergüenza aclaró que el delito de traición
a la patria requería como condición ineludible la guerra declarada con otro
Estado, condición ignorada en un principio por quienes imputaban.
Más allá de ello,
Zaffaroni demuestra cómo el valor real de este pensamiento no es ni la condena
ni la pena, de aplicación mínima en nuestros estrados judiciales, sino, antes bien,
lo es la posibilidad de encarcelar preventivamente durante el procedimiento
judicial, porque la clonación delictual produce una serie de amenazas que,
sumadas hasta su máximo posible —conforme a la doctrina impuesta a nuestros
parlamentarios por un delincuente menor, ostentador falso del título de
ingeniero— supera con creces al mismo delito de genocidio, universalmente
prohibido con cierta razón. Tal desarrollo, unido a una llamada “doctrina” que
funcionarios judiciales han impuesto como artículo de fe —me refiero al poder
residual de funcionarios del anterior gobierno que de modo evidente no han
utilizado durante su juzgamiento posterior—, han logrado el milagro, dadas las
circunstancias, de someter a un proceso penal y a prisión sin condena, como regla,
a quienes son opositores políticos, hoy, más que adversarios, enemigos odiados
frente a la aproximación de nuevos comicios.
Empero, vale la pena
recordarlo, nuestros jueces y funcionarios judiciales que así proceden no son
los únicos en nuestro continente. Otra vez Brasil nos gana por algunos goles
—en este caso en contra, si la meta fuera el sistema democrático de gobierno y
el Estado de Derecho— porque, frente al mismo peligro, sometió a prisión al
principal candidato en una elección y lo privó de competir en ella, con una
interpretación de su ley civil —ni siquiera inteligente o pícara, sino producto
de la incapacidad o el dolo de prevaricato— que la priva de vigencia frente al
Derecho Penal, instituyendo delitos patrimoniales sin apropiación alguna.
Yo quisiera
acompañar la afirmación de que la prohibición de asociarse ilícitamente es
inaplicable a tenor de la definición idiomática que proporciona nuestro Código
Penal, artículo 210, conforme a nuestra Constitución liberal (sobre todo,
artículo 19). Para él, como lo pone de manifiesto Zaffaroni, el delito lo
comete quien toma parte en una asociación o banda de tres o más personas
destinada a cometer delitos, por el solo hecho de ser miembro de la asociación.
Ello significa que el mero acuerdo de tres personas, pronunciado de cualquier
forma —por escrito, oralmente, por señas o por inclusión posterior en un
programa diseñado por otro— consuma el delito, a pesar de que la asociación
fracase, esto es, no cumpla el objeto de su existencia, porque sus miembros no
cometen delito alguno, se disuelva voluntaria o involuntariamente o desaparezca
después la definición de su objeto como la comisión de uno o varios ilícitos
penales. Esta es, en palabras, la definición lisa y llana de la ley, a la que
no debemos agregarle nada, ninguna otra condición, para decidir acerca de su
validez en un Estado de Derecho. Y, sin duda, esa definición infringe el
mandato liberal que prohíbe prohibir en ciertos casos y tan sólo lo admite bajo
determinadas condiciones. Las simples ideas y los propósitos no son punibles.
Repárese, además, que el acuerdo de los asociados no está limitado a algún
delito especial, sobre todo por su gravedad, sino que, antes bien, la pena
privativa de libertad grave amenazada para él puede abarcar cualquier delito,
incluidos los levísimos e, incluso, amenazados con una pena no privativa de
libertad: por ejemplo, el prevaricato simple o la denegación de justicia de
jueces, fiscales y abogados (Código Penal, artículos 269 a 274).
Prohibir no es un
oficio sencillo. Por lo contrario, al menos en un Estado de Derecho se trata de
una operación delicada. En primer lugar, requiere riqueza lingüística; no sólo
quien la instituye debe definir con el máximo de certeza la acción cuya omisión
o realización manda o prohíbe, sino que, a la vez, esa definición es aquella
que, a quienes va referida, les permite calcular el comportamiento deseado para
conocer si él está permitido y establecer las consecuencias de ese
comportamiento. A quien juzga y, por tanto, interpreta institucionalmente, en
cambio, la definición certera del comportamiento prohibido le permite decidir
si tal prohibición rige o no está vigente según principios de rango superior a
la ley del Parlamento. Prohibir implica también definir todo aquello que nos
está permitido por nuestro orden social pacífico. Y es, por esa seriedad que
implica la acción de prohibir, que el Estado de Derecho exige una definición
lingüística poco menos que perfecta (lex
certa), sin que el intérprete pueda agregarle nada, menos aún condiciones
quizás racionales para su vigencia y funcionamiento (ver Ziffer,
Patricia, El delito de asociación
ilícita, Ed. Ad-Hoc, Buenos Aires, 2005, tesis que yo dirigí).
Repárese en que una cosa es permitir la analogía in bonam partem, que excluye ciertos comportamientos
de la definición punitiva vigente o de la consecuencia penal por similitud con
otros ya claramente excluidos de ellos, y otra muy distinta suplir la
deficiencia del legislador por agregado de condiciones inexistentes en la
definición; el intérprete está encadenado, ceñido a las palabras de la ley para
juzgar la aptitud de la definición para estar vigente, sin agregarle ni
quitarle nada.
En segundo lugar,
esa certeza lingüística de la definición recorta, como fue dicho, el objeto de
lo ilícito (principio de legalidad) al que —ahora sí— ninguna otra acción puede
ser agregada por analogía con la prohibida o mandada.
En tercer lugar, el
instituyente (legislador) debe verificar desde un comienzo el daño o el peligro
que provoca para terceros la falta de realización de la acción mandada o la
realización de la acción prohibida (principio de lesividad) y tal demostración
no puede consistir en una entelequia discursiva, sino, por lo contrario, debe
importar el cercenamiento o la disminución del derecho acordado a otros (vivir
sin lesiones en su cuerpo o en su salud, disponer de aquello que la ley le
concede, etcétera).
Por último, como ya
lo expresa Zaffaroni, la consecuencia de la infracción debe ser racional, sobre
todo en comparación con las demás prohibiciones y mandatos. No es posible, por
ejemplo, que el acuerdo de tres personas para cometer delitos levísimos —daños
menores en las cosas pertenecientes a otros— conduzca a penas graves privativas
de libertad y que ni aun el fracaso del acuerdo por incumplimiento de sus
objetivos evite la punición (expresamente invalorable para la sanción).
Todo ello conduce a
sospechar aquello que hoy se verifica en las persecuciones penales reales: la
definición que consta se vincula más a la persecución política, a la prisión
durante el proceso, que a delimitar el campo de lo prohibido. Más allá aún,
ella huele a encierro político, esto es, a la alternativa de control
institucional sobre la oposición o el desacuerdo políticos, fundamentos
totalmente excluidos del Estado de Derecho. Por fin, quiero expresar que creo
que una recorrida racional por el Código Penal a la vista de estos principios
permitiría, simplemente por las razones antes dichas, relativas a las
dificultades de la acción de prohibir, reducir el Derecho Penal de la manera
que defiende la escuela que aboga por un Derecho Penal mínimo, único adaptable
a un Estado democrático.
(*) El cohete a la luna, 21/7/019.
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