Para los lectores de El Informador Público
Rememorando a
Jacques Derrida (2)
IP-10/9/025
“Ahora bien, la forma
institucional de la docencia concebida de este modo, supone para Derrida un
determinado esquema filosófico. Este esquema de transparencia, borramiento,
ausencia de mediación, no es sino el que se encuentra en aquella estructura
semiótica criticada desde la noción de escritura. Si se retoman los términos
utilizados por el estructuralismo saussureano, se trata de un significado
idéntico a sí que tiene una relación de exterioridad con el significante. Dicho
de otro modo, un significado trascendental en cuanto se puede sustraer de la
cadena de diferencias y no es afectado por su relación con uno u otro
significante.
En este esquema un
significado, un concepto, no es afectado por su materialización en un
significante fónico o escrito, y así atraviesa las mediaciones que son
idealmente transparentes para reencontrarse consigo mismo. Para comprender esto
es necesario atender a que existe una noción de inmediatez (las ideas o el
pensamiento como algo inmediatamente presente a sí mismo) que requiere para su
funcionamiento una mediación evanescente, una salida fuera de sí que
desaparezca. Por ello, Derrida insiste en que la preeminencia del logos
entendido como presencia a sí requiere de la voz: la voz es una dimensión material,
una mediación, que desaparece, que no permanece, y por ello restituye la
ilusión de un pensamiento que es inmediato. En este sentido, se puede entender
cómo una cierta filosofía constituye un modo institucional, aquella figura del
docente señalada, formada sobre el presupuesto según el cual la institución
ideal es aquella que desaparece, que se borra a sí misma, haciendo presente el
pensamiento, las ideas, etc.
En segundo lugar, Derrida
señala que esta forma institucional general adquiere un sentido específico en
la modernidad tardía. Pues será con Kant que la filosofía al ejercerse bajo la
forma de la docencia universitaria (como funcionario), deviene institución
estatal. De hecho, la copertenencia en este caso se entiende desde la mutua
determinación entre principio de razón e idea de Universidad. Derrida señalará
que la constitución filosófica de esa institución política llamada Universidad
se asienta en el principio de razón y que la constitución política de esa
institución filosófica llamada principio de razón se asienta en la universidad.
Por ello, se abandona un esquema que piensa en una relación dentro-fuera el
vínculo entre universidad y filosofía, como si la filosofía permaneciera
idéntica a sí al desarrollarse en diversos “marcos” institucionales.
Ahora bien, Derrida no dejará
de señalar que si existe un lugar privilegiado, “el” lugar, para pensar esto en
la modernidad es la filosofía de Kant. Como una especie de punto de
condensación al que es necesario volver una y otra vez porque surgirá allí una
determinada configuración que todavía sigue constituyendo la práctica
filosófica. Este lugar de privilegio se debe al nexo específico trazado entre
filosofía y Estado, pues Kant representa esa época, entre finales del XVIII y
principios del XIX, donde cambia el espacio filosófico: la filosofía se sitúa
en
Este cambio no es exterior al discurso filosófico mismo.
El privilegio de Kant se debe
al trazado de una función pedagógica inmanente a la filosofía, a la definición del
filósofo como funcionario y a su función como índice y factor de la época. De
la lectura de Derrida quisiera destacar, primero, que en Kant se encuentra una
definición de la tarea de la filosofía como quid juris, es decir, fijación de
límites. Es el derecho en tanto filosofía, una filosofía que en el conocimiento
de la razón por sí misma se instituye como tribunal capaz de juzgar la
legitimidad. En este movimiento, segundo, se instituye una clara delimitación
entre poder y verdad, una autonomía absoluta del tribunal de la razón que debe
auto-constituir sus propios límites. En este sentido, el problema kantiano es
la delimitación no sólo del alcance de la razón sino de la construcción de una
institución donde verdad y poder permanezcan como dimensiones incontaminadas.
Todo el problema se plantea
así en cómo es posible conjugar la autonomía absoluta de la razón con la
función legitimante de
A partir de estos dos
aspectos, el general y el específicamente moderno, pueden indicarse algunas
cuestiones generales del modo en que la deconstrucción plantea el vínculo entre
filosofía e institución. Pues para Derrida se trata ante todo de cuestionar
aquellas perspectivas que sostienen este carácter denegativo de lo institucional,
asumiendo entonces que resulta necesario pensar las formas de las mediaciones.
