El Proceso de Franz Kafka (4)
El Proceso de Franz Kafka (4)
LA AMIGA DE B
LA CASA
EL COMERCIANTE BLOCK K RENUNCIA AL ABOGADO
Por fin se había decidido K a renunciar a la
representación del ahogado. Las dudas acerca de lo acertado de dicha medida no
se podían eliminar, pero el convencimiento de la necesidad de ese paso terminó
por prevalecer. La decisión, en el día que K tenía que visitar al abogado, le
había costado tiempo y esfuerzo, trabajó con excesiva lentitud y tuvo que
permanecer muchas horas en su despacho. Pasaban de las diez de la noche cuando
K se presentó ante la puerta del abogado. Antes de llamar pensó si no sería
mejor romper con el abogado por teléfono o por escrito, pues la entrevista
tendría que ser por fuerza desagradable. Pero K decidió mantenerla, de otro
modo el abogado aceptaría la decisión de K con algunas palabras formales o con
silencio, y K, salvo lo que Leni le pudiera decir, desconocería su reacción
ante la medida y las consecuencias que, según la opinión nada despreciable del
abogado, ese paso tendría para K. No obstante, si K estaba sentado frente al
abogado, aunque éste no quisiera decir mucho, al menos podría deducir bastante
de sus gestos y de su actitud. Tampoco se podía excluir que le convenciese para
que el abogado continuase con la defensa y que él renunciase a su decisión.
Como siempre, la primera llamada a la puerta quedó sin respuesta. «Leni podría
ser más rápida» ––pensó K. Pero resultaba una ventaja que no se inmiscuyeran
los vecinos, como habitualmente, ya fuese el hombre en bata o cualquier otro.
Mientras K tocaba el timbre por segunda vez, miró hacia la puerta vecina, pero
permaneció cerrada. Finalmente aparecieron dos ojos en la mirilla de la puerta,
pero no eran los de Leni. Alguien abrió la puerta, pero siguió apoyándose en
ella, y gritó hacia el interior: ––¡Es él! ––y abrió del todo. K había empujado
también la puerta, pues ya había escuchado la llave de la cerradura en la
puerta de al lado. Cuando la puerta se abrió, se precipitó hacia dentro y le
dio tiempo a ver cómo Leni, a la que habían dirigido antes el grito de
advertencia, corría por el pasillo vestida con una simple camisa. Se quedó
mirándola un rato y luego se volvió hacia el que había abierto la puerta. Era
un hombre pequeño y delgado, con barba, y sostenía una vela en la mano. ––¿Está
empleado aquí? ––preguntó K. ––No ––respondió el hombre––, el abogado me
defiende, estoy aquí por un asunto judicial. ––¿Sin chaqueta? ––preguntó K, y
señaló con un movimiento de la mano su forma inapropiada de vestir. ––¡Oh,
disculpe! ––dijo el hombre, y se iluminó a sí mismo con la vela, como si advirtiese
por primera vez su estado. ––¿Leni es su amante? ––preguntó K brevemente.
Había
abierto algo las piernas, las manos, que sostenían el sombrero, permanecían en
la espalda. Sólo por poseer un buen abrigo de invierno se sintió superior a
aquella figura esmirriada. ––¡Oh, Dios! ––dijo, y alzó la mano ante el rostro
en una actitud defensiva––, no, no, ¿cómo puede pensar––eso? ––Parece que dice
la verdad ––dijo K sonriendo––, no obstante, venga ––le hizo una seña con el
sombrero y dejó que fuera por delante. ––¿Cómo se llama? ––preguntó K mientras
caminaban. ––Block, soy el comerciante Block ––dijo, y al hacer su presentación
se volvió, pero K no dejó que se detuviera. ––¿Es su apellido de verdad?
––preguntó K.––Claro ––fue la respuesta––, ¿por qué? ––Pensé que tenía razones
para silenciar su apellido ––dijo K. Se sentía libre, tan libre como el que
habla en el extranjero con gente de baja condición, guarda para sí todo lo que
le afecta y sólo habla indiferente de los intereses de los demás, elevándolos o
dejándolos caer según su gusto. K se paró ante la puerta del despacho del
abogado, la abrió y gritó al comerciante, que había continuado: ––¡No tan
deprisa! Ilumine aquí. K pensó que Leni podía haberse escondido allí, por lo
que obligó al comerciante a buscar por todas las esquinas, pero la habitación
estaba vacía. K detuvo al comerciante ante el cuadro del juez cogiéndole por
los tirantes. ––¿Le conoce? ––preguntó, y señaló con el dedo hacia arriba. El
comerciante elevó la vela, miró guiñando los ojos y dijo: ––Es un juez. ––¿Un
juez supremo? ––preguntó K, y se puso al lado del comerciante para observar la
impresión que le causaba el cuadro. El comerciante miraba con admiración. ––Es
un juez supremo ––dijo. ––Usted no tiene mucha capacidad de observación ––dijo
K––. Entre todos los jueces de instrucción inferiores, él es el inferior.
––Ahora me acuerdo ––dijo el comerciante, y bajó la vela––, yo también lo he
oído. ––Naturalmente ––exclamó K––, lo olvidé, claro que lo habrá oído. ––Pero,
¿por qué?, ¿por qué? ––preguntó el comerciante, mientras se dirigía hacia la
puerta empujado por K. Ya en el pasillo, dijo K: ––¿Sabe dónde se ha escondido
Leni? ––¿Escondido? ––dijo el comerciante––. No, pero puede estar en la cocina
preparando una sopa para el abogado. ––¿Por qué no lo ha dicho en seguida?
––preguntó K. ––Yo quería conducirle hasta allí, pero usted mismo es el que me
ha llamado ––respondió el comerciante, algo confuso por las órdenes
contradictorias. ––Usted se cree muy astuto ––dijo K––. ¡Lléveme entonces hasta
ella! K no había estado nunca en la cocina, era sorprendentemente grande y
estaba muy bien amueblada. El horno era tres veces más grande que los normales;
del resto podía ver muy poco, pues la cocina sólo estaba iluminada por una
pequeña lámpara situada a la entrada.
Frente
al fogón se encontraba Leni con un delantal blanco, como siempre, y cascaba
huevos en una olla puesta al fuego. ––Buenas noches, Josef––dijo mirándole de
soslayo. ––Buenas noches ––dijo K, y señaló una silla en la que el comerciante
se debía sentar, lo que éste hizo sin vacilar. K, sin embargo, se aproximó a
Leni por detrás, se inclinó sobre su hombro y preguntó: ––¿Quién es ese hombre?
Leni rodeó la cabeza de K con una mano mientras con la otra daba vueltas a la
sopa, luego le atrajo hacia sí y dijo: ––Es un hombre digno de lástima, un
pobre comerciante, un tal Block. Míralo. Ambos le miraron. El comerciante
estaba sentado en la silla que K le había asignado. Había apagado la vela, ya
innecesaria, e intentaba presionar el pabilo con los dedos para evitar que
humease. ––Estabas en camisa––dijo K, girando la cabeza hacia el fogón. Ella
calló. ––¿Es tu amante? ––preguntó K. Ella quiso coger la olla, pero K tomó sus
manos y dijo: ––¡Responde! Ella musitó: ––Ven al despacho, te lo explicaré
todo. ––No ––dijo K––, quiero que lo aclares aquí. Ella le abrazó y quiso
besarle, pero K se resistió y dijo: ––No quiero que me beses ahora.
––Josef––dijo Leni, y miró a los ojos de K suplicante pero con sinceridad––,
¿no estarás celoso del señor Block? Rudi ––dijo ahora volviéndose hacia el
comerciante––, ayúdame y deja la vela, mira cómo sospecha de mí. Se podría
haber pensado que no prestaba atención, pero seguía perfectamente la
conversación. ––No sé por qué tiene que estar celoso ––dijo sin saber qué
responder. ––Yo tampoco lo sé ––dijo K, y contempló al comerciante sonriendo.
Leni rió en voz alta, se aprovechó del descuido de K para rodearse con su brazo
y susurró:––Déjalo, ya ves la clase de hombre que es. Lo he tomado un poco bajo
mi protección porque es un buen cliente del abogado, por ningún otro motivo. ¿Y
tú? ¿Quieres hablar con el abogado? Hoy está muy enfermo, pero si quieres te
anuncio ahora mismo. Por la noche te quedas conmigo, ¿verdad? Hace tiempo que
no vienes, el abogado ha preguntado por ti. ¡No descuides el proceso! También
yo tengo que comunicarte algo que he sabido hace poco. Pero ahora quítate el
abrigo. Ella le ayudó a quitárselo, también le cogió el sombrero, luego regresó
y comprobó cómo iba la sopa. ––¿Quieres que te anuncie ahora o prefieres que le
lleve primero la sopa? ––Anúnciame primero ––dijo K.
Estaba
enojado. En un principio tenía planeado hablar con Leni sobre la posibilidad de
renunciar al abogado, pero la presencia del comerciante le había quitado las
ganas. Ahora, sin embargo, consideraba el asunto demasiado importante como para
que ese comerciante bajito pudiera interferir en él de una manera decisiva, así
que llamó a Leni, que ya estaba en el pasillo, y le dijo que regresara.
––Llévale primero la sopa ––dijo––, tiene que fortalecerse para nuestra
entrevista, lo va a necesitar. ––¿Usted también es un cliente del abogado?
––dijo el comerciante en voz baja desde su esquina sólo para confirmar. ––¿Qué
le importa a usted eso? ––dijo K. Pero Leni intervino: ––Quieres callarte.
Bueno, entonces le llevo primero la sopa––dijo Leni a K y sirvió la sopa en un
plato––. Pero temo que se duerma; en cuanto come, se duerme. ––Lo que voy a
decirle le mantendrá despierto ––dijo K. ––Quería dar a entender que pretendía
decirle algo muy importante, quería que Leni le preguntara qué era para luego
pedirle consejo. Pero ella se limitó a cumplir las órdenes. Cuando pasó a su
lado con el plato, le dio un golpe cariñoso y musitó: ––En cuanto se haya
tomado la sopa, te anuncio, así te tendré conmigo antes. ––Ve ––dijo K––, ve.
––Sé más amable ––dijo ella, y se volvió al llegar a la puerta. K miró cómo se
iba. Su decisión de despedir al abogado era definitiva. Era mejor no haber
hablado antes con Leni. Ella apenas tenía una visión general del caso, le
habría desaconsejado ese paso, probable mente hubiera convencido a K para no
darlo, habría seguido dudando, permanecería inquieto y, finalmente, habría
tenido que tomar la misma decisión, pues era inevitable. Pero cuanto antes la
tomara, más daños se ahorraría. Tal vez el comerciante pudiera decir algo al
respecto. K se volvió; apenas lo notó el comerciante, quiso levantarse.
––Permanezca sentado ––dijo K, y puso una silla a su lado––. ¿Es un viejo
cliente del abogado? ––preguntó K. ––Sí ––dijo el comerciante––, desde hace
muchos años. ––¿Cuántos años hace que le representa? ––preguntó K. ––No sé qué
quiere decir––dijo el comerciante––, en asuntos jurídicos y de negocios ––
tengo un negocio de granos––, me asesora desde que asumí el negocio, hace casi
veinte años, pero en mi proceso, a lo que usted probablemente se refiere, desde
su inicio hace más de cinco años. Sí, hace más de cinco años ––añadió, y sacó
una cartera––. Lo tengo apuntado aquí, si quiere le doy las fechas precisas. Es
difícil mantenerlo todo en la memoria.
Mi
proceso es posible que dure más, comenzó poco después de la muerte de mi mujer,
y de eso ya hace más de cinco años. K se acercó aún más a él. ––Así que el
abogado también se hace cargo de asuntos jurídicos ordinarios ––dijo K. Esa
conexión entre ciencias jurídicas y tribunal le pareció muy tranquilizadora.
––Cierto ––dijo el comerciante, y susurró a K––: Se dice incluso que es más
habilidoso en las cuestiones jurídicas que en las otras. Pero inmediatamente
pareció lamentar lo dicho, puso una mano en el hombro de K y dijo: ––Le suplico
que no me traicione. K le dio unos golpecitos amistosos en el muslo y dijo:
––No se preocupe, no soy ningún traidor. ––Él es muy vengativo ––dijo el
comerciante. ––No hará nada contra un cliente tan fiel ––dijo K. ––¡Oh, sí!
––dijo el comerciante––, cuando se excita no conoce diferencias. Además, no le
soy tan fiel. ––¿Por qué no? ––preguntó K. ––¿Puedo confiarle algo? ––preguntó
el comerciante indeciso. ––Creo que puede––dijo K.––Bien, le confiaré una
parte, pero usted debe decirme a su vez un secreto, así estaremos en las mismas
condiciones ante el abogado. ––Es usted muy precavido ––dijo K––, le diré un
secreto que le tranquilizará por completo. Así que, ¿en que consiste su
infidelidad con el abogado? ––Yo tengo… ––dijo el comerciante indeciso, en un
tono como si estuviera confesando algo deshonroso––, además de él tengo otros
abogados. ––Eso no es tan malo ––dijo K un poco decepcionado. ––Aquí sí ––dijo
el comerciante respirando con dificultad, aunque después de las palabras de K
tuvo más confianza––. No está permitido. Y lo que no se tolera bajo ninguna
circunstancia es tener otros aboga dos intrusos junto al abogado propiamente
dicho. Y eso es precisamente lo que yo he hecho, además de él tengo cinco
abogados. ––¡Cinco! ––exclamó K, el número le dejó asombrado––. ¿Cinco abogados
además de éste? El comerciante asintió: ––Ahora mismo estoy en tratos con el
sexto. ––Pero, ¿para qué necesita tantos abogados? ––preguntó K. ––Los necesito
a todos ––dijo el comerciante. ––¿Me lo puede explicar? ––Encantado ––dijo el
comerciante––. Ante todo no quiero perder el proceso, eso es evidente. Así, no
puedo omitir nada que me sea útil. Aun cuando en un caso concreto las
esperanzas de utilidad sean muy pequeñas, no las puedo rechazar. Por
consiguiente, he invertido todo lo que poseo en el proceso. Por ejemplo, he
sacado todo el dinero de mi negocio; antes las oficinas de mi negocio ocupaban
toda una planta, ahora basta una pequeña estancia en la parte trasera de la casa,
en la que trabajo con un aprendiz.
Este
repliegue no se ha debido exclusivamente a la carencia de dinero, sino también
a la drástica reducción de la jornada laboral. Quien quiere hacer algo por su
proceso, puede ocuparse muy poco de todo lo demás. ––Entonces, ¿usted mismo
trabaja en los juzgados? ––preguntó K––. Precisamente sobre eso quisiera saber
algo más. ––Precisamente sobre eso le puedo informar muy poco ––dijo el
comerciante––. Al principio lo intenté, pero lo tuve que dejar. Es demasiado agotador
y no es una actividad que procure muchos éxitos. Trabajar y negociar allí al
mismo tiempo me resultó imposible. Simplemente estar sentado y esperar supone
un esfuerzo agotador. Ya conoce usted ese aire opresivo de las oficinas.
––¿Cómo sabe que he estado allí? ––preguntó K.––Yo estaba precisamente en la
sala de espera cuando usted pasó. ––¡Qué casualidad! ––exclamó K, tan absorbido
por la conversación que había olvidado lo ridículo que le había parecido al
principio el comerciante––. ¡Entonces me vio! Estaba en la sala de espera
cuando pasé. Sí, yo pasé por allí una vez. ––No es tanta casualidad ––dijo el
comerciante––, estoy allí casi todos los días. ––Tendré que ir más ––dijo K––,
pero no seré recibido con tanto decoro como aquella vez. Todos se levantaron.
Pensaron que yo era un juez. ––No ––dijo el comerciante––, en realidad
saludábamos al ujier. Nosotros ya sabíamos que usted era un acusado. Esas
noticias se difunden con rapidez. ––Así que ya lo sabía ––dijo K––, entonces mi
comportamiento le debió de parecer, tal vez, arrogante. ¿No hablaron sobre
ello? ––No ––dijo el comerciante––. Todo lo contrario. No son más que
tonterías. ––¿Que son tonterías? ––preguntó K. ––¿Por qué pregunta eso? ––dijo
el comerciante enojado––. Parece no conocer a la gente de allí y tal vez lo
interpretase mal. Debe tener en cuenta que en este tipo de procedimientos se
habla de muchas cosas para las que ya no basta el sentido común, uno está
demasiado cansado y confuso, así que se cae en las supersticiones. Hablo de los
demás, pero yo no soy mejor. Una de esas supersticiones es, por ejemplo, que
muchos pueden presagiar el resultado del proceso mirando el rostro del acusado,
especialmente por la forma de los labios. Esas personas afirman que por sus
labios deducen que usted será condenado en breve. Repito, es una superstición
ridícula y en la mayoría de los casos refutada por los hechos, pero cuando se
vive en esa compañía es difícil deshacerse de esas opiniones. Piense sólo la
fuerza con que puede obrar esa superstición. Usted se dirigió a uno de los
acusados ¿verdad? Él apenas le pudo responder.
Hay
muchas causas para quedar confuso en una situación así, pero una de ellas era
sus labios. Luego contó que creía haber visto en sus labios el signo de su
propia condena. ––¿En mis labios? ––preguntó K, sacó un espejo y se
contempló––. No noto nada especial en mis labios, ¿y usted? ––Yo tampoco ––dijo
el comerciante––. Nada en absoluto. ––Qué supersticiosa es la gente ––exclamó
K. ––¿Acaso no lo dije? ––preguntó el comerciante. ––¿Hablan mucho entre
ustedes? ¿Intercambian sus opiniones? ––preguntó K––. Hasta ahora me he
mantenido apartado. ––Por regla general no conversan entre ellos ––dijo el
comerciante––, no sería posible, son demasiados. Tampoco hay intereses comunes.
Cuando alguna vez surge en un grupo la creencia en un interés común, resulta al
poco tiempo un error. No se puede emprender nada en común contra el tribunal.
Cada caso se investiga por separado, es el tribunal más concienzudo. Así pues,
en común no se puede imponer nada. Sólo un individuo logra algo en secreto.
Sólo cuando lo ha logrado, se enteran los demás. Nadie sabe cómo ha ocurrido.
Así que no hay nada en común, uno se encuentra de vez en cuando con otro en la
sala de espera, pero allí se habla poco. Las supersticiones vienen ya de muy
antiguo y se difunden por sí mismas. ––Yo vi a los señores en la sala de espera
––dijo K––, y su espera me pareció inútil. ––Esperar no es inútil ––dijo el
comerciante––, inútil es actuar por sí mismo. Ya le he dicho que yo, además de
éste, tengo a cinco abogados. Se podría creer ––yo mismo lo creí al
principio––, que podría delegar en ellos todo el asunto. Eso sería falso. Les
podría delegar lo mismo que si tuviera a un solo abogado. ¿No lo entiende? ––No
––dijo K, y puso su mano en la del comerciante para apaciguarle e impedir que
siguiese hablando con tanta rapidez––, pero quisiera pedirle que hable un poco
más despacio, son cosas muy interesantes para mí y no le puedo seguir muy bien.
––Está bien que me lo recuerde ––dijo el comerciante––, usted es nuevo, un
novato por así decirlo. Su proceso lleva en marcha medio año, ¿verdad? He oído
de ello. ¡Un proceso tan joven! Yo, sin embargo, he reflexionado sobre todas
estas cosas mil veces, para mí son lo más evidente del mundo. ––¿Está contento
de que su proceso ya esté tan avanzado? ––preguntó K, aunque no quería
preguntar directamente cómo le iban los asuntos al comerciante. Pero tampoco
recibió una respuesta clara. ––Sí, llevo arrastrando mi proceso desde hace
cinco años ––dijo el comerciante hundiendo la cabeza––, no es un logro pequeño
––y se calló un rato.
