El Proceso de Franz Kafka (4)

El Proceso de Franz Kafka (4)


EL COMERCIANTE BLOCK K RENUNCIA AL ABOGADO

 Por fin se había decidido K a renunciar a la representación del ahogado. Las dudas acerca de lo acertado de dicha medida no se podían eliminar, pero el convencimiento de la necesidad de ese paso terminó por prevalecer. La decisión, en el día que K tenía que visitar al abogado, le había costado tiempo y esfuerzo, trabajó con excesiva lentitud y tuvo que permanecer muchas horas en su despacho. Pasaban de las diez de la noche cuando K se presentó ante la puerta del abogado. Antes de llamar pensó si no sería mejor romper con el abogado por teléfono o por escrito, pues la entrevista tendría que ser por fuerza desagradable. Pero K decidió mantenerla, de otro modo el abogado aceptaría la decisión de K con algunas palabras formales o con silencio, y K, salvo lo que Leni le pudiera decir, desconocería su reacción ante la medida y las consecuencias que, según la opinión nada despreciable del abogado, ese paso tendría para K. No obstante, si K estaba sentado frente al abogado, aunque éste no quisiera decir mucho, al menos podría deducir bastante de sus gestos y de su actitud. Tampoco se podía excluir que le convenciese para que el abogado continuase con la defensa y que él renunciase a su decisión. Como siempre, la primera llamada a la puerta quedó sin respuesta. «Leni podría ser más rápida» ––pensó K. Pero resultaba una ventaja que no se inmiscuyeran los vecinos, como habitualmente, ya fuese el hombre en bata o cualquier otro. Mientras K tocaba el timbre por segunda vez, miró hacia la puerta vecina, pero permaneció cerrada. Finalmente aparecieron dos ojos en la mirilla de la puerta, pero no eran los de Leni. Alguien abrió la puerta, pero siguió apoyándose en ella, y gritó hacia el interior: ––¡Es él! ––y abrió del todo. K había empujado también la puerta, pues ya había escuchado la llave de la cerradura en la puerta de al lado. Cuando la puerta se abrió, se precipitó hacia dentro y le dio tiempo a ver cómo Leni, a la que habían dirigido antes el grito de advertencia, corría por el pasillo vestida con una simple camisa. Se quedó mirándola un rato y luego se volvió hacia el que había abierto la puerta. Era un hombre pequeño y delgado, con barba, y sostenía una vela en la mano. ––¿Está empleado aquí? ––preguntó K. ––No ––respondió el hombre––, el abogado me defiende, estoy aquí por un asunto judicial. ––¿Sin chaqueta? ––preguntó K, y señaló con un movimiento de la mano su forma inapropiada de vestir. ––¡Oh, disculpe! ––dijo el hombre, y se iluminó a sí mismo con la vela, como si advirtiese por primera vez su estado. ––¿Leni es su amante? ––preguntó K brevemente.

Había abierto algo las piernas, las manos, que sostenían el sombrero, permanecían en la espalda. Sólo por poseer un buen abrigo de invierno se sintió superior a aquella figura esmirriada. ––¡Oh, Dios! ––dijo, y alzó la mano ante el rostro en una actitud defensiva––, no, no, ¿cómo puede pensar––eso? ––Parece que dice la verdad ––dijo K sonriendo––, no obstante, venga ––le hizo una seña con el sombrero y dejó que fuera por delante. ––¿Cómo se llama? ––preguntó K mientras caminaban. ––Block, soy el comerciante Block ––dijo, y al hacer su presentación se volvió, pero K no dejó que se detuviera. ––¿Es su apellido de verdad? ––preguntó K.––Claro ––fue la respuesta––, ¿por qué? ––Pensé que tenía razones para silenciar su apellido ––dijo K. Se sentía libre, tan libre como el que habla en el extranjero con gente de baja condición, guarda para sí todo lo que le afecta y sólo habla indiferente de los intereses de los demás, elevándolos o dejándolos caer según su gusto. K se paró ante la puerta del despacho del abogado, la abrió y gritó al comerciante, que había continuado: ––¡No tan deprisa! Ilumine aquí. K pensó que Leni podía haberse escondido allí, por lo que obligó al comerciante a buscar por todas las esquinas, pero la habitación estaba vacía. K detuvo al comerciante ante el cuadro del juez cogiéndole por los tirantes. ––¿Le conoce? ––preguntó, y señaló con el dedo hacia arriba. El comerciante elevó la vela, miró guiñando los ojos y dijo: ––Es un juez. ––¿Un juez supremo? ––preguntó K, y se puso al lado del comerciante para observar la impresión que le causaba el cuadro. El comerciante miraba con admiración. ––Es un juez supremo ––dijo. ––Usted no tiene mucha capacidad de observación ––dijo K––. Entre todos los jueces de instrucción inferiores, él es el inferior. ––Ahora me acuerdo ––dijo el comerciante, y bajó la vela––, yo también lo he oído. ––Naturalmente ––exclamó K––, lo olvidé, claro que lo habrá oído. ––Pero, ¿por qué?, ¿por qué? ––preguntó el comerciante, mientras se dirigía hacia la puerta empujado por K. Ya en el pasillo, dijo K: ––¿Sabe dónde se ha escondido Leni? ––¿Escondido? ––dijo el comerciante––. No, pero puede estar en la cocina preparando una sopa para el abogado. ––¿Por qué no lo ha dicho en seguida? ––preguntó K. ––Yo quería conducirle hasta allí, pero usted mismo es el que me ha llamado ––respondió el comerciante, algo confuso por las órdenes contradictorias. ––Usted se cree muy astuto ––dijo K––. ¡Lléveme entonces hasta ella! K no había estado nunca en la cocina, era sorprendentemente grande y estaba muy bien amueblada. El horno era tres veces más grande que los normales; del resto podía ver muy poco, pues la cocina sólo estaba iluminada por una pequeña lámpara situada a la entrada.

Frente al fogón se encontraba Leni con un delantal blanco, como siempre, y cascaba huevos en una olla puesta al fuego. ––Buenas noches, Josef––dijo mirándole de soslayo. ––Buenas noches ––dijo K, y señaló una silla en la que el comerciante se debía sentar, lo que éste hizo sin vacilar. K, sin embargo, se aproximó a Leni por detrás, se inclinó sobre su hombro y preguntó: ––¿Quién es ese hombre? Leni rodeó la cabeza de K con una mano mientras con la otra daba vueltas a la sopa, luego le atrajo hacia sí y dijo: ––Es un hombre digno de lástima, un pobre comerciante, un tal Block. Míralo. Ambos le miraron. El comerciante estaba sentado en la silla que K le había asignado. Había apagado la vela, ya innecesaria, e intentaba presionar el pabilo con los dedos para evitar que humease. ––Estabas en camisa––dijo K, girando la cabeza hacia el fogón. Ella calló. ––¿Es tu amante? ––preguntó K. Ella quiso coger la olla, pero K tomó sus manos y dijo: ––¡Responde! Ella musitó: ––Ven al despacho, te lo explicaré todo. ––No ––dijo K––, quiero que lo aclares aquí. Ella le abrazó y quiso besarle, pero K se resistió y dijo: ––No quiero que me beses ahora. ––Josef––dijo Leni, y miró a los ojos de K suplicante pero con sinceridad––, ¿no estarás celoso del señor Block? Rudi ––dijo ahora volviéndose hacia el comerciante––, ayúdame y deja la vela, mira cómo sospecha de mí. Se podría haber pensado que no prestaba atención, pero seguía perfectamente la conversación. ––No sé por qué tiene que estar celoso ––dijo sin saber qué responder. ––Yo tampoco lo sé ––dijo K, y contempló al comerciante sonriendo. Leni rió en voz alta, se aprovechó del descuido de K para rodearse con su brazo y susurró:––Déjalo, ya ves la clase de hombre que es. Lo he tomado un poco bajo mi protección porque es un buen cliente del abogado, por ningún otro motivo. ¿Y tú? ¿Quieres hablar con el abogado? Hoy está muy enfermo, pero si quieres te anuncio ahora mismo. Por la noche te quedas conmigo, ¿verdad? Hace tiempo que no vienes, el abogado ha preguntado por ti. ¡No descuides el proceso! También yo tengo que comunicarte algo que he sabido hace poco. Pero ahora quítate el abrigo. Ella le ayudó a quitárselo, también le cogió el sombrero, luego regresó y comprobó cómo iba la sopa. ––¿Quieres que te anuncie ahora o prefieres que le lleve primero la sopa? ––Anúnciame primero ––dijo K.

Estaba enojado. En un principio tenía planeado hablar con Leni sobre la posibilidad de renunciar al abogado, pero la presencia del comerciante le había quitado las ganas. Ahora, sin embargo, consideraba el asunto demasiado importante como para que ese comerciante bajito pudiera interferir en él de una manera decisiva, así que llamó a Leni, que ya estaba en el pasillo, y le dijo que regresara. ––Llévale primero la sopa ––dijo––, tiene que fortalecerse para nuestra entrevista, lo va a necesitar. ––¿Usted también es un cliente del abogado? ––dijo el comerciante en voz baja desde su esquina sólo para confirmar. ––¿Qué le importa a usted eso? ––dijo K. Pero Leni intervino: ––Quieres callarte. Bueno, entonces le llevo primero la sopa––dijo Leni a K y sirvió la sopa en un plato––. Pero temo que se duerma; en cuanto come, se duerme. ––Lo que voy a decirle le mantendrá despierto ––dijo K. ––Quería dar a entender que pretendía decirle algo muy importante, quería que Leni le preguntara qué era para luego pedirle consejo. Pero ella se limitó a cumplir las órdenes. Cuando pasó a su lado con el plato, le dio un golpe cariñoso y musitó: ––En cuanto se haya tomado la sopa, te anuncio, así te tendré conmigo antes. ––Ve ––dijo K––, ve. ––Sé más amable ––dijo ella, y se volvió al llegar a la puerta. K miró cómo se iba. Su decisión de despedir al abogado era definitiva. Era mejor no haber hablado antes con Leni. Ella apenas tenía una visión general del caso, le habría desaconsejado ese paso, probable mente hubiera convencido a K para no darlo, habría seguido dudando, permanecería inquieto y, finalmente, habría tenido que tomar la misma decisión, pues era inevitable. Pero cuanto antes la tomara, más daños se ahorraría. Tal vez el comerciante pudiera decir algo al respecto. K se volvió; apenas lo notó el comerciante, quiso levantarse. ––Permanezca sentado ––dijo K, y puso una silla a su lado––. ¿Es un viejo cliente del abogado? ––preguntó K. ––Sí ––dijo el comerciante––, desde hace muchos años. ––¿Cuántos años hace que le representa? ––preguntó K. ––No sé qué quiere decir––dijo el comerciante––, en asuntos jurídicos y de negocios –– tengo un negocio de granos––, me asesora desde que asumí el negocio, hace casi veinte años, pero en mi proceso, a lo que usted probablemente se refiere, desde su inicio hace más de cinco años. Sí, hace más de cinco años ––añadió, y sacó una cartera––. Lo tengo apuntado aquí, si quiere le doy las fechas precisas. Es difícil mantenerlo todo en la memoria.

Mi proceso es posible que dure más, comenzó poco después de la muerte de mi mujer, y de eso ya hace más de cinco años. K se acercó aún más a él. ––Así que el abogado también se hace cargo de asuntos jurídicos ordinarios ––dijo K. Esa conexión entre ciencias jurídicas y tribunal le pareció muy tranquilizadora. ––Cierto ––dijo el comerciante, y susurró a K––: Se dice incluso que es más habilidoso en las cuestiones jurídicas que en las otras. Pero inmediatamente pareció lamentar lo dicho, puso una mano en el hombro de K y dijo: ––Le suplico que no me traicione. K le dio unos golpecitos amistosos en el muslo y dijo: ––No se preocupe, no soy ningún traidor. ––Él es muy vengativo ––dijo el comerciante. ––No hará nada contra un cliente tan fiel ––dijo K. ––¡Oh, sí! ––dijo el comerciante––, cuando se excita no conoce diferencias. Además, no le soy tan fiel. ––¿Por qué no? ––preguntó K. ––¿Puedo confiarle algo? ––preguntó el comerciante indeciso. ––Creo que puede––dijo K.––Bien, le confiaré una parte, pero usted debe decirme a su vez un secreto, así estaremos en las mismas condiciones ante el abogado. ––Es usted muy precavido ––dijo K––, le diré un secreto que le tranquilizará por completo. Así que, ¿en que consiste su infidelidad con el abogado? ––Yo tengo… ––dijo el comerciante indeciso, en un tono como si estuviera confesando algo deshonroso––, además de él tengo otros abogados. ––Eso no es tan malo ––dijo K un poco decepcionado. ––Aquí sí ––dijo el comerciante respirando con dificultad, aunque después de las palabras de K tuvo más confianza––. No está permitido. Y lo que no se tolera bajo ninguna circunstancia es tener otros aboga dos intrusos junto al abogado propiamente dicho. Y eso es precisamente lo que yo he hecho, además de él tengo cinco abogados. ––¡Cinco! ––exclamó K, el número le dejó asombrado––. ¿Cinco abogados además de éste? El comerciante asintió: ––Ahora mismo estoy en tratos con el sexto. ––Pero, ¿para qué necesita tantos abogados? ––preguntó K. ––Los necesito a todos ––dijo el comerciante. ––¿Me lo puede explicar? ––Encantado ––dijo el comerciante––. Ante todo no quiero perder el proceso, eso es evidente. Así, no puedo omitir nada que me sea útil. Aun cuando en un caso concreto las esperanzas de utilidad sean muy pequeñas, no las puedo rechazar. Por consiguiente, he invertido todo lo que poseo en el proceso. Por ejemplo, he sacado todo el dinero de mi negocio; antes las oficinas de mi negocio ocupaban toda una planta, ahora basta una pequeña estancia en la parte trasera de la casa, en la que trabajo con un aprendiz.

Este repliegue no se ha debido exclusivamente a la carencia de dinero, sino también a la drástica reducción de la jornada laboral. Quien quiere hacer algo por su proceso, puede ocuparse muy poco de todo lo demás. ––Entonces, ¿usted mismo trabaja en los juzgados? ––preguntó K––. Precisamente sobre eso quisiera saber algo más. ––Precisamente sobre eso le puedo informar muy poco ––dijo el comerciante––. Al principio lo intenté, pero lo tuve que dejar. Es demasiado agotador y no es una actividad que procure muchos éxitos. Trabajar y negociar allí al mismo tiempo me resultó imposible. Simplemente estar sentado y esperar supone un esfuerzo agotador. Ya conoce usted ese aire opresivo de las oficinas. ––¿Cómo sabe que he estado allí? ––preguntó K.––Yo estaba precisamente en la sala de espera cuando usted pasó. ––¡Qué casualidad! ––exclamó K, tan absorbido por la conversación que había olvidado lo ridículo que le había parecido al principio el comerciante––. ¡Entonces me vio! Estaba en la sala de espera cuando pasé. Sí, yo pasé por allí una vez. ––No es tanta casualidad ––dijo el comerciante––, estoy allí casi todos los días. ––Tendré que ir más ––dijo K––, pero no seré recibido con tanto decoro como aquella vez. Todos se levantaron. Pensaron que yo era un juez. ––No ––dijo el comerciante––, en realidad saludábamos al ujier. Nosotros ya sabíamos que usted era un acusado. Esas noticias se difunden con rapidez. ––Así que ya lo sabía ––dijo K––, entonces mi comportamiento le debió de parecer, tal vez, arrogante. ¿No hablaron sobre ello? ––No ––dijo el comerciante––. Todo lo contrario. No son más que tonterías. ––¿Que son tonterías? ––preguntó K. ––¿Por qué pregunta eso? ––dijo el comerciante enojado––. Parece no conocer a la gente de allí y tal vez lo interpretase mal. Debe tener en cuenta que en este tipo de procedimientos se habla de muchas cosas para las que ya no basta el sentido común, uno está demasiado cansado y confuso, así que se cae en las supersticiones. Hablo de los demás, pero yo no soy mejor. Una de esas supersticiones es, por ejemplo, que muchos pueden presagiar el resultado del proceso mirando el rostro del acusado, especialmente por la forma de los labios. Esas personas afirman que por sus labios deducen que usted será condenado en breve. Repito, es una superstición ridícula y en la mayoría de los casos refutada por los hechos, pero cuando se vive en esa compañía es difícil deshacerse de esas opiniones. Piense sólo la fuerza con que puede obrar esa superstición. Usted se dirigió a uno de los acusados ¿verdad? Él apenas le pudo responder.

Hay muchas causas para quedar confuso en una situación así, pero una de ellas era sus labios. Luego contó que creía haber visto en sus labios el signo de su propia condena. ––¿En mis labios? ––preguntó K, sacó un espejo y se contempló––. No noto nada especial en mis labios, ¿y usted? ––Yo tampoco ––dijo el comerciante––. Nada en absoluto. ––Qué supersticiosa es la gente ––exclamó K. ––¿Acaso no lo dije? ––preguntó el comerciante. ––¿Hablan mucho entre ustedes? ¿Intercambian sus opiniones? ––preguntó K––. Hasta ahora me he mantenido apartado. ––Por regla general no conversan entre ellos ––dijo el comerciante––, no sería posible, son demasiados. Tampoco hay intereses comunes. Cuando alguna vez surge en un grupo la creencia en un interés común, resulta al poco tiempo un error. No se puede emprender nada en común contra el tribunal. Cada caso se investiga por separado, es el tribunal más concienzudo. Así pues, en común no se puede imponer nada. Sólo un individuo logra algo en secreto. Sólo cuando lo ha logrado, se enteran los demás. Nadie sabe cómo ha ocurrido. Así que no hay nada en común, uno se encuentra de vez en cuando con otro en la sala de espera, pero allí se habla poco. Las supersticiones vienen ya de muy antiguo y se difunden por sí mismas. ––Yo vi a los señores en la sala de espera ––dijo K––, y su espera me pareció inútil. ––Esperar no es inútil ––dijo el comerciante––, inútil es actuar por sí mismo. Ya le he dicho que yo, además de éste, tengo a cinco abogados. Se podría creer ––yo mismo lo creí al principio––, que podría delegar en ellos todo el asunto. Eso sería falso. Les podría delegar lo mismo que si tuviera a un solo abogado. ¿No lo entiende? ––No ––dijo K, y puso su mano en la del comerciante para apaciguarle e impedir que siguiese hablando con tanta rapidez––, pero quisiera pedirle que hable un poco más despacio, son cosas muy interesantes para mí y no le puedo seguir muy bien. ––Está bien que me lo recuerde ––dijo el comerciante––, usted es nuevo, un novato por así decirlo. Su proceso lleva en marcha medio año, ¿verdad? He oído de ello. ¡Un proceso tan joven! Yo, sin embargo, he reflexionado sobre todas estas cosas mil veces, para mí son lo más evidente del mundo. ––¿Está contento de que su proceso ya esté tan avanzado? ––preguntó K, aunque no quería preguntar directamente cómo le iban los asuntos al comerciante. Pero tampoco recibió una respuesta clara. ––Sí, llevo arrastrando mi proceso desde hace cinco años ––dijo el comerciante hundiendo la cabeza––, no es un logro pequeño ––y se calló un rato.

K escuchó un momento para saber si Leni venía. Por una parte no quería que viniese, pues aún le quedaba mucho por preguntar y no quería encontrarse con ella en medio de una conversación tan confidencial; por otra parte, sin embargo, le enojaba que permaneciera tanto tiempo con el abogado a pesar de su presencia, mucho más del tiempo necesario para servir una sopa. ––Recuerdo muy bien ––comenzó de nuevo el comerciante, y K prestó toda su atención–– cuando mi proceso tenía la misma edad que el suyo ahora. En aquel tiempo sólo tenía a este abogado, pero no estaba muy satisfecho con él. «Aquí me voy a enterar de todo» ––pensó K, y asintió insistentemente con la cabeza, como para animar así al comerciante a que revelase todo lo que tuviera importancia. ––Mi proceso ––continuó el comerciante–– no progresaba, se llevaban a cabo pesquisas, yo estuve presente en todas, reunía material, presenté todos mis libros de contabilidad ante el tribunal, lo que, como me enteré después, no había sido necesario, visité una y otra vez al abogado, ,presentó varios escritos judiciales…––¿Varios escritos judiciales? ––Sí, cierto ––dijo el comerciante. ––Eso es importante para mí ––dijo K––, en mi causa aún trabaja en el primer escrito. Todavía no ha hecho nada. Ahora veo que me descuida vergonzosamente. ––Que el escrito judicial no esté terminado se puede deber a múltiples causas justificadas – –dijo el comerciante––. Por lo demás, en lo que respecta a mis escritos resultó que no habían tenido ningún valor. Yo mismo he leído uno de ellos gracias a un funcionario judicial. Era erudito pero sin contenido alguno. Ante todo mucho latín, que yo no entiendo, también interminables apelaciones generales al tribunal; adulaciones a determinados funcionarios, que, aunque no eran nombrados, cualquier especialista podía deducir fácilmente de quién se trataba; un elogio de sí mismo del abogado, humillándose como un perro ante el tribunal y, finalmente, algo de jurisprudencia. Las diligencias, por lo que pude comprobar, parecían haber sido hechas con todo cuidado. Tampoco quiero juzgar en base a ellas el trabajo del abogado; además, el escrito que leí no era más que uno entre muchos, aunque, en todo caso, y de eso quiero hablar ahora, no percibí el más pequeño progreso en mi causa. ––¿Qué progreso quería usted ver? ––preguntó K. ––Sus preguntas son muy razonables ––dijo el comerciante sonriendo––, raras veces se pueden ver progresos en este procedimiento. Pero eso no lo sabía al principio. Soy comerciante, y antaño lo era más que ahora; yo quería ver progresos tangibles, todo tenía que aproximarse al final o, al menos, tomar el camino adecuado.