Dicho de otro modo, cuestionando el esquema de la transparencia o inmediatez,
analizar la forma-filosófica constituida por la institucionalidad moderna. Por
ello, la deconstrucción no puede sino entenderse como una intervención. Una
intervención que, primero, muestra el modo en que la “denegación institucional”
es un proceso de naturalización de un esquema que produce efectos de
neutralización. Este efecto de neutralización es una disimulación de la
intervención de fuerzas activas y de un determinado aparato, de una
institución.
El punto de partida es la
problematización de los efectos de neutralización que se encuentran en cierta
figura de la docencia, en cierta división entre saber y verdad. Por ello,
segundo, la deconstrucción siempre se produce como una intervención situada,
esto es, como una intervención estratégica. Pero si la misma no se produce sino
desde la copertenencia de filosofía y política, no se trata de una intervención
práctica como mera aplicación de una determinada filosofía, sino mostrar cómo
el entrelazamiento de ambas dimensiones socava la distinción entre teoría y
práctica: “La deconstrucción, por definición, no se limitaba a un contenido
teórico, incluso cultural o ideológico. No procedía según las normas
establecidas de una actividad teórica. Por más de un rasgo y en momentos
estratégicamente definidos, debía recurrir a un «estilo» inadmisible para un
cuerpo de lectura universitario (las reacciones “alérgicas” no tardaron en
producirse), inaceptable aun en lugares en que uno se piensa ajeno a la
universidad” (Derrida).
La apuesta pasa por dar
cuenta de las implicancias políticas de toda institución de saber así como de
las implicancias filosóficas de toda institución política. Tematizar del modo
más claro posible, en el seno de la comunidad académica, cómo las prácticas
asociadas a la filosofía suponen siempre un concepto institucional, una imagen
de seminario ideal, un contrato firmado y que cierto socius se encuentra allí
implicado. Por ello, lo “que se llama «deconstrucción», es también la
exposición de esta identidad institucional de la disciplina filosófica: lo que
tiene de irreductible debe ser expuesto como tal, es decir mostrado, guardado, reivindicado
pero en eso mismo que la abre y la expropia en el momento en que lo propio de
su propiedad se aleja de sí mismo para relacionarse consigo mismo. La
filosofía, la identidad filosófica, es también el nombre de una experiencia
que, en la identificación en general, comienza por exponerse: dicho de otro
modo a expatriarse. Tener lugar allí donde no tiene lugar, allí donde el lugar
no es ni natural ni originario ni dado”. O, en otro términos: “La
deconstrucción es una práctica institucional por la cual el concepto de
institución es un problema, pero como no es más una «crítica», por la razón que
estamos exponiendo, no destruye más que desacredita la crítica o las
instituciones, su gesto transformador es otro, otra responsabilidad, que
consiste en seguir con la mayor consecuencia posible lo que llamamos más arriba
un gráfico de la iterabilidad” (Derrida).
Por último, quisiera destacar
que los aspectos señalados previenen contra lo que sería el mayor de los
peligros para Derrida: ubicar a la deconstrucción como un lugar pre o post
institucional que apuesta por una filosofía pura. Sería en este caso, caer en
aquello que ha sido criticado como una posición naturalista que presume de la
posibilidad de una filosofía ainstitucional. Frente a ello, Derrida no deja de
repetir que se trata de pensar una estrategia doble, cruzada, tanto en relación
a
Dicho de otro modo, la
apuesta debe ser doble: defender irrestrictamente el lugar de la filosofía en
Esto permite pensar dos
estrategias institucionales: dislocar esa lógica de apropiación de límites en
las formas institucionales hegemónicas (una apuesta incondicional por
Más allá de la
interdisciplinariedad pensar una intersección transversal de saberes,
científicos y artísticos, que liberen problemas y lenguajes que las disciplinas
constituidas marginalizan o inhiben. Como se indicaba al comienzo, la
deconstrucción se juega en los límites de la filosofía. O mejor, se trata de
una política de la filosofía que plantea una relación oblicua con sus límites:
“Lo que se busca ahora, es quizá otro estilo filosófico y otra relación del
lenguaje filosófico con otros discursos (mas horizontal, sin jerarquía, sin
recentramiento radical o fundamental, sin arquitectónica y sin totalización
imperativa)” (Derrida)”.
