La columna de historia de Eduardo Anguita y Adrián Cecchini

La columna de historia de Eduardo Anguita y Adrián Cecchini


La verdadera odisea de los giles o los perdedores y los ganadores del viernes negro que anticipó “el corralito” (*)




La medida se fue preparando en el más riguroso de los secretos -un secreto que incluso dejaba afuera a gran parte de los colaboradores del ministro de Economía Domingo Cavallo-, pero siempre hay filtraciones. Por eso, la mañana del viernes 30 de noviembre de 2001 a la ínfima minoría de argentinos que cultivaba el hábito de leer los diarios económicos se les atragantó el desayuno y muchos dejaron su café a medio tomar para correr a los bancos.
La noticia decía que el presidente Fernando De la Rúa tenía para la firma un decreto que restringiría a partir de lunes siguiente, 3 de diciembre, la libre disposición de dinero en efectivo de los plazos fijos, las cuentas corrientes y las cajas de ahorros, poniendo un tope todavía no especificado para la extracción de dinero en los cajeros automáticos y las ventanillas de los bancos.
Entre los sorprendidos hubo incluso funcionarios de rango medio o alto del Ministerio de Economía a los que hasta entonces Cavallo o sus colaboradores más cercanos habían consultado cuando preparaban alguna medida. Algunos venían olfateando que se cocinaba algo.
“No avisaron, pero las actitudes se contagian de arriba hacia abajo. Si ves que tu jefe saca la plata del banco, vos hacés lo mismo. Las tasas de interés que se ofrecían eran ridículas. Como dice el refrán, ‘cuando la limosna es grande, hasta el santo desconfía’. Entre eso y lo que había escuchado, saqué la plata del banco 30 días antes, si renovaba el plazo fijo 30 días más, me agarraba”, recordaría años después Alejandro Ocaranza, que por entonces era un de los encargados de las proyecciones macroeconómicas en el equipo de Cavallo.
La información publicada el viernes 30 -que no contenía mayores detalles- explotó cuando el resto de los medios la “levantó” y fue anticipada también por los noticieros de las radios y los canales de televisión.
Los móviles se instalaron en las puertas de los bancos para mostrar el aluvión de ahorristas que buscaba sacar sus ahorros o simplemente la totalidad de su sueldo. Algunos tuvieron suerte, otros no, porque muchos bancos pronto anunciaron a quienes hacían cola que ya no tenían billetes. Los cajeros se quedaron sin dinero en pocas horas y ya no hubo reposición.
El decreto del “corralito”
El texto que Cavallo había puesto sobre el escritorio de De la Rúa era un intento desesperado de frenar la fuga de capitales. La convertibilidad, el famoso 1 peso = 1 dólar, ya no se sostenía. El decreto imponía una serie de restricciones a los bancos, pero el golpe más fuerte lo daban dos artículos que afectaban a millones de argentinos.
Uno de ellos afectaría a una minoría importante que había buscado dolarizar sus ahorros y sacarlos del país. Disponía la prohibición de las transferencias al exterior, con excepción de las que correspondan a operaciones de comercio exterior, al pago de gastos o retiros que se realicen en el exterior a través de tarjetas de crédito o débito emitidas en el país, o a la cancelación de operaciones financieras o por otros conceptos, en este último caso, sujeto a que las autorice el Banco Central.
El otro les haría la vida imposible a todos, ya que prohibía los retiros en efectivo que superaran los 250 pesos o 250 dólares estadounidenses por semana a todos los titulares de cuentas bancarias. En un primer momento, Cavallo había fijado en 1.000 pesos el tope, pero antes de que De la Rúa estampara la firma en el decreto lo redujo a la cuarta parte a pedido de dos importantes bancos -uno estatal y otro privado- cuyos directivos le aseguraron que con el tope de 1.000 pesos semanales no aguantarían ni un mes.
Secreto, pero no tanto
Cuando el viernes 30 se filtró la noticia la escalada del retiro de depósitos bancarios ya era más que alarmante. Unos pocos empresarios y ahorristas tenían información privilegiada gracias a sus contactos; otros habían actuado por simple “olfato financiero”.
El martes 27 los retiros de los bancos habían llegado a los 220 millones de pesos-dólares, cantidad que fue creciendo en el transcurso del miércoles y el jueves. El viernes, apenas la noticia llegó al público, la cifra superó los 700 millones, hasta que se cerró la canilla.
Aunque la fuga de esa semana fue importante, los ganadores fueron muy pocos, más si se los compara con la totalidad de ahorristas. “Una pequeña minoría de alto poder adquisitivo y buenos contactos, en total 627 personas, logran que los bancos, financieras, casas de cambio transfieran su dinero el exterior. El promedio roza los 99.000 dólares. A ellos se suman 230 empresas, cada una de las cuales saca del país 352.000 dólares”, resume el periodista Lucio Di Matteo en su investigación sobre el corralito.
Los perdedores se cuentan de a millones. Según la misma investigación: “La contracara son los millones de ‘acorralados’. Los que tienen ahorros en plazos fijos no pueden sacar su dinero, pero tampoco los que usan las cuentas corrientes o cajas de ahorro para sus movimientos diarios. En total, casi 19.000 millones de pesos y cerca de 47.000 millones de dólares quedarán sujetos a las restricciones”.
Para ellos, ese día empezó la verdadera Odisea de los giles.
La maldita tarjeta
El impacto que producirá el tope semanal de 250 pesos en los retiros bancarios en la vida cotidiana de los argentinos se potenciará todavía más por una realidad que ni el ministro ni sus colaboradores en la redacción del decreto tuvieron en cuenta.