 En vez de eso sólo había interrogatorios, casi siempre con el mismo contenido. Las respuestas ya las tenía preparadas, como una letanía. Varias veces a la semana venían ujieres a mi negocio, a mi casa o a donde pudieran encontrarme, eso era una molestia––hoy, con el teléfono, es mucho mejor––, además, se empezaron a difundir rumores sobre mi proceso entre amigos de negocios y, especialmente, entre mis parientes, sufría perjuicios por todas partes, pero no había el más mínimo signo de que se fuera a producir en un tiempo prudencial la primera vista. Así que fui a ver al abogado y me quejé. Él me dio largas explicaciones, pero rechazó con decisión hacer algo en mi favor, nadie tenía poder, según él, para influir en la fijación de la fecha de la vista. Insistir sobre ello en un escrito, como yo pedía, era algo inaudito y nos llevaría a los dos a la ruina. Yo pensé: «Lo que este abogado ni quiere ni puede, es posible que otro abogado lo quiera y pueda». Así que busqué otro abogado. Se lo voy a anticipar: nadie ha impuesto o solicitado la fijación de la vista principal, eso es imposible, con una excepción de la que le hablaré a continuación. Respecto a ese punto el abogado no me había engañado. Pero tampoco tuve que lamentar haberme dirigido a otro abogado. Ya habrá oído algo sobre los abogados intrusos a través del Dr. Huld, él se los habrá presentado como seres bastante despreciables y así son en la realidad. Pero cuando habla de ellos y se compara siempre omite un pequeño detalle. Denomina a los abogados de su círculo los «grandes abogados». Eso es falso, cada cual puede llamarse, naturalmente, si le place, «grande», pero en este caso sólo deciden los usos judiciales. Este abogado y sus colegas son, sin embargo, los pequeños abogados, los grandes, de los que sólo he oído hablar y a los que no he visto nunca, están en un rango comparablemente superior al que ocupan éstos respecto a los despreciables abogados intrusos.––¿Los grandes abogados? ––preguntó K––. ¿Quiénes son? ¿Cómo se puede establecer contacto con ellos? ––Así que usted aún no ha oído hablar de ellos ––dijo el comerciante––. Apenas hay un acusado que después de haber conocido su existencia no sueñe largo tiempo con ellos. Pero no se deje seducir por la idea. Yo no sé quiénes son los grandes abogados y no tengo ningún acceso a ellos. No conozco ningún caso en el que se pueda decir con seguridad que han intervenido. Defienden a algunos, pero no se puede lograr su defensa por propia voluntad, sólo defienden a los que quieren defender. Sin embargo, los asuntos que aceptan ya tienen que haber pasado de las instancias inferiores.

Por lo demás, es mejor no pensar en ellos, pues de otro modo todas las entrevistas con los otros abogados, todos sus consejos y ayudas, aparecerán como algo completamente inútil, yo o lo he experimentado, a uno le entran ganas de arrojarlo todo r la borda, irse a casa, meterse en la cama y no querer saber nada más asunto. Pero eso sería, una vez más, una gran necedad, tampoco en cama se podría gozar por mucho tiempo de tranquilidad. ––¿Usted no pensó entonces en los grandes abogados? ––preguntó K. ––No por mucho tiempo ––dijo el comerciante, y sonrió otra vez––, por supuesto no se les puede olvidar por completo, la noche es especialmente favorable para que surjan esos pensamientos. Pero en aquellos tiempos sólo pretendía éxitos inmediatos, así que fui a ver a los abogados intrusos. ––Qué bien estáis sentados los dos juntos ––exclamó Leni, que había regresado con el plato de sopa. Realmente estaban sentados muy cerca el uno del otro, al hacer el mínimo movimiento podrían golpearse mutuamente con la cabeza. El comerciante, que además de su pequeña estatura se mantenía encorvado obligó a que K se inclinara para poder oír lo que decía. ––Un momento todavía ––gritó K, rechazando a Leni y agitando impaciente la mano que aún tenía sobre la del comerciante. ––Quería que le contase mi proceso ––dijo el comerciante a Leni. ––Sigue, sigue contando ––dijo ella. Hablaba al comerciante con cariño, pero también algo despectivamente. A K no le gustó. Como acababa de reconocer, ese hombre poseía un valor, al menos tenía experiencias que sabía comunicar. Era posible que Leni le juzgara injustamente. Miró a Leni enojado cuando ella le quitó la vela al comerciante, que había sostenido en alto todo ese tiempo, le limpió la mano con el delantal y se arrodilló a su lado para raspar algo de cera que le había caído en el pantalón. ––Quería hablarme de los abogados intrusos ––dijo K y, sin más comentarios, dio una palmada en la mano de Leni. ––¿Qué quieres? ––preguntó Leni, le devolvió la palmada y continuó su trabajo. ––Sí, de los abogados intrusos ––dijo el comerciante y se pasó la mano sobre la frente, como si reflexionara. K quiso ayudarle y dijo: ––Usted quería tener éxitos inmediatos y por eso buscó abogados intrusos. ––Ah, sí, cierto ––dijo el comerciante, pero no continuó hablando «Es posible que no quiera hablar delante de Leni» ––pensó K. Dominó su impaciencia por oír el resto y no le presionó más. ––¿Me has anunciado? ––preguntó a Leni. ––Naturalmente ––dijo ella––, te está esperando. Deja a Block, con él puedes hablar más tarde, se quedará aquí. K aún dudaba. ––¿Quiere quedarse aquí? ––preguntó al comerciante.

Quería oír su propia respuesta. No le gustaba que Leni hablase del comerciante como si estuviera ausente. Ese día estaba lleno de oscuros reproches contra Leni. Pero otra vez fue Leni la que respondió: ––Duerme aquí con frecuencia. ––¿Duerme aquí? ––preguntó al comerciante. K había creído que esperaría allí hasta que él cumpliese rápidamente con el trámite de hablar con el abogado, luego podrían continuar juntos y hablarlo todo sin molestias. ––Sí ––dijo Leni––, no todos son como tú, Josef, que te presentas a ver al abogado cuando quieres. Ni siquiera pareces asombrarte de que el abogado te reciba a las once de la noche y a pesar de su enfermedad. Aceptas todo lo que hacen tus amigos por ti como algo evidente. Bien, tus amigos o, al menos, yo, lo hacemos encantados. No quiero ningún otro agradecimiento, y tampoco lo necesito, salvo el de que me quieras. «¿Que te quiera?» ––pensó K en el primer momento, luego le pasó por la cabeza: «Bien, sí, la quiero». Sin embargo, al responder ignoró sus últimas palabras: ––Me recibe porque soy su cliente. Si fuese necesaria la ayuda de extraños, debería estar mendigando a casa paso. ––¿Qué mal está hoy, verdad? ––preguntó Leni al comerciante. «Ahora soy yo el ausente» ––pensó K, y casi se enoja con el comerciante al asumir éste la descortesía de Leni y decir: ––El abogado también le recibe por otros motivos. Su caso es más interesante que el mío. Además, su proceso está en la primera fase, es decir, no ha avanzado mucho, por eso al abogado le gusta ocuparse de Más tarde será diferente. ––Sí, sí ––dijo Leni, y contempló al comerciante sonriendo––. ¡Cómo bromea! No le creas nada––dijo Leni volviéndose a K––. Es tan cariñoso como hablador. A lo mejor es por eso que el abogado no le puede soportar. Sólo le recibe cuando está de buen humor. Me he esforzado mucho por cambiarlo, pero es imposible. Hay veces en que anuncio a Block y le recibe tres días después. Si cuando lo llama no está preparado para entrar, entonces está todo perdido y hay que anunciarle de nuevo. Por eso le he permitido dormir aquí, ya ha ocurrido que le ha llamado en plena noche. Ahora Block también está preparado de noche. Pero puede ocurrir que el abogado, si resulta que Block está aquí, cambie de opinión y cancele la visita. K miró con gesto interrogativo al comerciante. Éste asintió y dijo abiertamente, como antes había hablado con K, quizá algo confuso por la vergüenza: ––Sí, uno termina volviéndose dependiente de su abogado. ––Sólo se queja para guardar las apariencias ––dijo Leni––, le encanta dormir aquí, como ha reconocido ante mí muchas veces.

Ella se acercó a una pequeña puerta y la abrió de golpe. ––¿Quieres ver dónde duerme? ––preguntó. K fue hacia allí y vio desde el umbral un recinto bajo y sin ventanas, ocupado por completo por una cama estrecha. Sólo se podía subir a ella escalando por la pata de la cama. En la cabecera había un hundimiento en la pared, allí se podían ver, ordenados escrupulosamente, una vela, un tintero, una pluma y unos papeles, probablemente escritos del proceso. ––¿Duerme en la habitación de la criada? ––preguntó K volviéndose hacia el comerciante. ––Leni la ha arreglado para mí ––respondió el comerciante––. Dormir en ella es muy ventajoso. K lo contempló un rato. La primera impresión que había recibido del comerciante era, probablemente, la correcta. Tenía experiencia, pues su proceso duraba ya mucho tiempo, pero la había pagado muy cara. De repente, K no soportó por más tiempo la visión del comerciante. ––¡Llévatelo a la cama! ––le gritó a Leni, que pareció no entenderle. Él, sin embargo, quería ir a ver al abogado y, con su renuncia, liberarse no sólo de él, sino también de Leni y del comerciante. Pero antes de que llegase a la puerta, el comerciante se dirigió a él en voz baja: ––Señor gerente. K se volvió enojado. ––Ha olvidado su promesa ––dijo el comerciante, que se estiró en su sitio y miró a K suplicante––. Me tiene que decir un secreto.––Es verdad ––dijo K, y acarició ligeramente a Leni con una mirada. Ella prestó atención a lo que iba a decir––. Escuche, aunque ya no es ningún secreto. Voy a ver al abogado para despedirle. ––¡Le despide! ––gritó el comerciante, saltó de la silla y corrió alrededor de la cocina con los brazos en alto. Una y otra vez gritaba: ––¡Despide al abogado! Leni quiso acercarse a K, pero el comerciante se interpuso en su camino, por lo que le dio un golpe con el puño. Aún con la mano cerrada, corrió detrás de K, pero éste le llevaba ventaja. Acababa de entrar en la habitación del abogado, cuando Leni logró alcanzarle. K cerró la puerta, pero Leni la mantuvo abierta con el pie, le cogió del brazo e intentó sacarle. K presionó tanto su muñeca que se vio obligada a soltarle lanzando un quejido. No se atrevió a entrar de inmediato en la habitación. K cerró la puerta con llave. ––Le espero desde hace tiempo ––dijo el abogado desde la cama, dejó un escrito, que había estado leyendo a la luz de una vela, sobre la mesilla de noche y se puso las gafas, con las que miró a K con ojos penetrantes. En vez de disculparse, K dijo: ––Me iré en seguida.

El abogado ignoró las palabras de K, porque no suponían ninguna disculpa, y dijo: ––La próxima vez no le recibiré a una hora tan avanzada. ––No importa––dijo K. El abogado le lanzó una mirada interrogativa. ––Siéntese ––dijo. ––Como guste ––dijo K, y trajo una silla hasta la mesilla de noche. ––Me parece que ha cerrado la puerta con llave ––dijo el abogado. ––Sí ––dijo K––, ha sido por Leni. No tenía la menor intención de respetar a nadie. Pero el abogado preguntó: ––¿Ha vuelto a ser atrevida? ––¿Atrevida? ––preguntó K. ––Sí ––dijo el abogado, y al reír sufrió un ataque de tos, pero continuó riendo en cuanto se le pasó.––Usted habrá notado ya su osadía––dijo, y dio unos ligeros golpecitos en la mano de K, que, confuso, la había apoyado en la mesilla de noche, retirándola ahora de inmediato. ––No le da importancia––dijo el abogado cuando K se quedó callado––, mucho mejor. Si no hubiera tenido que disculparme ante usted. Es una peculiaridad de Leni, que ya le he perdonado hace mucho tiempo y de la que no hablaría si usted no hubiera cerrado la puerta con llave. A usted sería a quien menos se le debería explicar esa peculiaridad, pero como me mira tan consternado, lo haré. Esa peculiaridad consiste en que Leni encuentra guapos a la mayoría de los acusados. Se encapricha de todos, los ama, al menos aparentemente todos le corresponden; para entretenerme, cuando le doy permiso, me cuenta algo. Para mí no es ninguna sorpresa, como para usted parece serlo. Cuando se tiene la perspectiva visual adecuada, se encuentra que, efectivamente, la mayoría de los acusados son guapos. Se trata, en cierta manera, de un fenómeno científico bastante extraño. A causa de la apertura del proceso no se produce, naturalmente, una alteración clara y apreciable del aspecto exterior de una persona. Pero tampoco es como en otros asuntos judiciales, aquí la mayoría mantiene su forma de vida habitual y, si tienen un buen abogado que cuide de ellos, el proceso apenas les afectará. Sin embargo, los que poseen una dilatada experiencia son capaces de reconocer a los acusados entre una multitud. ¿Por qué?, preguntará. Mi respuesta no le satisfará. Los acusados son los más guapos. No puede ser la culpa la que los embellece, pues ––y aquí tengo que hablar como abogado–– no todos son culpables; tampoco puede ser la pena futura la que les hace guapos, pues no todos serán castigados; por consiguiente, se tendría que deber al proceso, que, de algún modo, les marca. Aunque también hay que reconocer que entre todos ellos hay algunos que se distinguen por una belleza especial. Pero todos son guapos, incluso Block, ese gusano miserable.

Cuando el abogado terminó de hablar, K estaba tranquilo, incluso había asentido con la cabeza a sus últimas palabras, confirmando así su antigua opinión de que el abogado siempre intentaba confundirle con informaciones generales ajenas al caso y, así, evitaba dar respuesta a la cuestión de si había realizado algo en su favor. El abogado notó que K estaba dispuesto a ofrecerle más resistencia que de costumbre, pues se calló para dar a K la posibilidad de hablar. No obstante preguntó al ver que K mantenía su silencio: ––Pero usted ha venido a verme con una intención especial, ¿verdad? ––Sí ––dijo K y tapó un poco la vela con la mano para poder ver mejor al abogado––, quería decirle que renuncio a partir del día de hoy a sus servicios. ––¿Le he entendido bien? ––preguntó el abogado, se incorporó en la cama y se apoyó con una mano en la almohada. ––Creo que sí ––dijo K, que estaba sentado muy recto, como si estuviera al acecho. ––Bien, podemos discutir ese plan ––dijo el abogado transcurrido un rato. ––Ya no es ningún plan ––dijo K. ––Puede ser ––dijo el abogado––, pero tampoco nos vamos a precipitar. Utilizó la primera persona del plural, como si no tuviera la intención de desprenderse de K y como si quisiera seguir siendo, si no su defensor, sí, al menos, su consejero. ––No es precipitado ––dijo K, y se levantó lentamente, poniéndose detrás de la silla––, lo he pensado mucho y, quizá, demasiado tiempo. La decisión es definitiva. ––Al menos permítame decir algunas palabras ––dijo el abogado, que se quitó la manta y se sentó en el borde de la cama. Sus piernas desnudas, cubiertas de pelo blanco, temblaban de frío. Le pidió a K que le diera una manta que había sobre el canapé. K le llevó la manta y dijo: ––Se expone inútilmente a un enfriamiento. ––El motivo es lo suficientemente importante ––dijo el abogado, mientras cubría la parte superior del cuerpo con la manta de la cama y luego las piernas con la manta que le había llevado K––. Su tío es mi amigo y también le he cogido cariño a usted. Lo reconozco abiertamente. No necesito avergonzarme de ello. Esos discursos enternecedores del viejo eran inoportunos para las intenciones de K, pues le obligaban a dar una aclaración detallada, que él hubiera querido evitar. Además, le confundían, aunque nunca lograban que cambiase de decisión. ––Le agradezco mucho la amable opinión que tiene de mí ––dijo––, también reconozco que ha llevado mi asunto tan bien como le ha sido posible y con la mayor ventaja para mí. No obstante, en los últimos tiempos se ha afianzado en mí la convicción de que no es suficiente.

Por supuesto que jamás intentaré convencerle, a usted, a un hombre mucho más experimentado y mayor que yo. Si lo he intentando alguna vez, le ruego que me perdone. El asunto, como usted dice, es lo suficientemente importante y estoy convencido de que es necesario actuar con más energías en el proceso de las que se han empleado hasta ahora. ––Le comprendo ––dijo el abogado––. Usted es impaciente. ––No soy impaciente ––dijo K algo irritado, y ya no cuidó tanto sus palabras––. Usted pudo notar, cuando vine la primera vez acompañado de mi tío, que el proceso no me importaba mucho. Si no me lo recordaban con insistencia, lo olvidaba por completo. Pero mi tío se empeñó en que le encargase mi defensa, así lo hice, pero sólo para ser amable con él. Y a partir de ese momento creí que soportar el proceso sería aún más fácil para mí, pues al encargar al abogado la defensa, la carga del proceso recaería sobre él. Pero ocurrió todo lo contrario. Nunca antes de que usted asumiera mi defensa tuve tantas preocupaciones a causa del proceso. Cuando estaba solo no emprendía nada a favor de mi causa, pero apenas lo sentía; luego, sin embargo, dispuse de un defensor, todo estaba dispuesto para que algo ocurriera, yo esperaba cada vez más tenso sus diligencias, pero no se produjeron. Eso sí, de usted recibí informaciones acerca del tribunal que no hubiera podido recibir de otros. Pero eso no me puede bastar cuando el proceso, aunque sea en secreto, me afecta cada vez más. K había apartado la silla y permanecía de pie con las manos en los bolsillos de la chaqueta.––Desde un punto de vista práctico ––dijo el abogado en voz baja y con tranquilidad––, ya no se produce nada esencialmente nuevo. Usted está ahora ante mí del mismo modo en que estuvieron muchos otros acusados en la misma fase del proceso, y también dijeron lo mismo. ––Entonces todos esos acusados ––dijo K–– tenían la misma razón que yo tengo. Eso no refuta mis ideas. ––Yo no pretendía refutar su opinión ––dijo el abogado––, sólo quería añadir que había esperado de usted una mayor capacidad de juicio, sobre todo porque le he permitido hacerse una mejor idea de la judicatura y de mi actividad que a otros. Y, sin embargo, ahora puedo comprobar que, a pesar de mis esfuerzos, no me tiene mucha confianza. No me lo pone muy fácil. ¡Cómo se humillaba el abogado ante K! Sin consideración alguna al honor de su gremio, que en este punto es de lo más sensible. Y, ¿por qué lo hacía?

Según las apariencias era un abogado muy ocupado y, además, un hombre rico, en su caso no se trataba ni de ganancias ni de la pérdida de un cliente. Por añadidura, estaba enfermo y tenía que pensar en reducir su trabajo. No obstante, se aferraba a K. ¿Por qué? ¿Acaso era por el tío, o consideraba el proceso de K tan extraordinario que podría distinguirse ya fuese ante K o ––la posibilidad no se podía excluir–– ante sus amigos del tribunal? De su actitud no se podía deducir nada, por muy desconsiderada que fuese su mirada escrutadora. Se podría decir que esperaba con un gesto intencionadamente neutral el efecto de sus palabras. En todo caso pareció interpretar el silencio de K de un modo demasiado favorable, ya que continuó: ––Habrá notado que tengo un bufete grande pero que no empleo a pasantes. Antes era distinto, hubo un tiempo en que trabajaban para mí jóvenes juristas, hoy trabajo solo. En parte se debe a que me he ido restringiendo a asuntos como el suyo, en parte debido al profundo conocimiento que he ido acumulando acerca de esta judicatura. Pensé que un trabajo así no se puede delegar en nadie, que al hacerlo traicionaría al cliente y la tarea que había asumido. La decisión de realizar todo el trabajo por mí mismo tuvo consecuencias naturales: tuve que renunciar a casi todos los casos y sólo aceptar los que tenían un interés especial para mí. A fin de cuentas hay suficientes criaturas, y muy cerca de aquí, que se arrojan sobre cada mendrugo que yo rechazo. Aun así me puse enfermo por el exceso de trabajo. No obstante, no me arrepiento de mi decisión. Es posible que hubiera debido rechazar más casos de los que rechacé, pero que lo he dado todo en los procesos que he asumido es algo que ha resultado necesario y ha sido premiado con éxitos. Una vez encontré muy bien expresada en un escrito la diferencia entre la representación de mi cliente en asuntos judiciales normales y la representación en este tipo de asuntos. Decía: «Uno de los abogados lleva a su cliente de una hebra de hilo hasta la sentencia, el otro sube a su cliente sobre sus hombros y lo lleva así, sin bajarlo, hasta la sentencia e, incluso, más allá de ella». Así es. Pero no era del todo cierto cuando dije que jamás he lamentado asumir este trabajo tan pesado. Cuando usted, en su caso, se equivoca de manera tan garrafal, sólo entonces es cuando lo lamento. K no sólo no se dejó convencer, sino que se fue poniendo cada vez más impaciente.