K
escuchó un momento para saber si Leni venía. Por una parte no quería que
viniese, pues aún le quedaba mucho por preguntar y no quería encontrarse con
ella en medio de una conversación tan confidencial; por otra parte, sin
embargo, le enojaba que permaneciera tanto tiempo con el abogado a pesar de su
presencia, mucho más del tiempo necesario para servir una sopa. ––Recuerdo muy
bien ––comenzó de nuevo el comerciante, y K prestó toda su atención–– cuando mi
proceso tenía la misma edad que el suyo ahora. En aquel tiempo sólo tenía a
este abogado, pero no estaba muy satisfecho con él. «Aquí me voy a enterar de
todo» ––pensó K, y asintió insistentemente con la cabeza, como para animar así
al comerciante a que revelase todo lo que tuviera importancia. ––Mi proceso
––continuó el comerciante–– no progresaba, se llevaban a cabo pesquisas, yo
estuve presente en todas, reunía material, presenté todos mis libros de
contabilidad ante el tribunal, lo que, como me enteré después, no había sido
necesario, visité una y otra vez al abogado, ,presentó varios escritos
judiciales…––¿Varios escritos judiciales? ––Sí, cierto ––dijo el comerciante.
––Eso es importante para mí ––dijo K––, en mi causa aún trabaja en el primer
escrito. Todavía no ha hecho nada. Ahora veo que me descuida vergonzosamente.
––Que el escrito judicial no esté terminado se puede deber a múltiples causas
justificadas – –dijo el comerciante––. Por lo demás, en lo que respecta a mis escritos
resultó que no habían tenido ningún valor. Yo mismo he leído uno de ellos
gracias a un funcionario judicial. Era erudito pero sin contenido alguno. Ante
todo mucho latín, que yo no entiendo, también interminables apelaciones
generales al tribunal; adulaciones a determinados funcionarios, que, aunque no
eran nombrados, cualquier especialista podía deducir fácilmente de quién se
trataba; un elogio de sí mismo del abogado, humillándose como un perro ante el
tribunal y, finalmente, algo de jurisprudencia. Las diligencias, por lo que
pude comprobar, parecían haber sido hechas con todo cuidado. Tampoco quiero
juzgar en base a ellas el trabajo del abogado; además, el escrito que leí no
era más que uno entre muchos, aunque, en todo caso, y de eso quiero hablar
ahora, no percibí el más pequeño progreso en mi causa. ––¿Qué progreso quería
usted ver? ––preguntó K. ––Sus preguntas son muy razonables ––dijo el
comerciante sonriendo––, raras veces se pueden ver progresos en este
procedimiento. Pero eso no lo sabía al principio. Soy comerciante, y antaño lo
era más que ahora; yo quería ver progresos tangibles, todo tenía que
aproximarse al final o, al menos, tomar el camino adecuado.
En vez de eso sólo había interrogatorios, casi
siempre con el mismo contenido. Las respuestas ya las tenía preparadas, como
una letanía. Varias veces a la semana venían ujieres a mi negocio, a mi casa o
a donde pudieran encontrarme, eso era una molestia––hoy, con el teléfono, es
mucho mejor––, además, se empezaron a difundir rumores sobre mi proceso entre
amigos de negocios y, especialmente, entre mis parientes, sufría perjuicios por
todas partes, pero no había el más mínimo signo de que se fuera a producir en
un tiempo prudencial la primera vista. Así que fui a ver al abogado y me quejé.
Él me dio largas explicaciones, pero rechazó con decisión hacer algo en mi
favor, nadie tenía poder, según él, para influir en la fijación de la fecha de
la vista. Insistir sobre ello en un escrito, como yo pedía, era algo inaudito y
nos llevaría a los dos a la ruina. Yo pensé: «Lo que este abogado ni quiere ni
puede, es posible que otro abogado lo quiera y pueda». Así que busqué otro
abogado. Se lo voy a anticipar: nadie ha impuesto o solicitado la fijación de
la vista principal, eso es imposible, con una excepción de la que le hablaré a
continuación. Respecto a ese punto el abogado no me había engañado. Pero
tampoco tuve que lamentar haberme dirigido a otro abogado. Ya habrá oído algo
sobre los abogados intrusos a través del Dr. Huld, él se los habrá presentado
como seres bastante despreciables y así son en la realidad. Pero cuando habla
de ellos y se compara siempre omite un pequeño detalle. Denomina a los abogados
de su círculo los «grandes abogados». Eso es falso, cada cual puede llamarse,
naturalmente, si le place, «grande», pero en este caso sólo deciden los usos
judiciales. Este abogado y sus colegas son, sin embargo, los pequeños abogados,
los grandes, de los que sólo he oído hablar y a los que no he visto nunca,
están en un rango comparablemente superior al que ocupan éstos respecto a los
despreciables abogados intrusos.––¿Los grandes abogados? ––preguntó K––.
¿Quiénes son? ¿Cómo se puede establecer contacto con ellos? ––Así que usted aún
no ha oído hablar de ellos ––dijo el comerciante––. Apenas hay un acusado que
después de haber conocido su existencia no sueñe largo tiempo con ellos. Pero
no se deje seducir por la idea. Yo no sé quiénes son los grandes abogados y no
tengo ningún acceso a ellos. No conozco ningún caso en el que se pueda decir
con seguridad que han intervenido. Defienden a algunos, pero no se puede lograr
su defensa por propia voluntad, sólo defienden a los que quieren defender. Sin
embargo, los asuntos que aceptan ya tienen que haber pasado de las instancias
inferiores.
Por
lo demás, es mejor no pensar en ellos, pues de otro modo todas las entrevistas
con los otros abogados, todos sus consejos y ayudas, aparecerán como algo
completamente inútil, yo o lo he experimentado, a uno le entran ganas de
arrojarlo todo r la borda, irse a casa, meterse en la cama y no querer saber
nada más asunto. Pero eso sería, una vez más, una gran necedad, tampoco en cama
se podría gozar por mucho tiempo de tranquilidad. ––¿Usted no pensó entonces en
los grandes abogados? ––preguntó K. ––No por mucho tiempo ––dijo el
comerciante, y sonrió otra vez––, por supuesto no se les puede olvidar por
completo, la noche es especialmente favorable para que surjan esos
pensamientos. Pero en aquellos tiempos sólo pretendía éxitos inmediatos, así
que fui a ver a los abogados intrusos. ––Qué bien estáis sentados los dos
juntos ––exclamó Leni, que había regresado con el plato de sopa. Realmente
estaban sentados muy cerca el uno del otro, al hacer el mínimo movimiento
podrían golpearse mutuamente con la cabeza. El comerciante, que además de su
pequeña estatura se mantenía encorvado obligó a que K se inclinara para poder
oír lo que decía. ––Un momento todavía ––gritó K, rechazando a Leni y agitando
impaciente la mano que aún tenía sobre la del comerciante. ––Quería que le contase
mi proceso ––dijo el comerciante a Leni. ––Sigue, sigue contando ––dijo ella.
Hablaba al comerciante con cariño, pero también algo despectivamente. A K no le
gustó. Como acababa de reconocer, ese hombre poseía un valor, al menos tenía
experiencias que sabía comunicar. Era posible que Leni le juzgara injustamente.
Miró a Leni enojado cuando ella le quitó la vela al comerciante, que había
sostenido en alto todo ese tiempo, le limpió la mano con el delantal y se
arrodilló a su lado para raspar algo de cera que le había caído en el pantalón.
––Quería hablarme de los abogados intrusos ––dijo K y, sin más comentarios, dio
una palmada en la mano de Leni. ––¿Qué quieres? ––preguntó Leni, le devolvió la
palmada y continuó su trabajo. ––Sí, de los abogados intrusos ––dijo el
comerciante y se pasó la mano sobre la frente, como si reflexionara. K quiso
ayudarle y dijo: ––Usted quería tener éxitos inmediatos y por eso buscó
abogados intrusos. ––Ah, sí, cierto ––dijo el comerciante, pero no continuó
hablando «Es posible que no quiera hablar delante de Leni» ––pensó K. Dominó su
impaciencia por oír el resto y no le presionó más. ––¿Me has anunciado?
––preguntó a Leni. ––Naturalmente ––dijo ella––, te está esperando. Deja a
Block, con él puedes hablar más tarde, se quedará aquí. K aún dudaba. ––¿Quiere
quedarse aquí? ––preguntó al comerciante.
Quería
oír su propia respuesta. No le gustaba que Leni hablase del comerciante como si
estuviera ausente. Ese día estaba lleno de oscuros reproches contra Leni. Pero
otra vez fue Leni la que respondió: ––Duerme aquí con frecuencia. ––¿Duerme
aquí? ––preguntó al comerciante. K había creído que esperaría allí hasta que él
cumpliese rápidamente con el trámite de hablar con el abogado, luego podrían
continuar juntos y hablarlo todo sin molestias. ––Sí ––dijo Leni––, no todos
son como tú, Josef, que te presentas a ver al abogado cuando quieres. Ni
siquiera pareces asombrarte de que el abogado te reciba a las once de la noche
y a pesar de su enfermedad. Aceptas todo lo que hacen tus amigos por ti como
algo evidente. Bien, tus amigos o, al menos, yo, lo hacemos encantados. No
quiero ningún otro agradecimiento, y tampoco lo necesito, salvo el de que me
quieras. «¿Que te quiera?» ––pensó K en el primer momento, luego le pasó por la
cabeza: «Bien, sí, la quiero». Sin embargo, al responder ignoró sus últimas
palabras: ––Me recibe porque soy su cliente. Si fuese necesaria la ayuda de
extraños, debería estar mendigando a casa paso. ––¿Qué mal está hoy, verdad?
––preguntó Leni al comerciante. «Ahora soy yo el ausente» ––pensó K, y casi se
enoja con el comerciante al asumir éste la descortesía de Leni y decir: ––El
abogado también le recibe por otros motivos. Su caso es más interesante que el
mío. Además, su proceso está en la primera fase, es decir, no ha avanzado
mucho, por eso al abogado le gusta ocuparse de Más tarde será diferente. ––Sí,
sí ––dijo Leni, y contempló al comerciante sonriendo––. ¡Cómo bromea! No le
creas nada––dijo Leni volviéndose a K––. Es tan cariñoso como hablador. A lo
mejor es por eso que el abogado no le puede soportar. Sólo le recibe cuando
está de buen humor. Me he esforzado mucho por cambiarlo, pero es imposible. Hay
veces en que anuncio a Block y le recibe tres días después. Si cuando lo llama
no está preparado para entrar, entonces está todo perdido y hay que anunciarle
de nuevo. Por eso le he permitido dormir aquí, ya ha ocurrido que le ha llamado
en plena noche. Ahora Block también está preparado de noche. Pero puede ocurrir
que el abogado, si resulta que Block está aquí, cambie de opinión y cancele la
visita. K miró con gesto interrogativo al comerciante. Éste asintió y dijo
abiertamente, como antes había hablado con K, quizá algo confuso por la
vergüenza: ––Sí, uno termina volviéndose dependiente de su abogado. ––Sólo se queja
para guardar las apariencias ––dijo Leni––, le encanta dormir aquí, como ha
reconocido ante mí muchas veces.
Ella
se acercó a una pequeña puerta y la abrió de golpe. ––¿Quieres ver dónde
duerme? ––preguntó. K fue hacia allí y vio desde el umbral un recinto bajo y
sin ventanas, ocupado por completo por una cama estrecha. Sólo se podía subir a
ella escalando por la pata de la cama. En la cabecera había un hundimiento en
la pared, allí se podían ver, ordenados escrupulosamente, una vela, un tintero,
una pluma y unos papeles, probablemente escritos del proceso. ––¿Duerme en la
habitación de la criada? ––preguntó K volviéndose hacia el comerciante. ––Leni
la ha arreglado para mí ––respondió el comerciante––. Dormir en ella es muy
ventajoso. K lo contempló un rato. La primera impresión que había recibido del
comerciante era, probablemente, la correcta. Tenía experiencia, pues su proceso
duraba ya mucho tiempo, pero la había pagado muy cara. De repente, K no soportó
por más tiempo la visión del comerciante. ––¡Llévatelo a la cama! ––le gritó a
Leni, que pareció no entenderle. Él, sin embargo, quería ir a ver al abogado y,
con su renuncia, liberarse no sólo de él, sino también de Leni y del
comerciante. Pero antes de que llegase a la puerta, el comerciante se dirigió a
él en voz baja: ––Señor gerente. K se volvió enojado. ––Ha olvidado su promesa
––dijo el comerciante, que se estiró en su sitio y miró a K suplicante––. Me
tiene que decir un secreto.––Es verdad ––dijo K, y acarició ligeramente a Leni
con una mirada. Ella prestó atención a lo que iba a decir––. Escuche, aunque ya
no es ningún secreto. Voy a ver al abogado para despedirle. ––¡Le despide!
––gritó el comerciante, saltó de la silla y corrió alrededor de la cocina con
los brazos en alto. Una y otra vez gritaba: ––¡Despide al abogado! Leni quiso
acercarse a K, pero el comerciante se interpuso en su camino, por lo que le dio
un golpe con el puño. Aún con la mano cerrada, corrió detrás de K, pero éste le
llevaba ventaja. Acababa de entrar en la habitación del abogado, cuando Leni
logró alcanzarle. K cerró la puerta, pero Leni la mantuvo abierta con el pie,
le cogió del brazo e intentó sacarle. K presionó tanto su muñeca que se vio
obligada a soltarle lanzando un quejido. No se atrevió a entrar de inmediato en
la habitación. K cerró la puerta con llave. ––Le espero desde hace tiempo
––dijo el abogado desde la cama, dejó un escrito, que había estado leyendo a la
luz de una vela, sobre la mesilla de noche y se puso las gafas, con las que
miró a K con ojos penetrantes. En vez de disculparse, K dijo: ––Me iré en
seguida.
El
abogado ignoró las palabras de K, porque no suponían ninguna disculpa, y dijo:
––La próxima vez no le recibiré a una hora tan avanzada. ––No importa––dijo K.
El abogado le lanzó una mirada interrogativa. ––Siéntese ––dijo. ––Como guste
––dijo K, y trajo una silla hasta la mesilla de noche. ––Me parece que ha
cerrado la puerta con llave ––dijo el abogado. ––Sí ––dijo K––, ha sido por
Leni. No tenía la menor intención de respetar a nadie. Pero el abogado
preguntó: ––¿Ha vuelto a ser atrevida? ––¿Atrevida? ––preguntó K. ––Sí ––dijo
el abogado, y al reír sufrió un ataque de tos, pero continuó riendo en cuanto
se le pasó.––Usted habrá notado ya su osadía––dijo, y dio unos ligeros
golpecitos en la mano de K, que, confuso, la había apoyado en la mesilla de
noche, retirándola ahora de inmediato. ––No le da importancia––dijo el abogado
cuando K se quedó callado––, mucho mejor. Si no hubiera tenido que disculparme
ante usted. Es una peculiaridad de Leni, que ya le he perdonado hace mucho
tiempo y de la que no hablaría si usted no hubiera cerrado la puerta con llave.
A usted sería a quien menos se le debería explicar esa peculiaridad, pero como
me mira tan consternado, lo haré. Esa peculiaridad consiste en que Leni
encuentra guapos a la mayoría de los acusados. Se encapricha de todos, los ama,
al menos aparentemente todos le corresponden; para entretenerme, cuando le doy
permiso, me cuenta algo. Para mí no es ninguna sorpresa, como para usted parece
serlo. Cuando se tiene la perspectiva visual adecuada, se encuentra que,
efectivamente, la mayoría de los acusados son guapos. Se trata, en cierta
manera, de un fenómeno científico bastante extraño. A causa de la apertura del
proceso no se produce, naturalmente, una alteración clara y apreciable del
aspecto exterior de una persona. Pero tampoco es como en otros asuntos
judiciales, aquí la mayoría mantiene su forma de vida habitual y, si tienen un
buen abogado que cuide de ellos, el proceso apenas les afectará. Sin embargo,
los que poseen una dilatada experiencia son capaces de reconocer a los acusados
entre una multitud. ¿Por qué?, preguntará. Mi respuesta no le satisfará. Los
acusados son los más guapos. No puede ser la culpa la que los embellece, pues
––y aquí tengo que hablar como abogado–– no todos son culpables; tampoco puede
ser la pena futura la que les hace guapos, pues no todos serán castigados; por
consiguiente, se tendría que deber al proceso, que, de algún modo, les marca.
Aunque también hay que reconocer que entre todos ellos hay algunos que se
distinguen por una belleza especial. Pero todos son guapos, incluso Block, ese
gusano miserable.
Cuando
el abogado terminó de hablar, K estaba tranquilo, incluso había asentido con la
cabeza a sus últimas palabras, confirmando así su antigua opinión de que el
abogado siempre intentaba confundirle con informaciones generales ajenas al
caso y, así, evitaba dar respuesta a la cuestión de si había realizado algo en
su favor. El abogado notó que K estaba dispuesto a ofrecerle más resistencia
que de costumbre, pues se calló para dar a K la posibilidad de hablar. No
obstante preguntó al ver que K mantenía su silencio: ––Pero usted ha venido a
verme con una intención especial, ¿verdad? ––Sí ––dijo K y tapó un poco la vela
con la mano para poder ver mejor al abogado––, quería decirle que renuncio a
partir del día de hoy a sus servicios. ––¿Le he entendido bien? ––preguntó el
abogado, se incorporó en la cama y se apoyó con una mano en la almohada. ––Creo
que sí ––dijo K, que estaba sentado muy recto, como si estuviera al acecho.
––Bien, podemos discutir ese plan ––dijo el abogado transcurrido un rato. ––Ya
no es ningún plan ––dijo K. ––Puede ser ––dijo el abogado––, pero tampoco nos
vamos a precipitar. Utilizó la primera persona del plural, como si no tuviera
la intención de desprenderse de K y como si quisiera seguir siendo, si no su
defensor, sí, al menos, su consejero. ––No es precipitado ––dijo K, y se
levantó lentamente, poniéndose detrás de la silla––, lo he pensado mucho y,
quizá, demasiado tiempo. La decisión es definitiva. ––Al menos permítame decir
algunas palabras ––dijo el abogado, que se quitó la manta y se sentó en el
borde de la cama. Sus piernas desnudas, cubiertas de pelo blanco, temblaban de
frío. Le pidió a K que le diera una manta que había sobre el canapé. K le llevó
la manta y dijo: ––Se expone inútilmente a un enfriamiento. ––El motivo es lo
suficientemente importante ––dijo el abogado, mientras cubría la parte superior
del cuerpo con la manta de la cama y luego las piernas con la manta que le
había llevado K––. Su tío es mi amigo y también le he cogido cariño a usted. Lo
reconozco abiertamente. No necesito avergonzarme de ello. Esos discursos
enternecedores del viejo eran inoportunos para las intenciones de K, pues le
obligaban a dar una aclaración detallada, que él hubiera querido evitar.
Además, le confundían, aunque nunca lograban que cambiase de decisión. ––Le
agradezco mucho la amable opinión que tiene de mí ––dijo––, también reconozco
que ha llevado mi asunto tan bien como le ha sido posible y con la mayor
ventaja para mí. No obstante, en los últimos tiempos se ha afianzado en mí la
convicción de que no es suficiente.
Por
supuesto que jamás intentaré convencerle, a usted, a un hombre mucho más
experimentado y mayor que yo. Si lo he intentando alguna vez, le ruego que me
perdone. El asunto, como usted dice, es lo suficientemente importante y estoy
convencido de que es necesario actuar con más energías en el proceso de las que
se han empleado hasta ahora. ––Le comprendo ––dijo el abogado––. Usted es
impaciente. ––No soy impaciente ––dijo K algo irritado, y ya no cuidó tanto sus
palabras––. Usted pudo notar, cuando vine la primera vez acompañado de mi tío,
que el proceso no me importaba mucho. Si no me lo recordaban con insistencia,
lo olvidaba por completo. Pero mi tío se empeñó en que le encargase mi defensa,
así lo hice, pero sólo para ser amable con él. Y a partir de ese momento creí
que soportar el proceso sería aún más fácil para mí, pues al encargar al
abogado la defensa, la carga del proceso recaería sobre él. Pero ocurrió todo
lo contrario. Nunca antes de que usted asumiera mi defensa tuve tantas
preocupaciones a causa del proceso. Cuando estaba solo no emprendía nada a
favor de mi causa, pero apenas lo sentía; luego, sin embargo, dispuse de un
defensor, todo estaba dispuesto para que algo ocurriera, yo esperaba cada vez
más tenso sus diligencias, pero no se produjeron. Eso sí, de usted recibí
informaciones acerca del tribunal que no hubiera podido recibir de otros. Pero
eso no me puede bastar cuando el proceso, aunque sea en secreto, me afecta cada
vez más. K había apartado la silla y permanecía de pie con las manos en los
bolsillos de la chaqueta.––Desde un punto de vista práctico ––dijo el abogado en
voz baja y con tranquilidad––, ya no se produce nada esencialmente nuevo. Usted
está ahora ante mí del mismo modo en que estuvieron muchos otros acusados en la
misma fase del proceso, y también dijeron lo mismo. ––Entonces todos esos
acusados ––dijo K–– tenían la misma razón que yo tengo. Eso no refuta mis
ideas. ––Yo no pretendía refutar su opinión ––dijo el abogado––, sólo quería
añadir que había esperado de usted una mayor capacidad de juicio, sobre todo
porque le he permitido hacerse una mejor idea de la judicatura y de mi
actividad que a otros. Y, sin embargo, ahora puedo comprobar que, a pesar de
mis esfuerzos, no me tiene mucha confianza. No me lo pone muy fácil. ¡Cómo se
humillaba el abogado ante K! Sin consideración alguna al honor de su gremio, que
en este punto es de lo más sensible. Y, ¿por qué lo hacía?
