Leyendo a Jorge Luis Borges. Nathaniel Hawthorne (comienzo) (*)
Leyendo a Jorge Luis Borges. Nathaniel Hawthorne (comienzo) (*)
“Empezaré la historia de las
letras americanas con la historia de una metáfora; mejor dicho, con algunos
ejemplos de esa metáfora. No sé quién la inventó; es quizás un error suponer
que puedan inventarse metáforas. Las verdaderas, las que formulan íntimas
conexiones entre una imagen y otra, han existido siempre; las que aún podemos
inventar son las falsas, las que no vale la pena inventar. Esta que digo es la
que asimila los sueños a una función de teatro. En el siglo XVII, Quevedo la
formuló en el principio del “Sueño de la muerte”; Luis de Góngora, en el soneto
“Varia imaginación”, donde leemos: “el sueño, autor de representaciones, / en
su teatro sobre el viento armado, / sombras suele vestir de bulto bello”.
“En el siglo XVIII, Addison lo
dirá con más precisión: “El alma, cuando sueña-escribe Addison-, es teatro,
actores y auditorio”. Mucho antes, el persa Umar Khyyam había escrito que la
historia del mundo es una representación que Dios, el numeroso Dios de los
panteístas, planea, representa y contempla, para distraer su eternidad; mucho
después, el suizo Jung, en encantadores y, sin duda, exactos volúmenes,
equipara las invenciones literarias a las invenciones oníricas, la literatura a
los sueños”.
“Si la literatura es un sueño,
un sueño dirigido y deliberado, pero fundamentalmente un sueño, está bien que
los versos de Góngora sirvan de epígrafe a esta historia de las letras
americanas y que inauguremos con el examen de Hawthorne, el soñador. Algo
anteriores en el tiempo hay otros escritores americanos-Fenimore Cooper, una
suerte de Eduardo Gutiérrez infinitamente inferior a Eduardo Gutiérrez;
Washington Irving, urdidor de agradables españoladas-pero podemos olvidarlos
sin riesgo”.
“Hawthorne nació en 1804, en
el puerto de Salem. Salem adolecía, ya entonces, de dos rasgos anómalos en
América; era una ciudad, aunque pobre, muy vieja, era una ciudad en decadencia.
En esa vieja y decaída ciudad de honesto nombre bíblico, Hawthorne vivió hasta
1836; la quiso con el triste amor que inspiran las personas que no nos quieren,
los fracasos, las enfermedades, las manías; esencialmente no es una mentira
decir que no se alejó nunca de ella. Cincuenta años después, en Londres o en Roma,
seguía en su aldea puritana de Salem; por ejemplo, cuando desaprobó que los
escultores, en pleno siglo XIX, labraran estatuas desnudas…”
“Su padre, el capitán
Nathaniel Hawthorne, murió en 1808, en las Indias Orientales, en Surinam, de
fiebre amarilla; uno de sus antepasados,
John Hawthorne, fue juez en los procesos de hechicería de 1692, en los
que diecinueve mujeres, entre ellas una esclava, Tituba, fueron condenadas a la
horca. En esos curiosos procesos (ahora el fanatismo tiene otras formas), Justice
Hawthorne obró con severidad y sin duda con sinceridad. “Tan conspicuo se
hizo-escribió Nathaniel, nuestro Nathaniel-en el martirio de las brujas, que es
lícito pensar que la sangre de esas desventuradas dejó una mancha en él. Una
mancha tan honda que debe perdurar en sus viejos huesos, en el cementerio de
Charter Street, si ahora no son polvo”. Hawthorne agrega, después de ese rasgo
pictórico: “No sé si mis mayores se arrepintieron y suplicaron la divina
misericordia; yo, ahora, lo hago por ellos y pido que cualquier maldición que
haya caído sobre mi raza, nos sea, desde el día de hoy, perdonada”. Cuando el
capitán Hawthorne murió, su viuda, la madre de Nathaniel, se recluyó en su
dormitorio, en el segundo piso. En ese piso estaban los dormitorios de las
hermanas, Louisa y Elizabeth; en el último, el de Nathaniel. Esas personas no
comían juntas y casi no se hablaban; les dejaban la comida en una bandeja, en
el corredor. Nathaniel se pasaba los días escribiendo cuentos fantásticos; a la
hora del crepúsculo de la tarde salía a caminar. Ese furtivo régimen de vida le
duró doce años. En 1837 le escribió a Longfellow: “Me he recluido; sin el menor
propósito de hacerlo, sin la menor sospecha de que eso iba a ocurrirme. Me he
convertido en un prisionero, me he encerrado en un calabozo, y ahora ya no doy
con la llave, y aunque estuviera abierta la puerta, casi me daría miedo salir”.