Creyó percibir en el tono del abogado lo que le esperaría si cedía: comenzarían de nuevo los consuelos; se repetirían las menciones acerca de la redacción avanzada del escrito judicial, acerca del estado de ánimo de los funcionarios, pero también sobre las dificultades que se oponían al trabajo. En suma, todo eso, ya conocido, se tendría que repetir hasta la saciedad para embaucar a K con esperanzas inciertas y atormentarle con amenazas larvadas. Tenía que impedirlo definitivamente, así que dijo (33): ––¿Qué emprendería si mantuviese mi representación? El abogado aceptó esa pregunta humillante y contestó: ––Continuar con las diligencias ya iniciadas. ––Ya lo sabía ––dijo K––. Cualquier palabra más resulta superflua. ––Haré todavía un intento ––dijo el abogado, como si lo que irritaba a K le afectara en realidad a él––. Tengo la sospecha de que usted ha sido llevado a su falso enjuiciamiento de mi trabajo y a su comporta! miento por el hecho de que, a pesar de ser un acusado, se le ha tratado demasiado bien o, mejor expresado, con aparente indulgencia. También esto último tiene su motivo. A menudo es mejor estar encadenado que libre. Pero quiero mostrarle cómo se trata a otros acusados, tal vez sea capaz de aprender una lección. Voy a llamar a Block, abra la puerta y siéntese aquí, junto a la mesilla de noche. ––Encantado ––dijo K, e hizo lo que el abogado le había pedido. Siempre estaba dispuesto a aprender algo. Pero para asegurarse, preguntó: ––Pero, ¿se ha enterado de que le he retirado definitivamente mi confianza? ––Sí ––dijo el abogado––, pero hoy mismo puede rectificar. Se acostó, se tapó con la manta hasta la barbilla y se volvió hacia la pared. Entonces llamó. Al poco rato apareció Leni, intentó apreciar con miradas fugaces qué había ocurrido. Que K permaneciera tranquilo al lado de la mesilla de noche del abogado, era un signo positivo. Hizo una ligera seña con la cabeza a K, que la contempló rígido, y sonrió. ––Trae a Block––dijo el abogado. En vez de salir de la habitación para traerlo, se acercó a la puerta y gritó: ––¡Block! ¡El abogado te llama! ––luego se puso detrás de K, ya que el abogado continuaba mirando hacia la pared y no se preocupaba de nada. A partir de ese momento estuvo molestando a K, pues se inclinó sobre el respaldo de su silla y acarició, con sumo cuidado y suavidad, su pelo y mejillas. Finalmente, K intentó impedírselo al coger una de sus manos, que ella, después de resistirse algo, dejó en su poder.

Block llegó en seguida, pero se quedó esperando en la puerta: parecía reflexionar si debía entrar o no. Elevó las cejas e inclinó la cabeza como si estuviera esperando a que se repitiese la orden del abogado. K habría podido animarle a entrar, pero había decidido romper definitivamente no sólo con el abogado, sino con todo lo que había en casa, así que permaneció imperturbable. Leni tampoco habló. Block notó que nadie, en principio, le echaba, por lo que entró de puntillas, con los músculos del rostro tensos y las manos a la espalda, en una posición artificial. Dejó la puerta abierta para posibilitar una retirada. No miró a K, sino que su vista siempre se dirigió a la manta bajo la que se encontraba el abogado, al que ni siquiera podía ver por la postura adoptada. Pero entonces se oyó su voz: ––¿Block aquí? ––preguntó el abogado. Esa pregunta, que le cogió por sorpresa cuando ya había avanzado un buen trecho, le causó el mismo efecto que un golpe en el pecho y otro en la espalda, se tambaleó, permaneció profundamente inclinado y dijo: ––A su servicio. ––¿Qué quieres? ––preguntó el abogado––. Vienes en un momento inoportuno. ––¿No me ha llamado? ––preguntó Block, más a sí mismo que al abogado, y puso las manos hacia adelante, como para protegerse, disponiéndose a salir corriendo. ––Te he llamado ––dijo el abogado––, pero vienes en un momento inoportuno ––y tras una pausa añadió––: Siempre vienes en un momento inoportuno. Desde que el abogado comenzó a hablar, Block ya no miraba hacia la cama, más bien se quedó como petrificado en una esquina y se dedicaba exclusivamente a escuchar, como si la visión del que hablaba le deslumbrase tanto que no pudiese soportarlo. Pero escuchar al abogado era difícil, pues seguía de cara a la pared y hablaba despacio y rápido. ––¿Quiere que me vaya? ––preguntó Block. ––Bueno, ya que estás aquí ––dijo el abogado––, ¡quédate! Se podía creer que el abogado no había satisfecho el deseo de Block, sino que le había amenazado con azotarle, pues Block comenzó temblar. ––Ayer estuve con el tercer juez, mi amigo, y la conversación terminó centrándose en ti. ¿Quieres saber lo que me dijo? ––¡Oh!, por favor––dijo Block. Como el abogado no continuó hablando, Block repitió otra vez su súplica y se inclinó como si se propusiera arrodillarse. Entonces K se dirigió a él: ––¿Qué haces? ––exclamó. Leni intentó que no interviniera, por eso K cogió también su otra mano. No las apretaba precisamente con amor. Ella se quejaba e intentaba liberar las manos. Pero por culpa de la exclamación de K, el abogado castigó a Block:––¿Quién es tu abogado? ––preguntó el Dr. Huld. ––Usted ––dijo Block. ––¿Quién más? ––preguntó el abogado. ––Nadie más––dijo Block. ––Entonces no obedezcas a nadie más. Block reconoció la situación, dirigió a K miradas malignas y sacudió la cabeza.

Si se hubieran podido traducir esos gestos en palabras, habrían sido graves insultos. ¡Con ese hombre había querido hablar amigablemente K sobre su causa! ––Ya no te molestaré más ––dijo K reclinado en la silla––. Arrodíllate o ponte a cuatro patas si quieres, haz lo que te dé la gana, a mí no me importa. Pero Block tenía sentido del honor, al menos frente a K. Se lanzó hacia él con los puños en alto y gritó, tanto como era capaz de hacerlo en la cercanía del abogado: ––No me hable así, eso no está permitido. ¿Por qué me insulta? Y, además, aquí, en presencia del señor abogado, donde ambos, usted y yo, sólo somos tolerados por caridad. Usted no es mejor que yo, pues usted también es un acusado y tiene un proceso. Si a pesar de ello sigue siendo un señor, yo también, y aún más digno que usted. Y quiero que se dirija a mí como corresponde. Si se cree que es un privilegiado al estar sentado ahí y poder escuchar tranquilamente, mientras yo, como usted dice, me pongo a cuatro patas, le recuerdo la vieja máxima judicial: «Para el sospechoso es mejor moverse que sentarse, pues el que cansa puede hacerlo, sin saberlo, sobre una balanza y ser pesado según sus pecados». K no dijo nada, se limitó a mirar asombrado, con ojos inmóviles, a ese hombre perturbado. ¡Qué cambios había experimentado en las últimas horas! ¿Sería acaso el proceso el que le confundía de esa manera, y el que no le dejaba reconocer dónde estaba el amigo y dónde el j enemigo? ¿No se daba cuenta de que el abogado le humillaba intencionadamente y que no pretendía otra cosa que ufanarse de su poder ante K y así, tal vez, someterlo? Si Block no era capaz de darse cuenta, o si tanto temía al abogado que ese conocimiento no le ayudaba en nada, ¿cómo era posible que repentinamente se tornase tan astuto u osado corno para intentar engañar al abogado y ocultarle que tenía a su servicio a otros abogados? ¿Y cómo osaba atacar a K, que en cualquier momento podía revelar su secreto? Pero se atrevió a más, se acercó a la mesa del abogado y comenzó a quejarse de K: ––Señor abogado ––dijo––, ¿ha oído cómo me ha tratado ese hombre? Se pueden contar las horas de su proceso y quiere darme lecciones, a mí, que ya llevo cinco años de proceso. Incluso me insulta. No sabe ?nada y me insulta, a mí, que he estudiado, tanto como mis fuerzas lo han permitido, lo que es decencia, deber y lo que son usos judiciales. ––No te preocupes ––dijo el abogado–– y haz lo que te parezca correcto. ––Cierto ––dijo Block, como si él mismo se animase y, después de a corta mirada de soslayo, se arrodilló junto a la cama––. Ya me arrodillo, mi abogado––dijo.

Pero el abogado calló. Block acarició cuidadosamente la manta con una mano. Leni, liberándose de las manos de K, rompió el silencio que ahora reinaba: ––Me haces daño. Déjame. Me voy con Block. Se fue hacia él y se sentó al borde de la cama. Block se alegró. Inmediatamente le suplicó por medio de signos enérgicos que le ayudase ante el abogado. Parecía necesitar urgentemente la información del abogado, aunque tal vez sólo para dejarse explotar por el resto de los abogados. Leni sabía muy bien cómo ganarse a Huld, señaló la mano del anciano y frunció los labios como para dar un beso. Sin pensarlo, Block le dio un beso en la mano y repitió el beso a petición de Leni. Pero el abogado seguía callado. Leni, entonces, se acercó a él, su esbelta figura se hizo visible al estirarse sobre la cama, y acarició su rostro inclinada sobre su largo pelo blanco. Eso le obligó a contestar. ––Estoy dudando en decírselo ––dijo el abogado y se pudo ver cómo sacudió ligeramente la cabeza, tal vez para sentir mejor las caricias de Leni. Block escuchaba con la cabeza humillada, como si al escuchar estuviese incumpliendo un mandamiento. ––¿Por qué dudas? ––preguntó Leni. K tenía la impresión de que escuchaba una conversación estudiada, que ya se había repetido con frecuencia y se seguiría repitiendo en el futuro. Block era el único para el que no perdería su novedad. ––¿Cómo se ha portado hoy? ––preguntó el abogado en vez de responder. Antes de que Leni le contestase, miró hacia Block y observó un rato cómo elevaba las manos entrelazadas en actitud de súplica. Finalmente, ella asintió, se volvió hacia el abogado y dijo: ––Ha estado tranquilo y ha sido diligente. Un viejo comerciante, un hombre con toda una barba, suplicaba a una muchacha para que diera un buen testimonio de él. Por más que se reservase sus pensamientos reales, nada podía justificarle ante los ojos de sus congéneres. Casi degradaba al espectador. K no comprendía cómo el abogado podía pensar en ganárselo con semejante representación. Si no hubiese prescindido antes de él, lo habría hecho al contemplar esa escena. Ésos eran, pues, los resultados del método empleado por el abogado, al que K, por fortuna, no había estado expuesto mucho tiempo. El cliente terminaba por olvidarse del mundo y esperaba arrastrarse hasta el final del proceso por ese camino erróneo. Eso ya no era un cliente, eso era el perro del abogado. Si éste le hubiera ordenado meterse debajo de la cama como si fuera una caseta de perro, y ladrar desde allí dentro, lo hubiera hecho con placer.

K escuchó todo con actitud reflexiva e inquisidora, como si le hubieran encargado que retuviera todo lo dicho para presentar una denuncia y un informe en una instancia superior. ––¿Qué ha hecho durante todo el día? ––preguntó el abogado. ––Le he encerrado en el cuarto de la criada ––dijo Leni––, donde normalmente duerme, para que no me molestase mientras trabajaba. De vez en cuando le observé por la claraboya para ver qué hacía. Ha estado todo el tiempo arrodillado al pie de la cama, con los escritos que le has dejado abiertos, y no ha parado de leerlos. Eso me ha causado una buena impresión. Además, la ventana da a un pozo de ventilación, por lo que apenas tiene luz. Que Block, no obstante, leyera, me ha mostrado lo obediente que es. ––Me alegra oírlo ––dijo el abogado––, pero, ¿se enteraba de lo que leía? Block, durante esa conversación, movía continuamente los labios, aparentemente formulaba así las respuestas que esperaba de Leni. ––A eso no puedo responder con seguridad ––dijo Leni––. Lo único que sé es que le he visto leer concentrado. Ha leído durante todo el día la misma página y al leer ha seguido las líneas con el dedo. Siempre que le he mirado, suspiraba como si la lectura le costase un gran esfuerzo. Los escritos que le has dejado son, con seguridad, difíciles de entender. ––Sí ––dijo el abogado––, sí que lo son. No creo que los entienda. Sólo tienen que darle una idea de lo dura que es la lucha que yo dirijo en su defensa. Y ¿para quién dirijo esa dura lucha? Es ridículo decirlo, para Block. También tiene que aprender lo que eso significa. ¿Ha estudiado sin interrupción? ––Casi sin interrupción ––respondió Leni––, una vez pidió agua. Le di un vaso a través de la claraboya. A las ocho le dejé salir y le di algo de comer. Block miró a K de soslayo, como si se estuviera contando algo honorable de él y también tuviera que impresionar a K. Ahora parecía tener buenas esperanzas, se movía con más libertad y, de rodillas como estaba, se giraba a un lado y a otro. Pero sólo sirvió para que se notase más su confusión al oír las palabras siguientes del abogado. ––Le alabas ––dijo el abogado––, pero precisamente eso es lo que me impide hablar. El juez no se ha manifestado de un modo favorable, ni á sobre Block ni sobre su proceso. ––¿No ha sido favorable? ––preguntó Leni––. ¿Cómo es posible? Block le dirigió a Leni una mirada tensa, como si le atribuyese la capacidad de convertir en positivas las palabras pronunciadas por el juez. ––Nada favorables ––dijo el abogado––.

El juez, incluso, se mostró desagradablemente sorprendido cuando comencé a hablar de Block «No me hable de Block», dijo. «Pero es mi cliente», dije yo. «Deja que abusen de usted», dijo él. «No creo que su causa esté perdida», dije yo. «Deja que abusen de usted», repitió él. «No lo creo», dije yo, «Block sigue su proceso con diligencia. Prácticamente vive en mi casa para estar al corriente. No se encuentra a menudo un celo semejante. Cierto, no es una persona agradable, tiene malos modales y es sucio, pero desde una perspectiva meramente procesal, es irreprochable». Dije irreprochable y exageré intencionadamente. Él respondió: «Block es astuto. Ha acumulado mucha experiencia y sabe cómo retrasar el proceso. Pero su ignorancia es mucho más grande que su astucia. Qué diría si supiera que su proceso ni siquiera ha comenzado; que ni siquiera se ha dado la señal para el comienzo del proceso». Tranquilo, Block––dijo el abogado, pues Block había comenzado a levantarse sobre sus inseguras rodillas y parecía querer una explicación. Era la primera vez que el abogado se dirigía directamente a Block. Le miró desde arriba con los ojos cansados, aunque no fijamente. Block volvió a arrodillarse lentamente. ––Esa opinión del juez no tiene para ti ninguna importancia ––dijo el abogado––. No te asustes por cada palabra que oigas. Si se vuelve a repetir, no te diré nada más. No se puede comenzar ninguna frase sin que mires como si se fuera a pronunciar tu sentencia definitiva. ¡Avergüénzate ante mi cliente! También tú quebrantas su confianza en mí. ¿Qué quieres? Aún vives, aún estás bajo mi protección. ¡Es un miedo absurdo! Has leído en alguna parte que la sentencia definitiva, en algunos casos, pronuncia de improviso, emitida por una boca cualquiera en un momento arbitrario. Eso es verdad, con algunas reservas, pero también es verdad que tu miedo me repugna y que en él sólo veo una falta de confianza en mí. ¿Qué he dicho? Me he limitado a repetir la opinión de un juez. Ya sabes que las opiniones más distintas se acumulan en el proceso hasta lo inextricable. Ese juez, por ejemplo, acepta el inicio del proceso en una fecha diferente a la mía. Una diferencia de opiniones, nada más. En una determinada fase del proceso se da una señal con una campanilla según una vieja costumbre. Según la opinión de este juez a partir de ese preciso momento es cuando se inicia el proceso. Ahora no te puedo decir todo lo que se puede objetar a esa opinión. Tampoco lo entenderías, te basta con saber que hay mucho que habla en contra. Confuso, Block pasaba la mano sobre la manta, el miedo a las declaraciones del juez le hizo olvidar provisionalmente su sumisión frente al abogado. Sólo pensaba en él mismo y no cesaba de dar vueltas a las palabras del juez. ––Block ––dijo Leni con un tono admonitorio, y le tiró un poco hacia arriba del cuello de la chaqueta––, deja la manta y escucha al abogado.

EN LA CATEDRAL

K había recibido el cometido de enseñar algunos monumentos históricos a un buen cliente italiano del banco, que visitaba la ciudad por primera vez. Era una obligación que, en otro tiempo, hubiera considerado un honor, pero que ahora, cuando apenas lograba con esfuerzo mantener su prestigio en el banco, asumía con desagrado. Cada hora que no podía permanecer en el despacho le preocupaba. Por desgracia, tampoco podía aprovechar como antes sus horas laborales, pasaba mucho tiempo aparentando que trabajaba. Sin embargo, sus cuitas se hacían más grandes cuando permanecía ausente de su despacho. Imaginaba que el subdirector, siempre al acecho, entraba en su despacho, se sentaba a su mesa, registraba sus papeles, recibía a los clientes con los que K, desde hacía años, sostenía incluso una relación de amistad, les enemistaba con él, descubría fallos, que K, durante el trabajo, cometía sin darse cuenta y ya no podía evitar. Si se le encargaba realizar tina salida de negocios o irse de viaje, aunque fuese como una distinción ––semejantes encargos se habían hecho, casualmente, muy frecuentes en los últimos tiempos––, siempre sospechaba que se le quería alejar del despacho para examinar su trabajo o, simplemente, porque creían que podían prescindir de él. Podría haber rechazado todos esos encargos sin mayores dificultades, pero no se atrevió, pues, aunque sus temores no estuvieran justificados, un rechazo significaba una confesión del miedo qué sentía. Por este motivo aceptaba los encargos con aparente indiferencia, incluso llegó a silenciar un serio enfriamiento antes de emprender un agotador viaje de negocios de dos días, para no correr el peligro de que suspendieran el viaje a causa del mal tiempo otoñal. Cuando regresó de ese viaje con furiosos dolores de cabeza, supo que le habían encomendado que acompañase al día siguiente al hombre de negocios italiano. La tentación de negarse por una sola vez fue muy grande, además no se trataba de un encargo vinculado a su trabajo, por más que el cumplimiento de ese deber social fuese lo suficientemente importante, aunque no para K, que sabía muy bien que sólo se podía mantener con éxitos laborales y que si no lo lograba, no poseería el menor valor, por mucho que llegara a embelesar, de forma inesperada, al italiano. No quería que le apartaran del trabajo ni siquiera un día, pues el miedo de que lo dejasen atrás era demasiado grande, un miedo que él, como reconocía, era exagerado, pero era un miedo que le asfixiaba.

En este caso, sin embargo, era casi imposible encontrar una excusa aceptable. El conocimiento que K tenía de la lengua italiana no era bueno, pero bastaba para un caso así. Lo decisivo, sin embargo, era que él poseía ciertos conocimientos artísticos adquiridos hacía tiempo y conocidos en el banco, si bien se exageraban un poco por el hecho de que K, aunque sólo por motivos de negocios, había sido miembro de la Asociación para la Conservación de los Monumentos Urbanos. El italiano, como habían sabido a través de fuentes distintas, resultaba ser un amante del arte, así que la elección de K era algo evidente. Era una mañana fría y tormentosa. K, enojado por el día que le esperaba, llegó a su despacho a las siete para, al menos, trabajar algo antes de que la visita se lo impidiese. Estaba muy cansado, puesto que había pasado parte de la noche estudiando algo de gramática italiana. La ventana, junto a la que, últimamente, permanecía sentado con demasiada frecuencia, le tentaba mucho más que la mesa, pero resistió y continuó el trabajo. Por desgracia, al poco tiempo entró el ordenanza y anunció que el director le había enviado para comprobar si el gerente ya se encontraba en su despacho. Le pidió que fuese tan amable de acudir a la sala de recepción, donde ya se encontraba el señor de Italia. ––Ya voy––dijo K, se metió un pequeño diccionario en el bolsillo, cogió un folleto turístico y, a través del despacho del subdirector, entró en el del director. Se alegró de haber venido tan temprano a la oficina y poder estar ya dispuesto, lo que nadie podía haber esperado. El despacho del subdirector permanecía, naturalmente, aún vacío, como en lo más profundo de la noche, tal vez el ordenanza también le había buscado, aunque en vano. Cuando K entró en la sala de recepción, se levantaron los dos señores de sus cómodos sillones. El director sonrió D amable, parecía muy contento de la llegada de K. Le presentó en seguida, el italiano estrechó con energía la mano de K y, sonriendo, dijo algo de madrugadores; K no entendió muy bien a quién se refería, además era una palabra extraña, que K sólo pudo comprender transcurrido rato. Respondió con algunas frases hechas, que el italiano escuchó sonriente, mientras, algo nervioso, acariciaba su poblado bigote gris azulado. El bigote parecía perfumado, uno casi se veía tentado a acercarse y olerlo. Cuando todos se sentaron y comenzaron a hablar, K notó con gran disgusto que apenas entendía al italiano.

