El enfoque de Guillermo Wierzba
El enfoque de Guillermo Wierzba
CONSENSO
CONTINUISTA (*)
El consejo de Friedman a Pinochet
CONSENSO
CONTINUISTA (*)
Los políticos de la
derecha, consultores, economistas y dirigencias del empresariado concentrado
coinciden en pregonar sobre algunas “exigencias indispensables” para asegurar
un “futuro mejor” para la
Argentina. Juan Llach, hoy profesor emérito de la Universidad Austral ,
publica un artículo en el diario La
Nación del 25 de octubre con el título de “Acuerdos para
combatir la pobreza e impulsar el desarrollo sostenible” en el que propone una
agenda sobre esas “exigencias”. Como introducción se refiere al retraso de la Argentina en relación a
los países desarrollados, sosteniendo que “entre 1930 y 2019, nuestro nivel de
vida respecto de los países desarrollados se desplomó desde un 82% a un 40%. No
hay país con peor o igual derrotero. Casi todo el retraso ocurrió entre 1930 y
1983″. Sin referir a indicadores, ni tampoco al momento inicial del período
completo que pondría bajo análisis, la afirmación no deja lugar a dudas que
para el ex viceministro de economía de Cavallo y ministro de Educación de De la Rúa : el retraso argentino
habría comenzado con el fin de la etapa denominada por Aldo Ferrer como
primaria exportadora y el comienzo de la industrialización del país. El peor
período argentino sería el de la industrialización por sustitución de
importaciones, aunque Llach le adiciona los seis años de Terrorismo de Estado,
en su peculiar periodización construida en base a un criterio institucional en
lugar del habitualmente elegido en función del patrón de acumulación de la
economía. El PBI argentino creció entre 1935 a 1975 a un promedio del 3,5% anual, mientras que
entre 1976 y 2001 lo hizo a un ritmo del 1,4% anual; mientras que el PBI per
cápita lo hizo al 2% anual en el primer período y al 0% en segundo. El
contraste, en términos de crecimiento económico, de los cuarenta años del
patrón de sustitución de importaciones, respecto de los 25 años de hegemonía
neoliberal —dos grandes períodos—, invita a sacar conclusiones bien diferentes
a las del catedrático de la Universidad Austral , que se acentuarían si se
analizaran aspectos cualitativos como la diversificación productiva, y más aun
si se incluyeran tópicos sociales como la inclusión social o la distribución
del ingreso.
Llach enumera cinco grandes problemas argentinos :
1. el déficit fiscal,
2. la inflación,
3. el bimonetarismo,
4. el bajo nivel de
inversión y
5. la escasa apertura
de la economía.
Doblegar la inflación le resulta tan importante como
entender que el déficit fiscal es su fundamento. Idénticamente a todos los
economistas de la corriente principal, como Melconián, Lousteau, Espert, etc.,
la agenda propuesta tiene centralidad en la cuestión del déficit fiscal y no en
la restricción externa, pese a que las grandes crisis que detuvieron la marcha
de la economía argentina se originaron en los límites que Argentina tuvo para
la disponibilidad de divisas.
Respecto de la propuesta de un nuevo contrato
social, Llach la sustituye con la de un nuevo contrato sobre el
Estado que establezca metas creíbles sobre el resultado fiscal, el gasto
público, la presión tributaria y el endeudamiento. En un estilo más académico,
pero coincidente con el coro de economistas neoliberales, desliza tácitamente
la propuesta del ajuste, clamando por la imperiosidad de bajar la inflación
supuestamente motivada por el déficit fiscal, acompañando ese argumento de
causalidad con una advertencia sobre una excesiva presión tributaria. Esta
secuencialidad expositiva se dirige directamente hacia la formulación del
objetivo de política que persigue instalar: disciplinar el gasto público,
previa restricción del endeudamiento (sin diferenciar la moneda del mismo — si
es en pesos o en dólares, cuestión no menor como bien insiste la heterodoxia).
O sea que la orientación contractual sugerida por Llach coincide con los
lineamientos básicos propuestos por el FMI para “regularizar” la economía
argentina. A su vez, reconoce la inevitabilidad de alguna renegociación de la
deuda, advirtiendo que debe ser en acuerdo con los acreedores y sentenciando
que su viabilidad está atada a la contundencia del acuerdo fiscal. De lo que no
se ocupa el ex ministro de De la
Rúa es de proponer una vía de administración y/o controles
cambiarios, ni de discutir si corresponde acordar sobre un esquema de tipos de
cambio diferenciales, porque su preocupación sobre este tema se reduce a
discutir si el régimen macroeconómico debe tener tipo de cambio fijo o no,
asumiendo tácitamente un esquema de mercado único y libre de cambios.
Esta lógica discursiva acerca del contrato sobre el
Estado responde claramente a una presión para un consenso continuista de la
política del gobierno de Macri, y a su corrección por vía de dos ejes: su
instrumentación como “política de Estado” en el turno de un gobierno sustentado
en los sectores populares (una presión por su “menemización”), y el reemplazo
del gradualismo financiado con deuda por un shock ajustista.