Según
las apariencias era un abogado muy ocupado y, además, un hombre rico, en su
caso no se trataba ni de ganancias ni de la pérdida de un cliente. Por
añadidura, estaba enfermo y tenía que pensar en reducir su trabajo. No
obstante, se aferraba a K. ¿Por qué? ¿Acaso era por el tío, o consideraba el
proceso de K tan extraordinario que podría distinguirse ya fuese ante K o ––la
posibilidad no se podía excluir–– ante sus amigos del tribunal? De su actitud
no se podía deducir nada, por muy desconsiderada que fuese su mirada
escrutadora. Se podría decir que esperaba con un gesto intencionadamente
neutral el efecto de sus palabras. En todo caso pareció interpretar el silencio
de K de un modo demasiado favorable, ya que continuó: ––Habrá notado que tengo
un bufete grande pero que no empleo a pasantes. Antes era distinto, hubo un
tiempo en que trabajaban para mí jóvenes juristas, hoy trabajo solo. En parte
se debe a que me he ido restringiendo a asuntos como el suyo, en parte debido
al profundo conocimiento que he ido acumulando acerca de esta judicatura. Pensé
que un trabajo así no se puede delegar en nadie, que al hacerlo traicionaría al
cliente y la tarea que había asumido. La decisión de realizar todo el trabajo
por mí mismo tuvo consecuencias naturales: tuve que renunciar a casi todos los
casos y sólo aceptar los que tenían un interés especial para mí. A fin de
cuentas hay suficientes criaturas, y muy cerca de aquí, que se arrojan sobre
cada mendrugo que yo rechazo. Aun así me puse enfermo por el exceso de trabajo.
No obstante, no me arrepiento de mi decisión. Es posible que hubiera debido
rechazar más casos de los que rechacé, pero que lo he dado todo en los procesos
que he asumido es algo que ha resultado necesario y ha sido premiado con
éxitos. Una vez encontré muy bien expresada en un escrito la diferencia entre
la representación de mi cliente en asuntos judiciales normales y la
representación en este tipo de asuntos. Decía: «Uno de los abogados lleva a su
cliente de una hebra de hilo hasta la sentencia, el otro sube a su cliente
sobre sus hombros y lo lleva así, sin bajarlo, hasta la sentencia e, incluso,
más allá de ella». Así es. Pero no era del todo cierto cuando dije que jamás he
lamentado asumir este trabajo tan pesado. Cuando usted, en su caso, se equivoca
de manera tan garrafal, sólo entonces es cuando lo lamento. K no sólo no se
dejó convencer, sino que se fue poniendo cada vez más impaciente.
Creyó
percibir en el tono del abogado lo que le esperaría si cedía: comenzarían de
nuevo los consuelos; se repetirían las menciones acerca de la redacción
avanzada del escrito judicial, acerca del estado de ánimo de los funcionarios,
pero también sobre las dificultades que se oponían al trabajo. En suma, todo
eso, ya conocido, se tendría que repetir hasta la saciedad para embaucar a K
con esperanzas inciertas y atormentarle con amenazas larvadas. Tenía que
impedirlo definitivamente, así que dijo (33): ––¿Qué emprendería si mantuviese
mi representación? El abogado aceptó esa pregunta humillante y contestó:
––Continuar con las diligencias ya iniciadas. ––Ya lo sabía ––dijo K––.
Cualquier palabra más resulta superflua. ––Haré todavía un intento ––dijo el
abogado, como si lo que irritaba a K le afectara en realidad a él––. Tengo la
sospecha de que usted ha sido llevado a su falso enjuiciamiento de mi trabajo y
a su comporta! miento por el hecho de que, a pesar de ser un acusado, se le ha
tratado demasiado bien o, mejor expresado, con aparente indulgencia. También
esto último tiene su motivo. A menudo es mejor estar encadenado que libre. Pero
quiero mostrarle cómo se trata a otros acusados, tal vez sea capaz de aprender
una lección. Voy a llamar a Block, abra la puerta y siéntese aquí, junto a la
mesilla de noche. ––Encantado ––dijo K, e hizo lo que el abogado le había
pedido. Siempre estaba dispuesto a aprender algo. Pero para asegurarse,
preguntó: ––Pero, ¿se ha enterado de que le he retirado definitivamente mi
confianza? ––Sí ––dijo el abogado––, pero hoy mismo puede rectificar. Se
acostó, se tapó con la manta hasta la barbilla y se volvió hacia la pared.
Entonces llamó. Al poco rato apareció Leni, intentó apreciar con miradas
fugaces qué había ocurrido. Que K permaneciera tranquilo al lado de la mesilla
de noche del abogado, era un signo positivo. Hizo una ligera seña con la cabeza
a K, que la contempló rígido, y sonrió. ––Trae a Block––dijo el abogado. En vez
de salir de la habitación para traerlo, se acercó a la puerta y gritó:
––¡Block! ¡El abogado te llama! ––luego se puso detrás de K, ya que el abogado
continuaba mirando hacia la pared y no se preocupaba de nada. A partir de ese
momento estuvo molestando a K, pues se inclinó sobre el respaldo de su silla y
acarició, con sumo cuidado y suavidad, su pelo y mejillas. Finalmente, K
intentó impedírselo al coger una de sus manos, que ella, después de resistirse
algo, dejó en su poder.
Block
llegó en seguida, pero se quedó esperando en la puerta: parecía reflexionar si
debía entrar o no. Elevó las cejas e inclinó la cabeza como si estuviera
esperando a que se repitiese la orden del abogado. K habría podido animarle a
entrar, pero había decidido romper definitivamente no sólo con el abogado, sino
con todo lo que había en casa, así que permaneció imperturbable. Leni tampoco
habló. Block notó que nadie, en principio, le echaba, por lo que entró de
puntillas, con los músculos del rostro tensos y las manos a la espalda, en una
posición artificial. Dejó la puerta abierta para posibilitar una retirada. No
miró a K, sino que su vista siempre se dirigió a la manta bajo la que se
encontraba el abogado, al que ni siquiera podía ver por la postura adoptada.
Pero entonces se oyó su voz: ––¿Block aquí? ––preguntó el abogado. Esa
pregunta, que le cogió por sorpresa cuando ya había avanzado un buen trecho, le
causó el mismo efecto que un golpe en el pecho y otro en la espalda, se
tambaleó, permaneció profundamente inclinado y dijo: ––A su servicio. ––¿Qué
quieres? ––preguntó el abogado––. Vienes en un momento inoportuno. ––¿No me ha
llamado? ––preguntó Block, más a sí mismo que al abogado, y puso las manos
hacia adelante, como para protegerse, disponiéndose a salir corriendo. ––Te he
llamado ––dijo el abogado––, pero vienes en un momento inoportuno ––y tras una
pausa añadió––: Siempre vienes en un momento inoportuno. Desde que el abogado
comenzó a hablar, Block ya no miraba hacia la cama, más bien se quedó como
petrificado en una esquina y se dedicaba exclusivamente a escuchar, como si la
visión del que hablaba le deslumbrase tanto que no pudiese soportarlo. Pero
escuchar al abogado era difícil, pues seguía de cara a la pared y hablaba
despacio y rápido. ––¿Quiere que me vaya? ––preguntó Block. ––Bueno, ya que
estás aquí ––dijo el abogado––, ¡quédate! Se podía creer que el abogado no
había satisfecho el deseo de Block, sino que le había amenazado con azotarle,
pues Block comenzó temblar. ––Ayer estuve con el tercer juez, mi amigo, y la
conversación terminó centrándose en ti. ¿Quieres saber lo que me dijo? ––¡Oh!,
por favor––dijo Block. Como el abogado no continuó hablando, Block repitió otra
vez su súplica y se inclinó como si se propusiera arrodillarse. Entonces K se
dirigió a él: ––¿Qué haces? ––exclamó. Leni intentó que no interviniera, por
eso K cogió también su otra mano. No las apretaba precisamente con amor. Ella
se quejaba e intentaba liberar las manos. Pero por culpa de la exclamación de
K, el abogado castigó a Block:––¿Quién es tu abogado? ––preguntó el Dr. Huld.
––Usted ––dijo Block. ––¿Quién más? ––preguntó el abogado. ––Nadie más––dijo
Block. ––Entonces no obedezcas a nadie más. Block reconoció la situación,
dirigió a K miradas malignas y sacudió la cabeza.
Si
se hubieran podido traducir esos gestos en palabras, habrían sido graves
insultos. ¡Con ese hombre había querido hablar amigablemente K sobre su causa!
––Ya no te molestaré más ––dijo K reclinado en la silla––. Arrodíllate o ponte
a cuatro patas si quieres, haz lo que te dé la gana, a mí no me importa. Pero
Block tenía sentido del honor, al menos frente a K. Se lanzó hacia él con los
puños en alto y gritó, tanto como era capaz de hacerlo en la cercanía del
abogado: ––No me hable así, eso no está permitido. ¿Por qué me insulta? Y,
además, aquí, en presencia del señor abogado, donde ambos, usted y yo, sólo
somos tolerados por caridad. Usted no es mejor que yo, pues usted también es un
acusado y tiene un proceso. Si a pesar de ello sigue siendo un señor, yo
también, y aún más digno que usted. Y quiero que se dirija a mí como
corresponde. Si se cree que es un privilegiado al estar sentado ahí y poder
escuchar tranquilamente, mientras yo, como usted dice, me pongo a cuatro patas,
le recuerdo la vieja máxima judicial: «Para el sospechoso es mejor moverse que
sentarse, pues el que cansa puede hacerlo, sin saberlo, sobre una balanza y ser
pesado según sus pecados». K no dijo nada, se limitó a mirar asombrado, con
ojos inmóviles, a ese hombre perturbado. ¡Qué cambios había experimentado en
las últimas horas! ¿Sería acaso el proceso el que le confundía de esa manera, y
el que no le dejaba reconocer dónde estaba el amigo y dónde el j enemigo? ¿No
se daba cuenta de que el abogado le humillaba intencionadamente y que no
pretendía otra cosa que ufanarse de su poder ante K y así, tal vez, someterlo?
Si Block no era capaz de darse cuenta, o si tanto temía al abogado que ese
conocimiento no le ayudaba en nada, ¿cómo era posible que repentinamente se
tornase tan astuto u osado corno para intentar engañar al abogado y ocultarle
que tenía a su servicio a otros abogados? ¿Y cómo osaba atacar a K, que en
cualquier momento podía revelar su secreto? Pero se atrevió a más, se acercó a
la mesa del abogado y comenzó a quejarse de K: ––Señor abogado ––dijo––, ¿ha
oído cómo me ha tratado ese hombre? Se pueden contar las horas de su proceso y
quiere darme lecciones, a mí, que ya llevo cinco años de proceso. Incluso me
insulta. No sabe ?nada y me insulta, a mí, que he estudiado, tanto como mis
fuerzas lo han permitido, lo que es decencia, deber y lo que son usos
judiciales. ––No te preocupes ––dijo el abogado–– y haz lo que te parezca
correcto. ––Cierto ––dijo Block, como si él mismo se animase y, después de a
corta mirada de soslayo, se arrodilló junto a la cama––. Ya me arrodillo, mi
abogado––dijo.
Pero
el abogado calló. Block acarició cuidadosamente la manta con una mano. Leni,
liberándose de las manos de K, rompió el silencio que ahora reinaba: ––Me haces
daño. Déjame. Me voy con Block. Se fue hacia él y se sentó al borde de la cama.
Block se alegró. Inmediatamente le suplicó por medio de signos enérgicos que le
ayudase ante el abogado. Parecía necesitar urgentemente la información del
abogado, aunque tal vez sólo para dejarse explotar por el resto de los
abogados. Leni sabía muy bien cómo ganarse a Huld, señaló la mano del anciano y
frunció los labios como para dar un beso. Sin pensarlo, Block le dio un beso en
la mano y repitió el beso a petición de Leni. Pero el abogado seguía callado.
Leni, entonces, se acercó a él, su esbelta figura se hizo visible al estirarse
sobre la cama, y acarició su rostro inclinada sobre su largo pelo blanco. Eso
le obligó a contestar. ––Estoy dudando en decírselo ––dijo el abogado y se pudo
ver cómo sacudió ligeramente la cabeza, tal vez para sentir mejor las caricias
de Leni. Block escuchaba con la cabeza humillada, como si al escuchar estuviese
incumpliendo un mandamiento. ––¿Por qué dudas? ––preguntó Leni. K tenía la
impresión de que escuchaba una conversación estudiada, que ya se había repetido
con frecuencia y se seguiría repitiendo en el futuro. Block era el único para el
que no perdería su novedad. ––¿Cómo se ha portado hoy? ––preguntó el abogado en
vez de responder. Antes de que Leni le contestase, miró hacia Block y observó
un rato cómo elevaba las manos entrelazadas en actitud de súplica. Finalmente,
ella asintió, se volvió hacia el abogado y dijo: ––Ha estado tranquilo y ha
sido diligente. Un viejo comerciante, un hombre con toda una barba, suplicaba a
una muchacha para que diera un buen testimonio de él. Por más que se reservase
sus pensamientos reales, nada podía justificarle ante los ojos de sus
congéneres. Casi degradaba al espectador. K no comprendía cómo el abogado podía
pensar en ganárselo con semejante representación. Si no hubiese prescindido
antes de él, lo habría hecho al contemplar esa escena. Ésos eran, pues, los
resultados del método empleado por el abogado, al que K, por fortuna, no había
estado expuesto mucho tiempo. El cliente terminaba por olvidarse del mundo y
esperaba arrastrarse hasta el final del proceso por ese camino erróneo. Eso ya
no era un cliente, eso era el perro del abogado. Si éste le hubiera ordenado
meterse debajo de la cama como si fuera una caseta de perro, y ladrar desde
allí dentro, lo hubiera hecho con placer.
K
escuchó todo con actitud reflexiva e inquisidora, como si le hubieran encargado
que retuviera todo lo dicho para presentar una denuncia y un informe en una
instancia superior. ––¿Qué ha hecho durante todo el día? ––preguntó el abogado.
––Le he encerrado en el cuarto de la criada ––dijo Leni––, donde normalmente
duerme, para que no me molestase mientras trabajaba. De vez en cuando le
observé por la claraboya para ver qué hacía. Ha estado todo el tiempo
arrodillado al pie de la cama, con los escritos que le has dejado abiertos, y
no ha parado de leerlos. Eso me ha causado una buena impresión. Además, la
ventana da a un pozo de ventilación, por lo que apenas tiene luz. Que Block, no
obstante, leyera, me ha mostrado lo obediente que es. ––Me alegra oírlo ––dijo
el abogado––, pero, ¿se enteraba de lo que leía? Block, durante esa conversación,
movía continuamente los labios, aparentemente formulaba así las respuestas que
esperaba de Leni. ––A eso no puedo responder con seguridad ––dijo Leni––. Lo
único que sé es que le he visto leer concentrado. Ha leído durante todo el día
la misma página y al leer ha seguido las líneas con el dedo. Siempre que le he
mirado, suspiraba como si la lectura le costase un gran esfuerzo. Los escritos
que le has dejado son, con seguridad, difíciles de entender. ––Sí ––dijo el
abogado––, sí que lo son. No creo que los entienda. Sólo tienen que darle una
idea de lo dura que es la lucha que yo dirijo en su defensa. Y ¿para quién
dirijo esa dura lucha? Es ridículo decirlo, para Block. También tiene que
aprender lo que eso significa. ¿Ha estudiado sin interrupción? ––Casi sin
interrupción ––respondió Leni––, una vez pidió agua. Le di un vaso a través de
la claraboya. A las ocho le dejé salir y le di algo de comer. Block miró a K de
soslayo, como si se estuviera contando algo honorable de él y también tuviera
que impresionar a K. Ahora parecía tener buenas esperanzas, se movía con más
libertad y, de rodillas como estaba, se giraba a un lado y a otro. Pero sólo
sirvió para que se notase más su confusión al oír las palabras siguientes del
abogado. ––Le alabas ––dijo el abogado––, pero precisamente eso es lo que me
impide hablar. El juez no se ha manifestado de un modo favorable, ni á sobre
Block ni sobre su proceso. ––¿No ha sido favorable? ––preguntó Leni––. ¿Cómo es
posible? Block le dirigió a Leni una mirada tensa, como si le atribuyese la
capacidad de convertir en positivas las palabras pronunciadas por el juez.
––Nada favorables ––dijo el abogado––.
El
juez, incluso, se mostró desagradablemente sorprendido cuando comencé a hablar
de Block «No me hable de Block», dijo. «Pero es mi cliente», dije yo. «Deja que
abusen de usted», dijo él. «No creo que su causa esté perdida», dije yo. «Deja
que abusen de usted», repitió él. «No lo creo», dije yo, «Block sigue su
proceso con diligencia. Prácticamente vive en mi casa para estar al corriente.
No se encuentra a menudo un celo semejante. Cierto, no es una persona
agradable, tiene malos modales y es sucio, pero desde una perspectiva meramente
procesal, es irreprochable». Dije irreprochable y exageré intencionadamente. Él
respondió: «Block es astuto. Ha acumulado mucha experiencia y sabe cómo
retrasar el proceso. Pero su ignorancia es mucho más grande que su astucia. Qué
diría si supiera que su proceso ni siquiera ha comenzado; que ni siquiera se ha
dado la señal para el comienzo del proceso». Tranquilo, Block––dijo el abogado,
pues Block había comenzado a levantarse sobre sus inseguras rodillas y parecía
querer una explicación. Era la primera vez que el abogado se dirigía
directamente a Block. Le miró desde arriba con los ojos cansados, aunque no
fijamente. Block volvió a arrodillarse lentamente. ––Esa opinión del juez no
tiene para ti ninguna importancia ––dijo el abogado––. No te asustes por cada
palabra que oigas. Si se vuelve a repetir, no te diré nada más. No se puede comenzar
ninguna frase sin que mires como si se fuera a pronunciar tu sentencia
definitiva. ¡Avergüénzate ante mi cliente! También tú quebrantas su confianza
en mí. ¿Qué quieres? Aún vives, aún estás bajo mi protección. ¡Es un miedo
absurdo! Has leído en alguna parte que la sentencia definitiva, en algunos
casos, pronuncia de improviso, emitida por una boca cualquiera en un momento
arbitrario. Eso es verdad, con algunas reservas, pero también es verdad que tu
miedo me repugna y que en él sólo veo una falta de confianza en mí. ¿Qué he
dicho? Me he limitado a repetir la opinión de un juez. Ya sabes que las
opiniones más distintas se acumulan en el proceso hasta lo inextricable. Ese
juez, por ejemplo, acepta el inicio del proceso en una fecha diferente a la
mía. Una diferencia de opiniones, nada más. En una determinada fase del proceso
se da una señal con una campanilla según una vieja costumbre. Según la opinión
de este juez a partir de ese preciso momento es cuando se inicia el proceso.
Ahora no te puedo decir todo lo que se puede objetar a esa opinión. Tampoco lo
entenderías, te basta con saber que hay mucho que habla en contra. Confuso,
Block pasaba la mano sobre la manta, el miedo a las declaraciones del juez le
hizo olvidar provisionalmente su sumisión frente al abogado. Sólo pensaba en él
mismo y no cesaba de dar vueltas a las palabras del juez. ––Block ––dijo Leni
con un tono admonitorio, y le tiró un poco hacia arriba del cuello de la
chaqueta––, deja la manta y escucha al abogado.