Cuando hablaba tranquilo, le entendía casi todo, pero ésos eran momentos excepcionales la mayoría de las veces las palabras manaban a borbotones de su boca y parecía sacudir la cabeza de placer cuando esto ocurría. Mientras hablaba lanzaba frases enteras en un dialecto extraño, que para K no tenía nada de italiano, pero que el director no sólo comprendía, sino que lo hablaba, lo que K tendría que haber previsto, ya que el italiano era originario del sur de Italia, en donde el director había residido algunos años. K reconoció que la posibilidad de comprenderse con el italiano sé había reducido drásticamente, pues su francés también era difícil de entender. Por añadidura, el bigote ocultaba los labios, así que al siquiera se podía leer en ellos para averiguar qué era lo que estaba diciendo. K comenzó a prever situaciones incómodas, provisionalmente renunció a entender al italiano ––en presencia del director, que le entendía tan fácilmente, hubiera sido un esfuerzo innecesario––, así que se limitó a observar malhumorado cómo éste descansaba tranquilo y semihundido en el sillón, cómo estiraba de vez en cuando su chaqueta bien cortada y cómo una vez, elevando el brazo y agitando las manos, Intentaba explicar algo que K no podía comprender, a pesar de que no perdía de vista sus manos. Al final, K, que permanecía ausente, siguiendo mecánicamente la conversación, empezó a sentir el cansancio previo y se sorprendió a sí mismo, para su horror, aunque felizmente a tiempo, cuando, guiado por su confusión, pretendía levantarse, darse la vuelta y marcharse. Pero transcurrido un rato el italiano miró el reloj y se levantó. Después de despedirse del director, se acercó a K y, además, tanto, que K tuvo que desplazar el sillón para poderse mover. El director, que por la mirada de K reconoció la situación apurada de éste frente al italiano, se inmiscuyó en la conversación de un modo tan inteligente que pareció como si simplemente añadiera algunos consejos, mientras en realidad lo que estaba haciendo era traducir a K todo lo que el incansable italiano decía con su fluidez proverbial. K se enteró así de que el italiano aún debía terminar algunos negocios, que sólo tenía poco tiempo y que no pretendía visitar todos los monumentos. Más bien había decidido visitar ––si K daba su aprobación, en él recaía la decisión–– sólo la catedral, pero detenidamente.

Él se alegraba mucho de poder realizar esa visita en compañía de un hombre tan erudito y amable ––con estas palabras estaba haciendo referencia a K, que prescindía de las palabras del italiano e intentaba oír las del director––, así que le pedía, si le parecía bien, que se encontraran transcurridas dos horas, alrededor de las diez, en la catedral. Creía poder estar allí a esa hora. K respondió algo adecuado, el italiano estrechó primero la mano del director, luego la de K, y se dirigió, volviéndose continuamente y sin parar de hablar, hacia la puerta seguido por ambos. K permaneció un rato con el director, que ese día parecía enfermo. Creyó tener que disculparse ante K ––estaban juntos en un trato de confianza––, al principio había previsto acompañar él mismo al italiano, pero luego ––no adujo ningún motivo–– se decidió por enviar a K. Si no entendía al italiano, no tenía por qué asustarse, con un poco de práctica lo comprendería mejor, pero que en el caso de que no lo hiciera, tampoco pasaba nada malo, para el italiano no era importante que le entendieran. Por lo demás, el italiano de K era sorprendentemente bueno y él cumpliría su misión a la perfección. Con estas palabras se despidió de K. El tiempo que aún le quedaba lo empleó en aprender algunos términos complejos que necesitaba para su guía por la catedral, sacándolos del diccionario. Era un trabajo muy pesado, el empleado le trajo la correspondencia, algunos funcionarios vinieron con algunas preguntas y, al ver a K ocupado, se quedaron esperando en la puerta, pero no se movieron hasta que K les atendió. El subdirector tampoco perdió la ocasión de molestar, pasó varias veces por su despacho, le quitó el diccionario de las manos y lo hojeó sin intención alguna, incluso clientes emergían cuando las puertas se abrían en la semioscuridad del antedespacho y se inclinaban indecisos, ya que querían llamar la atención, pero no estaban seguros de que les veían. Todo eso giraba en torno a K como si él fuese el centro, mientras él pensaba en las palabras que iba a necesitar, las buscaba en el diccionario, las apuntaba y las pronunciaba para, a continuación, aprendérselas de memoria. No obstante, su buena memoria de los viejos tiempos parecía haberle abandonado, algunas veces se puso tan furioso con el italiano por haberle obligado a ese esfuerzo que enterró el diccionario entre papeles con la firme intención de no prepararse más, aunque luego comprendía que no podía permanecer mudo con el italiano ante las obras de arte en la catedral, así que, aún más furioso, volvía a coger el diccionario. Precisamente a las nueve y media, cuando se disponía a salir, recibió una llamada por teléfono.

Leni le deseó buenos días y le preguntó sobre su estado. K le dio las gracias a toda prisa y le advirtió que en ese momento no podía conversar, que tenía que ir a la catedral. ––¿A la catedral? ––preguntó Leni. ––Pues sí, a la catedral. ––¿Por qué precisamente a la catedral? ––preguntó Leni. K intentó explicárselo brevemente, pero apenas había comenzado, cuando Leni le interrumpió bruscamente: ––Te están acosando. K no toleró una compasión que él ni había requerido ni esperado. Se despidió con dos palabras y, mientras colgaba el auricular, en parte para sí, en parte dirigiéndose a la muchacha, que ya no le podía oír, ––Sí, me están acosando. Miró el reloj, corría el peligro de llegar tarde. Decidió desplazarse en automóvil, en el último momento se había acordado del folleto turístico, pues no había tenido la oportunidad de entregárselo al italiano, así que pensó en llevárselo. Lo mantenía sobre las rodillas y tamborileaba en él con los dedos. La lluvia se había apaciguado, pero el día era húmedo, frío y oscuro, podrían ver poco en el interior de la catedral y, además, a causa de la humedad y de una larga permanencia do pie el resfriado de K empeoraría con toda seguridad. La plaza de la catedral estaba solitaria. K recordó que ya en su infancia le había llamado la atención que todas las casas de esa pequeña plaza siempre tenían las cortinas cerradas. Con ese tiempo, sin embargo, era comprensible. Tampoco parecía haber nadie en el interior de la catedral (34). A nadie se le podía ocurrir visitar su interior en un día así. K paseó por ambas naves laterales, sólo encontró a una anciana envuelta en un mantón y arrodillada ante una imagen de la Virgen María. Desde lejos, sin embargo, vio cómo un sacristán cojo desaparecía por una puerta. K había sido puntual, precisamente al entrar tocaron las once (35), el italiano, sin embargo, aún no había llegado. K regresó a la: puerta principal, permaneció allí un rato indeciso y, finalmente, dio una vuelta en torno a la catedral bajo la lluvia para comprobar si el italiano no le estaba esperando en alguna puerta lateral. No lo encontró por ninguna parte. ¿Acaso el director había entendido mal la hora? ¿Cómo se podía comprender bien a ese hombre? Fuera lo que fuese, K tenía que esperar como mínimo media hora. Como estaba cansado, quiso sentarse, volvió a entrar en la catedral, encontró en uno de los escalones un trozo de tela, que parecía de una alfombra, lo llevó con la punta del pie hasta un banco cercano, se envolvió bien en su abrigo, se subió el cuello y se sentó.

Para distraerse abrió el folleto, lo hojeó un poco, pero tuvo que dejarlo pues se hizo tan oscuro que, cuando miró hacia arriba, apenas pudo distinguir nada en la nave cercana. En la lejanía brillaba un gran triángulo compuesto por velas. K no podía decir con certeza si lo había visto antes. Tal vez las acababan de encender. Los sacristanes son silenciosos, es un rasgo profesional, así que no se les nota. Cuando K se volvió casualmente, vio, no muy lejos de donde se encontraba, cómo ardía un cirio grande y grueso, adosado a una columna. Por muy bello que fuera, era insuficiente para iluminar las imágenes que colgaban en las tinieblas de las capillas laterales, en realidad contribuía a aumentar esas tinieblas. Era al mismo tiempo razonable y descortés que el italiano no se hubiera presentado. No se podría haber visto nada, se tendrían que haber limitado a buscar algunas imágenes con la linterna de K. Para comprobar qué es lo que les esperaba, K se acercó a una capilla lateral, subió un par de escalones hasta llegar a un bajo antepecho de mármol e, inclinado sobre él, iluminó con la linterna el cuadro del altar. La luz continua osciló inquietante. Lo primero que K, más que ver, adivinó, fue un gran caballero con armadura, representado en uno de los extremos del cuadro. Se apoyaba en su espada, que mantenía firmemente sobre un suelo desnudo, a no ser por unas briznas de hierba aquí y allá. Parecía observar con atención un incidente que tenía lugar ante él. Era asombroso que se mantuviera en esa posición y no se aproximara. Tal vez su misión consistía en vigilar. K, que hacía tiempo que no contemplaba ningún cuadro, permaneció ante él un buen rato, aunque se veía obligado a guiñar continuamente los ojos, pues no soportaba la luz verde de la linterna. Cuando, a continuación, desplazó la luz hacia el resto del cuadro, pudo ver una versión usual del entierro de Cristo; por lo demás, se trataba de un cuadro moderno. Se guardó la linterna y volvió a su sitio. Era inútil seguir esperando al italiano; fuera, sin embargo, debía de estar cayendo un chaparrón, y como en el interior no hacía tanto frío como había esperado, decidió permanecer dentro. Cerca de él estaba el púlpito, debajo del pequeño y redondo tornavoz había dos cruces doradas que se cruzaban en sus extremos.

La parte exterior del pretil y el espacio que la unía a la columna sustentadora estaban adornados con hojas verdes esculpidas, que querubines mantenían en sus manos, unos con actitud vivaz, otros, reposada. K se acercó al púlpito y lo examinó por todas partes, el grabado de la piedra era extremadamente cuidadoso, la profunda oscuridad que reinaba entre los espacios vacíos del follaje pétreo y la que se extendía detrás de éste parecía atrapada, como si estuviera retenida; K introdujo su mano en uno de esos espacios vacíos y palpó la piedra, nunca había tenido conocimiento de la existencia de ese púlpito. En ese momento notó casualmente que un sacristán permanecía detrás de un banco cercano, vestido con una chaqueta negra colgante y arrugada, sosteniendo una cajita de rapé y observándole. «¿Qué quiere ese hombre? ––pensó K––. ¿Acaso le parezco sospechoso? ¿O querrá una limosna?» Cuando el sacristán vio que K le observaba, señaló con la mano derecha ––entre dos dedos aún sostenía una pulgarada de rapé–– hacia una dirección incierta. Su comportamiento era inexplicable. K esperó un rato, pero el sacristán no cesó de señalarle algo con la mano e incluso llegó a reforzar sus gestos con un movimiento de cabeza. «¿Qué querrá?» ––se preguntó K en voz baja. No se atrevía a gritar allí dentro. Su reacción fue sacar su cartera y acercarse al hombre. Pero éste hizo de inmediato un gesto de rechazo con la mano, alzó los hombros y se alejó cojeando. Con un paso semejante K había intentado imitar cuando era niño el trote de un caballo. «Un anciano senil ––pensó K––. Su inteligencia apenas llega para ayudar en la Iglesia. Se para cuando yo me paro y acecha por si sigo andando». K siguió sonriendo al anciano por toda la nave lateral hasta llegar al Altar Mayor, el anciano no paraba de señalarle algo, pero K no se volvía. Esos gestos sólo tenían la intención de apartarle de sus huellas. Finalmente le dejó, no quería asustarlo, tampoco quería ahuyentarlo del todo, por si acaso venía el italiano. Cuando entró en la nave principal para buscar el sitio en el que había dejado el folleto, descubrió muy cerca de una columna casi adosada a los bancos del coro del altar un sencillo y pequeño púlpito lateral, hecho de piedra desnuda y blanca. Era tan pequeño que desde lejos parecía una hornacina aún vacía, destinada a albergar una estatua.

El sacerdote, con toda seguridad, apenas podría retroceder un paso desde el pretil. Además, el tornavoz, sin ningún adorno, estaba situado a una altura escasa y se inclinaba tanto que un hombre de mediana estatura no podía permanecer recto en el interior del púlpito, sino que debía agacharse y apoyarse en el pretil. Parecía diseñado específicamente para atormentar al sacerdote, era incomprensible para qué podía necesitarse ese púlpito, ya que se tenía el otro, más grande y decorado con tanto primor. A K no le hubiera llamado la atención ese pequeño púlpito, si no hubiera descubierto una lámpara fijada en la parte superior, como las e se suelen colocar poco antes de un sermón. ¿Se pronunciaría ahora un sermón? ¿En la iglesia vacía? K miró hacia la escalera que, bordeando la columna, conducía al púlpito y que era tan estrecha que no pare para uso humano, sino simplemente de adorno para la columna. Pero al pie del púlpito, K sonrió de asombro, se encontraba, efectivamente, un sacerdote. Apoyaba la mano en la barandilla, preparado para subir, y miraba a K. Entonces asintió levemente con la cabeza, por que K se persignó e inclinó, lo que debería haber hecho antes. El sacerdote tomó un poco de impulso y subió al púlpito con pasos cortos y rápidos. ¿Realmente iba a pronunciar un sermón? ¿Acaso el sacristán carecía de tan poco sentido común que le había querido conducir hasta el sacerdote, lo que, en vista de la iglesia vacía, era necesario? Además, por algún lado había una anciana ante la imagen de la Virgen María que también tendría que haber venido. Y, si se iba a pronunciar un sermón, ¿por qué no había sido precedido por el órgano? Pero éste permanecía en silencio y brillaba débilmente envuelto en las tinieblas. K pensó si no debería alejarse deprisa, o lo hacía ahora o ya no tendría otra oportunidad, debería permanecer allí durante todo el sermón; en la oficina había perdido tanto tiempo; ya no estaba obligado a esperar más al italiano. Miró su reloj, eran las once. Pero, ¿realmente se iba a pronunciar un sermón? ¿Podía K representar a toda la comunidad de fieles? ¿Y si fuese un extranjero que sólo pretendía visitar la iglesia? En el fondo así era. Era absurdo pensar que se podía pronunciar un sermón, ahora, a las once de la mañana, en un día laborable y con un tiempo tan horrible. El sacerdote ––se trataba sin duda de un sacerdote, un hombre joven con el rostro liso y oscuro–– parecía subir a apagar la lámpara, que alguien había encendido por error.

Pero no fue así. El sacerdote, en realidad, examinó la luz, la ajustó y se dio la vuelta lentamente hacia el pretil, apoyándose en él con las dos manos. Así permaneció un rato y miró, sin mover la cabeza, a su alrededor. K había retrocedido un trecho y se apoyaba con el codo en el banco de delante. Con ojos inseguros, sin poder determinar exactamente el lugar, vio cómo el sacristán, algo encorvado, se ponía a descansar pacíficamente como si hubiera terminado su cometido. ¡Qué silencio reinaba ahora en la catedral! Pero K tenía que romperlo, no pretendía quedarse allí. Si era un deber del sacerdote predicar a una hora determinada sin consideración a las circunstancias, que lo hiciera, también podría cumplir su cometido en ausencia de K, su presencia tampoco contribuiría a aumentar el efecto. K se puso lentamente en camino y fue tanteando el banco de puntillas. Llegó a la nave central y prosiguió sin que nadie le detuviera, sólo sus pasos ligeros resonaban continuamente bajo las bóvedas con un ritmo regular y progresivo. K, consciente de que el sacerdote podía estar observándole, se sentía abandonado mientras avanzaba solo entre los bancos vacíos. Las dimensiones de la catedral le parecían ahora rayar en los límites de lo soportable para el ser humano. Cuando llegó al sitio que había ocupado anteriormente, cogió el folleto sin detenerse. Apenas había dejado atrás el banco y se acercaba al espacio vacío que le separaba de la salida, cuando escuchó por primera vez la voz del sacerdote. Era una voz poderosa y ejercitada. ¡Cómo se expandió por la catedral, preparada para recibirla! Pero no era a la comunidad de fieles a quien llamaba, su voz resonó clara, no había escapatoria alguna, exclamó: ––¡Josef K! K se detuvo y miró al suelo. Aún era libre, podía seguir y escapar por una de las pequeñas y oscuras puertas de madera, que no estaban lejos. Pero eso significaría o que no había entendido o que había en tendido pero no quería hacer ningún caso. Si se daba la vuelta, se tendría que quedar, pues habría confesado tácitamente que había comprendido muy bien su nombre y que quería obedecer. Si el sacerdote hubiese gritado de nuevo, K habría proseguido su camino, pero como todo permaneció en silencio, volvió un poco la cabeza, pues quería ver qué hacía el sacerdote en ese momento. Se le veía tranquilo en el púlpito, se podía advertir que había notado el giro de cabeza de K.

Hubiera sido un juego infantil si K no se hubiese dado la vuelta por completo. Así lo hizo, y el sacerdote le llamó con una señal de la mano. Como ya todo ocurría abiertamente, avanzó ––lo hizo en parte por curiosidad y en parte para tener la oportunidad de acortar su estancia allí–– con pasos largos y ligeros hasta el púlpito. Se paró ante los bancos, pero al sacerdote le parecía que la distancia era aún demasiado grande. Estiró la imano y señaló con el dedo índice un asiento al pie del púlpito. K siguió su indicación y, al sentarse, tuvo que mantener la cabeza inclinada hacia atrás para poder ver al sacerdote. ––Tú eres Josef K ––dijo el sacerdote, y apoyó una mano en el pretil eón un movimiento incierto. ––Sí ––dijo K. Pensó cómo en otros tiempos había pronunciado su nombre con entera libertad, pero ahora suponía una carga para él, también ahora conocía su nombre gente a la que veía por primera vez. Qué bello era que le presentaran y luego conocer a la gente. ––Estás acusado ––dijo el sacerdote en voz baja. ––Sí ––dijo K––, ya me lo han comunicado.––Entonces tú eres al que busco ––dijo el sacerdote––. Yo soy el capellán de la prisión. ––¡Ah, ya! ––dijo K. ––He hecho que te trajeran aquí para hablar contigo ––dijo el sacerdote. ––No lo sabía ––dijo K––. He venido para mostrarle la catedral a un italiano. ––Deja lo accesorio ––dijo el sacerdote––. ¿Qué sostienes en la mano? ¿Un libro de oraciones? ––No ––respondió K––, es un folleto con los monumentos históricos de la ciudad. ––Déjalo a un lado ––dijo el sacerdote. K lo arrojó con tal fuerza que se rompió y un trozo con las páginas dobladas se deslizó por el suelo. ––¿Sabes que tu proceso va mal? ––preguntó el sacerdote. ––También a mí me lo parece ––dijo K––. Me he esforzado todo lo que he podido, pero hasta ahora sin éxito. Además, aún no he concluido mi primer escrito judicial. ––¿Cómo te imaginas el final? ––preguntó el sacerdote. Al principio pensé que terminaría bien ––dijo K––, ahora hay veces que hasta yo mismo lo dudo. No sé cómo terminará. ¿Lo sabes tú? ––No ––dijo el sacerdote––, pero temo que terminará mal. Te consideran culpable. Tu proceso probablemente no pasará de un tribunal inferior. Tu culpa, al menos provisionalmente, se considera probada. ––Pero yo no soy culpable ––dijo K––. Es un error. ¿Cómo puede ser un hombre culpable, así, sin más? Todos somos seres humanos, tanto el uno como el otro. ––Eso es cierto ––dijo el sacerdote––, pero así suelen hablar los culpables. ––¿Tienes algún prejuicio contra mí? ––preguntó K. ––No tengo ningún prejuicio contra ti ––dijo el sacerdote. ––Te lo agradezco ––dijo K––. Todos los demás que participan en mi proceso tienen un prejuicio contra mí. Ellos se lo inspiran también a los que no participan en él.

Mi posición es cada vez más difícil. ––Interpretas mal los hechos ––dijo el sacerdote––, la sentencia no se pronuncia de una vez, el procedimiento se va convirtiendo lentamente en sentencia. ––Así es, entonces ––dijo K, y agachó la cabeza.––¿Qué es lo siguiente que vas a hacer en tu causa? ––preguntó el sacerdote. ––Quiero buscar ayuda––dijo K, y elevó la cabeza para ver cómo el sacerdote juzgaba su intención––. Aún quedan posibilidades que no he utilizado. ––Buscas demasiado la ayuda de extraños ––dijo el sacerdote con un tono de desaprobación––, especialmente de mujeres. ¿Acaso no te das cuenta de que no es la ayuda verdadera? Algunas veces, incluso con frecuencia podría darte la razón ––dijo K––, pero no siempre. Las mujeres tienen mucho poder. Si pudiera convencer a algunas mujeres de las que conozco para que trabajen en común para mí, podría abrirme paso. Especialmente en este tribunal, que parece constituido por mujeriegos. Muéstrale una mujer al juez instructor y arrollará la mesa y a los acusados para llegar hasta ella. El sacerdote inclinó la cabeza hacia el pretil, ahora parecía como si el tornavoz le presionase hacia abajo. ¿Pero qué tiempo podía estar haciendo fuera? Ya no era sólo un día nublado y lluvioso, parecía noche profunda. Ninguna de las vidrieras era capaz de iluminar con un pobre resplandor los oscuros muros. Y precisamente en ese momento el sacristán comenzó a apagar todas las velas del Altar Mayor. ––¿Estás enfadado conmigo? ––preguntó K al sacerdote––. Es posible que no conozcas el tipo de tribunal en el que prestas servicio. No recibió ninguna respuesta. ––Son sólo mis experiencias ––dijo K. Arriba, en el púlpito, todo permaneció silencioso. ––No te he querido ofender––dijo K. Entonces gritó el sacerdote hacia K: ––¿Acaso eres ciego? Gritó con ira, pero también como alguien que ve caer a otro y, debido al susto, grita sin voluntad de hacerlo. Ambos se callaron un rato. El sacerdote no podía reconocer a K, abajo, en la oscuridad, mientras que K podía ver claramente al sacerdote gracias a la pequeña lámpara. ¿Por qué no bajaba? No había pro––nunciado ningún sermón, sino que se había limitado a darle algunas informaciones, que a él, si las consideraba con detenimiento, antes le podrían dañar que beneficiar. No obstante, a K le parecía indudable la buena intención del sacerdote, no sería imposible que pudieran llegar a un acuerdo si bajaba, tampoco era imposible que recibiera de él un consejo decisivo y aceptable, que le mostrara, por ejemplo, no cómo se podía influir en el proceso, sino cómo se podía salir del proceso, cómo se podía vivir al margen de éste. Esa posibilidad tenía que existir, K había pensado mucho en ella en los últimos tiempos.

