La opinión de La Nación

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Los errores por evitar en la transición económica (*)

En países con instituciones sólidas y economías estables y equilibradas, los cambios de gobierno transcurren sin mayores traumas, con transiciones cortas y ordenadas. Si la sucesión se produce entre fuerzas políticas distintas, luego de superados los comicios se terminan las agresiones y se abre una etapa de colaboración en beneficio de ambas partes.
La Argentina ha mostrado atipicidad en esta cuestión, como quedó evidenciado durante el traspaso del poder en 2015, realizado en un marco de hostilidad por la actitud de quien entonces dejaba la presidencia, con su negativa a entregar los símbolos del mando. Fue necesario crear la rara figura de un presidente provisional por 10 horas y los equipos entrantes no tuvieron acceso a bases de datos, en ese contexto de falta de colaboración. Felizmente hasta ahora, el actual traspaso parecería avanzar por una senda mucho más ordenada. Así se ha manifestado el presidente Mauricio Macri, y también el mandatario electo, Alberto Fernández, aunque de su lado no todos se hayan expresado con ese mismo espíritu.

De ahora en más, la transición debería seguir un curso colaborativo. La grave situación de la economía y las finanzas públicas no admite otra alternativa. Fernández deberá demostrar su autonomía y capacidad de decisión sobre los grupos más radicalizados de su coalición, incluyendo a la expresidenta.

A partir de las elecciones primarias del 11 de agosto se aceleró un proceso de huida del dinero, particularmente hacia el dólar, que ya se venía observando con anterioridad. El Banco Central dispuso restricciones a la compra de divisas para atesoramiento, la que prohibió para personas jurídicas y limitó a 10.000 dólares mensuales para personas físicas. Estas restricciones no fueron suficientes y el temor a una devaluación o a intervenciones adicionales hizo que en solo un mes alrededor de 1.700.000 personas adquirieran 2900 millones de dólares que el Banco Central debió disponer de sus reservas. El último día hábil antes del 27 de octubre se vendieron 1755 millones de dólares de reservas, con lo que se hizo evidente que se agotarían antes de la fecha de entrega del poder.
El mismo día de las elecciones generales, el directorio del Banco Central dispuso reducir el límite mensual de compras a montos virtualmente simbólicos: 200 dólares por mes, por persona. Fue un gesto hacia el futuro gobierno decidido unilateralmente. En rigor, fue inevitable, aunque implique un grado de intervención que está fuera de los principios de la mayor parte del gobierno actual. Los vencimientos de aquí a fin de año, según el Instituto Argentino de Análisis Fiscal, ascienden a 19.000 millones de dólares. Si se resta la deuda reperfilada, el saldo neto a pagar se reduce a 7300 millones de dólares, con una deuda en pesos valuada en 4100 millones de dólares y otra en dólares de 3200 millones.

El efecto de la nueva restricción cambiaria se hizo notar rápidamente. La pérdida de reservas prácticamente se detuvo y el tipo de cambio oficial se redujo. Como bien dijo el presidente del Banco Central al anunciar la medida, la economía sufre con este cepo, aunque el objetivo principal de corto plazo se ha logrado.
Los verdaderos desafíos se ubican en el terreno del pago de la deuda pública, en la corrección del déficit fiscal y en el logro de la estabilidad monetaria. No obstante, debe quedar claro que la recuperación de la confianza constituye el eje de estos objetivos. Con discursos como los pronunciados por la vicepresidenta electa y por el futuro gobernador bonaerense durante los festejos de la coalición que se impuso en los comicios se transita exactamente en el camino opuesto. El repudio a las mal llamadas políticas "neoliberales", al igual que el rechazo al ajuste como una supuesta perversión del FMI, forma parte hoy de repertorios populistas considerados en el mundo de las finanzas meros efluvios demagógicos. Si pretende facilitar su gestión, el nuevo gobierno argentino deberá elaborar un programa que concilie el "reperfilamiento" de la deuda con una proyección fiscal creíble. Que evite apoyar esa proyección solo en aumentos de impuestos que no son sostenibles o que desalientan la inversión.

El anuncio de la creación de un Consejo Económico y Social, ligado a un acuerdo de precios y salarios, reproduce experiencias que no fueron exitosas. Un órgano corporativo permanente no responde a la definición constitucional de nuestro sistema de gobierno. Además, los acuerdos sobre congelamientos o pautas de precios y salarios siempre han llevado a distorsiones que terminan en episodios descontrolados de inflación-devaluación. El plan Gelbard, de 1973, y el Rodrigazo, de 1975, ejemplifican uno de esos fracasos.
El Gobierno no tiene ningún margen para emitir deuda y los organismos multilaterales, incluido el FMI, ya han sido utilizados casi al extremo. También el Banco Central acaba de disponer que las entidades financieras puedan utilizar sus encajes para prestarle al sector público. Es otro desplazamiento del sector privado que no podrá ampliarse. Cualquier incremento del gasto exigirá emisión monetaria, que en una economía desmonetizada implica un alto riesgo de espiralización inflacionaria. Por lo tanto, no hay espacio para incrementos de un gasto público que ya ha alcanzado niveles insostenibles. Esto deberá ser comprendido por los equipos de la transición del nuevo gobierno cuando hablen de congelar tarifas compensándolas con subsidios crecientes o cuando diseñen nuevos programas sociales. Por su lado, el gobierno saliente debería estar dispuesto a tomar a su cargo medidas duras pero correctivas, a fin de facilitarle políticamente el inicio de su gestión al nuevo presidente.
(*) Editorial del 31/10/019.

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