“4 Luego del recorrido en
torno a la posición de Derrida sobre el vínculo entre instituciones y
filosofía, un último aspecto de la copertenencia señalada: la deconstrucción
como trabajo de lectura. Pues, cuando se trata de pensar en instituciones, la
referencia no se dirige sólo a una determinada estructura académica sino que
comprende un esquema de interpretación: “La institución no es solamente los
muros y las estructuras exteriores que la rodean, protegen, garantizan o
coaccionan la libertad de nuestro trabajo, es también y siempre la estructura
de nuestra interpretación” (Derrida).
La cuestión a pensar es cómo
existe una filosofía en el modo en que se interpreta y cómo la institución de
un modo de lectura constituye una filosofía. Indudablemente es este el aspecto
que más discusiones ha despertado, donde la recepción de Derrida ha sido más
extensa. Incluso muchas veces se termina reduciendo su pensamiento al esbozo de
una metodología de interpretación destinada al campo de la crítica literaria (lo
que produce cierta despolitización). Si bien existe un extenso debate al
respecto, aquí sólo quisiera destacar aquellos elementos que permiten afirmar
que Derrida produce una politización de la lectura, allí cuando política deja
de significar un elemento exterior para convertirse en algo inmanente a los
procesos de lectura y escritura.
Para decirlo de otro modo,
toda lectura y toda escritura conllevan apuestas políticas. Una lectura está
atravesada por la inscripción de una topografía, por unas reglas, por un tipo
de institución, por una jerarquía. Para poder realizar una interpretación se
debe asumir una u otra forma institucional. La noción de lectura, que quisiera
distinguir claramente de algunas nociones próximas como análisis o
interpretación, condensa un punto significativo de la copertenencia de
filosofía y política. La cuestión será en qué sentido la lectura es en sí misma
política, y no en la evaluación de sus efectos o de su contexto. Ante todo,
como he señalado en el apartado anterior, es posible indicar que una lectura es
siempre una intervención estratégica y así tiene ante todo un estatuto
performativo: “Las interpretaciones no serán lecturas hermenéuticas o
exegéticas sino intervenciones performativas en la rescritura política del
texto y su destinación. Desde siempre sucede así. Y de modo siempre singular”
(Derrida).
Se trata de cuestionar una
posición que produce un borramiento del lector, lo vuelve pasivo, al
enfrentarlo a un sentido o una verdad a ser revelada. La cuestión es volver
problemática la misma práctica de lectura, pensar qué se juega allí y en última
instancia cuál es la apuesta política de las diversas prácticas posibles. Pues,
el supuesto fuerte que habita una y otra vez la noción de lectura surge de la
estructura semiótica que se ha referido más arriba, pues se trata de un
borramiento de la mediación del significante para acceder al significado que no
es afectado por esa mediación. Se trata de una lectura trascendente que
justamente busca acceder a un sentido previo o posterior.
Para romper con este tipo de
lectura, Derrida apuesta por un trabajo sobre la misma estructura significante.
Esto supone evitar, de un lado, una lectura que encuentre en el texto un
sentido saturado, agotado y, de otro lado, una lectura que reduzca su sentido a
un elemento exterior, sean causas psicobiográficas o un contexto histórico. De
hecho se trata de pensar cómo estos dos gestos son homólogos entre sí: “La
seguridad con que el comentario considera la identidad consigo del texto, la
confianza con que recorta su contorno, corre pareja con la tranquila certeza
que salta por sobre el texto hacia su presunto contenido, del lado del puro
significado” (Derrida).
Por esto mismo, se vuelve
necesario trazar una distancia con un comentario duplicante, o mejor, si bien
reconoce como paso necesario de la lectura un comentario que repite lo que dice
un texto, busca develar o clarificar su sentido sino agotarlo, no basta con
este trabajo. Frente a ello, en primer lugar, resulta necesario volver a
resaltar que la lectura es en su inmanencia política cuando se da como
intervención. Una intervención que debe producir algo entre el sistema de la
lengua y lo que impone el escritor: “La lectura siempre debe apuntar a una
cierta relación, no percibida por el escritor, entre lo que él impone y lo que
no impone de los esquemas de la lengua de que hace uso. Esta relación no es una
cierta repartición cuantitativa de sombra y de luz, de debilidad o de fuerza,
sino una estructura significante que la lectura crítica debe producir” (Derrida).