Si el sacerdote conocía esa posibilidad, a lo mejor se la decía si se lo pedía, aunque perteneciera al tribunal, y a pesar de que K, al atacar al tribunal, hubiese herido sus sentimientos y le hubiera obligado a gritar. ––¿No quieres bajar? ––dijo K––. No vas a pronunciar ningún sermón. Baja conmigo. ––Ya puedo bajar ––dijo el sacerdote, parecía lamentar su grito. Mientras descolgaba la lámpara, dijo––: Primero tenía que hablar contigo guardando las distancias, si no me dejo influir fácilmente y olvido mi misión. K le esperó abajo, al pie de la escalera. El sacerdote le ofreció la mano mientras bajaba los últimos escalones. ––¿Me podrías dedicar un poco de tu tiempo? ––Tanto como necesites ––dijo el sacerdote, y le dio la lámpara a K para que éste la llevase. Ni siquiera tan cerca perdió su actitud en solemnidad. ––Eres muy amable conmigo ––dijo K. Comenzaron a recorrer la nave lateral uno al lado del otro. ––Eres una excepción entre todos los que pertenecen al tribunal. En ti tengo más confianza que en cualquiera de los demás. Contigo puedo hablar abiertamente. ––No te engañes ––dijo el sacerdote. ––¿En qué podría engañarme? ––preguntó K. ––Te engañas en lo que respecta al tribunal ––dijo el sacerdote––, en la introducción a la Ley se ha escrito sobre este engaño (36): «Ante la Ley hay un guardián que protege la puerta de entrada. Un hombre procedente del campo se acerca a él y le pide permiso para acceder a la Ley. Pero el guardián dice que en ese momento no le puede permitir la entrada. El hombre reflexiona y pregunta si podrá entrar más tarde». ––Es posible ––responde el guardián––, pero no ahora. «Como la puerta de acceso a la Ley permanece abierta, como siempre, y el guardián se sitúa a un lado, el hombre se inclina para mirar a través del umbral y ver así qué hay en el interior. Cuando el guardián advierte su propósito (37), ríe y dice: »––Si tanto te incita, intenta entrar a pesar de mi prohibición. Ten en cuenta, sin embargo, que soy poderoso y que, además, soy el guardián más insignificante. Ante cada una de las salas permanece un guardián, el uno más poderoso que el otro. La mirada del tercero ya es para mí insoportable.

»El hombre procedente del campo no había contado con tantas dificultades. La Ley, piensa, debe ser accesible a todos y en todo momento, pero al considerar ahora con más exactitud al guardián, cubierto con su abrigo de piel, al observar su enorme y prolongada nariz, la barba negra, fina, larga, tártara, decide que es mejor esperar hasta que reciba el permiso para entrar. El guardián le da un taburete y deja que tome asiento en uno de los lados de la puerta. Allí permanece sentado días y años. Hace muchos intentos para que le inviten a entrar y cansa al guardián con sus súplicas. El guardián le somete a menudo a cortos interrogatorios, le pregunta acerca de su hogar y de otras cosas, pero son preguntas indiferentes, como las que hacen grandes señores, y al final siempre repetía que todavía no podía permitirle la entrada. El hombre, que se había provisto muy bien para el viaje, utiliza todo, por valioso que sea, para sobornar al guardián. Éste lo acepta todo, pero al mismo tiempo dice: »––Sólo lo acepto para que no creas que has omitido algo. »Durante los muchos años que estuvo allí, el hombre observó al guardián de forma casi ininterrumpida. Olvidó a los otros guardianes y éste le terminó pareciendo el único impedimento para tener acceso a la Ley. Los primeros años maldijo la desgraciada casualidad, más tarde, ya envejecido, sólo murmuraba para sí. Se vuelve senil, y como ha sometido durante tanto tiempo al guardián a un largo estudio ya es capaz de reconocer a la pulga en el cuello de su abrigo de piel, por lo que solicita a la pulga que le ayude para cambiar la opinión del guardián. Por último, su vista se torna débil y ya no sabe realmente si oscurece a su alrededor o son sólo los ojos los que le engañan. Pero ahora advierte en la oscuridad un brillo que irrumpe indeleble a través de la puerta de la Ley. Ya no vivirá mucho más. Antes de su muerte se concentran en su mente todas las experiencias pasadas, que toman forma en una sola pregunta que hasta ahora no había hecho al guardián. Entonces le guiña un ojo, ya que no puede incorporar su cuerpo entumecido. El guardián tiene que inclinarse hacia él profundamente porque la diferencia de tamaños ha variado en perjuicio del hombre de la provincia. »––¿Qué quieres saber ahora? ––pregunta el guardián––. Eres insaciable. »––Todos aspiran a la Ley ––dice el hombre––. ¿Cómo es posible que durante tantos años sólo yo haya solicitado la entrada? »El guardián comprueba que el hombre ha llegado a su fin y, para que su débil oído pueda percibirlo, le grita: »––Ningún otro podía haber recibido permiso para entrar por está puerta, pues esta entrada estaba reservada sólo para ti. Yo me voy ahora y cierro la puerta». ––El centinela, entonces, ha engañado al hombre ––dijo K en seguida, fuertemente atraído por la historia (38).

––No te apresures ––dijo el sacerdote––, no asumas la opinión ajena sin examinarla. Te he contado la historia tal y como está escrita. En ella no se habla en ningún momento de engaño. ––Pero está claro ––dijo K––, y tu primera interpretación era correcta. El vigilante le ha comunicado el mensaje liberador sólo cuando ya no podía ayudar en nada al hombre. ––Pero él tampoco preguntó antes ––dijo el sacerdote––, considera que sólo era un vigilante y como tal se ha limitado a cumplir su deber. ––¿Por qué piensas que ha cumplido con su deber? ––preguntó K––. No lo ha cumplido. Su deber consistía en rechazar a los extraños, pero tenía que haber dejado pasar al hombre para quien estaba destinada la entrada. ––No tienes el suficiente respeto a la letra escrita y cambias la historia ––dijo el sacerdote– –. La historia contiene dos explicaciones importantes del vigilante respecto a la entrada a la Ley, una al principio y otra al final. Una dice: «que no podía permitirle la entrada», y la otra: «esta entrada estaba reservada sólo para ti». Si entre ambas explicaciones existiese una contradicción, tú tendrías razón y el vigilante habría engañado al hombre. Pero no existe ninguna contradicción. Todo lo contrario, la primera explicación, incluso, indica la segunda. Se podría decir que el vigilante se excede en el cumplimiento de su deber al plantear la posibilidad de una futura entrada. En ese momento su único deber parecía consistir en no admitir al hombre. Y, en efecto, muchos intérpretes se maravillan de que el vigilante haya pronunciado semejante indicación, pues parece amar la precisión y cumple escrupulosamente con su deber. No abandona su puesto en tantos años y sólo cierra la puerta en el último momento, siendo consciente de la importancia de su misión, pues dice: «soy poderoso». Además, tiene respeto frente a sus superiores, pues dice: «soy el guardián más insignificante». Cuando se trata del cumplimiento del deber, no admite ruegos ni se deja ablandar, pues se dice: «cansa al guardián con sus súplicas». Tampoco es hablador, pues durante todos los años sólo plantea, como está escrito, preguntas «indiferentes». No se deja sobornar, pues dice sobre un regalo: «sólo lo acepto para que no creas que has emitido algo». Finalmente, su aspecto externo indica un carácter pedante, por ejemplo la gran nariz y la larga y fina barba tártara. ¿Puede haber un vigilante más fiel a su deber? Pero en el vigilante se mezclan otros caracteres esenciales que resultan muy favorables para quien solicita la entrada, y que, además, indican la posibilidad, manifestada en su anterior insinuación, de que en el futuro podría ir más allá de lo que le dicta el deber.

No obstante, no se puede negar que es algo simple y, en relación con este atributo, presuntuoso. Si todas las menciones que hace referentes a su poder y sobre el poder de los demás vigilantes, cuya visión, como él reconoce, le es insoportable, son ciertas, entonces muestra, en la manera con que las emite, que sus ideas están afectadas por su simpleza y arrogancia. Los intérpretes aducen: «El correcto entendimiento de un asunto y una incomprensión de éste no se excluyen mutuamente». En todo caso, se debe reconocer que esa simpleza y arrogancia, por muy difuminadas que aparezcan, debilitan la vigilancia de la entrada, son lagunas en el carácter del vigilante. A esto se añade que el vigilante, según su talante natural, parece amable, no siempre actúa como si estuviera de servicio. Al principio dice en broma que, a pesar del mantenimiento de la prohibición, le invita a entrar, pero, a continuación, no le incita a entrar, sino que, como está escrito, le da un taburete y le deja sentarse al lado de la puerta. La paciencia con la que, durante tantos años, soporta las peticiones del hombre, los pequeños interrogatorios, la aceptación de los regalos, la nobleza con la que permite que el hombre a su lado maldiga en voz alta su desgraciado destino, del que hace culpable al vigilante, todo eso indica el talante compasivo del vigilante. No todos los vigilantes habrían actuado así. y;, al final, se inclina profundamente hacia el hombre para darle la oportunidad de plantear una última pregunta. Sólo deja traslucir una débil impaciencia ––el vigilante sabe que todo ha acabado––, cuando dice: «Eres insaciable». Algunos intérpretes continúan, incluso, esta línea exegética y afirman que las palabras «eres insaciable» expresan una suerte de admiración, que, por supuesto, tampoco está libre de altivez. Pero así la figura del vigilante adquiere un perfil distinto al que tú le has atribuido. ––Tú conoces la historia con más detalle que yo y desde hace mucho más tiempo ––dijo K. Permanecieron callados un rato. Luego K preguntó: ––¿Entonces crees que no engañó al hombre? ––No me interpretes mal ––dijo el sacerdote––, sólo te menciono las distintas opiniones sobre la leyenda. No debes fiarte tanto de las opiniones. La escritura es invariable, y las opiniones, con frecuencia, sólo son expresión de la desesperación causada por este hecho. En este caso hay, incluso, una opinión según la cual precisamente el vigilante es el engañado. ––Ésa es una interpretación que va demasiado lejos ––dijo K––. ¿Cómo la fundamentan? ––La fundamentación se basa en la simpleza del centinela.

Él dice que no conoce el interior de la Ley, sino sólo el camino que una y otra vez tiene que recorrer ante la entrada. Las ideas que posee del interior se consideran ingenuas y se cree que él mismo teme aquello que también quiere hacer que el hombre tema. Sí, incluso él tiene más miedo que el hombre, pues éste sólo quiere entrar, aun después de haber oído que hay vigilantes más poderosos; el centinela, sin embargo, no quiere entrar, al menos no se dice nada sobre ello. Otros, por el contrario, afirman que él ha tenido que estar en el interior, pues fue admitido para ponerse al servicio de la Ley y eso sólo puede ocurrir en el interior. A esto se responde que una voz procedente del interior pudo nombrarle vigilante y que, por consiguiente, es posible que no hubiese estado en el interior, al menos no en la parte más interna, ya que él mismo dice que no resiste la mirada del tercer centinela. Además, tampoco se informa de que durante todos esos años haya mencionado, aparte de su referencia a los otros vigilantes, algo del interior. Es posible que lo tuviera prohibido, pero no se nos dice nada de esa prohibición. De todo esto se deduce que no sabe nada del aspecto que presenta el interior ni de su importancia y que, por lo tanto, permanece allí engañado. Pero también está engañado respecto al hombre de la provincia, pues es su subordinado y no lo sabe. Que él trata al hombre como si fuera un subordinado, se reconoce en muchos detalles, fáciles de recordar. Pero que realmente sea un subordinado debería derivarse, según esa opinión, con la misma claridad. Ante todo es libre el que está por encima del que permanece sujeto. Ahora bien, el hombre es el que realmente está libre, él puede ir a donde quiera, sólo le está prohibida la entrada a la Ley y, además, sólo por una persona, por el centinela. Si se sienta en el taburete al lado de la puerta y allí pasa toda su vida, lo hace voluntariamente, la historia no habla de ninguna obligación. El centinela, sin embargo, está obligado por su cargo a permanecer en su puesto, no se puede alejar; según las apariencias, tampoco puede ir hacia el interior, ni en el caso de que así lo quisiera. Además, aunque está al servicio de la Ley, sólo presta su servicio ante esa entrada, es decir, en realidad está al servicio de ese hombre, el único al que está destinada dicha entrada.

También desde esta perspectiva está subordinado a él. Se puede suponer que, a través de muchos años, sólo ha prestado un servicio inútil, pues se dice que llega un hombre maduro, es decir, que el centinela tuvo que esperar mucho tiempo hasta que pudo cumplir su objetivo y, además, tuvo que esperar tanto tiempo como quiso el hombre del campo, que vino voluntariamente. Pero también el final de su servicio queda determinado por la muerte del hombre, así que permanece subordinado a él hasta su fallecimiento. Y una y otra vez se acentúa que el centinela no sabe nada de eso. No es nada extraordinario, pues, según esta interpretación, el centinela es víctima de un engaño mucho mayor, el que hace referencia a su servicio. Al final habla de la entrada y dice: «Ahora me voy y la cierro», pero al principio se dice que la puerta que da acceso a la Ley permanece abierta, como siempre, así que siempre está abierta, siempre, con independencia de la vida del hombre para el que está destinada esa entrada, por consiguiente el vigilante no podrá cerrarla. Aquí divergen las opiniones. Unos creen que el centinela, con el anuncio de que va a cerrar la puerta, sólo pretende dar una respuesta o acentuar su obligación; otros piensan que en el último momento quiere entristecer al hombre e impulsarle a que se arrepienta. Muchos comentadores coinciden en que no podrá cerrar la puerta. Opinan, incluso, que al menos al final, también en lo que sabe, permanece subordinado al hombre, pues éste ve cómo surge el resplandor de la Ley, mientras que el centinela permanece de espaldas y no menciona nada que haga suponer que ha advertido alguna transformación. ––Esta última interpretación está bien fundada––dijo K, que había repetido para sí, en voz baja, algunos de los pasajes de la aclaración del sacerdote––. Está bien fundada, y creo también que el centinela está engañado. Pero al aceptar esto no me he apartado de mi primera opinión, ambas se cubren parcialmente. No es algo decisivo si el centinela ve claro o se engaña. Yo dije que han engañado al hombre. Si el centinela ve claro, se podría dudar, pero si el centinela está engañado, su engaño se transmite necesariamente al hombre. El centinela no es, en ese caso, un estafador, pero sí tan simple que debería ser expulsado inmediatamente del servicio. Tienes que considerar que el engaño que afecta al centinela no le daña, pero sí al hombre, y con crueldad. ––Aquí topas con una opinión contraria––dijo el sacerdote––.

Muchos dicen que la historia no otorga a nadie el derecho a juzgar al centinela. Sea cual sea la impresión que nos dé, es un servidor de la Ley, esto es, pertenece a la Ley, por lo que es inaccesible al juicio humano. Tampoco se puede creer que el centinela esté subordinado al hombre. Estar sujeto, por su servicio, a la entrada de la Ley es incomparablemente más importante que vivir libre en el mundo. El hombre viene a la Ley, el centinela ya está allí. La Ley ha sido la que le ha puesto a su servicio. Dudar de su dignidad significa dudar de la Ley. ––Yo no comparto esa opinión ––dijo K moviendo negativamente la cabeza––, pues si se aceptan sus premisas hay que considerar que todo lo que dice el vigilante es verdad. Pero eso es imposible, como tú mismo has fundamentado con todo detalle. ––No ––dijo el sacerdote––, no se debe tener todo por verdad, sólo se tiene que considerar necesario. ––Triste opinión ––dijo K––. La mentira se eleva a fundamento del orden mundial. K dijo estas palabras como conclusión, pero no eran su juicio definitivo. Estaba demasiado cansado para poder abarcar todas las posibilidades que ofrecía la historia, además conducía a razonamientos inusuales, a paradojas, más adecuadas para funcionarios judiciales que para él. Esa historia tan simple se había tornado en algo informe, quería sacudírsela de encima y el sacerdote, que ahora mostró una gran delicadeza de sentimientos, lo toleró y recibió en silencio la última indicación de K, aunque con toda seguridad no coincidía con ella. Siguieron andando un rato en silencio. K se mantenía muy cerca del sacerdote, sin saber dónde se encontraba por las tinieblas que les rodeaban. La vela de la lámpara hacía tiempo que se había apagado. Una vez brilló ante él el pedestal de plata de un Santo, pero volvió a sumirse en la oscuridad. Para no depender por completo del sacerdote, K le preguntó: ––¿No nos encontramos cerca de la salida principal? ––No ––dijo el sacerdote––, estamos muy lejos. ¿Quieres irte ya? Aunque en ese momento no pensaba en ello, K respondió en seguida: ––Es verdad, tengo que irme. Soy gerente en un banco, me esperan, sólo he venido para enseñarle la catedral a un hombre de negocios extranjero. ––Bien ––dijo el sacerdote, y estrechó la mano de K––, entonces vete. ––No puedo orientarme bien aquí en la oscuridad ––dijo K. ––Ve a la izquierda, hacia el muro ––dijo el sacerdote––, luego síguelo hasta que encuentres una salida. El sacerdote sólo se había separado de él unos pasos, cuando K gritó: ––¡Por favor, espera! ––Espero ––dijo el sacerdote. ––¿No quieres nada más de mí? ––preguntó K. ––No ––dijo el sacerdote. Al principio has sido tan amable conmigo ––dijo K––, y me lo has explicado todo, pero ahora me despides como si no te importase nada. ––Tienes que irte ––dijo el sacerdote. ––Bien, sí ––dijo K––, compréndelo. ––Comprende primero quién soy yo ––dijo el sacerdote. ––Tú eres el capellán de la prisión ––dijo K, y se acercó al sacerdote. No necesitaba regresar tan pronto al banco como en un principio había creído. Podía permanecer aún allí. ––Yo pertenezco al tribunal ––dijo el sacerdote––. ¿Por qué debería querer algo de ti? El tribunal no quiere nada de ti. Te toma cuando llegas y te despide cuando te vas.

EL FINAL

La noche anterior al día en que cumplía treinta y un años ––serían las nueve de la noche, tiempo de silencio en las calles––, dos hombres llegaron a la vivienda de K. Vestían levitas, sus rostros eran pálidos y grasientos, y estaban tocados con chisteras firmemente encajadas. Después de intercambiar algunas formalidades ante la puerta de la casa, repitieron las mismas formalidades, pero con más ceremonia, ante la puerta de K. Aunque nadie le había anunciado la visita, K, poco antes de la llegada de aquellos hombres, había permanecido sentado en una silla cerca de la puerta, también vestido de negro, poniéndose lentamente sus guantes, en una actitud similar a cuando alguien espera huéspedes. Se levantó en seguida y contempló a los hombres con curiosidad. ––¿Les han enviado para recogerme? ––preguntó. ––Los hombres asintieron, uno de ellos hizo una seña a su compañero con la chistera en la mano. K reconoció que había esperado una visita distinta. Fue hacia la ventana y contempló una vez más la calle oscura. Casi todas las ventanas de la calle de enfrente también estaban oscuras, en muchas habían corrido las cortinas. En una de las ventanas iluminadas se podía ver cómo jugaban dos niños detrás de unas rejas, se tocaban con las manos, aún incapaces de moverse de sus sitios. «Viejos actores de segunda fila es lo que envían para recogerme» –– pensó K, y miró a su alrededor, para convencerse otra vez de ello––. «Buscan librarse de mí de la forma más barata». K se volvió de repente y preguntó: ––¿En qué teatro actúan ustedes? ––¿Teatro? ––preguntó uno de los hombres con un tic en la comisura del labio, volviéndose hacia su compañero para buscar consejo. El otro hizo gestos mudos, como el que lucha contra un ser fantasmal. ––No están preparados para que se les pregunte ––se dijo K, y fue a recoger su sombrero. Ya en la escalera querían cogerle de los brazos, pero K dijo: ––Cuando estemos en la calle, no estoy enfermo. No obstante, en cuanto llegaron a la puerta le agarraron de un modo inaudito para K. Mantenían los hombros justo detrás de los suyos, no doblaban los brazos, sino que los utilizaban para rodear los brazos de K en toda su largura, por debajo agarraban las manos de K con una maña de colegio, pero estudiada e irresistible. K iba muy recto entre ambos, ahora los tres formaban tal unidad que, si alguien hubiese golpeado a uno de ellos, todos habrían sentido el golpe. Constituían una unidad como sólo la materia inanimada puede formar.