El consejo de Friedman a Pinochet
Es notable la vigencia que para todos los economistas
neoliberales tiene la receta que Milton Friedman le confeccionara a su admirado
Pinochet, tan ilustrativa que merece su reiteración: “Existe solo una manera de
terminar con la inflación: reducir drásticamente la tasa de incremento en la
cantidad de dinero. En la situación de Chile, el único modo para lograr la
disminución de la tasa de incremento en la cantidad de dinero es reducir el
déficit fiscal. Por principio, el déficit fiscal puede ser reducido disminuyendo
el gasto público, aumentando los impuestos o endeudándose dentro o fuera del
país. Disminuir el gasto público es, por lejos, la manera más conveniente para
reducir el déficit fiscal ya que, simultáneamente, contribuye al
fortalecimiento del sector privado y, por ende, a sentar las bases de un
saludable crecimiento económico”. Esta mirada está tan vigente para Llach como
para Melconián (quien adjudica la crisis de la economía macrista a la
postergación del recorte del gasto público y de la presión tributaria,
asignándole a su nivel de 2015 el carácter de una de las peores herencias
fiscales de la historia). Lousteau también se refiere a que cuando el Estado
tiene déficit fiscal y decide emitir para financiarlo provoca inflación,
mientras machaca con la necesidad de mejorar la productividad del gasto cuando
se dedica a mostrar su crecimiento más intenso durante los doce años de
gobierno nacional, popular y democrático, respecto al de otras naciones para el
mismo período.
Respecto de la cuestión tributaria, Llach se pronuncia
formalmente por reformas que hagan más progresivo el sistema, pero
inmediatamente acude a citar como un privilegio regresivo a la enseñanza
universitaria gratuita. En la misma línea de pensamiento que la gobernadora
Vidal, el ex viceministro de Menem piensa que no son provenientes de las
familias humildes los que concurren a la universidad y lanza la propuesta del
arancelamiento. Sin embargo, al momento de ensayar una recomendación de
política para alentar la inversión, no duda en caminos de estímulos basados en
la reducción de presión tributaria. También postula la progresiva deducibilidad
de las retenciones del impuesto a las ganancias, ignorando las virtudes de las
mismas para el manejo de la producción y la distribución, en una economía con
altas diferencias de productividad sectoriales debidas a las rentas de recursos
naturales. Por último, advierte sobre “el sistema previsional, al que… hay que
darle una sostenibilidad que limite el excesivo peso que se está cargando a las
generaciones de los jóvenes y los chicos de hoy”, una manera delicada de
plantear su reforma para disminuir el gasto en jubilaciones y pensiones, a
costa del ingreso de sus beneficiarios. Tanto el arancelamiento universitario,
las medidas ofertistas de eximición tributaria para promover la inversión como
un régimen previsional ajustado, son parte de la política del neoliberalismo
chileno, hoy cuestionada enérgica y masivamente por el pueblo trasandino en las
calles de todo el país.
Jaime Campos, presidente de la Asociación Empresaria
Argentina (AEA), en un artículo publicado el 19 de setiembre también en La Nación , coincide con la
imperiosidad del equilibrio fiscal y plantea que este objetivo debe ser básico
en un acuerdo macroeconómico amplio y consensuado.
Con una perspectiva ideologizada, Campos y LLach
promueven una mayor apertura de la economía, sin reparar en los daños que esos
procesos de desprotección indiscriminada han causado al aparato productivo
cuando se implementaron. Sin referirse al desconocimiento de los términos y
condiciones precisas, ni a la asimetría de aperturas cuyo diseño establece, ni
a la potencialidad destructiva sobre sectores y regiones productivas de nuestro
país, ambos se pronuncian por la firma del acuerdo MERCOSUR-UNIÓN EUROPEA. Lo
hacen con la concepción de que serán las exportaciones y la inversión las que
lideren una reactivación genuina de la economía argentina. El primero explicita
que el consumo puede y debe crecer, pero no liderar el proceso de reactivación.
La idea de que el consumo no sea un factor decisivo en
el proceso de crecimiento y que el gasto público debe ser reducido, apuntando
al equilibrio o superávit fiscal, es equivocada en función del análisis de la
experiencia histórica. Las enérgicas reactivaciones de la economía argentina
provinieron del estímulo de la demanda en la que la recuperación de los
salarios provocó un aumento del consumo y que devino en una expansión de la
inversión. Pero además, el relegarlo a un segundo plano esconde una intención
de contener el crecimiento del salario y de los ingresos de los sectores de la
economía informal, con el pretexto tácito de que las mejoras en la tasa de
ganancia y de las rentas estimularían la inversión.