EN LA
CATEDRAL
K
había recibido el cometido de enseñar algunos monumentos históricos a un buen
cliente italiano del banco, que visitaba la ciudad por primera vez. Era una
obligación que, en otro tiempo, hubiera considerado un honor, pero que ahora,
cuando apenas lograba con esfuerzo mantener su prestigio en el banco, asumía
con desagrado. Cada hora que no podía permanecer en el despacho le preocupaba.
Por desgracia, tampoco podía aprovechar como antes sus horas laborales, pasaba
mucho tiempo aparentando que trabajaba. Sin embargo, sus cuitas se hacían más
grandes cuando permanecía ausente de su despacho. Imaginaba que el subdirector,
siempre al acecho, entraba en su despacho, se sentaba a su mesa, registraba sus
papeles, recibía a los clientes con los que K, desde hacía años, sostenía
incluso una relación de amistad, les enemistaba con él, descubría fallos, que
K, durante el trabajo, cometía sin darse cuenta y ya no podía evitar. Si se le
encargaba realizar tina salida de negocios o irse de viaje, aunque fuese como
una distinción ––semejantes encargos se habían hecho, casualmente, muy
frecuentes en los últimos tiempos––, siempre sospechaba que se le quería alejar
del despacho para examinar su trabajo o, simplemente, porque creían que podían
prescindir de él. Podría haber rechazado todos esos encargos sin mayores
dificultades, pero no se atrevió, pues, aunque sus temores no estuvieran
justificados, un rechazo significaba una confesión del miedo qué sentía. Por
este motivo aceptaba los encargos con aparente indiferencia, incluso llegó a silenciar
un serio enfriamiento antes de emprender un agotador viaje de negocios de dos
días, para no correr el peligro de que suspendieran el viaje a causa del mal
tiempo otoñal. Cuando regresó de ese viaje con furiosos dolores de cabeza, supo
que le habían encomendado que acompañase al día siguiente al hombre de negocios
italiano. La tentación de negarse por una sola vez fue muy grande, además no se
trataba de un encargo vinculado a su trabajo, por más que el cumplimiento de
ese deber social fuese lo suficientemente importante, aunque no para K, que
sabía muy bien que sólo se podía mantener con éxitos laborales y que si no lo
lograba, no poseería el menor valor, por mucho que llegara a embelesar, de
forma inesperada, al italiano. No quería que le apartaran del trabajo ni
siquiera un día, pues el miedo de que lo dejasen atrás era demasiado grande, un
miedo que él, como reconocía, era exagerado, pero era un miedo que le
asfixiaba.
En
este caso, sin embargo, era casi imposible encontrar una excusa aceptable. El
conocimiento que K tenía de la lengua italiana no era bueno, pero bastaba para
un caso así. Lo decisivo, sin embargo, era que él poseía ciertos conocimientos
artísticos adquiridos hacía tiempo y conocidos en el banco, si bien se
exageraban un poco por el hecho de que K, aunque sólo por motivos de negocios,
había sido miembro de la
Asociación para la Conservación de los Monumentos Urbanos. El
italiano, como habían sabido a través de fuentes distintas, resultaba ser un
amante del arte, así que la elección de K era algo evidente. Era una mañana
fría y tormentosa. K, enojado por el día que le esperaba, llegó a su despacho a
las siete para, al menos, trabajar algo antes de que la visita se lo impidiese.
Estaba muy cansado, puesto que había pasado parte de la noche estudiando algo
de gramática italiana. La ventana, junto a la que, últimamente, permanecía
sentado con demasiada frecuencia, le tentaba mucho más que la mesa, pero
resistió y continuó el trabajo. Por desgracia, al poco tiempo entró el
ordenanza y anunció que el director le había enviado para comprobar si el
gerente ya se encontraba en su despacho. Le pidió que fuese tan amable de
acudir a la sala de recepción, donde ya se encontraba el señor de Italia. ––Ya
voy––dijo K, se metió un pequeño diccionario en el bolsillo, cogió un folleto
turístico y, a través del despacho del subdirector, entró en el del director.
Se alegró de haber venido tan temprano a la oficina y poder estar ya dispuesto,
lo que nadie podía haber esperado. El despacho del subdirector permanecía,
naturalmente, aún vacío, como en lo más profundo de la noche, tal vez el
ordenanza también le había buscado, aunque en vano. Cuando K entró en la sala
de recepción, se levantaron los dos señores de sus cómodos sillones. El
director sonrió D amable, parecía muy contento de la llegada de K. Le presentó
en seguida, el italiano estrechó con energía la mano de K y, sonriendo, dijo
algo de madrugadores; K no entendió muy bien a quién se refería, además era una
palabra extraña, que K sólo pudo comprender transcurrido rato. Respondió con
algunas frases hechas, que el italiano escuchó sonriente, mientras, algo
nervioso, acariciaba su poblado bigote gris azulado. El bigote parecía
perfumado, uno casi se veía tentado a acercarse y olerlo. Cuando todos se sentaron
y comenzaron a hablar, K notó con gran disgusto que apenas entendía al
italiano.
Cuando
hablaba tranquilo, le entendía casi todo, pero ésos eran momentos excepcionales
la mayoría de las veces las palabras manaban a borbotones de su boca y parecía
sacudir la cabeza de placer cuando esto ocurría. Mientras hablaba lanzaba
frases enteras en un dialecto extraño, que para K no tenía nada de italiano,
pero que el director no sólo comprendía, sino que lo hablaba, lo que K tendría
que haber previsto, ya que el italiano era originario del sur de Italia, en
donde el director había residido algunos años. K reconoció que la posibilidad
de comprenderse con el italiano sé había reducido drásticamente, pues su
francés también era difícil de entender. Por añadidura, el bigote ocultaba los
labios, así que al siquiera se podía leer en ellos para averiguar qué era lo
que estaba diciendo. K comenzó a prever situaciones incómodas, provisionalmente
renunció a entender al italiano ––en presencia del director, que le entendía
tan fácilmente, hubiera sido un esfuerzo innecesario––, así que se limitó a
observar malhumorado cómo éste descansaba tranquilo y semihundido en el sillón,
cómo estiraba de vez en cuando su chaqueta bien cortada y cómo una vez,
elevando el brazo y agitando las manos, Intentaba explicar algo que K no podía
comprender, a pesar de que no perdía de vista sus manos. Al final, K, que
permanecía ausente, siguiendo mecánicamente la conversación, empezó a sentir el
cansancio previo y se sorprendió a sí mismo, para su horror, aunque felizmente
a tiempo, cuando, guiado por su confusión, pretendía levantarse, darse la
vuelta y marcharse. Pero transcurrido un rato el italiano miró el reloj y se
levantó. Después de despedirse del director, se acercó a K y, además, tanto,
que K tuvo que desplazar el sillón para poderse mover. El director, que por la
mirada de K reconoció la situación apurada de éste frente al italiano, se
inmiscuyó en la conversación de un modo tan inteligente que pareció como si
simplemente añadiera algunos consejos, mientras en realidad lo que estaba
haciendo era traducir a K todo lo que el incansable italiano decía con su
fluidez proverbial. K se enteró así de que el italiano aún debía terminar
algunos negocios, que sólo tenía poco tiempo y que no pretendía visitar todos
los monumentos. Más bien había decidido visitar ––si K daba su aprobación, en
él recaía la decisión–– sólo la catedral, pero detenidamente.
Él
se alegraba mucho de poder realizar esa visita en compañía de un hombre tan
erudito y amable ––con estas palabras estaba haciendo referencia a K, que
prescindía de las palabras del italiano e intentaba oír las del director––, así
que le pedía, si le parecía bien, que se encontraran transcurridas dos horas,
alrededor de las diez, en la catedral. Creía poder estar allí a esa hora. K
respondió algo adecuado, el italiano estrechó primero la mano del director,
luego la de K, y se dirigió, volviéndose continuamente y sin parar de hablar,
hacia la puerta seguido por ambos. K permaneció un rato con el director, que
ese día parecía enfermo. Creyó tener que disculparse ante K ––estaban juntos en
un trato de confianza––, al principio había previsto acompañar él mismo al
italiano, pero luego ––no adujo ningún motivo–– se decidió por enviar a K. Si
no entendía al italiano, no tenía por qué asustarse, con un poco de práctica lo
comprendería mejor, pero que en el caso de que no lo hiciera, tampoco pasaba
nada malo, para el italiano no era importante que le entendieran. Por lo demás,
el italiano de K era sorprendentemente bueno y él cumpliría su misión a la
perfección. Con estas palabras se despidió de K. El tiempo que aún le quedaba
lo empleó en aprender algunos términos complejos que necesitaba para su guía
por la catedral, sacándolos del diccionario. Era un trabajo muy pesado, el
empleado le trajo la correspondencia, algunos funcionarios vinieron con algunas
preguntas y, al ver a K ocupado, se quedaron esperando en la puerta, pero no se
movieron hasta que K les atendió. El subdirector tampoco perdió la ocasión de molestar,
pasó varias veces por su despacho, le quitó el diccionario de las manos y lo
hojeó sin intención alguna, incluso clientes emergían cuando las puertas se
abrían en la semioscuridad del antedespacho y se inclinaban indecisos, ya que
querían llamar la atención, pero no estaban seguros de que les veían. Todo eso
giraba en torno a K como si él fuese el centro, mientras él pensaba en las
palabras que iba a necesitar, las buscaba en el diccionario, las apuntaba y las
pronunciaba para, a continuación, aprendérselas de memoria. No obstante, su
buena memoria de los viejos tiempos parecía haberle abandonado, algunas veces
se puso tan furioso con el italiano por haberle obligado a ese esfuerzo que
enterró el diccionario entre papeles con la firme intención de no prepararse
más, aunque luego comprendía que no podía permanecer mudo con el italiano ante
las obras de arte en la catedral, así que, aún más furioso, volvía a coger el
diccionario. Precisamente a las nueve y media, cuando se disponía a salir,
recibió una llamada por teléfono.
Leni
le deseó buenos días y le preguntó sobre su estado. K le dio las gracias a toda
prisa y le advirtió que en ese momento no podía conversar, que tenía que ir a
la catedral. ––¿A la catedral? ––preguntó Leni. ––Pues sí, a la catedral.
––¿Por qué precisamente a la catedral? ––preguntó Leni. K intentó explicárselo
brevemente, pero apenas había comenzado, cuando Leni le interrumpió
bruscamente: ––Te están acosando. K no toleró una compasión que él ni había
requerido ni esperado. Se despidió con dos palabras y, mientras colgaba el
auricular, en parte para sí, en parte dirigiéndose a la muchacha, que ya no le
podía oír, ––Sí, me están acosando. Miró el reloj, corría el peligro de llegar
tarde. Decidió desplazarse en automóvil, en el último momento se había acordado
del folleto turístico, pues no había tenido la oportunidad de entregárselo al
italiano, así que pensó en llevárselo. Lo mantenía sobre las rodillas y
tamborileaba en él con los dedos. La lluvia se había apaciguado, pero el día
era húmedo, frío y oscuro, podrían ver poco en el interior de la catedral y,
además, a causa de la humedad y de una larga permanencia do pie el resfriado de
K empeoraría con toda seguridad. La plaza de la catedral estaba solitaria. K
recordó que ya en su infancia le había llamado la atención que todas las casas
de esa pequeña plaza siempre tenían las cortinas cerradas. Con ese tiempo, sin
embargo, era comprensible. Tampoco parecía haber nadie en el interior de la
catedral (34). A nadie se le podía ocurrir visitar su interior en un día así. K
paseó por ambas naves laterales, sólo encontró a una anciana envuelta en un
mantón y arrodillada ante una imagen de la Virgen María. Desde
lejos, sin embargo, vio cómo un sacristán cojo desaparecía por una puerta. K
había sido puntual, precisamente al entrar tocaron las once (35), el italiano,
sin embargo, aún no había llegado. K regresó a la: puerta principal, permaneció
allí un rato indeciso y, finalmente, dio una vuelta en torno a la catedral bajo
la lluvia para comprobar si el italiano no le estaba esperando en alguna puerta
lateral. No lo encontró por ninguna parte. ¿Acaso el director había entendido
mal la hora? ¿Cómo se podía comprender bien a ese hombre? Fuera lo que fuese, K
tenía que esperar como mínimo media hora. Como estaba cansado, quiso sentarse,
volvió a entrar en la catedral, encontró en uno de los escalones un trozo de
tela, que parecía de una alfombra, lo llevó con la punta del pie hasta un banco
cercano, se envolvió bien en su abrigo, se subió el cuello y se sentó.
Para
distraerse abrió el folleto, lo hojeó un poco, pero tuvo que dejarlo pues se
hizo tan oscuro que, cuando miró hacia arriba, apenas pudo distinguir nada en
la nave cercana. En la lejanía brillaba un gran triángulo compuesto por velas.
K no podía decir con certeza si lo había visto antes. Tal vez las acababan de
encender. Los sacristanes son silenciosos, es un rasgo profesional, así que no
se les nota. Cuando K se volvió casualmente, vio, no muy lejos de donde se
encontraba, cómo ardía un cirio grande y grueso, adosado a una columna. Por muy
bello que fuera, era insuficiente para iluminar las imágenes que colgaban en
las tinieblas de las capillas laterales, en realidad contribuía a aumentar esas
tinieblas. Era al mismo tiempo razonable y descortés que el italiano no se
hubiera presentado. No se podría haber visto nada, se tendrían que haber
limitado a buscar algunas imágenes con la linterna de K. Para comprobar qué es
lo que les esperaba, K se acercó a una capilla lateral, subió un par de escalones
hasta llegar a un bajo antepecho de mármol e, inclinado sobre él, iluminó con
la linterna el cuadro del altar. La luz continua osciló inquietante. Lo primero
que K, más que ver, adivinó, fue un gran caballero con armadura, representado
en uno de los extremos del cuadro. Se apoyaba en su espada, que mantenía
firmemente sobre un suelo desnudo, a no ser por unas briznas de hierba aquí y
allá. Parecía observar con atención un incidente que tenía lugar ante él. Era
asombroso que se mantuviera en esa posición y no se aproximara. Tal vez su
misión consistía en vigilar. K, que hacía tiempo que no contemplaba ningún
cuadro, permaneció ante él un buen rato, aunque se veía obligado a guiñar
continuamente los ojos, pues no soportaba la luz verde de la linterna. Cuando,
a continuación, desplazó la luz hacia el resto del cuadro, pudo ver una versión
usual del entierro de Cristo; por lo demás, se trataba de un cuadro moderno. Se
guardó la linterna y volvió a su sitio. Era inútil seguir esperando al
italiano; fuera, sin embargo, debía de estar cayendo un chaparrón, y como en el
interior no hacía tanto frío como había esperado, decidió permanecer dentro.
Cerca de él estaba el púlpito, debajo del pequeño y redondo tornavoz había dos
cruces doradas que se cruzaban en sus extremos.
La
parte exterior del pretil y el espacio que la unía a la columna sustentadora
estaban adornados con hojas verdes esculpidas, que querubines mantenían en sus
manos, unos con actitud vivaz, otros, reposada. K se acercó al púlpito y lo
examinó por todas partes, el grabado de la piedra era extremadamente cuidadoso,
la profunda oscuridad que reinaba entre los espacios vacíos del follaje pétreo
y la que se extendía detrás de éste parecía atrapada, como si estuviera
retenida; K introdujo su mano en uno de esos espacios vacíos y palpó la piedra,
nunca había tenido conocimiento de la existencia de ese púlpito. En ese momento
notó casualmente que un sacristán permanecía detrás de un banco cercano,
vestido con una chaqueta negra colgante y arrugada, sosteniendo una cajita de
rapé y observándole. «¿Qué quiere ese hombre? ––pensó K––. ¿Acaso le parezco
sospechoso? ¿O querrá una limosna?» Cuando el sacristán vio que K le observaba,
señaló con la mano derecha ––entre dos dedos aún sostenía una pulgarada de rapé––
hacia una dirección incierta. Su comportamiento era inexplicable. K esperó un
rato, pero el sacristán no cesó de señalarle algo con la mano e incluso llegó a
reforzar sus gestos con un movimiento de cabeza. «¿Qué querrá?» ––se preguntó K
en voz baja. No se atrevía a gritar allí dentro. Su reacción fue sacar su
cartera y acercarse al hombre. Pero éste hizo de inmediato un gesto de rechazo
con la mano, alzó los hombros y se alejó cojeando. Con un paso semejante K
había intentado imitar cuando era niño el trote de un caballo. «Un anciano
senil ––pensó K––. Su inteligencia apenas llega para ayudar en la Iglesia. Se para
cuando yo me paro y acecha por si sigo andando». K siguió sonriendo al anciano
por toda la nave lateral hasta llegar al Altar Mayor, el anciano no paraba de
señalarle algo, pero K no se volvía. Esos gestos sólo tenían la intención de
apartarle de sus huellas. Finalmente le dejó, no quería asustarlo, tampoco
quería ahuyentarlo del todo, por si acaso venía el italiano. Cuando entró en la
nave principal para buscar el sitio en el que había dejado el folleto,
descubrió muy cerca de una columna casi adosada a los bancos del coro del altar
un sencillo y pequeño púlpito lateral, hecho de piedra desnuda y blanca. Era
tan pequeño que desde lejos parecía una hornacina aún vacía, destinada a
albergar una estatua.
El
sacerdote, con toda seguridad, apenas podría retroceder un paso desde el
pretil. Además, el tornavoz, sin ningún adorno, estaba situado a una altura
escasa y se inclinaba tanto que un hombre de mediana estatura no podía
permanecer recto en el interior del púlpito, sino que debía agacharse y
apoyarse en el pretil. Parecía diseñado específicamente para atormentar al
sacerdote, era incomprensible para qué podía necesitarse ese púlpito, ya que se
tenía el otro, más grande y decorado con tanto primor. A K no le hubiera
llamado la atención ese pequeño púlpito, si no hubiera descubierto una lámpara
fijada en la parte superior, como las e se suelen colocar poco antes de un
sermón. ¿Se pronunciaría ahora un sermón? ¿En la iglesia vacía? K miró hacia la
escalera que, bordeando la columna, conducía al púlpito y que era tan estrecha
que no pare para uso humano, sino simplemente de adorno para la columna. Pero
al pie del púlpito, K sonrió de asombro, se encontraba, efectivamente, un
sacerdote. Apoyaba la mano en la barandilla, preparado para subir, y miraba a
K. Entonces asintió levemente con la cabeza, por que K se persignó e inclinó,
lo que debería haber hecho antes. El sacerdote tomó un poco de impulso y subió
al púlpito con pasos cortos y rápidos. ¿Realmente iba a pronunciar un sermón?
¿Acaso el sacristán carecía de tan poco sentido común que le había querido
conducir hasta el sacerdote, lo que, en vista de la iglesia vacía, era
necesario? Además, por algún lado había una anciana ante la imagen de la Virgen María que
también tendría que haber venido. Y, si se iba a pronunciar un sermón, ¿por qué
no había sido precedido por el órgano? Pero éste permanecía en silencio y
brillaba débilmente envuelto en las tinieblas. K pensó si no debería alejarse
deprisa, o lo hacía ahora o ya no tendría otra oportunidad, debería permanecer
allí durante todo el sermón; en la oficina había perdido tanto tiempo; ya no
estaba obligado a esperar más al italiano. Miró su reloj, eran las once. Pero,
¿realmente se iba a pronunciar un sermón? ¿Podía K representar a toda la
comunidad de fieles? ¿Y si fuese un extranjero que sólo pretendía visitar la
iglesia? En el fondo así era. Era absurdo pensar que se podía pronunciar un
sermón, ahora, a las once de la mañana, en un día laborable y con un tiempo tan
horrible. El sacerdote ––se trataba sin duda de un sacerdote, un hombre joven
con el rostro liso y oscuro–– parecía subir a apagar la lámpara, que alguien
había encendido por error.