 K, bajo la luz de las farolas, intentó a menudo contemplar mejor a sus acompañantes de lo que lo había hecho en la penumbra de su vivienda, a pesar de que la forma en que lo llevaban dificultaba esa operación. «A lo mejor son tenores» ––pensó al mirar sus dobles papadas. La limpieza de sus rostros le daba asco. Vio cómo la mano lustrosa restregó el rabillo del ojo, frotó el labio superior, rascó las arrugas de la barbilla. Cuando K lo advirtió, se detuvo, así que los otros también se detuvieron. Se encontraban al borde de una plaza solitaria, adornada con jardines. ––¡Por qué les han enviado precisamente a ustedes! ––gritó más que preguntó. Los hombres no supieron qué contestar, se limitaron a esperar con el brazo libre colgando, como enfermeros cuando el enfermo quiere descansar. ––No sigo ––dijo K para probarlos. A eso no necesitaron contestar, apretaron las manos de K e intentaron moverle de su sitio, pero K se resistió. «No necesitaré más mi fuerza ––pensó K––, la emplearé toda ahora». Recordó a las moscas que intentan escapar con las patitas rotas del papel encolado. ––Los señores van a tener trabajo ––se dijo. Ante ellos apareció en ese momento la señorita Bürstner, que salía por la plaza de una calle lateral. No era seguro que fuese ella, aunque se parecía mucho. Pero a K no le importaba si lo era o no, sólo tomó con ciencia de lo inútil de su oposición. No había nada de heroico en ofrecer ahora resistencia, en poner dificultades a esos hombres, o en intentar disfrutar de la vida aparente que aún le quedaba mediante una defensa. Así que reanudó su camino y sintió algo de la alegría de sus acompañantes por haberlo hecho. Toleraron que determinase la dirección y él eligió seguir el camino de la señorita, y no porque la quisiera alcanzar, no porque la quisiera ver el mayor tiempo posible, sino simplemente para no olvidar la advertencia que ella significaba para él. «Lo único que puedo hacer ––se dijo, y la sincronicidad de sus pasos con los de sus acompañantes confirmó sus pensamientos––, lo único que puedo hacer es mantener el sentido común hasta el final. Siempre quise ir por el mundo con veinte manos y, además, con un objetivo no autorizado. Eso fue incorrecto, ¿acaso es necesario que diga que ni siquiera un proceso de un año ha logrado hacerme aprender algo? ¿Acaso debo partir como un ser humano obcecado? ¿Se puede decir de mí que quise terminar el proceso en su inicio y que ahora, cuando termina, quiero comenzarlo de nuevo? No quiero que se diga eso.

Estoy agradecido de que me hayan asignado para este camino a estos hombres necios y semimudos, y de que se me haya permitido que yo mismo me diga lo necesario». La señorita, mientras tanto, había doblado por una calle perpendicular, pero K ya podía abandonarla, así que se dejó conducir por los acompañantes. Los tres, en perfecta armonía, atravesaron un puente a la luz de la luna. Los hombres permitían que K hiciera los pequeños movimientos que deseaba. Cuando quiso girar un poco hacia la barandilla, los hombres también giraron, quedando todos de frente. El agua, brillante y temblorosa a la luz de la luna, se bifurcaba ante una pequeña isla, en cuyas orillas crecían arbustos y una espesa arboleda. Por debajo de ellos, invisibles, se extendían caminos de arena, formando pequeñas playas en las que K, en algún verano, se había tumbado para tomar el sol. ––En realidad, no quería pararme ––dijo K a sus acompañantes, avergonzado por su buena disposición hacia él. Uno de ellos, a espaldas de K, pareció hacerle al otro un reproche por la equivocación, luego siguieron adelante. Pasaron por algunas calles empinadas, en las que, más lejos o más cerca, vieron a algunos policías. Uno de ellos, con un bigote poblado, se acercó al grupo con la mano en la empuñadura del sable, probable mente le resultó sospechoso (39). Los hombres se detuvieron, el policía iba a abrir la boca, pero entonces K empujó a sus acompañantes hacia adelante. Se volvió con frecuencia para comprobar si el policía les seguía. Pero en cuanto doblaron una esquina y perdieron de vista al policía, K comenzó a correr. Sus acompañantes tuvieron que correr con él perdiendo el aliento. Así, salieron rápidamente de la ciudad, que, en esa dirección, limitaba prácticamente sin transición con el campo. Cerca de una casa de pisos, como las de la ciudad, había una pequeña cantera, abandona da y desierta. Allí se pararon, ya fuese porque ese lugar había sido su destino desde el principio, ya porque estuvieran demasiado agotados para seguir andando. Dejaron libre a K, que, mudo, se limitó a esperar. Los dos hombres se quitaron las chisteras y, mientras inspeccionaban con la mirada la cantera, se secaron el sudor de la frente con un pañuelo. La luz de la luna iluminaba todo el escenario con la naturalidad y tranquilidad que ninguna otra luz posee. Después de intercambiar algunas cortesías sobre quién debería hacerse cargo de las próximas tareas ––aquellos señores parecían haber recibido el encargo sin que les asignaran sus respectivas competencias––, uno de ellos se acercó a K y le quitó la chaqueta, el chaleco y, finalmente, la camisa. K tembló involuntariamente, por lo que uno de los hombres le dio una palmada tranquilizadora en la espalda.

A continuación, dobló cuidadosamente las prendas, como si se fueran a utilizar otra vez, aunque no en un periodo inmediato. Para no exponer a K al aire frío de la noche, le tomó bajo su brazo y anduvo con él de un lado a otro, mientras el compañero buscaba un lugar apropiado en la cantera. Cuando lo hubo encontrado, hizo una seña y el otro acompañó a K hasta allí. Estaba cerca del corte, al lado de una piedra desprendida. Los hombres sentaron a K en el suelo, le apoyaron contra la piedra y reclinaron su cabeza. A pesar del esfuerzo que ponían y de toda la ayuda de K, su posición quedaba forzada e inverosímil. Uno de los hombres pidió al otro que le dejase a él buscar una postura mejor, pero tampoco logró nada. Finalmente, dejaron a K en una posición que ni siquiera era la mejor entre todas las que habían probado. Entonces uno de los hombres abrió su levita y sacó de un cinturón que rodeaba al chaleco un cuchillo de carnicero largo, afilado por ambas partes; lo mantuvo en alto y comprobó el filo a la luz. De nuevo comenzaron las repugnantes cortesías, uno entregaba el cuchillo al otro por encima de la cabeza de K, y el último se lo devolvía al primero. K sabía que su deber hubiera consistido en coger el cuchillo cuando pasaba de mano en mano sobre su cabeza y clavárselo. Pero no lo hizo; en vez de eso, giró el cuello, aún libre, y miró alrededor. No podía satisfacer todas las exigencias, quitarle todo el trabajo a la organización; la responsabilidad por ese último error la soportaba el que le había privado de las fuerzas necesarias para llevar a cabo esa última acción. Su mirada recayó en el último piso de la casa que lindaba con la cantera. Del mismo modo en que una luz parpadea, así se abrieron las dos hojas de una ventana. Un hombre, débil y delgado por la altura y la lejanía, se asomó con un impulso y extendió los brazos hacia afuera. ¿Quién era? ¿Un amigo? ¿Un buen hombre? ¿Alguien que participaba? ¿Alguien que quería ayudar? ¿Era sólo una persona? ¿Eran todos? ¿Era ayuda? ¿Había objeciones que se habían olvidado? Seguro que las había. La lógica es inalterable, pero no puede resistir a un hombre que quiere vivir. ¿Dónde estaba el juez al que nunca había visto? ¿Dónde estaba el tribunal supremo ante el que nunca había comparecido? Levantó las manos y estiró todos los dedos. Pero las manos de uno de los hombres aferraban ya su garganta, mientras que el otro le clavaba el cuchillo en el corazón, retorciéndolo dos veces. Con ojos vidriosos aún pudo ver cómo, ante él, los dos hombres, mejilla con mejilla, observaban la decisión. ––¡Como a un perro! ––dijo él: era como si la vergüenza debiera sobrevivirle.

FRAGMENTOS

LA AMIGA DE B

En los días siguientes, a K le había sido imposible intercambiar ni siquiera unas palabras con la señorita Bürstner. Intentó acercarse a ella por diversos medios, pero ella supo impedirlo. Después de la oficina se Iba directamente a casa, permanecía en su habitación sin encender la luz, sentado en el canapé o simplemente se limitaba a observar el recibidor. Si pasaba, por ejemplo, la criada, y ésta cerraba la puerta de la habitación, aparentemente vacía, K se levantaba pasado un rato y la abría de nuevo. Por las mañanas se levantaba una hora más temprano que de costumbre para poder encontrarse a solas con la señorita Bürstner, cuando ella se iba a la oficina. Pero ninguno de estos intentos culminó con éxito. Así pues, decidió escribirle una carta tanto a la oficina como a casa, en ella intentó justificar su comportamiento, ofreció una satisfacción, prometió no volver a sobrepasarse y pidió que le diera una Oportunidad para hablar con ella, sobre todo porque no quería emprender nada respecto a la señora Grubach mientras no hubiesen hablado. Finalmente, le comunicaba que el domingo próximo permanecería todo el día en su habitación esperando un signo suyo, que él partía de la consideración de que cumpliría su petición o que, en caso contrario, le explicaría los motivos de su negativa, aunque él le había prometido plegarse a todos sus deseos. No devolvieron las cartas, pero tampoco recibió respuesta. Sin embargo, el domingo hubo un signo lo suficientemente claro. Por la mañana temprano K percibió a través del ojo de la cerradura un movimiento inusual en el recibidor, que pronto encontró una explicación. Una profesora de francés, que, por lo demás, era alemana y se llamaba Montag, una muchacha débil y pálida, que cojeaba un poco y que hasta el momento había vivido en su propia habitación, se estaba mudando a la habitación de la señorita Bürstnner. Se la vio arrastrar el pie por el recibidor durante horas. Siempre quedaba una prenda o una tapadera o un libro olvidados que había que ir a recoger y traer a la nueva habitación. Cuando la señora Grubach le trajo el desayuno ––desde que enojó tanto a K ya no delegaba en la criada ningún servicio––, K no se pudo contener y le habló por primera vez en seis días. ––¿Por qué hay hoy tanto ruido en el recibidor? ––preguntó mientras se servía el café––. ¿No se podría evitar? ¿Precisamente hay que limpiar el domingo? Aunque K no miró a la señora Grubach, notó que respiró aliviada. Consideraba esas palabras severas de K como un perdón o como el comienzo del perdón. ––No están limpiando, señor K ––dijo ella––, la señorita Montag se está mudando a la habitación de la señorita Bürstner y traslada sus cosas.

No dijo nada más, se limitó a esperar a que K hablase o consintiese que ella lo siguiera haciendo. K, sin embargo, la puso a prueba, removió pensativo el café con la cuchara y calló. Luego la miró y dijo: ––¿Ha renunciado ya a su sospecha referente a la señorita Bürstner? ––Señor K ––exclamó la señora Grubach, que había estado esperando esa pregunta, doblando las manos ante K––, usted tomó tan mal hace poco una mención ocasional. Jamás he pensado en insultar a nadie. Usted me conoce ya desde hace mucho tiempo, señor K, para estar convencido de ello. ¡No sabe lo que he sufrido los últimos días! ¡Yo, difamar a uno de mis inquilinos! ¡Y usted, señor K, lo creía! ¡Y dijo que debería echarle! ¡Echarle a usted! El último grito se ahogó entre las lágrimas, se llevó el delantal al rostro y sollozó. ––No llore, señora Grubach ––dijo K, y miró a través de la ventana. Seguía pensando en la señorita Bürstner y en que había admitido en su habitación a una persona extraña. ––No llore más ––repitió al volverse hacia el interior de la habitación y ver que aún seguía llorando––. Tampoco lo dije con tan mala intención. Ha habido una confusión, eso es todo. Le puede ocurrir a viejos amigos. La señora Grubach apartó el delantal de los ojos para ver si K realmente se había reconciliado. ––Bien, así es ––dijo K y, como del comportamiento de la señora Grubach se podía deducir que el capitán no había contado nada, se atrevió a añadir: ––¿Acaso cree que me voy a enemistar con usted por una muchacha desconocida?––Así es, precisamente ––dijo la señora Grubach; su desgracia consistía en decir algo inadecuado cada vez que se sentía un poco libre––, siempre me pregunté: ¿por qué se toma tan en serio el señor K el asunto de la señorita Bürstner? ¿Por qué discute conmigo por su causa aun sabiendo que cada una de sus malas palabras me quita el sueño? De la señorita Bürstner sólo he dicho lo que he visto con mis ojos. K no dijo nada, la tendría que haber echado de la habitación nada más abrir la boca, pero no quería hacerlo. Se contentó con tomarse el café y con hacer notar a la señora Grubach que allí sobraba. Fuera se volvió a oír el paso arrastrado de la señorita Montag, que atravesaba todo el recibidor. ––¿Lo oye? ––preguntó K, y señaló con la mano hacia la puerta. ––Sí ––dijo la señora Grubach, y suspiró––, la he querido ayudar, y también le dije que la criada podía ayudarla, pero es obstinada, ella quiere mudarlo todo sola.

Con frecuencia me resulta desagradable tener a la señorita Montag de inquilina. La señorita Bürstner, sin embargo, se la lleva incluso a su habitación. ––Eso no debe preocuparle ––dijo K, y deshizo los restos de azúcar en la taza––. ¿Le resulta perjudicial? ––No ––dijo la señora Grubach––, en lo que a mí respecta no hay ningún problema. Además, así se queda una habitación libre y puedo alojar allí a mi sobrino, el capitán. Desde hace tiempo temo que le moleste por vivir ahí al lado, en el salón. Él no es muy considerado. ––¡Qué ocurrencia! ––dijo K, y se levantó––. Ni una palabra sobre eso. Parece que me toma por un hipersensible sólo por el hecho de que no puedo soportar los paseos de la señorita Montag, y ahí la tiene, ya regresa otra vez. La señora Grubach se vio impotente. ––¿Quiere que le diga que retrase el resto de la mudanza? Si usted quiere, lo hago en seguida. ––¡Pero tiene que mudarse a la habitación de la señorita Bürstner! ––Sí ––dijo la señora Grubach, que no entendió muy bien lo que K quiso decir. ––Bien ––dijo K––, pues entonces tendrá que trasladar todas sus cosas. La señora Grubach se limitó a asentir. Esa impotencia muda, que se reflejaba exteriormente en un gesto de consuelo, irritaba aún más a K. Comenzó a pasear de un lado a otro de la habitación, de la ventana hasta la puerta y de ésta, de nuevo, a la ventana, y la señora Grubach aprovechó la oportunidad para alejarse, lo que probablemente hubiera hecho de todos modos. Acababa de llegar K a la puerta, cuando alguien llamó. Era la criada. Anunció que la señorita Montag deseaba hablar con el señor K y por eso le pedía que fuera al comedor, donde ella le esperaba. K escuchó pensativo a la criada, luego se volvió hacia la asustada señora Grubach con una mirada irónica. Esa mirada parecía decir que K hacía tiempo que esperaba esa invitación y que se adaptaba perfectamente al tormento que los inquilinos de la señora Grubach le estaban infligiendo esa mañana dominical. Envió a la criada con la respuesta de que iría en seguida, se acercó al armario para cambiarse de chaqueta y como respuesta a la señora Grubach, que se quejaba en voz baja de esa persona tan desagradable, le pidió que se llevara la vajilla del desayuno. ––Pero si apenas ha comido algo ––dijo la señora Grubach. ––¡Ah, lléveselo ya! ––exclamó K, le parecía como si la señorita Montag se hubiera mezclado con el desayuno y lo hiciera repugnante. Cuando atravesó el recibidor, miró hacia la puerta cerrada de la habitación de la señorita Bürstner. Pero no estaba invitado allí, sino en el comedor, cuya puerta abrió sin llamar. Era una habitación larga y estrecha, con una sola ventana.

Había tanto espacio libre que se hubieran podido colocar en las esquinas, a ambos lados de la puerta, dos armarios, mientras que el resto del espacio quedaba acaparado por una larga mesa que comenzaba cerca de la puerta y llegaba casi hasta la ventana, que permanecía prácticamente inaccesible. La mesa estaba puesta y, además, para muchas personas, pues el domingo comían allí todos los inquilinos. En cuanto K entró, la señorita Montag vino desde la ventana, a lo largo de la mesa, para encontrarse con K. Se saludaron sin pronunciar palabra. A continuación, la señorita Montag, con la cabeza demasiado erguida, como siempre, dijo: ––No sé si me conoce. K la miró con ojos entornados. ––Claro que sí ––dijo él––. Vive desde hace tiempo en casa de la señora Grubach. ––Usted, sin embargo, según creo ––dijo la señorita Montag––, no se preocupa mucho de la pensión. ––No ––dijo K. ––¿No quiere sentarse? ––dijo la señorita Montag. Llevaron dos sillas en silencio hacia el extremo de la mesa y allí se sentaron uno frente al otro. Pero la señorita Montag se volvió a levantar al poco tiempo, pues se había dejado el bolso en la ventana, así que fue a recogerlo. Cuando regresó, balanceando ligeramente el bolso, dijo: ––Quisiera hablar con usted sólo un momento por encargo de mi amiga. Quería haber venido ella misma, pero hoy no se siente bien. Le pide que la disculpe y que me oiga a mí en vez de a ella. No le hubiera podido decir nada diferente a lo que le voy a decir yo. Todo lo contrario, creo que yo le voy a decir más, ya que no tengo ningún interés en el asunto, ¿no cree?––¡Qué podría decir yo! ––respondió K, ya cansado de que la señorita Montag no parase de mirar sus labios. Así se arrogaba un dominio sobre lo que él quería decir. ––La señorita Bürstner, como veo, no está dispuesta a sostener conmigo la entrevista que le he solicitado. ––Así es ––dijo la señorita Montag––, o, mejor, no es así, usted lo expresa con demasiada dureza. En general las conversaciones ni se conceden ni se niegan. Pero puede ocurrir que determinadas conversaciones se consideren inútiles, y éste es uno de esos casos. Después de su mención, ya puedo hablar abiertamente. Usted ha pedido por escrito u oralmente a mi amiga que sostenga una entrevista con usted. Pero mi amiga no sabe, al menos eso es lo que yo deduzco, cuál puede ser el objeto de esa entrevista y, por motivos que desconozco, está convencida de que, si tuviera lugar, no sería útil para nadie. Por lo demás, ayer me explicó, aunque de un modo fugaz, que a usted tampoco le podía importar mucho esa conversación, que se le debía de haber ocurrido por casualidad y que reconocería pronto, sin necesidad de aclaraciones, lo absurdo de la pretensión.

Yo le respondí que podía tener razón, pero que sería más ventajoso, para una clarificación completa del asunto, hacerle llegar una respuesta. Yo me ofrecí a asumir esa tarea y, después de dudar algo, mi amiga consintió en ello. Espero haber trabajado también en su beneficio, pues la menor inseguridad en el asunto más insignificante siempre resulta desagradable. Además, si se puede resolver fácilmente, como en este caso, lo mejor es hacerlo en seguida. ––Se lo agradezco ––dijo K con rapidez, se levantó lentamente, miró a la señorita Montag, luego deslizó su mirada a lo largo de la mesa hasta dejarla reposar en la ventana ––en la casa de enfrente daba el sol–– y, finalmente, se dirigió hacia la puerta. La señorita Montag le siguió unos pasos como si no confiase en él. No obstante, ambos tuvieron que apartarse nada más llegar a la puerta, pues el capitán Lanz entró. K era la primera vez que lo veía de cerca. Era un hombre alto, de unos cuarenta años, con un rostro carnoso y bronceado. Hizo una ligera inclinación, también dirigida a K, luego se acercó hasta donde estaba la señorita Montag y besó obsequioso su mano. Su cortesía frente a la señorita Montag contrastaba con la actitud que K había tenido ante ella. Pero la señorita Montag no parecía enojada con K, pues, según le pareció, quiso presentarle al capitán. Pero K no quería que le presentaran, no hubiese sido adecuado ser amable con el capitán o con la señorita Montag, el beso en la mano la había unido, para él, a un grupo que, bajo la apariencia de una extremada inocencia y desinterés, intentaba apartarle de la señorita Bürstner. K no sólo creyó reconocer esto, sino también que la señorita Montag había escogido un buen medio, aunque de dos filos. Por una parte, exageraba la importancia de la relación entre la señorita Bürstner y K, por otra, exageraba la importancia de la entrevista solicitada e intentaba darle la vuelta a la argumentación, de tal modo que K apareciese como el que lo exageraba todo. Se equivocaba, K no quería exagerar nada, K sabía que la señorita Bürstner no era más que una pequeña mecanógrafa que no podría ofrecerle resistencia durante mucho tiempo. Ni siquiera había tomado en cuenta lo que la señora Grubach sabía de la señorita Bürstner. Reflexionó sobre todo esto mientras salía de la habitación sin apenas despedirse. Quiso volver de inmediato a su cuarto, pero oyó, desde el comedor, la risa de la señorita Montag, y pensó que podría prepararles una sorpresa a ambos, tanto a ella como al capitán.

Miró alrededor y escuchó por si acaso podía ser descubierto por alguien de las habitaciones vecinas. Reinaba el silencio, sólo se oía la conversación en el comedor y, en el pasillo que conducía a la cocina, la voz de la señora Grubach. La oportunidad parecía favorable. K se acercó a la puerta de la habitación de la señorita Bürstner y tocó sin hacer apenas ruido. Como no se oyó nada, volvió a llamar, pero tampoco obtuvo respuesta. ¿Dormía o realmente se encontraba mal? ¿O tal vez no quería abrir porque sospechaba que esa forma de llamar sólo podía proceder de K? K supuso que no quería abrir, así que golpeó la puerta con más fuerza. Como tampoco tuvo éxito, abrió la puerta con precaución, aunque no sin el sentimiento de hacer algo incorrecto, y además inútil. En la habitación no había nadie. Apenas recordaba a la habitación que K había visto. En la pared había dos camas contiguas, habían situado tres sillas cerca de la puerta y estaban repletas de ropa; un armario permanecía abierto. Era posible que la señorita Bürstner hubiera salido mientras K conversaba con la señorita Montag en el comedor. K no estaba muy desilusionado, no había esperado poder encontrar tan fácilmente a la señorita Bürstner. Lo había intentado sólo como consuelo contra la señorita Montag. Más desagradable fue, cuando K, mientras cerraba la puerta, vio, a través de la puerta del comedor, cómo conversaban la señorita Montag y el capitán. Era probable que ya permanecieran así antes de que K hubiese abierto la puerta, evitaban dar la impresión de que le observaban, se limitaban a conversar en voz baja y seguían los movimientos de K con la mirada, como se mira distraído durante una conversación. Pero a K esas miradas le afectaron especialmente: se apresuró a llegar a su habitación sin separarse de la pared.