Producir aquí no significa
relatar el modo en que el escritor de modo consciente establece sus
intercambios con una lengua dada, sino mostrar justamente cómo se da allí una
relación que no puede ser ni comprendida ni dominada completamente por el
escritor. En segundo lugar, una lectura deconstructiva apuesta por la apertura
de los textos. Sea el comentario duplicante, sea el referente externo, sea la
comprensión cabal, buscan agotar el sentido, clausurarlo, estableciéndolo de
modo definitivo. De este modo, se protege un texto, o su sentido, o el gran
nombre de su autor. Por el contrario, la tarea para Derrida es ejercer la
lectura como apertura de un texto. Al abandonar los esquemas que garantizan la
corrección, la precisión, en tanto apuesta es una especie de aventura hacia
algo que no puede estar fijado de antemano: “La apertura de esta última, la
salida fuera de la clausura de una evidencia, la conmoción de un sistema de
oposiciones, todos esos movimientos, necesariamente, tienen la forma del empirismo
y del errar. En todo caso no pueden ser descriptos, en cuanto a las normas
pasadas, sino bajo esta forma. Ninguna otra huella está disponible, y como esas
cuestiones errantes no son de ningún modo comienzos absolutos, se dejan
alcanzar efectivamente, sobre toda una superficie de sí mismas, por esa
descripción que es también una crítica. Hay que comenzar en cualquier lugar
donde estemos” (Derrida).
Esta aventura que busca abrir
es, en tercer lugar, una apuesta estratégica. El término estrategia se repite
una y otra vez a lo largo de los primeros escritos de Derrida y no deja de
señalar que si la tarea de lectura no se piensa desde una serie de principios
universales aplicables en todo tiempo y lugar, a cualquier texto en fin, el
modo en que se produzca una lectura tendrá que ver con la estrategia que se
defina ante él. Leer es definir una estrategia de lectura. De hecho, en “Los
fines del hombre” se indica que existen dos apuestas estratégicas posibles ante
una tradición que se comprende como clausura metafísica, o bien intentar salir
de esta clausura habitando el mismo terreno y develando lo implícito de sus
conceptos, o bien cambiar de terreno abruptamente y situarse en una diferencia
absoluta.
Sin embargo, la
deconstrucción no es ni una ni la otra: “Es evidente también que entre estas
dos formas de deconstrucción la elección no puede ser simple y única. Una nueva
escritura debe tejer y entrelazar los dos motivos. Lo que viene a decir de
nuevo que es necesario hablar varias lenguas y producir varios textos a la vez”
(Derrida). Por este mismo motivo no tiene demasiado sentido enumerar las
estrategias empleadas por el mismo Derrida, como si esto pudiera dar cuenta de
cómo llevar a cabo la deconstrucción de un texto. En tal caso, por cierto, se
la terminaría por convertir en una metodología. Por el contrario, los aspectos
que he señalado, la intervención performativa, la apertura como aventura, el
trazado de una estrategia singular, buscan circunscribir un modo de lectura que
es política desde que vuelve constitutivamente inestable el sentido de un
texto, o mejor, en tanto en un trabajo minucioso da cuenta de cómo está
habitado por fuerzas en disputa, por significados que colisionan.
Incluso más, este trabajo
acentúa aquellos puntos donde un texto se vuelve radicalmente inestable, esto
es, allí donde una categoría, un concepto, un término se vuelve indecidible.
Esto no supone, como muchas veces se insiste, apostar por una especie de deriva
infinita, sino justamente mostrar a partir de esos lugares indecidibles como se
van estableciendo decisiones en un texto que configuran su significación desde
determinadas jerarquías. Dado que un texto en última instancia es indecidible,
que no posee un sentido último a develar, puede ser leído. Si se pudiera
develar o clarificar el sentido verdadero o cabal de un texto, de un autor, de
un pensamiento, la lectura pierde su sentido, es algo finalizado. En tanto no
existe sentido último, la lectura es inagotable y puede realizarse al infinito.