Pero
no fue así. El sacerdote, en realidad, examinó la luz, la ajustó y se dio la
vuelta lentamente hacia el pretil, apoyándose en él con las dos manos. Así
permaneció un rato y miró, sin mover la cabeza, a su alrededor. K había
retrocedido un trecho y se apoyaba con el codo en el banco de delante. Con ojos
inseguros, sin poder determinar exactamente el lugar, vio cómo el sacristán,
algo encorvado, se ponía a descansar pacíficamente como si hubiera terminado su
cometido. ¡Qué silencio reinaba ahora en la catedral! Pero K tenía que
romperlo, no pretendía quedarse allí. Si era un deber del sacerdote predicar a
una hora determinada sin consideración a las circunstancias, que lo hiciera,
también podría cumplir su cometido en ausencia de K, su presencia tampoco contribuiría
a aumentar el efecto. K se puso lentamente en camino y fue tanteando el banco
de puntillas. Llegó a la nave central y prosiguió sin que nadie le detuviera,
sólo sus pasos ligeros resonaban continuamente bajo las bóvedas con un ritmo
regular y progresivo. K, consciente de que el sacerdote podía estar
observándole, se sentía abandonado mientras avanzaba solo entre los bancos
vacíos. Las dimensiones de la catedral le parecían ahora rayar en los límites
de lo soportable para el ser humano. Cuando llegó al sitio que había ocupado
anteriormente, cogió el folleto sin detenerse. Apenas había dejado atrás el
banco y se acercaba al espacio vacío que le separaba de la salida, cuando
escuchó por primera vez la voz del sacerdote. Era una voz poderosa y ejercitada.
¡Cómo se expandió por la catedral, preparada para recibirla! Pero no era a la
comunidad de fieles a quien llamaba, su voz resonó clara, no había escapatoria
alguna, exclamó: ––¡Josef K! K se detuvo y miró al suelo. Aún era libre, podía
seguir y escapar por una de las pequeñas y oscuras puertas de madera, que no
estaban lejos. Pero eso significaría o que no había entendido o que había en
tendido pero no quería hacer ningún caso. Si se daba la vuelta, se tendría que
quedar, pues habría confesado tácitamente que había comprendido muy bien su
nombre y que quería obedecer. Si el sacerdote hubiese gritado de nuevo, K
habría proseguido su camino, pero como todo permaneció en silencio, volvió un
poco la cabeza, pues quería ver qué hacía el sacerdote en ese momento. Se le
veía tranquilo en el púlpito, se podía advertir que había notado el giro de
cabeza de K.
Hubiera
sido un juego infantil si K no se hubiese dado la vuelta por completo. Así lo
hizo, y el sacerdote le llamó con una señal de la mano. Como ya todo ocurría
abiertamente, avanzó ––lo hizo en parte por curiosidad y en parte para tener la
oportunidad de acortar su estancia allí–– con pasos largos y ligeros hasta el
púlpito. Se paró ante los bancos, pero al sacerdote le parecía que la distancia
era aún demasiado grande. Estiró la imano y señaló con el dedo índice un
asiento al pie del púlpito. K siguió su indicación y, al sentarse, tuvo que
mantener la cabeza inclinada hacia atrás para poder ver al sacerdote. ––Tú eres
Josef K ––dijo el sacerdote, y apoyó una mano en el pretil eón un movimiento
incierto. ––Sí ––dijo K. Pensó cómo en otros tiempos había pronunciado su
nombre con entera libertad, pero ahora suponía una carga para él, también ahora
conocía su nombre gente a la que veía por primera vez. Qué bello era que le
presentaran y luego conocer a la gente. ––Estás acusado ––dijo el sacerdote en
voz baja. ––Sí ––dijo K––, ya me lo han comunicado.––Entonces tú eres al que
busco ––dijo el sacerdote––. Yo soy el capellán de la prisión. ––¡Ah, ya!
––dijo K. ––He hecho que te trajeran aquí para hablar contigo ––dijo el
sacerdote. ––No lo sabía ––dijo K––. He venido para mostrarle la catedral a un
italiano. ––Deja lo accesorio ––dijo el sacerdote––. ¿Qué sostienes en la mano?
¿Un libro de oraciones? ––No ––respondió K––, es un folleto con los monumentos
históricos de la ciudad. ––Déjalo a un lado ––dijo el sacerdote. K lo arrojó
con tal fuerza que se rompió y un trozo con las páginas dobladas se deslizó por
el suelo. ––¿Sabes que tu proceso va mal? ––preguntó el sacerdote. ––También a
mí me lo parece ––dijo K––. Me he esforzado todo lo que he podido, pero hasta
ahora sin éxito. Además, aún no he concluido mi primer escrito judicial.
––¿Cómo te imaginas el final? ––preguntó el sacerdote. Al principio pensé que
terminaría bien ––dijo K––, ahora hay veces que hasta yo mismo lo dudo. No sé
cómo terminará. ¿Lo sabes tú? ––No ––dijo el sacerdote––, pero temo que
terminará mal. Te consideran culpable. Tu proceso probablemente no pasará de un
tribunal inferior. Tu culpa, al menos provisionalmente, se considera probada.
––Pero yo no soy culpable ––dijo K––. Es un error. ¿Cómo puede ser un hombre
culpable, así, sin más? Todos somos seres humanos, tanto el uno como el otro.
––Eso es cierto ––dijo el sacerdote––, pero así suelen hablar los culpables.
––¿Tienes algún prejuicio contra mí? ––preguntó K. ––No tengo ningún prejuicio
contra ti ––dijo el sacerdote. ––Te lo agradezco ––dijo K––. Todos los demás
que participan en mi proceso tienen un prejuicio contra mí. Ellos se lo inspiran
también a los que no participan en él.
Mi
posición es cada vez más difícil. ––Interpretas mal los hechos ––dijo el
sacerdote––, la sentencia no se pronuncia de una vez, el procedimiento se va
convirtiendo lentamente en sentencia. ––Así es, entonces ––dijo K, y agachó la
cabeza.––¿Qué es lo siguiente que vas a hacer en tu causa? ––preguntó el
sacerdote. ––Quiero buscar ayuda––dijo K, y elevó la cabeza para ver cómo el
sacerdote juzgaba su intención––. Aún quedan posibilidades que no he utilizado.
––Buscas demasiado la ayuda de extraños ––dijo el sacerdote con un tono de
desaprobación––, especialmente de mujeres. ¿Acaso no te das cuenta de que no es
la ayuda verdadera? Algunas veces, incluso con frecuencia podría darte la razón
––dijo K––, pero no siempre. Las mujeres tienen mucho poder. Si pudiera
convencer a algunas mujeres de las que conozco para que trabajen en común para
mí, podría abrirme paso. Especialmente en este tribunal, que parece constituido
por mujeriegos. Muéstrale una mujer al juez instructor y arrollará la mesa y a
los acusados para llegar hasta ella. El sacerdote inclinó la cabeza hacia el
pretil, ahora parecía como si el tornavoz le presionase hacia abajo. ¿Pero qué
tiempo podía estar haciendo fuera? Ya no era sólo un día nublado y lluvioso,
parecía noche profunda. Ninguna de las vidrieras era capaz de iluminar con un
pobre resplandor los oscuros muros. Y precisamente en ese momento el sacristán
comenzó a apagar todas las velas del Altar Mayor. ––¿Estás enfadado conmigo?
––preguntó K al sacerdote––. Es posible que no conozcas el tipo de tribunal en
el que prestas servicio. No recibió ninguna respuesta. ––Son sólo mis
experiencias ––dijo K. Arriba, en el púlpito, todo permaneció silencioso. ––No
te he querido ofender––dijo K. Entonces gritó el sacerdote hacia K: ––¿Acaso
eres ciego? Gritó con ira, pero también como alguien que ve caer a otro y,
debido al susto, grita sin voluntad de hacerlo. Ambos se callaron un rato. El
sacerdote no podía reconocer a K, abajo, en la oscuridad, mientras que K podía
ver claramente al sacerdote gracias a la pequeña lámpara. ¿Por qué no bajaba?
No había pro––nunciado ningún sermón, sino que se había limitado a darle
algunas informaciones, que a él, si las consideraba con detenimiento, antes le
podrían dañar que beneficiar. No obstante, a K le parecía indudable la buena
intención del sacerdote, no sería imposible que pudieran llegar a un acuerdo si
bajaba, tampoco era imposible que recibiera de él un consejo decisivo y
aceptable, que le mostrara, por ejemplo, no cómo se podía influir en el
proceso, sino cómo se podía salir del proceso, cómo se podía vivir al margen de
éste. Esa posibilidad tenía que existir, K había pensado mucho en ella en los
últimos tiempos.
Si
el sacerdote conocía esa posibilidad, a lo mejor se la decía si se lo pedía,
aunque perteneciera al tribunal, y a pesar de que K, al atacar al tribunal,
hubiese herido sus sentimientos y le hubiera obligado a gritar. ––¿No quieres
bajar? ––dijo K––. No vas a pronunciar ningún sermón. Baja conmigo. ––Ya puedo
bajar ––dijo el sacerdote, parecía lamentar su grito. Mientras descolgaba la
lámpara, dijo––: Primero tenía que hablar contigo guardando las distancias, si
no me dejo influir fácilmente y olvido mi misión. K le esperó abajo, al pie de
la escalera. El sacerdote le ofreció la mano mientras bajaba los últimos
escalones. ––¿Me podrías dedicar un poco de tu tiempo? ––Tanto como necesites
––dijo el sacerdote, y le dio la lámpara a K para que éste la llevase. Ni
siquiera tan cerca perdió su actitud en solemnidad. ––Eres muy amable conmigo
––dijo K. Comenzaron a recorrer la nave lateral uno al lado del otro. ––Eres
una excepción entre todos los que pertenecen al tribunal. En ti tengo más
confianza que en cualquiera de los demás. Contigo puedo hablar abiertamente.
––No te engañes ––dijo el sacerdote. ––¿En qué podría engañarme? ––preguntó K.
––Te engañas en lo que respecta al tribunal ––dijo el sacerdote––, en la
introducción a la Ley
se ha escrito sobre este engaño (36): «Ante la Ley hay un guardián que protege la puerta de
entrada. Un hombre procedente del campo se acerca a él y le pide permiso para
acceder a la Ley. Pero
el guardián dice que en ese momento no le puede permitir la entrada. El hombre
reflexiona y pregunta si podrá entrar más tarde». ––Es posible ––responde el
guardián––, pero no ahora. «Como la puerta de acceso a la Ley permanece abierta, como
siempre, y el guardián se sitúa a un lado, el hombre se inclina para mirar a
través del umbral y ver así qué hay en el interior. Cuando el guardián advierte
su propósito (37), ríe y dice: »––Si tanto te incita, intenta entrar a pesar de
mi prohibición. Ten en cuenta, sin embargo, que soy poderoso y que, además, soy
el guardián más insignificante. Ante cada una de las salas permanece un
guardián, el uno más poderoso que el otro. La mirada del tercero ya es para mí
insoportable.
»El
hombre procedente del campo no había contado con tantas dificultades. La Ley , piensa, debe ser
accesible a todos y en todo momento, pero al considerar ahora con más exactitud
al guardián, cubierto con su abrigo de piel, al observar su enorme y prolongada
nariz, la barba negra, fina, larga, tártara, decide que es mejor esperar hasta
que reciba el permiso para entrar. El guardián le da un taburete y deja que
tome asiento en uno de los lados de la puerta. Allí permanece sentado días y
años. Hace muchos intentos para que le inviten a entrar y cansa al guardián con
sus súplicas. El guardián le somete a menudo a cortos interrogatorios, le
pregunta acerca de su hogar y de otras cosas, pero son preguntas indiferentes,
como las que hacen grandes señores, y al final siempre repetía que todavía no
podía permitirle la entrada. El hombre, que se había provisto muy bien para el
viaje, utiliza todo, por valioso que sea, para sobornar al guardián. Éste lo
acepta todo, pero al mismo tiempo dice: »––Sólo lo acepto para que no creas que
has omitido algo. »Durante los muchos años que estuvo allí, el hombre observó
al guardián de forma casi ininterrumpida. Olvidó a los otros guardianes y éste
le terminó pareciendo el único impedimento para tener acceso a la Ley. Los primeros años
maldijo la desgraciada casualidad, más tarde, ya envejecido, sólo murmuraba
para sí. Se vuelve senil, y como ha sometido durante tanto tiempo al guardián a
un largo estudio ya es capaz de reconocer a la pulga en el cuello de su abrigo
de piel, por lo que solicita a la pulga que le ayude para cambiar la opinión
del guardián. Por último, su vista se torna débil y ya no sabe realmente si
oscurece a su alrededor o son sólo los ojos los que le engañan. Pero ahora
advierte en la oscuridad un brillo que irrumpe indeleble a través de la puerta
de la Ley. Ya
no vivirá mucho más. Antes de su muerte se concentran en su mente todas las
experiencias pasadas, que toman forma en una sola pregunta que hasta ahora no
había hecho al guardián. Entonces le guiña un ojo, ya que no puede incorporar
su cuerpo entumecido. El guardián tiene que inclinarse hacia él profundamente
porque la diferencia de tamaños ha variado en perjuicio del hombre de la
provincia. »––¿Qué quieres saber ahora? ––pregunta el guardián––. Eres
insaciable. »––Todos aspiran a la
Ley ––dice el hombre––. ¿Cómo es posible que durante tantos
años sólo yo haya solicitado la entrada? »El guardián comprueba que el hombre
ha llegado a su fin y, para que su débil oído pueda percibirlo, le grita:
»––Ningún otro podía haber recibido permiso para entrar por está puerta, pues
esta entrada estaba reservada sólo para ti. Yo me voy ahora y cierro la
puerta». ––El centinela, entonces, ha engañado al hombre ––dijo K en seguida,
fuertemente atraído por la historia (38).
––No
te apresures ––dijo el sacerdote––, no asumas la opinión ajena sin examinarla.
Te he contado la historia tal y como está escrita. En ella no se habla en
ningún momento de engaño. ––Pero está claro ––dijo K––, y tu primera
interpretación era correcta. El vigilante le ha comunicado el mensaje liberador
sólo cuando ya no podía ayudar en nada al hombre. ––Pero él tampoco preguntó
antes ––dijo el sacerdote––, considera que sólo era un vigilante y como tal se
ha limitado a cumplir su deber. ––¿Por qué piensas que ha cumplido con su
deber? ––preguntó K––. No lo ha cumplido. Su deber consistía en rechazar a los
extraños, pero tenía que haber dejado pasar al hombre para quien estaba
destinada la entrada. ––No tienes el suficiente respeto a la letra escrita y
cambias la historia ––dijo el sacerdote– –. La historia contiene dos
explicaciones importantes del vigilante respecto a la entrada a la Ley , una al principio y otra
al final. Una dice: «que no podía permitirle la entrada», y la otra: «esta
entrada estaba reservada sólo para ti». Si entre ambas explicaciones existiese
una contradicción, tú tendrías razón y el vigilante habría engañado al hombre.
Pero no existe ninguna contradicción. Todo lo contrario, la primera
explicación, incluso, indica la segunda. Se podría decir que el vigilante se
excede en el cumplimiento de su deber al plantear la posibilidad de una futura
entrada. En ese momento su único deber parecía consistir en no admitir al
hombre. Y, en efecto, muchos intérpretes se maravillan de que el vigilante haya
pronunciado semejante indicación, pues parece amar la precisión y cumple
escrupulosamente con su deber. No abandona su puesto en tantos años y sólo
cierra la puerta en el último momento, siendo consciente de la importancia de
su misión, pues dice: «soy poderoso». Además, tiene respeto frente a sus
superiores, pues dice: «soy el guardián más insignificante». Cuando se trata
del cumplimiento del deber, no admite ruegos ni se deja ablandar, pues se dice:
«cansa al guardián con sus súplicas». Tampoco es hablador, pues durante todos
los años sólo plantea, como está escrito, preguntas «indiferentes». No se deja
sobornar, pues dice sobre un regalo: «sólo lo acepto para que no creas que has
emitido algo». Finalmente, su aspecto externo indica un carácter pedante, por
ejemplo la gran nariz y la larga y fina barba tártara. ¿Puede haber un
vigilante más fiel a su deber? Pero en el vigilante se mezclan otros caracteres
esenciales que resultan muy favorables para quien solicita la entrada, y que,
además, indican la posibilidad, manifestada en su anterior insinuación, de que
en el futuro podría ir más allá de lo que le dicta el deber.
No
obstante, no se puede negar que es algo simple y, en relación con este
atributo, presuntuoso. Si todas las menciones que hace referentes a su poder y
sobre el poder de los demás vigilantes, cuya visión, como él reconoce, le es
insoportable, son ciertas, entonces muestra, en la manera con que las emite,
que sus ideas están afectadas por su simpleza y arrogancia. Los intérpretes
aducen: «El correcto entendimiento de un asunto y una incomprensión de éste no
se excluyen mutuamente». En todo caso, se debe reconocer que esa simpleza y
arrogancia, por muy difuminadas que aparezcan, debilitan la vigilancia de la
entrada, son lagunas en el carácter del vigilante. A esto se añade que el
vigilante, según su talante natural, parece amable, no siempre actúa como si
estuviera de servicio. Al principio dice en broma que, a pesar del mantenimiento
de la prohibición, le invita a entrar, pero, a continuación, no le incita a
entrar, sino que, como está escrito, le da un taburete y le deja sentarse al
lado de la puerta. La paciencia con la que, durante tantos años, soporta las
peticiones del hombre, los pequeños interrogatorios, la aceptación de los
regalos, la nobleza con la que permite que el hombre a su lado maldiga en voz
alta su desgraciado destino, del que hace culpable al vigilante, todo eso
indica el talante compasivo del vigilante. No todos los vigilantes habrían
actuado así. y;, al final, se inclina profundamente hacia el hombre para darle
la oportunidad de plantear una última pregunta. Sólo deja traslucir una débil
impaciencia ––el vigilante sabe que todo ha acabado––, cuando dice: «Eres
insaciable». Algunos intérpretes continúan, incluso, esta línea exegética y
afirman que las palabras «eres insaciable» expresan una suerte de admiración,
que, por supuesto, tampoco está libre de altivez. Pero así la figura del
vigilante adquiere un perfil distinto al que tú le has atribuido. ––Tú conoces
la historia con más detalle que yo y desde hace mucho más tiempo ––dijo K.
Permanecieron callados un rato. Luego K preguntó: ––¿Entonces crees que no
engañó al hombre? ––No me interpretes mal ––dijo el sacerdote––, sólo te
menciono las distintas opiniones sobre la leyenda. No debes fiarte tanto de las
opiniones. La escritura es invariable, y las opiniones, con frecuencia, sólo
son expresión de la desesperación causada por este hecho. En este caso hay, incluso,
una opinión según la cual precisamente el vigilante es el engañado. ––Ésa es
una interpretación que va demasiado lejos ––dijo K––. ¿Cómo la fundamentan?
––La fundamentación se basa en la simpleza del centinela.
Él
dice que no conoce el interior de la
Ley , sino sólo el camino que una y otra vez tiene que
recorrer ante la entrada. Las ideas que posee del interior se consideran
ingenuas y se cree que él mismo teme aquello que también quiere hacer que el
hombre tema. Sí, incluso él tiene más miedo que el hombre, pues éste sólo
quiere entrar, aun después de haber oído que hay vigilantes más poderosos; el
centinela, sin embargo, no quiere entrar, al menos no se dice nada sobre ello.
Otros, por el contrario, afirman que él ha tenido que estar en el interior,
pues fue admitido para ponerse al servicio de la Ley y eso sólo puede ocurrir en el interior. A
esto se responde que una voz procedente del interior pudo nombrarle vigilante y
que, por consiguiente, es posible que no hubiese estado en el interior, al menos
no en la parte más interna, ya que él mismo dice que no resiste la mirada del
tercer centinela. Además, tampoco se informa de que durante todos esos años
haya mencionado, aparte de su referencia a los otros vigilantes, algo del
interior. Es posible que lo tuviera prohibido, pero no se nos dice nada de esa
prohibición. De todo esto se deduce que no sabe nada del aspecto que presenta
el interior ni de su importancia y que, por lo tanto, permanece allí engañado.