EL FISCAL

A pesar de los conocimientos psicológicos y de la experiencia adquirida durante su larga actividad bancaria, sus compañeros de tertulia siempre le habían parecido dignos de admiración y jamás negaba que para él suponía un gran honor pertenecer a un grupo semejante. Estaba constituido casi exclusivamente por jueces, fiscales y abogados; a algunos jóvenes funcionarios y pasantes se les admitía en la reunión, pero se sentaban al final de la mesa y sólo podían intervenir en los debates cuando se les preguntaba expresamente algo. Pero esas preguntas solían tener el único objetivo de divertir a la concurrencia: especialmente el fiscal Hasterer, habitual vecino de mesa de K, gustaba de avergonzar así a los jóvenes. Cuando ponía su gran mano peluda en el centro de la mesa, la extendía y miraba hacia el extremo, todos aguzaban los oídos. Y cuando uno de los jóvenes se adjudicaba la pregunta, pero o no podía descifrarla o se quedaba mirando la cerveza pensativo, moviendo las mandíbulas en vez de hablar, o ––lo que era más enojoso defendía con un torrente de palabras una opinión falsa o desautorizada, entonces todos los señores volvían a acomodarse riendo en sus asientos y sólo a partir de ese momento parecían sentirse realmente a gusto. Las conversaciones serias y especializadas quedaban reservadas para ellos. K había sido introducido en esa sociedad por el asesor jurídico del banco. Hubo un tiempo en que K tuvo que sostener largas entrevistas con ese abogado hasta muy tarde por la noche y se había adapta do a su costumbre de cenar en la tertulia, gustándole la compañía. Allí podía ver a eruditos, a hombres poderosos y de gran prestigio, cuya diversión consistía en intentar resolver cuestiones ajenas a la vida común. Aunque él podía intervenir muy poco, al menos disfrutaba de la posibilidad de acumular conocimientos, lo que más tarde o más temprano le procuraría ventajas en el banco. Además, podía conseguir importantes contactos personales con el mundo de la justicia, que siempre podían ser de utilidad. Pero también el grupo parecía tolerarle. Pronto fue reconocido como un experto en negocios y su opinión en esa materia ––muchas veces emitida con ironía–– resultaba irrefutable. Ocurría con frecuencia que dos personas, que juzgaban de manera diferente una cuestión jurídica, solicitaban a K su opinión, de tal modo que el nombre de K quedaba involucrado en todas las intervenciones, incluso en los análisis más abstractos, en los que K se perdía.

No obstante, poco a poco iba comprendiendo las argumentaciones más complejas, pues contaba a su lado con el fiscal Hasterer, un buen consejero que le ayudaba amigablemente en esas cuestiones. Algunas veces K le acompañaba por la noche a casa, aunque no se podía acostumbrar a ir al lado de un hombre tan enorme, que le podría haber ocultado en los faldones de su abrigo. A lo largo del tiempo se hicieron tan amigos que las diferencias de educación, de profesión y de edad desaparecieron. Hablaban entre ellos como si hubieran estado juntos desde siempre y, aunque en la relación a veces parecía que uno mostraba cierta superioridad, no era Hasterer, sino K el que quedaba algo por encima, pues sus experiencias prácticas le daban con frecuencia la razón, no en vano las había adquirido directamente, como nunca ocurre en un despacho judicial. Esa amistad era conocida entre los contertulios; al final, sin embargo, se olvidó quién había introducido a K en la sociedad, aunque Hasterer le cubría en todo momento. Si el derecho de K a sentarse entre ellos hubiese sido puesto en duda, habría podido apelar a Hasterer con todo derecho. Por eso K ocupó una posición privilegiada, pues Hasterer era tan admirado como temido. La fuerza de su argumentación jurídica era digna de admiración, pero había otros señores que estaban a su altura en ese terreno. No obstante, ninguno de ellos alcanzaba la impetuosidad con que defendía su opinión. K tenía la impresión de que Hasterer, cuando no podía convencer a su contrario, al menos le quería asustar, sólo ante su dedo índice admonitorio había más de uno que retrocedía. Entonces era como si el oponente olvidara que estaba en la compañía de buenos conocidos y colegas, que sólo se trataba de cuestiones teóricas y de que en realidad no podía ocurrirle nada. A pesar de todo esto, enmudecía y un ligero balanceo de cabeza ya era un acto de valor. Era un espectáculo patético cuando el oponente estaba sentado lejos; Hasterer sabía que con esa distancia no se podría llegar a ninguna unanimidad, a no ser que desplazara el plato de la cena y se levantase lentamente para buscar al hombre en cuestión. Los que estaban a su lado miraban hacia arriba para observar su rostro. Pero esos incidentes eran relativamente escasos, ante todo se irritaba tratando de cuestiones jurídicas, principalmente en aquellas que aludían a procesos en los que él mismo participaba o había participado. Si no se trataba de esas cuestiones, permanecía tranquilo y amable, su sonrisa era cariñosa y su pasión era comer y beber.

Podía ocurrir incluso que no escuchase la conversación, se volviera hacia K, pusiera el brazo sobre el respaldo de la silla de éste, le preguntase algo en voz baja acerca del banco, luego hablase él sobre su propio trabajo y contase algo sobre las damas que conocía, que le daban tanto o más trabajo que el tribunal. Con ningún otro hablaba así, podía ocurrir, incluso, que cuando alguien quería solicitar algo de Hasterer ––la mayoría de las veces para lograr una reconciliación con algún colega–– se dirigiera primero a K y le pidiera su intercesión, a lo que él siempre accedía. Sin aprovecharse en este sentido de la amistad con Hasterer, K era amable y modesto con todos los demás y sabía distinguir ––lo que era mucho más importante que la cortesía y la modestia–– los distintos rangos jerárquicos y tratar a cada uno según su posición. Hasterer le ilustraba a este respecto una y otra vez, ésas eran las únicas normas que ni siquiera Hasterer rompía en sus debates más enconados. Por el respeto a estas normas se juzgaba también a los jóvenes situados al fondo de la mesa, que aún no poseían rango alguno y a los que se dirigían como si no fueran individuos, sino una masa compacta. Pero precisamente estos jóvenes eran los que brindaban mayores honores a Hasterer, y cuando se levantaba a las once para irse a casa, siempre había uno dispuesto a ayudarle a ponerse el pesado abrigo y otro que con inclinaciones se apresuraba a abrirle la puerta y, naturalmente, la mantenía abierta hasta que K abandonaba la estancia detrás de él. Mientras que al principio K acompañaba a Hasterer, o este último a K, un trecho del camino, más tarde Hasterer comenzó a invitar a K para que subiese a su vivienda y conversaran un rato. Permanecían alrededor de una hora juntos bebiendo licor y fumando cigarros. A Hasterer le gustaban tanto esas veladas que no quiso renunciar a ellas cuando una mujer, Helene de nombre, vivió allí durante unas semanas. Era una mujer gorda y ya mayor, con una piel amarillenta y rizos negros que le caían por la frente. K al principio sólo la vio en la cama: permanecía tendida sin vergüenza alguna, leyendo una novela y sin interesarse por la conversación de los dos hombres. Sólo cuando se había: hecho tarde acostumbraba estirarse y bostezar. Y si así no podía llamar la atención, entonces le arrojaba la novela a Hasterer.

Éste se levantaba sonriendo y se despedía de K. Después, cuando Hasterer comenzó a cansarse de Helene, ésta perturbaba considerablemente los encuentros. Esperaba la llegada de ambos completamente vestida y, además, con un traje que ella, probablemente, consideraba muy elegante, pero que en realidad era un vestido de baile pasado de moda y que llamaba desagradablemente la atención por una serie de volantes que ella misma le había añadido como adorno. K ignoraba el aspecto real que podía haber tenido ese vestido, él se negaba a mirarlo y permanecía sentado durante horas con los ojos bajos, mientras ella iba y venía contoneándose por la habitación o se sentaba cerca de él. Más tarde, cuando su situación empezaba a ser insostenible, intentó dar, llevada por la desesperación, un trato de preferencia a K para, así, poner celoso a Hasterer. Era sólo por desesperación, no por maldad, cuando apoyaba su grasienta espalda desnuda en la mesa, acercaba su rostro a K y le quería obligar a que la mirara. Ella sólo consiguió que K renunciase a visitar a Hasterer y cuando, transcurrido un tiempo, regresó, ya se había desembarazado de Helene. K lo tomó como algo evidente. Esa noche permanecieron juntos más de lo habitual, celebraron su hermandad por iniciativa de Hasterer y K regresó a casa algo mareado a causa de los cigarros y del licor. Precisamente a la mañana siguiente, el director del banco, durante una conversación de negocios, mencionó que le había parecido ver a K la noche anterior. Si no se equivocaba, había visto a K andando con el fiscal Hasterer cogidos del brazo. Al director le parecía tan extraño, que nombró la iglesia––esto correspondía a su pasión por la exactitud–– en cuyo muro lateral, cerca de la fuente, se había producido ese encuentro. Si hubiese querido describir un espejismo, no lo hubiera podido expresar mejor. K le explicó que el fiscal era amigo suyo y que, en efecto, la noche anterior habían pasado por la iglesia mencionada.

El director rió asombrado y pidió a K que se sentase. Era uno de esos momentos por los que K tenía tanto cariño al director. Eran instantes en que ese hombre enfermo y débil, que apenas dejaba de toser, sobrecargado de trabajo y lleno de responsabilidad, se preocupaba por el bienestar de K y por su futuro. Se trataba de una preocupación que, según otros funcionarios que habían experimentado algo parecido, se podía denominar fría y superficial, pues no era nada más que un buen método para ganarse a valiosos funcionarios por muchos años con el sacrificio de dos minutos. Pero fuera lo que fuese, K quedaba sometido al director en esos instantes. Tal vez el director hablaba con K de un modo algo diferente, jamás olvidaba su posición para ponerse al mismo nivel de K ––esto, sin embargo, lo hacía con regularidad en las relaciones usuales de negocios––, pero sí parecía olvidar la posición de K, ya que hablaba con él como con un niño o como con un joven ignorante que pretende un puesto de trabajo y, por motivos inescrutables, cae simpático al director. K no habría tolerado semejante tratamiento de nadie, ni siquiera del director, si su preocupación no le hubiera parecido sincera o si al menos la posibilidad de esa preocupación, como se mostraba en esos instantes, no le hubiera hechizado de ese modo. K reconocía sus debilidades. Tal vez el motivo era que en él había algo infantil, ya que no había recibido el cariño de un padre, pues éste había muerto muy joven. Además, había salido muy pronto de casa y no se había sentido atraído por la ternura de la madre, que, medio ciega, vivía en una de esas ciudades de provincia por las que no pasa el tiempo y a la que había visitado por última vez hacía dos años. ––No sabía nada de esa amistad––dijo el director, y sólo una débil y amable sonrisa dulcificó la severidad de sus palabras.

HACIA LA CASA DE ELSA

Una noche, poco antes de irse, K recibió una llamada en la que le exhortaban a que se presentase inmediatamente en las oficinas del juzgado. Se le advertía que obedeciese. Sus inauditas indicaciones acerca de la inutilidad de los interrogatorios, de que éstos no conducían a nada, de que él no volvería a comparecer, de que no atendería ninguna notificación, ni por teléfono ni por escrito, y de que echaría a todos los ujieres, todas esas indicaciones constaban en acta y ya le habían perjudicado mucho. ¿Por qué no se quería plegar? ¿Acaso no se esforzaban, sin considerar el tiempo invertido ni los costes, en ordenar algo su confusa causa? ¿Acaso pretendía molestar y que se tomasen medidas violentas, de las que hasta ahora había sido eximido? La citación de ese día era un último intento. Que hiciera lo que quisiese, pero que supiese que el tribunal supremo no iba a tolerar que se burlasen de él. Precisamente esa noche K había avisado a Elsa de su visita y por ese motivo no podía comparecer ante el tribunal. Estaba contento de poder justificar su incomparecencia con ese motivo, aunque, natural mente, jamás utilizaría semejante excusa ni, con toda probabilidad, acudiría esa noche al tribunal aun cuando no tuviera la obligación más nimia. En todo caso, con la conciencia de estar en su derecho, planteó la pregunta de qué ocurriría si no fuera. ––Sabremos encontrarle ––fue la respuesta. ––¿Y seré castigado porque no me he presentado voluntariamente? ––preguntó K, y sonrió en espera de lo que le iban a responder. ––No ––fue la respuesta. ––Estupendo ––dijo K––, ¿qué motivo podría tener entonces para cumplir con la citación de hoy?––No se suele acosar con los medios punitivos del tribunal ––dijo la voz ya debilitada y que terminó por extinguirse. «Es muy imprudente si no se hace ––pensó K mientras se marchaba––. Hay que conocer esos medios punitivos». Se dirigió a casa de Elsa sin pensarlo dos veces. Sentado cómodamente en la esquina del coche, con las manos en los bolsillos del abrigo ––empezaba a hacer frío––, contempló las animadas calles. Pensó con cierta satisfacción que le causaría dificultades al tribunal, si realmente estaban trabajando, pues no había dicho con claridad si se iba a presentar o no. Así que el juez estaría esperando, quizá toda la asamblea, pero K, para decepción de toda la galería, no aparecería. Sin tomar en consideración al tribunal, iba a donde quería. Por un momento dudó de si, por distracción, le había dado al conductor la dirección del tribunal, así que le gritó la dirección de Elsa. El conductor asintió, la dirección que le había dado era la correcta. A partir de ese momento K se fue olvidando del tribunal y los pensamientos del banco comenzaron a invadir su mente, como en los viejos tiempos.

LUCHA CON EL SUBDIRECTOR

Una mañana K se encontró mucho más fresco y fuerte que de costumbre. Apenas pensaba en el tribunal. Cuando se acordaba de él, le parecía como si, palpando en la oscuridad un mecanismo oculto, pudiera manejar fácilmente a esa gran organización inabarcable, desgarrarla y hacerla trizas. Su ánimo extraordinario le tentó a invitar al subdirector para que viniera a su despacho y tratar de un asunto de negocios que urgía desde hacía tiempo. En esas ocasiones, el subdirector solía fingir que sus relaciones con K no se habían alterado en los últimos meses. Entraba tranquilo, como en los tiempos de continua competencia con K, le escuchaba paciente, mostraba su interés con pequeñas indicaciones amistosas y de confianza, y sólo confundía a K, sin que se notase ninguna intención expresa en ello, al no desviarse un ápice del asunto de negocios, al mostrarse receptivo y concentrado mientras los pensamientos de K, ante ese modelo de cumplimiento del deber, comenzaban a dispersarse y le obligaban, casi sin resistencia, a cederle todo el asunto. Una vez la situación fue tan mala que el subdirector se levantó repentinamente y regresó a su oficina en silencio. K no sabía lo que había ocurrido, era posible que la entrevista hubiera concluido, pero también era posible que el subdirector la hubiera interrumpido porque K, sin saberlo, le había molestado, o porque había dicho alguna necedad, o porque al subdirector le había resultado indudable que K no escuchaba y estaba ocupado en otros asuntos. Era posible, incluso, que K hubiese tomado una decisión ridícula o que el subdirector le hubiese sonsacado algo absurdo y ahora se apresurase a difundirlo para dañar a K. Por lo demás, ya no volvieron a hablar de ese asunto. K no quería recordárselo y el subdirector permaneció inaccesible al respecto. Tampoco hubo, al menos provisionalmente, consecuencias visibles. Pero K no aprendió del incidente, cuando encontraba una oportunidad adecuada y se sentía con algo de fuerzas, ya estaba en la puerta del despacho del subdirector invitándole a ir al suyo o pidiendo permiso para entrar. Ya no se escondía de él como había hecho anteriormente. Tampoco tenía la esperanza de que se produjera una pronta decisión que le liberase de una vez por todas de sus cuitas y que restableciera la relación originaria con el subdirector. K comprendió que no podía ceder; si retrocedía, como, tal vez, exigían las circunstancias, corría el peligro de no poder avanzar más.

No se podía dejar que el subdirector creyese que K estaba acabado, no podía permanecer sentado tranquilamente en su despacho con esa suposición, había que ponerlo nervioso, tenía que experimentar con tanta frecuencia como fuera posible que K vivía y que, como todo lo que poseía vida, un día podía sorprender con nuevas capacidades, por muy inofensivo que pareciese hoy. A veces, sin embargo, K se decía que con ese método lo único que conseguía era luchar por su honor, pero que no le sería de ninguna utilidad, puesto que siempre que se enfrentaba al subdirector terminaba fortaleciendo la posición de éste y, además, le daba la oportunidad de realizar observaciones y tomar las medidas adecuadas que reclamaban las circunstancias que en ese momento se imponían. Pero K no hubiera podido alterar su comportamiento, estaba sometido a ilusiones generadas por él mismo, a veces creía que podía medirse con el subdirector con despreocupación. No aprendió de las experiencias más desgraciadas; lo que no había resultado en diez intentos, creía que podría resultar en el decimoprimero, aunque las circunstancias eran las mismas y todo estaba en su contra. Cuando, después de uno de esos encuentros, regresaba agotado, sudoroso, con la mente vacía, no sabía si lo que le había impulsado a entrevistarse con el subdirector había sido la esperanza o la desesperación. En la siguiente ocasión fue claramente la esperanza la que le indujo a apresurarse hacia la puerta del subdirector. Así era hoy. El subdirector entró en seguida, permaneció cerca de la puerta, limpió sus quevedos ––era una nueva costumbre que había adquirido––, miró a K y, a continuación, para no dar la impresión de fijarse demasiado en él, paseó la mirada por la habitación. Era como si aprovechase la oportunidad para examinar su vista. K resistió sus mira das, incluso sonrió un poco e invitó al subdirector a que tomase asiento. K se reclinó en su sillón, lo acercó un poco al subdirector, tomó los papeles necesarios y comenzó a informarle. El subdirector parecía s como si apenas escuchara. La tabla de la mesa de K estaba rodeada por una pequeña moldura labrada. Toda la mesa estaba excepcionalmente trabajada y también la moldura era de madera y estaba sólidamente adosada a la tabla. Pero el subdirector hizo como si hubiese encontrado ahí precisamente una pieza suelta y quisiera repararla con el dedo índice. K pensó en interrumpir su informe, pero el subdirector no quiso, pues él, como explicó, lo escuchaba y comprendía todo.

Mientras K era incapaz de sonsacarle una mera indicación, la moldura parecía requerir un tratamiento especial, pues el subdirector sacó una navaja de bolsillo, tomó la regla de K como palanca e intentó elevar la moldura para poder encajarla mejor. K había incluido en su informe una propuesta novedosa, la cual esperaba que ejerciera un efecto especial en el subdirector, pero cuando llegó el momento de mencionarla, no pudo parar, tanto le obsesionaba el trabajo o, mejor, tanto se alegraba de esa conciencia, cada vez más rara, de que aún era alguien en el banco y de que sus pensamientos tenían la fuerza de justificarle. Tal vez fuese esa forma de justificarse la mejor, y no sólo en el banco, sino también en el proceso, quizá mucho mejor que cualquier otra defensa ya intentada o planeada. Con su prisa por decirlo todo, K no tuvo tiempo de desviar la atención del subdirector de su actividad, se limitó, dos o tres veces, mientras leía, a pasar la mano sobre la moldura con un ademán tranquilizador, para, así, sin ser consciente de ello, mostrar al subdirector que la moldura no tenía ningún defecto y que, si encontraba uno, era mas importante escuchar y comportarse decentemente que cualquier mejora en el mueble. Pero el subdirector, como ocurre con frecuencia con hombres activos, asumió ese trabajo con celo, ya había levantado un trozo de moldura y ahora sólo le quedaba ir introduciendo las columnitas en sus agujeros respectivos. Eso era lo más difícil de todo. El subdirector se tuvo que levantar e intentó presionar con las dos manos la moldura contra la tabla. Pero no lo consiguió ni empleando todas sus fuerzas. K, mientras leía ––aunque combinaba la lectura con muchas explicaciones––, sólo había percibido fugazmente que el subdirector se había levantado. Aunque apenas había perdido de vista la actividad complementaria del subdirector, supuso que el movimiento de éste se había debido a su informe, así que también se levantó y le extendió un papel al subdirector. El subdirector, mientras tanto, había comprendido que la presión de las manos no bastaría, así que se sentó con todo su peso encima de la moldura. Ahora lo consiguió, las columnitas se introdujeron chirriando en sus agujeros, pero una de ellas se quebró y la moldura se partió en dos. ––La madera es mala ––dijo el subdirector enojado, dejó la mesa y se sentó…

LA CASA

 Sin una intención concreta, K, en diversas ocasiones, había intentado enterarse del domicilio del organismo del que partió la primera denuncia en su causa. Lo averiguó sin dificultades, tanto Titorelli como Wolfhart le dieron el número de la calle cuando les preguntó. Titorelli completó la información, con la sonrisa que siempre tenía preparada para aquellos planes secretos que no se le presentaban para su examen pericial, diciendo que ese organismo no tenía ninguna importancia, sólo ejecutaba lo que se le encargaba y sólo era el órgano externo de la autoridad acusatoria, que era inaccesible para los acusados. Si se deseaba algo de la autoridad acusatoria ––naturalmente siempre había muchos deseos, pero no siempre era inteligente manifestarlos––, había que dirigirse al mencionado organismo, pero así ni se lograba acceder a la autoridad acusatoria, ni que el deseo fuese transmitido a ésta. K ya conocía la manera de ser del pintor, así que no le contradijo, tampoco quiso pedirle más información, se limitó a asentir y a darse por enterado. Una vez más le pareció que Titorelli, cuando se trataba de atormentar, superaba al abogado. La diferencia consistía en que K no dependía tanto de Titorelli y hubiera podido liberarse de él cuando hubiese querido. Además, Titorelli era hablador, incluso parlanchín, si bien antes más que ahora y, en definitiva, también K podía atormentar a Titorelli. Y así lo hizo en esa oportunidad, habló con frecuencia a Titorelli de esa casa como si quisiera ocultarle algo, como si tuviera algún contacto con ese organismo, aunque no lo suficientemente intenso como para darlo a conocer sin peligro. Titorelli intentó obtener alguna información de K, pero éste, repentinamente, ya no volvió a hablar más del asunto. K se alegraba de esos pequeños éxitos, él creía después que entendía mejor a esas personas del tribunal, incluso que podía jugar con ellas, estar por encima y disfrutar, al menos en algunos instantes, de una mejor visión de las cosas, ya que ellas estaban en el primer nivel del tribunal. Pero, ¿qué ocurriría si perdía su posición? Aún habría una posibilidad de salvación, no tenía nada más que deslizarse entre esas personas, si no le habían podido ayudar en su proceso a causa de su bajeza o por otros motivos, al menos le podrían aceptar y esconder, sí, ni siquiera, si él lo planeaba bien y ejecutaba su plan en secreto, podrían rechazar ayudarle de esa manera, especialmente Titorelli no podría denegarle ayuda, ya que se había convertido en un benefactor.