Si bien el uso de las tarjetas de débito para retirar dinero de los cajeros ya era de uso generalizada, sólo una pequeña minoría de ciudadanos utilizaba ese plástico para otro tipo de operaciones cotidianas, tan simples como hacer una compra. A eso había que sumarle que muchos comercios minoristas -almacenes, supermercados de barrio, kioscos, farmacias, etc.- no tenían siquiera el postnet para realizar las operaciones.
Hay un diálogo -recuperado por Di Matteo- entre el ministro Cavallo y el secretario de Finanzas, Daniel Marx, ante la atónita mirada del presidente del Banco Central, Roque Maccarone, que resulta ilustrador.
-La mayoría de la gente ni sabe qué es una tarjeta de débito. ¿Vos sabés usarla? – le dice Marx a Cavallo.
-No, no, pero cualquiera puede hacerlo – le contesta el ministro.
-Bueno, está bien, ¿y cómo se hace? – insiste Marx, en mal tono.
-No sé, pero no es tan difícil de aprender – es la respuesta.
El mismísimo ministro de Economía, autor del decreto, no sabía utilizar la tarjeta para otra cosa que no fuera sacar plata de un cajero.
Los resultados se verán la primera semana de aplicación del corralito: las ventas de alimentos bajan un 10% y los comercios de artículos que no son de primera necesidad en algunos casos llegan a reducir sus operaciones a la mitad.
Por otra parte, la falta de efectivo dará un golpe mortal a los trabajos informales. Nadie tiene un billete para pagarle al jardinero, al albañil, a cualquier trabajador que sobrevive haciendo changas.
“El corralito afecta fundamentalmente a los trabajadores, al pueblo pobre y en gran parte a las clases medias. No sólo porque en Argentina las operaciones con cheques seguían habilitadas mientras la gente ‘común’ sólo podía extraer 250 pesos semanales, sino porque los grandes capitales, la mayor parte de las veces, vinculados a los bancos por uno y mil lazos, conocen los movimientos con antelación y tienen la posibilidad de cubrirse mucho antes del desencadenamiento de los hechos”, explica a Infobae el economista Horacio Rovelli.
El fin de una época
El precio de hacerles la vida imposible a los ciudadanos argentinos no tuvo la recompensa deseada por el gobierno de De la Rúa, que esperaba así dar una imagen de solvencia para cumplir con los asfixiantes compromisos internacionales.
“Todo se estaba desintegrando a pasos agigantados. La terminación de toda una época había llegado. Así, luego de instaurarse el corralito, los mercados tendrían que abrirse del 1 a 1 el lunes 3 de diciembre. El miércoles 5, The Financial Times publicó un artículo donde sostenía que la convertibilidad argentina ya estaba muerta y la cesación de pagos era una realidad inminente. A eso se sumó la calificadora de riesgo Moody’s, desde Nueva York, cuando dijo que el default era un hecho. Pero el verdadero tiro de gracia lo dio el FMI ese mismo día, cuando anunció públicamente que no le enviaría al gobierno los fondos comprometidos. Según el organismo, la Argentina no había logrado cumplir con ninguna de las metas trazadas. El déficit público no se había logrado reducir tal como se había pactado. Al día siguiente, el jueves 6, fueron el Banco Mundial y el BID los encargados de sepultar las esperanzas del gobierno: ambos organismos internacionales suspendieron todas las líneas de crédito para la Argentina”, dice el economista Julián Zicari.
Cavallo viajó a Nueva York para tratar de conseguir destrabar el desembolso. La respuesta que recibió fue contundente: no habría más ayudas para la Argentina hasta que no cumpliera con las metas fiscales y no presentara un plan económico sustentable.
Fue el propio representante argentino ante el FMI quien le dijo a Cavallo lo que no quería escuchar:
-Argentina ya gastó demasiado. Es necesario darle un escarmiento.
Ya no había nada qué hacer.
Infierno y caída
Mientras tanto, en la Argentina la temperatura social iba creciendo hasta superar ampliamente la de los típicos días calurosos de diciembre. Los ahorristas reclamaban frente a los bancos. De las protestas pacíficas pasaron a golpear las persianas que las entidades bajaron para evitar que la gente entrara. En la provincia de Buenos Aires y otros puntos del país empezaron los saqueos.
La situación estalló el miércoles 19 de diciembre de 2001. A los sectores empobrecidos que protestaban desde hacía meses en los piquetes se sumó una clase media porteña indignada que salió a la calle golpeando cacerolas y cuanto objeto manipulable sirviera para hacer ruido.
Un desconcertado Fernando De la Rúa fue a la Casa Rosada y firmó el decreto que establecía el Estado de Sitio. Una medida que no podía tomar, ya que la Constitución establece que debe ser autorizada por el Congreso, al que el presidente ni siquiera consultó.
Lejos de frenar las protestas, la medida enardeció aún más a los manifestantes. Los canales de televisión comenzaron a transmitir casi en cadena. Las imágenes de sus cámaras iban de la gente que había salido a las calles y se dirigía protestando hacia Plaza de Mayo a los saqueos del Gran Buenos Aires. Todo anclado por zócalos con un título catástrofe: “Estado de sitio”.
Domingo Cavallo presentó su renuncia esa misma noche, pero ya era tarde. El gobierno de Fernando De la Rúa tenía las horas contadas.
Cuando presentó su propia renuncia, al día siguiente, el saldo se contaba con números de sangre: 39 muertos y centenares de heridos por la represión desatada después de la firma del Estado de Sitio.
El gobierno de Fernando De la Rúa sobrevivió apenas 17 días a la instalación del “corralito”. Los afectados por la medida vivieron una Odisea de los Giles que duró exactamente un año, hasta que se liberaron los depósitos el 2 de diciembre de 2002.
(*) Infobae, 30/11/019.

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