Pero también está engañado respecto al hombre de la provincia, pues es su
subordinado y no lo sabe. Que él trata al hombre como si fuera un subordinado,
se reconoce en muchos detalles, fáciles de recordar. Pero que realmente sea un
subordinado debería derivarse, según esa opinión, con la misma claridad. Ante
todo es libre el que está por encima del que permanece sujeto. Ahora bien, el
hombre es el que realmente está libre, él puede ir a donde quiera, sólo le está
prohibida la entrada a la Ley
y, además, sólo por una persona, por el centinela. Si se sienta en el taburete
al lado de la puerta y allí pasa toda su vida, lo hace voluntariamente, la
historia no habla de ninguna obligación. El centinela, sin embargo, está
obligado por su cargo a permanecer en su puesto, no se puede alejar; según las
apariencias, tampoco puede ir hacia el interior, ni en el caso de que así lo
quisiera. Además, aunque está al servicio de la Ley , sólo presta su servicio ante esa entrada, es
decir, en realidad está al servicio de ese hombre, el único al que está
destinada dicha entrada.
También
desde esta perspectiva está subordinado a él. Se puede suponer que, a través de
muchos años, sólo ha prestado un servicio inútil, pues se dice que llega un
hombre maduro, es decir, que el centinela tuvo que esperar mucho tiempo hasta
que pudo cumplir su objetivo y, además, tuvo que esperar tanto tiempo como
quiso el hombre del campo, que vino voluntariamente. Pero también el final de
su servicio queda determinado por la muerte del hombre, así que permanece
subordinado a él hasta su fallecimiento. Y una y otra vez se acentúa que el
centinela no sabe nada de eso. No es nada extraordinario, pues, según esta
interpretación, el centinela es víctima de un engaño mucho mayor, el que hace
referencia a su servicio. Al final habla de la entrada y dice: «Ahora me voy y
la cierro», pero al principio se dice que la puerta que da acceso a la Ley permanece abierta, como
siempre, así que siempre está abierta, siempre, con independencia de la vida
del hombre para el que está destinada esa entrada, por consiguiente el
vigilante no podrá cerrarla. Aquí divergen las opiniones. Unos creen que el
centinela, con el anuncio de que va a cerrar la puerta, sólo pretende dar una
respuesta o acentuar su obligación; otros piensan que en el último momento
quiere entristecer al hombre e impulsarle a que se arrepienta. Muchos
comentadores coinciden en que no podrá cerrar la puerta. Opinan, incluso, que
al menos al final, también en lo que sabe, permanece subordinado al hombre,
pues éste ve cómo surge el resplandor de la Ley , mientras que el centinela permanece de
espaldas y no menciona nada que haga suponer que ha advertido alguna
transformación. ––Esta última interpretación está bien fundada––dijo K, que
había repetido para sí, en voz baja, algunos de los pasajes de la aclaración
del sacerdote––. Está bien fundada, y creo también que el centinela está
engañado. Pero al aceptar esto no me he apartado de mi primera opinión, ambas
se cubren parcialmente. No es algo decisivo si el centinela ve claro o se
engaña. Yo dije que han engañado al hombre. Si el centinela ve claro, se podría
dudar, pero si el centinela está engañado, su engaño se transmite
necesariamente al hombre. El centinela no es, en ese caso, un estafador, pero
sí tan simple que debería ser expulsado inmediatamente del servicio. Tienes que
considerar que el engaño que afecta al centinela no le daña, pero sí al hombre,
y con crueldad. ––Aquí topas con una opinión contraria––dijo el sacerdote––.
Muchos
dicen que la historia no otorga a nadie el derecho a juzgar al centinela. Sea
cual sea la impresión que nos dé, es un servidor de la Ley , esto es, pertenece a la Ley , por lo que es inaccesible
al juicio humano. Tampoco se puede creer que el centinela esté subordinado al
hombre. Estar sujeto, por su servicio, a la entrada de la Ley es incomparablemente más
importante que vivir libre en el mundo. El hombre viene a la Ley , el centinela ya está
allí. La Ley ha
sido la que le ha puesto a su servicio. Dudar de su dignidad significa dudar de
la Ley. ––Yo no
comparto esa opinión ––dijo K moviendo negativamente la cabeza––, pues si se
aceptan sus premisas hay que considerar que todo lo que dice el vigilante es
verdad. Pero eso es imposible, como tú mismo has fundamentado con todo detalle.
––No ––dijo el sacerdote––, no se debe tener todo por verdad, sólo se tiene que
considerar necesario. ––Triste opinión ––dijo K––. La mentira se eleva a
fundamento del orden mundial. K dijo estas palabras como conclusión, pero no
eran su juicio definitivo. Estaba demasiado cansado para poder abarcar todas
las posibilidades que ofrecía la historia, además conducía a razonamientos
inusuales, a paradojas, más adecuadas para funcionarios judiciales que para él.
Esa historia tan simple se había tornado en algo informe, quería sacudírsela de
encima y el sacerdote, que ahora mostró una gran delicadeza de sentimientos, lo
toleró y recibió en silencio la última indicación de K, aunque con toda
seguridad no coincidía con ella. Siguieron andando un rato en silencio. K se
mantenía muy cerca del sacerdote, sin saber dónde se encontraba por las
tinieblas que les rodeaban. La vela de la lámpara hacía tiempo que se había
apagado. Una vez brilló ante él el pedestal de plata de un Santo, pero volvió a
sumirse en la oscuridad. Para no depender por completo del sacerdote, K le
preguntó: ––¿No nos encontramos cerca de la salida principal? ––No ––dijo el
sacerdote––, estamos muy lejos. ¿Quieres irte ya? Aunque en ese momento no
pensaba en ello, K respondió en seguida: ––Es verdad, tengo que irme. Soy
gerente en un banco, me esperan, sólo he venido para enseñarle la catedral a un
hombre de negocios extranjero. ––Bien ––dijo el sacerdote, y estrechó la mano
de K––, entonces vete. ––No puedo orientarme bien aquí en la oscuridad ––dijo
K. ––Ve a la izquierda, hacia el muro ––dijo el sacerdote––, luego síguelo
hasta que encuentres una salida. El sacerdote sólo se había separado de él unos
pasos, cuando K gritó: ––¡Por favor, espera! ––Espero ––dijo el sacerdote.
––¿No quieres nada más de mí? ––preguntó K. ––No ––dijo el sacerdote. Al
principio has sido tan amable conmigo ––dijo K––, y me lo has explicado todo,
pero ahora me despides como si no te importase nada. ––Tienes que irte ––dijo
el sacerdote. ––Bien, sí ––dijo K––, compréndelo. ––Comprende primero quién soy
yo ––dijo el sacerdote. ––Tú eres el capellán de la prisión ––dijo K, y se
acercó al sacerdote. No necesitaba regresar tan pronto al banco como en un
principio había creído. Podía permanecer aún allí. ––Yo pertenezco al tribunal
––dijo el sacerdote––. ¿Por qué debería querer algo de ti? El tribunal no
quiere nada de ti. Te toma cuando llegas y te despide cuando te vas.
EL FINAL
La
noche anterior al día en que cumplía treinta y un años ––serían las nueve de la
noche, tiempo de silencio en las calles––, dos hombres llegaron a la vivienda
de K. Vestían levitas, sus rostros eran pálidos y grasientos, y estaban tocados
con chisteras firmemente encajadas. Después de intercambiar algunas
formalidades ante la puerta de la casa, repitieron las mismas formalidades,
pero con más ceremonia, ante la puerta de K. Aunque nadie le había anunciado la
visita, K, poco antes de la llegada de aquellos hombres, había permanecido
sentado en una silla cerca de la puerta, también vestido de negro, poniéndose
lentamente sus guantes, en una actitud similar a cuando alguien espera
huéspedes. Se levantó en seguida y contempló a los hombres con curiosidad.
––¿Les han enviado para recogerme? ––preguntó. ––Los hombres asintieron, uno de
ellos hizo una seña a su compañero con la chistera en la mano. K reconoció que
había esperado una visita distinta. Fue hacia la ventana y contempló una vez
más la calle oscura. Casi todas las ventanas de la calle de enfrente también
estaban oscuras, en muchas habían corrido las cortinas. En una de las ventanas
iluminadas se podía ver cómo jugaban dos niños detrás de unas rejas, se tocaban
con las manos, aún incapaces de moverse de sus sitios. «Viejos actores de
segunda fila es lo que envían para recogerme» –– pensó K, y miró a su
alrededor, para convencerse otra vez de ello––. «Buscan librarse de mí de la
forma más barata». K se volvió de repente y preguntó: ––¿En qué teatro actúan
ustedes? ––¿Teatro? ––preguntó uno de los hombres con un tic en la comisura del
labio, volviéndose hacia su compañero para buscar consejo. El otro hizo gestos
mudos, como el que lucha contra un ser fantasmal. ––No están preparados para
que se les pregunte ––se dijo K, y fue a recoger su sombrero. Ya en la escalera
querían cogerle de los brazos, pero K dijo: ––Cuando estemos en la calle, no
estoy enfermo. No obstante, en cuanto llegaron a la puerta le agarraron de un
modo inaudito para K. Mantenían los hombros justo detrás de los suyos, no
doblaban los brazos, sino que los utilizaban para rodear los brazos de K en
toda su largura, por debajo agarraban las manos de K con una maña de colegio,
pero estudiada e irresistible. K iba muy recto entre ambos, ahora los tres
formaban tal unidad que, si alguien hubiese golpeado a uno de ellos, todos
habrían sentido el golpe. Constituían una unidad como sólo la materia inanimada
puede formar.
K, bajo la luz de las farolas, intentó a
menudo contemplar mejor a sus acompañantes de lo que lo había hecho en la
penumbra de su vivienda, a pesar de que la forma en que lo llevaban dificultaba
esa operación. «A lo mejor son tenores» ––pensó al mirar sus dobles papadas. La
limpieza de sus rostros le daba asco. Vio cómo la mano lustrosa restregó el
rabillo del ojo, frotó el labio superior, rascó las arrugas de la barbilla.
Cuando K lo advirtió, se detuvo, así que los otros también se detuvieron. Se
encontraban al borde de una plaza solitaria, adornada con jardines. ––¡Por qué
les han enviado precisamente a ustedes! ––gritó más que preguntó. Los hombres
no supieron qué contestar, se limitaron a esperar con el brazo libre colgando,
como enfermeros cuando el enfermo quiere descansar. ––No sigo ––dijo K para
probarlos. A eso no necesitaron contestar, apretaron las manos de K e
intentaron moverle de su sitio, pero K se resistió. «No necesitaré más mi
fuerza ––pensó K––, la emplearé toda ahora». Recordó a las moscas que intentan
escapar con las patitas rotas del papel encolado. ––Los señores van a tener
trabajo ––se dijo. Ante ellos apareció en ese momento la señorita Bürstner, que
salía por la plaza de una calle lateral. No era seguro que fuese ella, aunque
se parecía mucho. Pero a K no le importaba si lo era o no, sólo tomó con
ciencia de lo inútil de su oposición. No había nada de heroico en ofrecer ahora
resistencia, en poner dificultades a esos hombres, o en intentar disfrutar de la
vida aparente que aún le quedaba mediante una defensa. Así que reanudó su
camino y sintió algo de la alegría de sus acompañantes por haberlo hecho.
Toleraron que determinase la dirección y él eligió seguir el camino de la
señorita, y no porque la quisiera alcanzar, no porque la quisiera ver el mayor
tiempo posible, sino simplemente para no olvidar la advertencia que ella
significaba para él. «Lo único que puedo hacer ––se dijo, y la sincronicidad de
sus pasos con los de sus acompañantes confirmó sus pensamientos––, lo único que
puedo hacer es mantener el sentido común hasta el final. Siempre quise ir por
el mundo con veinte manos y, además, con un objetivo no autorizado. Eso fue
incorrecto, ¿acaso es necesario que diga que ni siquiera un proceso de un año ha
logrado hacerme aprender algo? ¿Acaso debo partir como un ser humano obcecado?
¿Se puede decir de mí que quise terminar el proceso en su inicio y que ahora,
cuando termina, quiero comenzarlo de nuevo? No quiero que se diga eso.
Estoy
agradecido de que me hayan asignado para este camino a estos hombres necios y
semimudos, y de que se me haya permitido que yo mismo me diga lo necesario». La
señorita, mientras tanto, había doblado por una calle perpendicular, pero K ya
podía abandonarla, así que se dejó conducir por los acompañantes. Los tres, en
perfecta armonía, atravesaron un puente a la luz de la luna. Los hombres
permitían que K hiciera los pequeños movimientos que deseaba. Cuando quiso
girar un poco hacia la barandilla, los hombres también giraron, quedando todos
de frente. El agua, brillante y temblorosa a la luz de la luna, se bifurcaba
ante una pequeña isla, en cuyas orillas crecían arbustos y una espesa arboleda.
Por debajo de ellos, invisibles, se extendían caminos de arena, formando
pequeñas playas en las que K, en algún verano, se había tumbado para tomar el
sol. ––En realidad, no quería pararme ––dijo K a sus acompañantes, avergonzado
por su buena disposición hacia él. Uno de ellos, a espaldas de K, pareció
hacerle al otro un reproche por la equivocación, luego siguieron adelante.
Pasaron por algunas calles empinadas, en las que, más lejos o más cerca, vieron
a algunos policías. Uno de ellos, con un bigote poblado, se acercó al grupo con
la mano en la empuñadura del sable, probable mente le resultó sospechoso (39).
Los hombres se detuvieron, el policía iba a abrir la boca, pero entonces K
empujó a sus acompañantes hacia adelante. Se volvió con frecuencia para
comprobar si el policía les seguía. Pero en cuanto doblaron una esquina y
perdieron de vista al policía, K comenzó a correr. Sus acompañantes tuvieron
que correr con él perdiendo el aliento. Así, salieron rápidamente de la ciudad,
que, en esa dirección, limitaba prácticamente sin transición con el campo.
Cerca de una casa de pisos, como las de la ciudad, había una pequeña cantera,
abandona da y desierta. Allí se pararon, ya fuese porque ese lugar había sido
su destino desde el principio, ya porque estuvieran demasiado agotados para
seguir andando. Dejaron libre a K, que, mudo, se limitó a esperar. Los dos
hombres se quitaron las chisteras y, mientras inspeccionaban con la mirada la
cantera, se secaron el sudor de la frente con un pañuelo. La luz de la luna
iluminaba todo el escenario con la naturalidad y tranquilidad que ninguna otra
luz posee. Después de intercambiar algunas cortesías sobre quién debería
hacerse cargo de las próximas tareas ––aquellos señores parecían haber recibido
el encargo sin que les asignaran sus respectivas competencias––, uno de ellos
se acercó a K y le quitó la chaqueta, el chaleco y, finalmente, la camisa. K
tembló involuntariamente, por lo que uno de los hombres le dio una palmada
tranquilizadora en la espalda.
A
continuación, dobló cuidadosamente las prendas, como si se fueran a utilizar
otra vez, aunque no en un periodo inmediato. Para no exponer a K al aire frío
de la noche, le tomó bajo su brazo y anduvo con él de un lado a otro, mientras
el compañero buscaba un lugar apropiado en la cantera. Cuando lo hubo
encontrado, hizo una seña y el otro acompañó a K hasta allí. Estaba cerca del
corte, al lado de una piedra desprendida. Los hombres sentaron a K en el suelo,
le apoyaron contra la piedra y reclinaron su cabeza. A pesar del esfuerzo que
ponían y de toda la ayuda de K, su posición quedaba forzada e inverosímil. Uno
de los hombres pidió al otro que le dejase a él buscar una postura mejor, pero
tampoco logró nada. Finalmente, dejaron a K en una posición que ni siquiera era
la mejor entre todas las que habían probado. Entonces uno de los hombres abrió
su levita y sacó de un cinturón que rodeaba al chaleco un cuchillo de carnicero
largo, afilado por ambas partes; lo mantuvo en alto y comprobó el filo a la
luz. De nuevo comenzaron las repugnantes cortesías, uno entregaba el cuchillo
al otro por encima de la cabeza de K, y el último se lo devolvía al primero. K
sabía que su deber hubiera consistido en coger el cuchillo cuando pasaba de
mano en mano sobre su cabeza y clavárselo. Pero no lo hizo; en vez de eso, giró
el cuello, aún libre, y miró alrededor. No podía satisfacer todas las
exigencias, quitarle todo el trabajo a la organización; la responsabilidad por
ese último error la soportaba el que le había privado de las fuerzas necesarias
para llevar a cabo esa última acción. Su mirada recayó en el último piso de la
casa que lindaba con la cantera. Del mismo modo en que una luz parpadea, así se
abrieron las dos hojas de una ventana. Un hombre, débil y delgado por la altura
y la lejanía, se asomó con un impulso y extendió los brazos hacia afuera.
¿Quién era? ¿Un amigo? ¿Un buen hombre? ¿Alguien que participaba? ¿Alguien que
quería ayudar? ¿Era sólo una persona? ¿Eran todos? ¿Era ayuda? ¿Había
objeciones que se habían olvidado? Seguro que las había. La lógica es
inalterable, pero no puede resistir a un hombre que quiere vivir. ¿Dónde estaba
el juez al que nunca había visto? ¿Dónde estaba el tribunal supremo ante el que
nunca había comparecido? Levantó las manos y estiró todos los dedos. Pero las
manos de uno de los hombres aferraban ya su garganta, mientras que el otro le
clavaba el cuchillo en el corazón, retorciéndolo dos veces. Con ojos vidriosos
aún pudo ver cómo, ante él, los dos hombres, mejilla con mejilla, observaban la
decisión. ––¡Como a un perro! ––dijo él: era como si la vergüenza debiera
sobrevivirle.
FRAGMENTOS
En
los días siguientes, a K le había sido imposible intercambiar ni siquiera unas
palabras con la señorita Bürstner. Intentó acercarse a ella por diversos
medios, pero ella supo impedirlo. Después de la oficina se Iba directamente a
casa, permanecía en su habitación sin encender la luz, sentado en el canapé o
simplemente se limitaba a observar el recibidor. Si pasaba, por ejemplo, la
criada, y ésta cerraba la puerta de la habitación, aparentemente vacía, K se
levantaba pasado un rato y la abría de nuevo. Por las mañanas se levantaba una
hora más temprano que de costumbre para poder encontrarse a solas con la
señorita Bürstner, cuando ella se iba a la oficina. Pero ninguno de estos
intentos culminó con éxito. Así pues, decidió escribirle una carta tanto a la
oficina como a casa, en ella intentó justificar su comportamiento, ofreció una
satisfacción, prometió no volver a sobrepasarse y pidió que le diera una
Oportunidad para hablar con ella, sobre todo porque no quería emprender nada
respecto a la señora Grubach mientras no hubiesen hablado. Finalmente, le
comunicaba que el domingo próximo permanecería todo el día en su habitación
esperando un signo suyo, que él partía de la consideración de que cumpliría su
petición o que, en caso contrario, le explicaría los motivos de su negativa,
aunque él le había prometido plegarse a todos sus deseos. No devolvieron las
cartas, pero tampoco recibió respuesta. Sin embargo, el domingo hubo un signo
lo suficientemente claro. Por la mañana temprano K percibió a través del ojo de
la cerradura un movimiento inusual en el recibidor, que pronto encontró una
explicación. Una profesora de francés, que, por lo demás, era alemana y se
llamaba Montag, una muchacha débil y pálida, que cojeaba un poco y que hasta el
momento había vivido en su propia habitación, se estaba mudando a la habitación
de la señorita Bürstnner. Se la vio arrastrar el pie por el recibidor durante
horas. Siempre quedaba una prenda o una tapadera o un libro olvidados que había
que ir a recoger y traer a la nueva habitación. Cuando la señora Grubach le
trajo el desayuno ––desde que enojó tanto a K ya no delegaba en la criada
ningún servicio––, K no se pudo contener y le habló por primera vez en seis
días. ––¿Por qué hay hoy tanto ruido en el recibidor? ––preguntó mientras se
servía el café––. ¿No se podría evitar? ¿Precisamente hay que limpiar el
domingo? Aunque K no miró a la señora Grubach, notó que respiró aliviada.
Consideraba esas palabras severas de K como un perdón o como el comienzo del
perdón. ––No están limpiando, señor K ––dijo ella––, la señorita Montag se está
mudando a la habitación de la señorita Bürstner y traslada sus cosas.
No
dijo nada más, se limitó a esperar a que K hablase o consintiese que ella lo
siguiera haciendo. K, sin embargo, la puso a prueba, removió pensativo el café
con la cuchara y calló. Luego la miró y dijo: ––¿Ha renunciado ya a su sospecha
referente a la señorita Bürstner? ––Señor K ––exclamó la señora Grubach, que
había estado esperando esa pregunta, doblando las manos ante K––, usted tomó
tan mal hace poco una mención ocasional. Jamás he pensado en insultar a nadie.