Sin embargo K no se alimentaba diariamente de esas esperanzas. En general aún distinguía con precisión y se guardaba mucho de ignorar o pasar por alto alguna dificultad, pero a veces ––normalmente en estados de agotamiento por la noche, después del trabajo–– encontraba consuelo en los más pequeños y significativos incidentes del día. Usualmente permanecía tendido en el canapé de su despacho ––no podía abandonar su despacho sin tener que recuperarse después una hora en el canapé–– y se dedicaba a encadenar en su mente observación tras observación. No se limitaba a las personas que pertenecían a la organización de la justicia, en ese estado de duermevela se mezclaban todos, entonces se olvidaba del enorme trabajo del tribunal, le parecía que él era el único acusado y veía cómo el resto de las personas, una confusión de funcionarios y juristas, pasaban por los pasillos de un edificio. Ni los más lerdos hundían la barbilla en el pecho, todos mostraban los labios fruncidos y una mirada fija de reflexión responsable. Los inquilinos de la señora Grubach siempre aparecían como un grupo cerrado, permanecían juntos uno al lado del otro con las bocas abiertas, como los miembros de un coro. Entre ellos había muchos desconocidos, pues K hacía tiempo que no prestaba ninguna atención a la pensión. A causa de los muchos desconocidos le causaba desagrado acercarse al grupo, lo que a veces se veía obligado a hacer cuando buscaba entre ellos a la señorita Bürstner. Sobrevoló, por ejemplo, el grupo y, de repente, brillaron dos ojos completamente desconocidos que lo detuvieron. No encontró a la señorita Bürstner, pero cuando siguió buscando para evitar cualquier error, la encontró en el centro del grupo, rodeando a dos hombres con sus brazos. No le causó ninguna impresión, sobre todo porque esa visión no era nueva, sino un recuerdo imborrable de una fotografía de la playa que había visto una vez en la habitación de la señorita Bürstner. Esa visión separaba a K del grupo y aun cuando regresaba una y otra vez, sólo lo hacía para atravesar a toda prisa el edificio del tribunal. Conocía muy bien todas las estancias; incluso los pasillos perdidos, que no había visto nunca, le resultaban familiares, como si le hubieran servido de morada desde siempre. Los detalles quedaban grabados en su cerebro con una exactitud dolorosa. Un extranjero, por ejemplo, paseaba por una antesala, vestía como un torero, el talle apretado, su chaquetilla corta y rígida estaba adornada con borlas amarillas, y ese hombre, sin parar de pasear, se dejaba admirar por K. Éste, encogido, le contemplaba con los ojos muy abiertos. Conocía todos los dibujos, todos los flecos, todas las líneas de la chaquetilla y, aun así, no se cansaba de mirarla. O, mejor, hacía tiempo que se había cansado de mirarla o, aún más correcto, nunca la había querido mirar, pero no le dejaba. «¡Qué mascaradas ofrece el extranjero!» ––pensó, y abrió aún más los ojos. Y fue seguido por ese hombre hasta que se echó y presionó el rostro contra el canapé (40).

VISITA A LA MADRE

De repente, durante la comida, se le ocurrió visitar a su madre. La primavera ya estaba llegando a su fin y con ella se cumplía el tercer año desde que no la había visto. Su madre le había pedido hacía tres años que fuese a su cumpleaños y él había cumplido la promesa, a pesar de algunos impedimentos. Luego le había prometido visitarla en todos sus cumpleaños, una promesa que había dejado de cumplir dos veces. Ahora no quería esperar hasta su cumpleaños: aunque sólo faltaran catorce días, deseaba viajar en seguida. Sin embargo, se dijo que no había ningún motivo para salir tan rápido, todo lo contrario, las noticias que recibía regularmente, en concreto cada dos meses, de su primo, que poseía un comercio en la pequeña ciudad y administraba el dinero que K le enviaba a su madre, eran más tranquilizadoras que nunca. La vista de la madre se apagaba, pero eso, según lo que le habían dicho los médicos, ya lo esperaba K desde hacía años, no obstante su estado había mejorado en general, determinadas dolencias de la edad habían disminuido en vez de agravarse, al menos ella se quejaba menos. Según el primo, se podría deber a que en los últimos años ––K ya había advertido algo con disgusto en su visita–– se había vuelto muy piadosa. El primo le había descrito en una carta, de manera muy ilustrativa, cómo la anciana, que antes se había arrastrado con esfuerzo, ahora andaba muy bien cogida de su brazo cuando la llevaba los domingos a la iglesia. Y K podía creer al primo, pues éste era miedoso y solía exagerar en sus informes lo malo antes que lo bueno. Pero K se había decidido a partir. Desde hacía tiempo había confirmado en su temperamento, entre otras cosas desagradables, una cierta inclinación a quejarse, así como una ansiedad irrefrenable por satisfacer todos sus deseos. Bien, en este caso particular, ese defecto serviría para una buena acción. Se acercó a la ventana para ordenar un poco sus pensamientos, luego mandó que se llevasen la comida, envió al ordenanza a casa de la señora Grubach para que le anunciase su partida y para recoger el maletín, en el que la señora Grubach podía meter lo que considerase conveniente. A continuación, dejó unos encargos, referentes a algunos negocios, al señor Kühne, para que los realizase durante el tiempo en que iba a estar ausente; esta vez apenas se enojó por las malas maneras con que últimamente recibía sus encargos, sin ni siquiera mirarle, como si supiera de sobra lo que tenía que hacer y sólo tolerase ese reparto de encargos como una ceremonia. Finalmente, se fue a ver al director.

Cuando le pidió dos días libres para visitar a su madre, el director preguntó, naturalmente, si la madre de K estaba enferma. ––No ––dijo K, sin más explicaciones. Permanecía en medio de la habitación, con las manos entrelazadas a la espalda. Reflexionaba con la frente arrugada. ¿Acaso se había precipitado con los preparativos del viaje? ¿No era mejor quedarse? ¿Quería viajar sólo por puro sentimentalismo? ¿Y si por ese sentimentalismo descuidaba algo allí, por ejemplo perdía una importante oportunidad para actuar, que, además, podía surgir en cualquier momento, sobre todo ahora, cuando el proceso, desde hacía semanas, no había experimentado cambio alguno y no había surgido ninguna noticia referente a él? ¿Y no asustaría a la pobre mujer, ya mayor? Eso era algo que no pretendía en absoluto y, sin embargo, podía ocurrir contra su voluntad, pues ahora muchas cosas ocurrían contra su voluntad. Y la madre tampoco había manifestado su deseo de verle. Antes, en las cartas de su primo, se habían repetido regularmente las urgentes invitaciones de la madre, pero desde hacía un tiempo se habían interrumpido. Así que por la madre no iba, eso estaba claro. Si iba, no obstante, por alguna esperanza referida a él, entonces era un completo demente y allí, en la desesperación final, recibiría la recompensa por su demencia. Pero, como si estas dudas no fueran las suyas propias, sino que intentasen convencer a gente extraña, mantuvo, al despertar de su ausencia mental, la determinación de viajar. El director, mientras tanto, casualmente o, lo que era más probable, por especial consideración a K, se había inclinado sobre el periódico, pero ahora elevó los ojos, estrechó la mano de K y le deseó, sin plantearle más preguntas, un buen viaje. K esperó en su despacho al ordenanza paseando de un lado a otro, rechazó casi en silencio al subdirector, que quiso entrar varias veces para preguntarle por los motivos de su viaje y, cuando al fin tuvo el maletín, se apresuró a llegar hasta el coche. Se encontraba aún en la escalera, cuando arriba apareció el funcionario Kullych con una carta en la mano, con la que aparentemente quería solicitar algo de K. Éste le rechazó con la mano, pero terco y necio como era ese hombre rubio y cabezón, interpretó mal el gesto de K y bajó las escaleras con el papel dando unos saltos en los que ponía en peligro su vida. K se enojó tanto que, cuando Kullych le alcanzó en la escalinata, le arrebató la carta y la rompió. Cuando K se volvió ya en el coche, Kullych, que probablemente aún no había comprendido el error cometido, permanecía estático en el mismo sitio y miraba cómo se alejaba el coche, mientras el portero, a su lado, se quitaba la gorra. Así que K aún era uno de los funcionarios superiores del banco, el portero rectificaría la opinión de quien lo quisiera negar. Y su madre le tendría, incluso, y a pesar de todos sus desmentidos, por el director del banco y, eso, desde hacía años. En su opinión jamás descendería de rango, por más que su reputación sufriese daños. Tal vez era una buena señal que justo antes de salir se hubiera convencido de que aún era un funcionario que incluso tenía conexiones con el tribunal, podía arrebatar una carta y romperla sin disculpa alguna. Pero no pudo hacer lo que más le hubiera gustado, dar dos sopapos en las mejillas pálidas y redondas de Kullych.

ANOTACIONES EN LOS DIARIOS DE KAFKA
REFERENTES A EL PROCESO

«Josef K, el hijo de un rico comerciante, se dirigió una noche, después de una gran disputa con su padre ––el padre le había reprochado su vida licenciosa y le había exigido que cambiase de vida––, hacia la casa de comercio, situada en las cercanías del puerto, sin ninguna intención definida, inseguro y cansado. El guardián ante la puerta se inclinó profundamente. Josef le miró fugazmente sin saludarle. “Estas personas mudas y subordinadas hacen todo lo que se espera de ellas pensó––. Si pienso que me observa con mirada impertinente, así lo hace en realidad”. Y se volvió de nuevo hacia el guardián de la puerta sin saludar. Éste se volvió a su vez hacia la calle y contempló el cielo cubierto» (29 de julio de 1914). «Comencé con tantas esperanzas y ahora rechazado por las tres historias, hoy más que nunca. Tal vez sea conveniente trabajar en la historia rusa después del Proceso. En esta ridícula esperanza, que sólo se apoya en una fantasía maquinal, comienzo de nuevo el Proceso. No fue del todo en vano» (21 de agosto de 1914). «Fracaso al intentar terminar el capítulo, otro ya comenzado no podré continuarlo tan bien, mientras que aquella vez, por la noche, me habría sido posible. No puedo abandonarme, estoy completamente solo» (29 de agosto de 1914). «Frío y vacío. Siento demasiado los límites de mi capacidad, que, cuando no estoy plenamente concentrado, se estrechan» (30 de agosto de 1914). «Un completo desamparo, apenas 2 páginas escritas. Hoy he estado muy cansado, aunque he dormido bien. Pero sé que no puedo doblegarme si quiero llegar a la gran libertad que tal vez me espera más allá de los padecimientos más bajos de mi actividad literaria, tan nimia a causa de mi forma de vida» (1 de septiembre de 1914). «Otra vez sólo 2 páginas. Al principió pensé que la tristeza provocada por las derrotas austríacas y el miedo ante el futuro (un miedo que me parece al mismo tiempo ridículo e infame) me impedirían seguir escribiendo. No ha sido así, sólo una abulia que me asalta una y otra vez y que tengo que superar continuamente. Para la tristeza hay tiempo suficiente cuando no escribo» (13 de septiembre de 1914). «He tomado una semana de vacaciones para dar un impulso a la novela. He fracasado, estoy en la noche del miércoles, el lunes se acaban las vacaciones. He escrito poco y débil» (7 de octubre de 1914). «14 días, en parte un buen trabajo, comprensión completa de mi situación» (15 de octubre de 1914). «Desde hace 4 días no he trabajado apenas nada, alguna hora y un par de líneas, pero he dormido mejor, los dolores de cabeza prácticamente han desaparecido por esta razón» (21 de octubre de 1914). «Paralización casi completa del trabajo. Lo que he escrito no parece espontáneo, sino el reflejo de un buen trabajo realizado con anterioridad» (25 de octubre de 1914). «Ayer, después de un largo espacio de tiempo, avancé un buen trecho, hoy de nuevo casi nada, los 14 días de vacaciones se han perdido prácticamente del todo» (1 de noviembre de 1914). «––… A causa del miedo al dolor de cabeza, que ya ha comenzado, como he dormido poco por la noche, no he trabajado nada, en parte también porque temo estropear un pasaje soportable escrito ayer. El cuarto día desde agosto en el que no he escrito nada» (3 de noviembre de 1914). «No puedo seguir escribiendo. He llegado al límite definitivo en el que tendré que permanecer otra vez muchos años, luego comenzaré, a lo mejor, otra historia, que probablemente también quedará inconclusa. Este destino me persigue. También estoy frío y confuso, sólo me ha quedado el amor senil a la completa tranquilidad. Y como un animal cualquiera apartado del hombre vuelvo a balancear el cuello y quisiera intentar conseguir de nuevo a F durante el tiempo intermedio. Realmente lo volveré a intentar, si las náuseas que me causo a mí mismo no me lo impiden» (30 de noviembre de 1914). «( …) Seguir trabajando como sea. Triste de que hoy no sea posible, pues estoy cansado y padezco dolores de cabeza, ya los tuve por la mañana, como una premonición, en la oficina. Seguir trabajando como sea, tiene que ser posible a pesar del insomnio y de la oficina» (2 de diciembre de 1914). «Ayer, y por primera vez desde hace mucho tiempo, con la capacidad para realizar un buen trabajo. Sin embargo, sólo he escrito la primera página del capítulo de la madre. Puesto que no había dormido en dos noches, padecí ya desde por la mañana dolores de cabeza y tenía demasiado miedo al día siguiente. Otra vez he comprobado que todo lo escrito fragmentariamente y no a lo largo de la mayor parte de la noche (o durante toda ella) es de escaso valor y que estoy condenado a esa calidad inferior debido a mis condiciones de vida» (8 de diciembre de 1914). «En vez de trabajar (sólo he escrito una página ––exégesis de la leyenda––), he leído los capítulos concluidos y los he encontrado en parte buenos. Siempre con la conciencia de que tendré que pagar todo sentimiento de satisfacción o de felicidad, como el que por ejemplo tengo frente a la leyenda, y, además, para no disfrutar jamás de descanso, lo tendré que pagar con posterioridad» (13 de diciembre de 1914). «El trabajo se arrastra lamentablemente, tal vez en el lugar más importante, donde hubiera sido necesaria una buena noche» (14 de diciembre de 1914). «No he trabajado nada» (15 de diciembre de 1914). «He trabajado desde agosto, en general bastante y bien, pero ni en el primer sentido ni en el segundo hasta los límites de mi capacidad, como debería haber sido, sobre todo considerando que mi capacidad, según todos los indicios (insomnio, dolores de cabeza, insuficiencia cardíaca), no durará mucho. He trabajado en algunos textos incompletos: El proceso, Recuerdos del Kaldabahn, Un maestro rural, El ayudante del fiscal y pequeños inicios. Completado sólo: En la colonia penitenciaria y un capítulo de El ausente, ambos durante los 14 días de vacaciones. No sé por qué hago este repaso, no es propio de mí» (31 de diciembre de 1914). «He resistido los muchos deseos de comenzar una nueva historia. Todo es inútil. No puedo seguir escribiendo las historias durante las noches, se interrumpen y se pierden, como con El ayudante del fiscal» (4 de enero de 1915). «He dejado provisionalmente Un maestro rural y El ayudante del fiscal, pero también incapaz de continuar El proceso» (6 de enero de 1915). «También se lo he leído a ella (Felice), las frases irrumpían repugnantes y confusas, ninguna conexión con la oyente, que yacía en el canapé con los ojos cerrados y muda. Una tibia solicitud para llevarse el manuscrito y copiarlo. Gran atención a la historia del centinela y buena observación. En ese momento comprendí la importancia de la historia, también ella la comprendió correctamente, luego hicimos algunos burdos comentarios acerca de ella, yo comencé» (24 de enero de 1915).

33 Tachado en el manuscrito: «No habla sinceramente conmigo y nunca lo ha hecho. Por esto no se puede quejar si no le comprendo. Yo, sin embargo, soy sincero. Se ha hecho cargo de mi proceso como si yo fuera libre, pero a mí me parece que no sólo lo ha llevado mal, sino que ha intentado ocultármelo, sin emprender en él nada serio, para impedir que actuara por mí mismo, y con el fin de que un día se pronuncie la sentencia en mi ausencia».
34 Para describir el interior de la catedral, Kafka se inspiró en la catedral de Praga y, según algunos estudiosos de su obra, en la catedral de Milán, que visitó en 1911 durante sus vacaciones.
35 Aquí se produce una incoherencia temporal. K había quedado con el italiano a las diez y, sin embargo, dan las once. Max Brod lo consideró un error y lo corrigió. Algunos intérpretes, no obstante, opinan que puede tratarse de una divergencia consciente, mediante la cual Kafka intentaba mostrar la confusión interna de K.
36 Kafka separó de la novela el pasaje que sigue y lo publicó en la revista semanal judía Selbstwehr (1915). También lo incluyó, ligeramente modificado, en su volumen de relatos Un médico rural (Leipzig, 1919).
37 Tachado en el manuscrito: «le hace retroceder con su vara y dice: "Tampoco puedes mirar"».
38 Tachado en el manuscrito: «dijo K en seguida. Estaba muy agradecido al sacerdote. Su buena opinión sobre él se había fortalecido. No se ufanaba, como los demás, de sus conocimientos acerca de la justicia, aunque, sin duda, los poseía».
39 Tachado en el manuscrito: «El Estado me ofrece su ayuda––dijo K al oído de uno de sus acompañantes––. ¿Qué ocurriría si trasladase el proceso al ámbito de la ley estatal? Es posible que tuviera que defender a los señores del Estado».
40 En el manuscrito hay varios intentos para continuar el fragmento: «Así permaneció largo tiempo y realmente pudo descansar. Aunque seguía reflexionando, lo hacía en la oscuridad y sin que nadie le molestara. Pensaba en Tit. Tit. estaba sentado en una silla y K permanecía arrodillado ante él, acariciando sus brazos y adulándolo de todas las maneras posibles. Tit. sabía lo que K pretendía, pero hacía como si no lo supiera y así le atormentaba un poco. No obstante, K sabía que al final conseguiría lo que se proponía, pues Tit. era un imprudente, un hombre fácil de convencer, sin conciencia del deber. Era incomprensible cómo el tribunal podía tener tratos con un tipo así. K se dio cuenta: era posible influir en él. No se dejó confundir por su sonrisa desvergonzada, dirigida al vacío, se mantuvo en su petición y alzó las manos hasta acariciar con ellas las mejillas de Tit. No se esforzaba mucho, lo hacía casi con pereza, prolongó su gesto por puro placer, estaba seguro de su éxito. ¡Qué fácil era engañar al tribunal! Como si obedeciera a una ley natural, Tit. se inclinó hacia él y un guiño de ojos amigable y lento le mostró que estaba dispuesto a concederle su favor. Estrechó la mano de K con fuerza, éste se levantó, sintió que era un momento solemne, pero Tit. no toleró ninguna solemnidad, abrazó a K y se lo llevó. Llegaron en seguida al edificio del tribunal y se apresuraron a subir las escaleras, pero no sólo subieron, se deslizaron hacia arriba y hacia abajo como si estuvieran en una barca. Y precisamente cuando K observaba sus pies y llegaba a la conclusión de que esa bella forma de desplazarse no era propia de su vida vulgar, precisamente en ese momento se produjo la transformación sobre su cabeza inclinada. La luz, que hasta ese momento procedía de la parte de atrás, cambió y les dio de frente, cegándoles. K miró hacia arriba, Tit. asintió y se dio la vuelta. Otra vez se encontraba K en el pasillo del juzgado, pero estaba mucho más tranquilo, no había nada que llamase la atención. K lo contempló todo, se soltó de Tit. y siguió su propio camino. K llevaba un traje nuevo, largo y negro, era pesado y cálido. Sabía lo que acababa de ocurrirle, pero estaba contento de no querer reconocerlo. En un rincón del pasillo, en el que había una gran ventana abierta, encontró sus ropas, la chaqueta negra, los pantalones y la camisa arrugada».



Comentarios

  1. la labor del abogado debe ser intachable. Debe respetar y hacerse respetar. No vale todo para obtener un resultado.

    Cuando un abogado incumple su código deontológico para conseguir lo que desea, se está haciendo un flaco a él mismo y a la sociedad.

    Sé firme en tus convicciones, en tu labor como letrado, en cómo llevar los casos y desecha a esos clientes que quieren guiar tu trabajo de los mejores abogados
    .

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

La nota de Brenda Struminger

La columna de economía de Horacio Rovelli

El enfoque de Roberto García