Hawthorne era alto, hermoso, flaco, moreno. Tenía un andar hamacado de hombre
de mar. En aquel tiempo no había (sin duda felizmente para los niños)
literatura infantil; Hawthorne había leído a los seis años el “Pilgrim´s
Progress”; el primer libro que compró con su plata fue “The Faerie Queen”; dos
alegorías. También, aunque sus biógrafos no lo digan, la Biblia ; quizá la misma que
el primer Hawthorne, William Hawthorne de Wilton, trajo de Inglaterra con una
espada, en 1630. He pronunciado la palabra “alegorías”; esa palabra es
importante, quizá imprudente o indiscreta, tratándose de la obra de Hawthorne.
Es sabido que Hawthorne fue acusado de alegorizar por Edgar Allan Poe y que
éste opinó que esa actividad y ese género eran indefendibles. Dos tareas nos
encaran: la primera, indagar si el género alegórico es, en efecto, ilícito; la
segunda, indagar si Nathaniel Hawthorne incurrió en ese género. Que yo sepa, la
mejor refutación de las alegorías es la de Croce; la mejor vindicación la de
Chesterton. Croce acusa a la alegoría de ser un fatigoso pleonasmo, un juego de
vanas repeticiones, que en primer término nos muestra (digamos) a Dante guiado
por Virgilio y Beatriz y luego nos explica, o nos da a entender, que Dante es
el alma, Virgilio la filosofía o la razón o la luz natural y Beatriz la
teología o la gracia. Según Croce, según el argumento de Croce (el ejemplo no
es de él), Dante primero habría pensado: “La razón y la fe obran la salvación
de las almas” o “La filosofía y la teología nos conducen al cielo” y luego,
donde pensó “razón” o “filosofía” puso Beatriz, lo que sería una especie de
mascarada. La alegoría, según esa interpretación desdeñosa, vendría a ser una
adivinanza, más extensa, más lenta y mucho más incómoda que las otras. Sería un
género bárbaro o infantil, una distracción de la estética. Croce formuló esa
refutación en 1907; en 1904, Chesterton ya la había refutado sin que aquél lo
supiera. ¡Tan incomunicada y tan vasta es la literatura! La página pertinente
de Chesterton consta en una monografía sobre el pintor Watts, ilustre en
Inglaterra a fines del siglo XIX y acusado, como Hawthorne, de alegorismo.
Chesterton admite que Watts ha ejecutado alegorías, pero niega que ese género
sea culpable. Razona que la realidad es de una interminable riqueza y que el
lenguaje de los hombres no agota ese vertiginoso caudal. Escribe: “El hombre
sabe que hay en el alma tintes más desconcertantes, más innumerables y más
anónimos que los colores de una selva otoñal. Cree, sin embargo que esos tintes
en todas sus fusiones y conversiones, son representables con precisión por un
mecanismo arbitrario de gruñidos y de chillidos. Cree que del interior de un
bolsista salen realmente ruidos que significan todos los misterios de la
memoria y todas las agonías del anhelo…” Chesterton infiere, después, que puede
haber diversos lenguajes que de algún modo correspondan a la inasible realidad;
entre esos muchos, el de las alegorías y fábulas”.