Usted me conoce ya desde hace mucho tiempo, señor K, para estar convencido de
ello. ¡No sabe lo que he sufrido los últimos días! ¡Yo, difamar a uno de mis inquilinos!
¡Y usted, señor K, lo creía! ¡Y dijo que debería echarle! ¡Echarle a usted! El
último grito se ahogó entre las lágrimas, se llevó el delantal al rostro y
sollozó. ––No llore, señora Grubach ––dijo K, y miró a través de la ventana.
Seguía pensando en la señorita Bürstner y en que había admitido en su
habitación a una persona extraña. ––No llore más ––repitió al volverse hacia el
interior de la habitación y ver que aún seguía llorando––. Tampoco lo dije con
tan mala intención. Ha habido una confusión, eso es todo. Le puede ocurrir a
viejos amigos. La señora Grubach apartó el delantal de los ojos para ver si K
realmente se había reconciliado. ––Bien, así es ––dijo K y, como del
comportamiento de la señora Grubach se podía deducir que el capitán no había
contado nada, se atrevió a añadir: ––¿Acaso cree que me voy a enemistar con
usted por una muchacha desconocida?––Así es, precisamente ––dijo la señora
Grubach; su desgracia consistía en decir algo inadecuado cada vez que se sentía
un poco libre––, siempre me pregunté: ¿por qué se toma tan en serio el señor K
el asunto de la señorita Bürstner? ¿Por qué discute conmigo por su causa aun
sabiendo que cada una de sus malas palabras me quita el sueño? De la señorita
Bürstner sólo he dicho lo que he visto con mis ojos. K no dijo nada, la tendría
que haber echado de la habitación nada más abrir la boca, pero no quería
hacerlo. Se contentó con tomarse el café y con hacer notar a la señora Grubach
que allí sobraba. Fuera se volvió a oír el paso arrastrado de la señorita
Montag, que atravesaba todo el recibidor. ––¿Lo oye? ––preguntó K, y señaló con
la mano hacia la puerta. ––Sí ––dijo la señora Grubach, y suspiró––, la he
querido ayudar, y también le dije que la criada podía ayudarla, pero es
obstinada, ella quiere mudarlo todo sola.
Con
frecuencia me resulta desagradable tener a la señorita Montag de inquilina. La
señorita Bürstner, sin embargo, se la lleva incluso a su habitación. ––Eso no
debe preocuparle ––dijo K, y deshizo los restos de azúcar en la taza––. ¿Le
resulta perjudicial? ––No ––dijo la señora Grubach––, en lo que a mí respecta
no hay ningún problema. Además, así se queda una habitación libre y puedo
alojar allí a mi sobrino, el capitán. Desde hace tiempo temo que le moleste por
vivir ahí al lado, en el salón. Él no es muy considerado. ––¡Qué ocurrencia!
––dijo K, y se levantó––. Ni una palabra sobre eso. Parece que me toma por un
hipersensible sólo por el hecho de que no puedo soportar los paseos de la
señorita Montag, y ahí la tiene, ya regresa otra vez. La señora Grubach se vio
impotente. ––¿Quiere que le diga que retrase el resto de la mudanza? Si usted
quiere, lo hago en seguida. ––¡Pero tiene que mudarse a la habitación de la
señorita Bürstner! ––Sí ––dijo la señora Grubach, que no entendió muy bien lo
que K quiso decir. ––Bien ––dijo K––, pues entonces tendrá que trasladar todas
sus cosas. La señora Grubach se limitó a asentir. Esa impotencia muda, que se
reflejaba exteriormente en un gesto de consuelo, irritaba aún más a K. Comenzó
a pasear de un lado a otro de la habitación, de la ventana hasta la puerta y de
ésta, de nuevo, a la ventana, y la señora Grubach aprovechó la oportunidad para
alejarse, lo que probablemente hubiera hecho de todos modos. Acababa de llegar
K a la puerta, cuando alguien llamó. Era la criada. Anunció que la señorita
Montag deseaba hablar con el señor K y por eso le pedía que fuera al comedor,
donde ella le esperaba. K escuchó pensativo a la criada, luego se volvió hacia
la asustada señora Grubach con una mirada irónica. Esa mirada parecía decir que
K hacía tiempo que esperaba esa invitación y que se adaptaba perfectamente al
tormento que los inquilinos de la señora Grubach le estaban infligiendo esa
mañana dominical. Envió a la criada con la respuesta de que iría en seguida, se
acercó al armario para cambiarse de chaqueta y como respuesta a la señora
Grubach, que se quejaba en voz baja de esa persona tan desagradable, le pidió
que se llevara la vajilla del desayuno. ––Pero si apenas ha comido algo ––dijo
la señora Grubach. ––¡Ah, lléveselo ya! ––exclamó K, le parecía como si la
señorita Montag se hubiera mezclado con el desayuno y lo hiciera repugnante.
Cuando atravesó el recibidor, miró hacia la puerta cerrada de la habitación de
la señorita Bürstner. Pero no estaba invitado allí, sino en el comedor, cuya
puerta abrió sin llamar. Era una habitación larga y estrecha, con una sola
ventana.
Había
tanto espacio libre que se hubieran podido colocar en las esquinas, a ambos
lados de la puerta, dos armarios, mientras que el resto del espacio quedaba
acaparado por una larga mesa que comenzaba cerca de la puerta y llegaba casi
hasta la ventana, que permanecía prácticamente inaccesible. La mesa estaba
puesta y, además, para muchas personas, pues el domingo comían allí todos los
inquilinos. En cuanto K entró, la señorita Montag vino desde la ventana, a lo
largo de la mesa, para encontrarse con K. Se saludaron sin pronunciar palabra.
A continuación, la señorita Montag, con la cabeza demasiado erguida, como
siempre, dijo: ––No sé si me conoce. K la miró con ojos entornados. ––Claro que
sí ––dijo él––. Vive desde hace tiempo en casa de la señora Grubach. ––Usted,
sin embargo, según creo ––dijo la señorita Montag––, no se preocupa mucho de la
pensión. ––No ––dijo K. ––¿No quiere sentarse? ––dijo la señorita Montag.
Llevaron dos sillas en silencio hacia el extremo de la mesa y allí se sentaron
uno frente al otro. Pero la señorita Montag se volvió a levantar al poco
tiempo, pues se había dejado el bolso en la ventana, así que fue a recogerlo. Cuando
regresó, balanceando ligeramente el bolso, dijo: ––Quisiera hablar con usted
sólo un momento por encargo de mi amiga. Quería haber venido ella misma, pero
hoy no se siente bien. Le pide que la disculpe y que me oiga a mí en vez de a
ella. No le hubiera podido decir nada diferente a lo que le voy a decir yo.
Todo lo contrario, creo que yo le voy a decir más, ya que no tengo ningún
interés en el asunto, ¿no cree?––¡Qué podría decir yo! ––respondió K, ya
cansado de que la señorita Montag no parase de mirar sus labios. Así se
arrogaba un dominio sobre lo que él quería decir. ––La señorita Bürstner, como
veo, no está dispuesta a sostener conmigo la entrevista que le he solicitado.
––Así es ––dijo la señorita Montag––, o, mejor, no es así, usted lo expresa con
demasiada dureza. En general las conversaciones ni se conceden ni se niegan.
Pero puede ocurrir que determinadas conversaciones se consideren inútiles, y
éste es uno de esos casos. Después de su mención, ya puedo hablar abiertamente.
Usted ha pedido por escrito u oralmente a mi amiga que sostenga una entrevista
con usted. Pero mi amiga no sabe, al menos eso es lo que yo deduzco, cuál puede
ser el objeto de esa entrevista y, por motivos que desconozco, está convencida
de que, si tuviera lugar, no sería útil para nadie. Por lo demás, ayer me
explicó, aunque de un modo fugaz, que a usted tampoco le podía importar mucho
esa conversación, que se le debía de haber ocurrido por casualidad y que
reconocería pronto, sin necesidad de aclaraciones, lo absurdo de la pretensión.
Yo
le respondí que podía tener razón, pero que sería más ventajoso, para una
clarificación completa del asunto, hacerle llegar una respuesta. Yo me ofrecí a
asumir esa tarea y, después de dudar algo, mi amiga consintió en ello. Espero
haber trabajado también en su beneficio, pues la menor inseguridad en el asunto
más insignificante siempre resulta desagradable. Además, si se puede resolver
fácilmente, como en este caso, lo mejor es hacerlo en seguida. ––Se lo
agradezco ––dijo K con rapidez, se levantó lentamente, miró a la señorita
Montag, luego deslizó su mirada a lo largo de la mesa hasta dejarla reposar en
la ventana ––en la casa de enfrente daba el sol–– y, finalmente, se dirigió
hacia la puerta. La señorita Montag le siguió unos pasos como si no confiase en
él. No obstante, ambos tuvieron que apartarse nada más llegar a la puerta, pues
el capitán Lanz entró. K era la primera vez que lo veía de cerca. Era un hombre
alto, de unos cuarenta años, con un rostro carnoso y bronceado. Hizo una ligera
inclinación, también dirigida a K, luego se acercó hasta donde estaba la
señorita Montag y besó obsequioso su mano. Su cortesía frente a la señorita
Montag contrastaba con la actitud que K había tenido ante ella. Pero la
señorita Montag no parecía enojada con K, pues, según le pareció, quiso
presentarle al capitán. Pero K no quería que le presentaran, no hubiese sido
adecuado ser amable con el capitán o con la señorita Montag, el beso en la mano
la había unido, para él, a un grupo que, bajo la apariencia de una extremada
inocencia y desinterés, intentaba apartarle de la señorita Bürstner. K no sólo
creyó reconocer esto, sino también que la señorita Montag había escogido un
buen medio, aunque de dos filos. Por una parte, exageraba la importancia de la
relación entre la señorita Bürstner y K, por otra, exageraba la importancia de
la entrevista solicitada e intentaba darle la vuelta a la argumentación, de tal
modo que K apareciese como el que lo exageraba todo. Se equivocaba, K no quería
exagerar nada, K sabía que la señorita Bürstner no era más que una pequeña
mecanógrafa que no podría ofrecerle resistencia durante mucho tiempo. Ni
siquiera había tomado en cuenta lo que la señora Grubach sabía de la señorita
Bürstner. Reflexionó sobre todo esto mientras salía de la habitación sin apenas
despedirse. Quiso volver de inmediato a su cuarto, pero oyó, desde el comedor,
la risa de la señorita Montag, y pensó que podría prepararles una sorpresa a
ambos, tanto a ella como al capitán.
Miró
alrededor y escuchó por si acaso podía ser descubierto por alguien de las
habitaciones vecinas. Reinaba el silencio, sólo se oía la conversación en el
comedor y, en el pasillo que conducía a la cocina, la voz de la señora Grubach.
La oportunidad parecía favorable. K se acercó a la puerta de la habitación de
la señorita Bürstner y tocó sin hacer apenas ruido. Como no se oyó nada, volvió
a llamar, pero tampoco obtuvo respuesta. ¿Dormía o realmente se encontraba mal?
¿O tal vez no quería abrir porque sospechaba que esa forma de llamar sólo podía
proceder de K? K supuso que no quería abrir, así que golpeó la puerta con más
fuerza. Como tampoco tuvo éxito, abrió la puerta con precaución, aunque no sin
el sentimiento de hacer algo incorrecto, y además inútil. En la habitación no
había nadie. Apenas recordaba a la habitación que K había visto. En la pared
había dos camas contiguas, habían situado tres sillas cerca de la puerta y
estaban repletas de ropa; un armario permanecía abierto. Era posible que la
señorita Bürstner hubiera salido mientras K conversaba con la señorita Montag
en el comedor. K no estaba muy desilusionado, no había esperado poder encontrar
tan fácilmente a la señorita Bürstner. Lo había intentado sólo como consuelo
contra la señorita Montag. Más desagradable fue, cuando K, mientras cerraba la
puerta, vio, a través de la puerta del comedor, cómo conversaban la señorita
Montag y el capitán. Era probable que ya permanecieran así antes de que K
hubiese abierto la puerta, evitaban dar la impresión de que le observaban, se
limitaban a conversar en voz baja y seguían los movimientos de K con la mirada,
como se mira distraído durante una conversación. Pero a K esas miradas le
afectaron especialmente: se apresuró a llegar a su habitación sin separarse de
la pared.
EL FISCAL
A
pesar de los conocimientos psicológicos y de la experiencia adquirida durante
su larga actividad bancaria, sus compañeros de tertulia siempre le habían
parecido dignos de admiración y jamás negaba que para él suponía un gran honor
pertenecer a un grupo semejante. Estaba constituido casi exclusivamente por
jueces, fiscales y abogados; a algunos jóvenes funcionarios y pasantes se les
admitía en la reunión, pero se sentaban al final de la mesa y sólo podían
intervenir en los debates cuando se les preguntaba expresamente algo. Pero esas
preguntas solían tener el único objetivo de divertir a la concurrencia:
especialmente el fiscal Hasterer, habitual vecino de mesa de K, gustaba de
avergonzar así a los jóvenes. Cuando ponía su gran mano peluda en el centro de
la mesa, la extendía y miraba hacia el extremo, todos aguzaban los oídos. Y
cuando uno de los jóvenes se adjudicaba la pregunta, pero o no podía
descifrarla o se quedaba mirando la cerveza pensativo, moviendo las mandíbulas
en vez de hablar, o ––lo que era más enojoso defendía con un torrente de
palabras una opinión falsa o desautorizada, entonces todos los señores volvían
a acomodarse riendo en sus asientos y sólo a partir de ese momento parecían
sentirse realmente a gusto. Las conversaciones serias y especializadas quedaban
reservadas para ellos. K había sido introducido en esa sociedad por el asesor
jurídico del banco. Hubo un tiempo en que K tuvo que sostener largas
entrevistas con ese abogado hasta muy tarde por la noche y se había adapta do a
su costumbre de cenar en la tertulia, gustándole la compañía. Allí podía ver a
eruditos, a hombres poderosos y de gran prestigio, cuya diversión consistía en
intentar resolver cuestiones ajenas a la vida común. Aunque él podía intervenir
muy poco, al menos disfrutaba de la posibilidad de acumular conocimientos, lo
que más tarde o más temprano le procuraría ventajas en el banco. Además, podía
conseguir importantes contactos personales con el mundo de la justicia, que
siempre podían ser de utilidad. Pero también el grupo parecía tolerarle. Pronto
fue reconocido como un experto en negocios y su opinión en esa materia ––muchas
veces emitida con ironía–– resultaba irrefutable. Ocurría con frecuencia que
dos personas, que juzgaban de manera diferente una cuestión jurídica, solicitaban
a K su opinión, de tal modo que el nombre de K quedaba involucrado en todas las
intervenciones, incluso en los análisis más abstractos, en los que K se perdía.
No
obstante, poco a poco iba comprendiendo las argumentaciones más complejas, pues
contaba a su lado con el fiscal Hasterer, un buen consejero que le ayudaba
amigablemente en esas cuestiones. Algunas veces K le acompañaba por la noche a
casa, aunque no se podía acostumbrar a ir al lado de un hombre tan enorme, que
le podría haber ocultado en los faldones de su abrigo. A lo largo del tiempo se
hicieron tan amigos que las diferencias de educación, de profesión y de edad
desaparecieron. Hablaban entre ellos como si hubieran estado juntos desde
siempre y, aunque en la relación a veces parecía que uno mostraba cierta
superioridad, no era Hasterer, sino K el que quedaba algo por encima, pues sus
experiencias prácticas le daban con frecuencia la razón, no en vano las había
adquirido directamente, como nunca ocurre en un despacho judicial. Esa amistad
era conocida entre los contertulios; al final, sin embargo, se olvidó quién
había introducido a K en la sociedad, aunque Hasterer le cubría en todo
momento. Si el derecho de K a sentarse entre ellos hubiese sido puesto en duda,
habría podido apelar a Hasterer con todo derecho. Por eso K ocupó una posición
privilegiada, pues Hasterer era tan admirado como temido. La fuerza de su
argumentación jurídica era digna de admiración, pero había otros señores que
estaban a su altura en ese terreno. No obstante, ninguno de ellos alcanzaba la
impetuosidad con que defendía su opinión. K tenía la impresión de que Hasterer,
cuando no podía convencer a su contrario, al menos le quería asustar, sólo ante
su dedo índice admonitorio había más de uno que retrocedía. Entonces era como
si el oponente olvidara que estaba en la compañía de buenos conocidos y
colegas, que sólo se trataba de cuestiones teóricas y de que en realidad no
podía ocurrirle nada. A pesar de todo esto, enmudecía y un ligero balanceo de
cabeza ya era un acto de valor. Era un espectáculo patético cuando el oponente
estaba sentado lejos; Hasterer sabía que con esa distancia no se podría llegar
a ninguna unanimidad, a no ser que desplazara el plato de la cena y se
levantase lentamente para buscar al hombre en cuestión. Los que estaban a su
lado miraban hacia arriba para observar su rostro. Pero esos incidentes eran
relativamente escasos, ante todo se irritaba tratando de cuestiones jurídicas,
principalmente en aquellas que aludían a procesos en los que él mismo participaba
o había participado. Si no se trataba de esas cuestiones, permanecía tranquilo
y amable, su sonrisa era cariñosa y su pasión era comer y beber.
Podía
ocurrir incluso que no escuchase la conversación, se volviera hacia K, pusiera
el brazo sobre el respaldo de la silla de éste, le preguntase algo en voz baja
acerca del banco, luego hablase él sobre su propio trabajo y contase algo sobre
las damas que conocía, que le daban tanto o más trabajo que el tribunal. Con
ningún otro hablaba así, podía ocurrir, incluso, que cuando alguien quería
solicitar algo de Hasterer ––la mayoría de las veces para lograr una
reconciliación con algún colega–– se dirigiera primero a K y le pidiera su
intercesión, a lo que él siempre accedía. Sin aprovecharse en este sentido de
la amistad con Hasterer, K era amable y modesto con todos los demás y sabía
distinguir ––lo que era mucho más importante que la cortesía y la modestia––
los distintos rangos jerárquicos y tratar a cada uno según su posición.
Hasterer le ilustraba a este respecto una y otra vez, ésas eran las únicas
normas que ni siquiera Hasterer rompía en sus debates más enconados. Por el
respeto a estas normas se juzgaba también a los jóvenes situados al fondo de la
mesa, que aún no poseían rango alguno y a los que se dirigían como si no fueran
individuos, sino una masa compacta. Pero precisamente estos jóvenes eran los
que brindaban mayores honores a Hasterer, y cuando se levantaba a las once para
irse a casa, siempre había uno dispuesto a ayudarle a ponerse el pesado abrigo
y otro que con inclinaciones se apresuraba a abrirle la puerta y, naturalmente,
la mantenía abierta hasta que K abandonaba la estancia detrás de él. Mientras
que al principio K acompañaba a Hasterer, o este último a K, un trecho del
camino, más tarde Hasterer comenzó a invitar a K para que subiese a su vivienda
y conversaran un rato. Permanecían alrededor de una hora juntos bebiendo licor
y fumando cigarros. A Hasterer le gustaban tanto esas veladas que no quiso
renunciar a ellas cuando una mujer, Helene de nombre, vivió allí durante unas
semanas. Era una mujer gorda y ya mayor, con una piel amarillenta y rizos
negros que le caían por la frente. K al principio sólo la vio en la cama:
permanecía tendida sin vergüenza alguna, leyendo una novela y sin interesarse
por la conversación de los dos hombres. Sólo cuando se había: hecho tarde
acostumbraba estirarse y bostezar. Y si así no podía llamar la atención,
entonces le arrojaba la novela a Hasterer.
Éste
se levantaba sonriendo y se despedía de K. Después, cuando Hasterer comenzó a
cansarse de Helene, ésta perturbaba considerablemente los encuentros. Esperaba
la llegada de ambos completamente vestida y, además, con un traje que ella,
probablemente, consideraba muy elegante, pero que en realidad era un vestido de
baile pasado de moda y que llamaba desagradablemente la atención por una serie
de volantes que ella misma le había añadido como adorno. K ignoraba el aspecto
real que podía haber tenido ese vestido, él se negaba a mirarlo y permanecía
sentado durante horas con los ojos bajos, mientras ella iba y venía
contoneándose por la habitación o se sentaba cerca de él. Más tarde, cuando su
situación empezaba a ser insostenible, intentó dar, llevada por la
desesperación, un trato de preferencia a K para, así, poner celoso a Hasterer.