La entidad que preside Campos (AEA), en la que
participan el empresariado más concentrado local y extranjero, reivindica
regularmente su documento de abril-mayo de 2014 en el que se opone a
intervenciones “distorsivas” en el sistema de formación de precios, a los tipos
de cambio diferenciales y a impuestos considerados por ellos también como
“distorsivos”. No sólo se opone, sino que pretende que la prescindencia de esas
intervenciones se convierta en política de Estado. También, al igual que
Lousteau, brega por transformaciones en el Estado que aumenten su productividad
e invierta la tendencia de las últimas décadas en que la relación gasto/PBI
tuvo una tendencia creciente que, destaca, fue superior respecto a la del resto
de los países de América Latina.
El titular de la organización de la élite empresarial
asegura que “siempre hemos defendido con convicción que el ámbito propio de las
empresas privadas debe ser respetado. En tal sentido, la injerencia del Estado
en la toma de decisiones empresariales no contribuye a dinamizar la economía
del país ni resulta un aporte al desarrollo económico y social”. Por eso Llach
sustituye la propuesta del Frente de Todos de un nuevo contrato social por la
de un nuevo contrato sobre el Estado. Porque los neoliberales no admiten que
los consensos establezcan compromisos, definiciones y políticas que incluyan e
influyan sobre las decisiones de las empresas privadas. O sea, el destino de su
pródiga verborragia acuerdista tiene un perímetro de incidencia bien limitado:
los servicios, gastos y prestaciones del Estado. Además, el objetivo de su
incidencia es, esencialmente el disciplinamiento y la reducción de la actividad
estatal, bajo la proclama del aumento de su productividad. La esfera de la
empresa privada pertenecería a la decisión exclusiva de sus propietarios y
quedaría excluida del Contrato, pese a que muchas de ellas producen bienes
indispensables para el pueblo en su conjunto.
La propuesta del constitucionalismo social es bien
diferente. La
Constitución Argentina sancionada en 1949 disponía que “la
propiedad privada tiene una función social y, en consecuencia, estará sometida
a las obligaciones que establezca la ley con fines del bien común… El capital
debe estar al servicio de la economía nacional y tener como principal objeto el
bienestar social. Sus diversas formas de explotación no pueden contrariar los
fines de beneficio común del pueblo argentino”.
Es notable cómo los autores de estos artículos no
enuncian como objetivo fundamental de la política económica la disminución de
la desigualdad, más aún el objetivo de construir igualdad. Cuando la clave
excluyente de un conjunto de políticas económicas es el crecimiento, y no ocupa
un lugar semejante la búsqueda de la igualdad y la disminución de la
polarización social, está implícita la idea del derrame y el postulado de que,
muchas veces, la desigualdad puede estimular el crecimiento y, con él, los
índices de bienestar.
En realidad, un nuevo contrato social para nuestro país
debería tener como una cuestión axial el objetivo de igualdad. América Latina
es un continente paradigmático en cuanto a desigualdad, y eso no puede quedar
excluido, ni tampoco en el margen de los temas a ser convenidos. El objetivo
planteado por parte del frente político que ganó las elecciones incluye un
Pacto que se propone la recuperación del salario con respecto a las pérdidas
sufridas en los últimos años, y un fortalecimiento aún más enérgico para los
sectores de ingresos más bajos, castigados y marginalizados. A la vez, que
entiende la necesidad de incluir un pacto de precios y salarios, para reducir y
detener la inflación, porque la entiende como producto de las decisiones
empresarias en una economía concentrada y/o como resultado de la puja
distributiva entre empresarios y trabajadores. Lo que inevitablemente implica
incluir las decisiones sobre temas de la empresa privada en el acuerdo a
celebrar. La diversificación productiva, la integración nacional, el ataque a
las diferencias de riqueza entre regiones del país, deben ser parte del contrato
social nuevo, en el que la esfera pública de decisiones debe
ampliarse, no reducirse. Es el espíritu democrático del paradigma rousseauniano
de la voluntad general.
El planteo de un acuerdo de políticas macroeconómicas al
estilo del Consenso de Washington, como un acuerdo necesario del sistema
político que incluya a todos los partidos, no puede leerse sino como un intento
de chilenización de la institucionalidad argentina. En los tiempos en que ese
paradigma está sometido a la impugnación de la ciudadanía en el país donde
impera.
El planteo del final del texto de Llach destila la
expansión del lenguaje mercantil a la esfera de la política, pues cierra
diciendo que “el gran desafío será lograr amplios y certeros acuerdos, ojalá
basados también en un nuevo sistema de partidos competitivos”.
La cuestión de los partidos competitivos pertenece a las
ideas que plantea Schumpeter en Dos conceptos de democracia. Desplazan
al ciudadano como sujeto de la política, asumiendo ese rol los políticos
profesionales, transformando la práctica de la política para concentrarla en la
competencia entre los aspirantes a obtener la confianza y la preferencia del
elector. Un mercado de candidatos y de consumidores-electores.
El contrato social como propuesta de un proyecto popular
debe ir en una dirección contraria, estimulando la construcción de ciudadanía
en el sentido más amplio de la misma, que excede la representatividad, con el
impulso de formas participativas y de lógicas de movilización popular que no
contradicen la democracia, sino que la fortifican y enriquecen.
(*) El cohete a la luna, 3/11/019.
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