“En otras palabras: Beatriz no
es un emblema de la fe, un trabajoso y arbitrario sinónimo de la palabra “fe”;
la verdad es que en el mundo hay una cosa-un sentimiento peculiar, un proceso
íntimo, una serie de estados análogos-que cabe indicar por dos símbolos: uno,
asaz pobre, el sonido fe; otro, Beatriz, la gloriosa Beatriz que bajó del cielo
y dejó sus huellas en el Infierno para salvar a Dante. No sé si es válida la
tesis de Chesterton; sé que una alegoría es tanto mejor cuanto sea menos
reductible a un esquema, a un frío juego de abstracciones. Hay escritor que
piensa por imágenes (Shakespeare o Donne o Víctor Hugo, digamos) y escritor que
piensa por abstracciones (Benda o Bertrand Russell); a priori, los unos valen
tanto como los otros, pero, cuando un abstracto, un razonable, quiere ser
también imaginativo, o pasar por tal, ocurre lo denunciado por Croce. Notamos
que un proceso lógico ha sido engalanado y disfrazado por el autor, “para
deshonra del entendimiento del lector”, como dijo Wordsworth. Es, para cifrar
un ejemplo notorio de esa dolencia, el caso de José Ortega y Gasset, cuyo buen
pensamiento queda obstruido por laboriosas y adventicias metáforas; es, muchas
veces, el de Hawthorne. Por lo demás, ambos escritores son antagónicos. Ortega
puede razonar, bien o mal, pero no imaginar; Hawthorne era hombre de continua y
curiosa imaginación; pero refractario, digámoslo así al pensamiento. No digo
que era estúpido; digo que pensaba por imágenes, por intuiciones, como suelen
pensar las mujeres, no por un mecanismo dialéctico. Un error estético lo dañó:
el deseo puritano de hacer de cada imaginación una fábula lo inducía a
agregarles moralidades y a veces a falsearlas y a deformarlas. Se han
conservado los cuadernos de apuntes en que anotaba, brevemente, argumentos; en
uno de ellos, de 1836, está escrito: “Una serpiente es admitida en el estómago
de un hombre y es alimentada por él, desde los quince a los treinta y cinco,
atormentándolo horriblemente”. Basta con eso, pero Hawthorne se considera
obligado a añadir: “Podría ser un emblema de la envidia o de otra malvada
pasión”. Otro ejemplo, de 1838 esta vez: “Que ocurran acontecimientos extraños,
misteriosos y atroces, que destruyan la felicidad de una persona. Que esa persona
los impute a enemigos secretos y que descubra, al fin, que él es el único
culpable y la causa. Moral, la felicidad está en nosotros mismos”. Otro, del
mismo año: “Un hombre, en la vigilia, piensa bien de otro y confía en él,
plenamente, pero lo inquietan sueños en que ese amigo obra como enemigo mortal.
Se revela, al fin, que el carácter soñado era el verdadero. Los sueños tenían
razón. La explicación sería la percepción instintiva de la verdad”. Son mejores
aquellas fantasías puras que no buscan justificación o moralidad y que parecen
no tener otro fondo que un oscuro terror. Esta, de 1838: “En medio de una
multitud imaginar un hombre cuyo destino y cuya vida están en poder de otro,
como si los dos estuviesen en un desierto”. Esta, que es una variación de la
anterior y que Hawthorne apuntó cinco años después: “Un hombre de fuerte
voluntad ordena a otro, moralmente sujeto a él, que ejecute un acto. El que
ordena muere y el otro, hasta el fin de sus días, sigue ejecutando aquel acto”.
(No sé de qué manera Hawthorne hubiera escrito ese argumento; no sé si hubiera
convenido que el acto ejecutado fuera trivial o levemente horrible o fantástico
o tal vez humillante). Este, cuyo tema es también la esclavitud, la sujeción a
otro: “Un hombre rico deja en su testamento su casa a una pareja pobre. Esta se
muda ahí; encuentra un sirviente sombrío que el testamento les prohíbe
expulsar. Este los atormenta; se descubre, al fin, que es el hombre que les ha
legado la casa”. Citaré dos bosquejos más, bastante curiosos, cuyo tema (no
ignorado por Pirandello o por André Gide) es la coincidencia o confesión del
plano estético y del plano común, de la realidad y del arte. He aquí el
primero: “Dos personas esperan en la calle un acontecimiento y la aparición de
los principales actores. El acontecimiento ya está ocurriendo y ellos son los
actores”. El otro más complejo: “Que un hombre escriba un cuento y compruebe
que éste se desarrolla contra sus intenciones; que los personajes no obren como
él quería; que ocurran hechos no previstos por él y que se acerque una
catástrofe que él trate, en vano, de eludir. Ese cuento podría prefigurar su
propio destino y uno de sus personajes es él”. Tales juegos, tales momentáneas
confluencias del mundo imaginario y del mundo real-del mundo que en el curso de
la lectura simulamos que es real-son, o nos parecen, modernos. Su origen, su
antiguo origen, está acaso en aquel lugar de la Ilíada en que Elena de
Troya teje su tapiz y lo que teje son batallas y desventuras de la misma guerra
de Troya. Ese rasgo tiene que haber impresionado a Virgilio, pues en la Eneida consta que Eneas,
guerrero de la guerra de Troya, arribó al puerto de Cartago y vio esculpidas en
mármol de un templo escenas de esa guerra y, entre tantas imágenes de
guerreros, también su propia imagen. A Hawthorne le gustaban esos contactos de
lo imaginario y lo real, son reflejos y duplicaciones del arte; también se
nota, en los bosquejos que he señalado, que propendía a la noción panteísta de
que un hombre es los otros, de que un hombre es todos los hombres”.
(*) Jorge Luis Borges: “Obras
Completas (tomo 2)”, Círculo de Lectores, Emecé, Buenos Aires, 1974.
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