Un texto, entonces, no es algo idéntico a sí, no puede presentarse como tal, es
una especie de ausencia que permite mostrar cómo ciertas formas institucionales
diseñan una lectura específica (se trata del carácter imperceptible que es
indicado en La diseminación).
Es en este sentido que la lectura
resulta inseparable de la escritura. Leer no es sino escribir, en tanto
producción de esa diferencia interna a todo texto: “Sería necesario a la vez,
por análisis conceptuales rigurosos, filosóficamente inflexibles, y por la
inscripción de marcas que ya no pertenecen al espacio filosófico, ni siquiera a
la vecindad de su otro, desplazar el encuadre, por la filosofía, de sus propios
tipos. Escribir de otra manera…Determinar, completamente en contra del
filosofema, lo inflexible que le impide calcular su margen, por una violencia
limítrofe impresa según nuevos tipos” (Derrida).
De cierto modo la
deconstrucción puede ser definida por ese sintagma: escribir de otra manera.
Donde escritura no deja ser un trabajo riguroso de lectura, pero que al
asumirse como parcial da cuenta de su carácter infinito. Un texto no se agota
no por una cuestión empirista en la que todavía falten lecturas posibles o una
gran lectura total, sino porque un texto es divisible a priori, porque está
habitado por un vacío estructural que no puede ser colmado. Es esta misma
divisibilidad que hace de la lectura un trabajo de herencia. Tal como Derrida
destaca en Espectros de Marx porque bajo un nombre propio habitan una
multiplicidad de discursos, muchas veces contradictorios entre sí, es que la
herencia se transforma en una tarea, en un trabajo que exige una reescritura de
aquello que se lee.
En respuesta a ciertas
críticas recibidas por esta lectura de Marx, Derrida va a indicar que un
trabajo de herencia se juega siempre en la relación entre fidelidad e
infidelidad a un autor, o mejor, en la infidelidad por fidelidad. Es en esta
misma lectura de Marx que Derrida señala que una de las maneras de producir un
efecto de neutralización es aquella de la lectura académica. Desde la figura del
scholar como aquel que no concibe la posibilidad de dirigirse a espectros
puesto que organiza su saber desde oposiciones estables (lo real y lo no-real,
lo vivo y lo no-vivo, etc.), se organiza un trabajo filológico que despolitiza
la lectura: “[…] insistiré más en lo que exige hoy en día que, sin demora, se
haga todo lo posible por evitar la anestesia neutralizante de un nuevo
teoricismo y por impedir que prevalezca una vuelta filosófico-filológica a
Marx. Precisemos, insistamos: hacer todo lo posible para que no prevalezca pero
no evitar que tenga lugar, ya que también sigue siendo necesaria” (Derrida).
Esto no deja de despertar
sospechas, pues nuestra cultura académica, diría ante todo filosófica, se
construye desde una práctica típicamente moderna. Con ello me refiero a que se
funda en la necesidad de su “legitimación”, pues una lectura será válida si
puede dar cuenta mediante el mecanismo de la cita de su adecuación al
pensamiento de un autor. Por ello mismo debe ser juzgada, de allí la necesidad
de establecer buenas o malas lecturas, a partir de su atención exegética o
filológica. Los guardianes de la tradición sólo consideran legítima una lectura
que repite estérilmente, no en aquella conversación con los antiguos, propia de
la tradición clásica, sino en la inserción en un mecanismo de reproducción.
Escribir de otra manera, esto es, intervenir estratégicamente para abrir un
texto, es arrojarse a un riesgo, a la misma posibilidad de decir. Esto supone
no sólo cuestionar el sometimiento de la lectura a la forma del juicio, incluso
abordando cómo las prácticas académicas son estructuradas por la necesidad de
juzgar, sino entender la lectura como un lugar donde la apuesta está en lo que
sea capaz de abrir, en su potencia”.
(*) Emmanuel Biset
(Universidad Nacional de Córdoba-Consejo Nacional de Investigaciones
Científicas y Técnicas): “Política de la filosofía en Jacques Derrida”
(AGORA-Papeles de Filosofía-2016).
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