Era sólo por desesperación, no por maldad, cuando apoyaba su grasienta espalda
desnuda en la mesa, acercaba su rostro a K y le quería obligar a que la mirara.
Ella sólo consiguió que K renunciase a visitar a Hasterer y cuando, transcurrido
un tiempo, regresó, ya se había desembarazado de Helene. K lo tomó como algo
evidente. Esa noche permanecieron juntos más de lo habitual, celebraron su
hermandad por iniciativa de Hasterer y K regresó a casa algo mareado a causa de
los cigarros y del licor. Precisamente a la mañana siguiente, el director del
banco, durante una conversación de negocios, mencionó que le había parecido ver
a K la noche anterior. Si no se equivocaba, había visto a K andando con el
fiscal Hasterer cogidos del brazo. Al director le parecía tan extraño, que
nombró la iglesia––esto correspondía a su pasión por la exactitud–– en cuyo
muro lateral, cerca de la fuente, se había producido ese encuentro. Si hubiese
querido describir un espejismo, no lo hubiera podido expresar mejor. K le
explicó que el fiscal era amigo suyo y que, en efecto, la noche anterior habían
pasado por la iglesia mencionada.
El
director rió asombrado y pidió a K que se sentase. Era uno de esos momentos por
los que K tenía tanto cariño al director. Eran instantes en que ese hombre
enfermo y débil, que apenas dejaba de toser, sobrecargado de trabajo y lleno de
responsabilidad, se preocupaba por el bienestar de K y por su futuro. Se
trataba de una preocupación que, según otros funcionarios que habían experimentado
algo parecido, se podía denominar fría y superficial, pues no era nada más que
un buen método para ganarse a valiosos funcionarios por muchos años con el
sacrificio de dos minutos. Pero fuera lo que fuese, K quedaba sometido al
director en esos instantes. Tal vez el director hablaba con K de un modo algo
diferente, jamás olvidaba su posición para ponerse al mismo nivel de K ––esto,
sin embargo, lo hacía con regularidad en las relaciones usuales de negocios––,
pero sí parecía olvidar la posición de K, ya que hablaba con él como con un
niño o como con un joven ignorante que pretende un puesto de trabajo y, por
motivos inescrutables, cae simpático al director. K no habría tolerado
semejante tratamiento de nadie, ni siquiera del director, si su preocupación no
le hubiera parecido sincera o si al menos la posibilidad de esa preocupación,
como se mostraba en esos instantes, no le hubiera hechizado de ese modo. K
reconocía sus debilidades. Tal vez el motivo era que en él había algo infantil,
ya que no había recibido el cariño de un padre, pues éste había muerto muy
joven. Además, había salido muy pronto de casa y no se había sentido atraído
por la ternura de la madre, que, medio ciega, vivía en una de esas ciudades de
provincia por las que no pasa el tiempo y a la que había visitado por última
vez hacía dos años. ––No sabía nada de esa amistad––dijo el director, y sólo
una débil y amable sonrisa dulcificó la severidad de sus palabras.
HACIA LA
CASA DE ELSA
Una
noche, poco antes de irse, K recibió una llamada en la que le exhortaban a que
se presentase inmediatamente en las oficinas del juzgado. Se le advertía que
obedeciese. Sus inauditas indicaciones acerca de la inutilidad de los
interrogatorios, de que éstos no conducían a nada, de que él no volvería a comparecer,
de que no atendería ninguna notificación, ni por teléfono ni por escrito, y de
que echaría a todos los ujieres, todas esas indicaciones constaban en acta y ya
le habían perjudicado mucho. ¿Por qué no se quería plegar? ¿Acaso no se
esforzaban, sin considerar el tiempo invertido ni los costes, en ordenar algo
su confusa causa? ¿Acaso pretendía molestar y que se tomasen medidas violentas,
de las que hasta ahora había sido eximido? La citación de ese día era un último
intento. Que hiciera lo que quisiese, pero que supiese que el tribunal supremo
no iba a tolerar que se burlasen de él. Precisamente esa noche K había avisado
a Elsa de su visita y por ese motivo no podía comparecer ante el tribunal.
Estaba contento de poder justificar su incomparecencia con ese motivo, aunque,
natural mente, jamás utilizaría semejante excusa ni, con toda probabilidad,
acudiría esa noche al tribunal aun cuando no tuviera la obligación más nimia.
En todo caso, con la conciencia de estar en su derecho, planteó la pregunta de qué
ocurriría si no fuera. ––Sabremos encontrarle ––fue la respuesta. ––¿Y seré
castigado porque no me he presentado voluntariamente? ––preguntó K, y sonrió en
espera de lo que le iban a responder. ––No ––fue la respuesta. ––Estupendo
––dijo K––, ¿qué motivo podría tener entonces para cumplir con la citación de
hoy?––No se suele acosar con los medios punitivos del tribunal ––dijo la voz ya
debilitada y que terminó por extinguirse. «Es muy imprudente si no se hace
––pensó K mientras se marchaba––. Hay que conocer esos medios punitivos». Se
dirigió a casa de Elsa sin pensarlo dos veces. Sentado cómodamente en la
esquina del coche, con las manos en los bolsillos del abrigo ––empezaba a hacer
frío––, contempló las animadas calles. Pensó con cierta satisfacción que le
causaría dificultades al tribunal, si realmente estaban trabajando, pues no
había dicho con claridad si se iba a presentar o no. Así que el juez estaría
esperando, quizá toda la asamblea, pero K, para decepción de toda la galería,
no aparecería. Sin tomar en consideración al tribunal, iba a donde quería. Por
un momento dudó de si, por distracción, le había dado al conductor la dirección
del tribunal, así que le gritó la dirección de Elsa. El conductor asintió, la
dirección que le había dado era la correcta. A partir de ese momento K se fue
olvidando del tribunal y los pensamientos del banco comenzaron a invadir su
mente, como en los viejos tiempos.
LUCHA CON EL SUBDIRECTOR
Una
mañana K se encontró mucho más fresco y fuerte que de costumbre. Apenas pensaba
en el tribunal. Cuando se acordaba de él, le parecía como si, palpando en la
oscuridad un mecanismo oculto, pudiera manejar fácilmente a esa gran
organización inabarcable, desgarrarla y hacerla trizas. Su ánimo extraordinario
le tentó a invitar al subdirector para que viniera a su despacho y tratar de un
asunto de negocios que urgía desde hacía tiempo. En esas ocasiones, el
subdirector solía fingir que sus relaciones con K no se habían alterado en los
últimos meses. Entraba tranquilo, como en los tiempos de continua competencia
con K, le escuchaba paciente, mostraba su interés con pequeñas indicaciones
amistosas y de confianza, y sólo confundía a K, sin que se notase ninguna
intención expresa en ello, al no desviarse un ápice del asunto de negocios, al mostrarse
receptivo y concentrado mientras los pensamientos de K, ante ese modelo de
cumplimiento del deber, comenzaban a dispersarse y le obligaban, casi sin
resistencia, a cederle todo el asunto. Una vez la situación fue tan mala que el
subdirector se levantó repentinamente y regresó a su oficina en silencio. K no
sabía lo que había ocurrido, era posible que la entrevista hubiera concluido,
pero también era posible que el subdirector la hubiera interrumpido porque K,
sin saberlo, le había molestado, o porque había dicho alguna necedad, o porque
al subdirector le había resultado indudable que K no escuchaba y estaba ocupado
en otros asuntos. Era posible, incluso, que K hubiese tomado una decisión
ridícula o que el subdirector le hubiese sonsacado algo absurdo y ahora se
apresurase a difundirlo para dañar a K. Por lo demás, ya no volvieron a hablar
de ese asunto. K no quería recordárselo y el subdirector permaneció inaccesible
al respecto. Tampoco hubo, al menos provisionalmente, consecuencias visibles.
Pero K no aprendió del incidente, cuando encontraba una oportunidad adecuada y
se sentía con algo de fuerzas, ya estaba en la puerta del despacho del
subdirector invitándole a ir al suyo o pidiendo permiso para entrar. Ya no se
escondía de él como había hecho anteriormente. Tampoco tenía la esperanza de
que se produjera una pronta decisión que le liberase de una vez por todas de
sus cuitas y que restableciera la relación originaria con el subdirector. K
comprendió que no podía ceder; si retrocedía, como, tal vez, exigían las
circunstancias, corría el peligro de no poder avanzar más.
No
se podía dejar que el subdirector creyese que K estaba acabado, no podía
permanecer sentado tranquilamente en su despacho con esa suposición, había que
ponerlo nervioso, tenía que experimentar con tanta frecuencia como fuera
posible que K vivía y que, como todo lo que poseía vida, un día podía
sorprender con nuevas capacidades, por muy inofensivo que pareciese hoy. A
veces, sin embargo, K se decía que con ese método lo único que conseguía era
luchar por su honor, pero que no le sería de ninguna utilidad, puesto que
siempre que se enfrentaba al subdirector terminaba fortaleciendo la posición de
éste y, además, le daba la oportunidad de realizar observaciones y tomar las
medidas adecuadas que reclamaban las circunstancias que en ese momento se
imponían. Pero K no hubiera podido alterar su comportamiento, estaba sometido a
ilusiones generadas por él mismo, a veces creía que podía medirse con el
subdirector con despreocupación. No aprendió de las experiencias más
desgraciadas; lo que no había resultado en diez intentos, creía que podría
resultar en el decimoprimero, aunque las circunstancias eran las mismas y todo
estaba en su contra. Cuando, después de uno de esos encuentros, regresaba agotado,
sudoroso, con la mente vacía, no sabía si lo que le había impulsado a
entrevistarse con el subdirector había sido la esperanza o la desesperación. En
la siguiente ocasión fue claramente la esperanza la que le indujo a apresurarse
hacia la puerta del subdirector. Así era hoy. El subdirector entró en seguida,
permaneció cerca de la puerta, limpió sus quevedos ––era una nueva costumbre
que había adquirido––, miró a K y, a continuación, para no dar la impresión de
fijarse demasiado en él, paseó la mirada por la habitación. Era como si
aprovechase la oportunidad para examinar su vista. K resistió sus mira das,
incluso sonrió un poco e invitó al subdirector a que tomase asiento. K se
reclinó en su sillón, lo acercó un poco al subdirector, tomó los papeles
necesarios y comenzó a informarle. El subdirector parecía s como si apenas
escuchara. La tabla de la mesa de K estaba rodeada por una pequeña moldura
labrada. Toda la mesa estaba excepcionalmente trabajada y también la moldura
era de madera y estaba sólidamente adosada a la tabla. Pero el subdirector hizo
como si hubiese encontrado ahí precisamente una pieza suelta y quisiera
repararla con el dedo índice. K pensó en interrumpir su informe, pero el
subdirector no quiso, pues él, como explicó, lo escuchaba y comprendía todo.
Mientras
K era incapaz de sonsacarle una mera indicación, la moldura parecía requerir un
tratamiento especial, pues el subdirector sacó una navaja de bolsillo, tomó la
regla de K como palanca e intentó elevar la moldura para poder encajarla mejor.
K había incluido en su informe una propuesta novedosa, la cual esperaba que
ejerciera un efecto especial en el subdirector, pero cuando llegó el momento de
mencionarla, no pudo parar, tanto le obsesionaba el trabajo o, mejor, tanto se
alegraba de esa conciencia, cada vez más rara, de que aún era alguien en el
banco y de que sus pensamientos tenían la fuerza de justificarle. Tal vez fuese
esa forma de justificarse la mejor, y no sólo en el banco, sino también en el
proceso, quizá mucho mejor que cualquier otra defensa ya intentada o planeada.
Con su prisa por decirlo todo, K no tuvo tiempo de desviar la atención del
subdirector de su actividad, se limitó, dos o tres veces, mientras leía, a
pasar la mano sobre la moldura con un ademán tranquilizador, para, así, sin ser
consciente de ello, mostrar al subdirector que la moldura no tenía ningún
defecto y que, si encontraba uno, era mas importante escuchar y comportarse
decentemente que cualquier mejora en el mueble. Pero el subdirector, como
ocurre con frecuencia con hombres activos, asumió ese trabajo con celo, ya
había levantado un trozo de moldura y ahora sólo le quedaba ir introduciendo
las columnitas en sus agujeros respectivos. Eso era lo más difícil de todo. El
subdirector se tuvo que levantar e intentó presionar con las dos manos la
moldura contra la tabla. Pero no lo consiguió ni empleando todas sus fuerzas.
K, mientras leía ––aunque combinaba la lectura con muchas explicaciones––, sólo
había percibido fugazmente que el subdirector se había levantado. Aunque apenas
había perdido de vista la actividad complementaria del subdirector, supuso que
el movimiento de éste se había debido a su informe, así que también se levantó
y le extendió un papel al subdirector. El subdirector, mientras tanto, había comprendido
que la presión de las manos no bastaría, así que se sentó con todo su peso
encima de la moldura. Ahora lo consiguió, las columnitas se introdujeron
chirriando en sus agujeros, pero una de ellas se quebró y la moldura se partió
en dos. ––La madera es mala ––dijo el subdirector enojado, dejó la mesa y se
sentó…
Sin una intención concreta, K, en diversas
ocasiones, había intentado enterarse del domicilio del organismo del que partió
la primera denuncia en su causa. Lo averiguó sin dificultades, tanto Titorelli
como Wolfhart le dieron el número de la calle cuando les preguntó. Titorelli
completó la información, con la sonrisa que siempre tenía preparada para
aquellos planes secretos que no se le presentaban para su examen pericial, diciendo
que ese organismo no tenía ninguna importancia, sólo ejecutaba lo que se le
encargaba y sólo era el órgano externo de la autoridad acusatoria, que era
inaccesible para los acusados. Si se deseaba algo de la autoridad acusatoria
––naturalmente siempre había muchos deseos, pero no siempre era inteligente
manifestarlos––, había que dirigirse al mencionado organismo, pero así ni se
lograba acceder a la autoridad acusatoria, ni que el deseo fuese transmitido a
ésta. K ya conocía la manera de ser del pintor, así que no le contradijo,
tampoco quiso pedirle más información, se limitó a asentir y a darse por
enterado. Una vez más le pareció que Titorelli, cuando se trataba de
atormentar, superaba al abogado. La diferencia consistía en que K no dependía
tanto de Titorelli y hubiera podido liberarse de él cuando hubiese querido.
Además, Titorelli era hablador, incluso parlanchín, si bien antes más que ahora
y, en definitiva, también K podía atormentar a Titorelli. Y así lo hizo en esa
oportunidad, habló con frecuencia a Titorelli de esa casa como si quisiera
ocultarle algo, como si tuviera algún contacto con ese organismo, aunque no lo
suficientemente intenso como para darlo a conocer sin peligro. Titorelli
intentó obtener alguna información de K, pero éste, repentinamente, ya no
volvió a hablar más del asunto. K se alegraba de esos pequeños éxitos, él creía
después que entendía mejor a esas personas del tribunal, incluso que podía
jugar con ellas, estar por encima y disfrutar, al menos en algunos instantes,
de una mejor visión de las cosas, ya que ellas estaban en el primer nivel del
tribunal. Pero, ¿qué ocurriría si perdía su posición? Aún habría una
posibilidad de salvación, no tenía nada más que deslizarse entre esas personas,
si no le habían podido ayudar en su proceso a causa de su bajeza o por otros
motivos, al menos le podrían aceptar y esconder, sí, ni siquiera, si él lo
planeaba bien y ejecutaba su plan en secreto, podrían rechazar ayudarle de esa
manera, especialmente Titorelli no podría denegarle ayuda, ya que se había
convertido en un benefactor.
Sin
embargo K no se alimentaba diariamente de esas esperanzas. En general aún
distinguía con precisión y se guardaba mucho de ignorar o pasar por alto alguna
dificultad, pero a veces ––normalmente en estados de agotamiento por la noche,
después del trabajo–– encontraba consuelo en los más pequeños y significativos
incidentes del día. Usualmente permanecía tendido en el canapé de su despacho
––no podía abandonar su despacho sin tener que recuperarse después una hora en
el canapé–– y se dedicaba a encadenar en su mente observación tras observación.
No se limitaba a las personas que pertenecían a la organización de la justicia,
en ese estado de duermevela se mezclaban todos, entonces se olvidaba del enorme
trabajo del tribunal, le parecía que él era el único acusado y veía cómo el
resto de las personas, una confusión de funcionarios y juristas, pasaban por
los pasillos de un edificio. Ni los más lerdos hundían la barbilla en el pecho,
todos mostraban los labios fruncidos y una mirada fija de reflexión
responsable. Los inquilinos de la señora Grubach siempre aparecían como un
grupo cerrado, permanecían juntos uno al lado del otro con las bocas abiertas,
como los miembros de un coro. Entre ellos había muchos desconocidos, pues K
hacía tiempo que no prestaba ninguna atención a la pensión. A causa de los
muchos desconocidos le causaba desagrado acercarse al grupo, lo que a veces se
veía obligado a hacer cuando buscaba entre ellos a la señorita Bürstner.
Sobrevoló, por ejemplo, el grupo y, de repente, brillaron dos ojos
completamente desconocidos que lo detuvieron. No encontró a la señorita
Bürstner, pero cuando siguió buscando para evitar cualquier error, la encontró
en el centro del grupo, rodeando a dos hombres con sus brazos. No le causó
ninguna impresión, sobre todo porque esa visión no era nueva, sino un recuerdo
imborrable de una fotografía de la playa que había visto una vez en la
habitación de la señorita Bürstner. Esa visión separaba a K del grupo y aun
cuando regresaba una y otra vez, sólo lo hacía para atravesar a toda prisa el
edificio del tribunal. Conocía muy bien todas las estancias; incluso los
pasillos perdidos, que no había visto nunca, le resultaban familiares, como si
le hubieran servido de morada desde siempre. Los detalles quedaban grabados en
su cerebro con una exactitud dolorosa. Un extranjero, por ejemplo, paseaba por
una antesala, vestía como un torero, el talle apretado, su chaquetilla corta y
rígida estaba adornada con borlas amarillas, y ese hombre, sin parar de pasear,
se dejaba admirar por K. Éste, encogido, le contemplaba con los ojos muy
abiertos. Conocía todos los dibujos, todos los flecos, todas las líneas de la
chaquetilla y, aun así, no se cansaba de mirarla. O, mejor, hacía tiempo que se
había cansado de mirarla o, aún más correcto, nunca la había querido mirar,
pero no le dejaba. «¡Qué mascaradas ofrece el extranjero!» ––pensó, y abrió aún
más los ojos. Y fue seguido por ese hombre hasta que se echó y presionó el
rostro contra el canapé (40).
VISITA A LA
MADRE
De
repente, durante la comida, se le ocurrió visitar a su madre. La primavera ya
estaba llegando a su fin y con ella se cumplía el tercer año desde que no la
había visto. Su madre le había pedido hacía tres años que fuese a su cumpleaños
y él había cumplido la promesa, a pesar de algunos impedimentos. Luego le había
prometido visitarla en todos sus cumpleaños, una promesa que había dejado de
cumplir dos veces. Ahora no quería esperar hasta su cumpleaños: aunque sólo
faltaran catorce días, deseaba viajar en seguida. Sin embargo, se dijo que no
había ningún motivo para salir tan rápido, todo lo contrario, las noticias que
recibía regularmente, en concreto cada dos meses, de su primo, que poseía un
comercio en la pequeña ciudad y administraba el dinero que K le enviaba a su
madre, eran más tranquilizadoras que nunca. La vista de la madre se apagaba,
pero eso, según lo que le habían dicho los médicos, ya lo esperaba K desde
hacía años, no obstante su estado había mejorado en general, determinadas
dolencias de la edad habían disminuido en vez de agravarse, al menos ella se
quejaba menos. Según el primo, se podría deber a que en los últimos años ––K ya
había advertido algo con disgusto en su visita–– se había vuelto muy piadosa.
El primo le había descrito en una carta, de manera muy ilustrativa, cómo la
anciana, que antes se había arrastrado con esfuerzo, ahora andaba muy bien
cogida de su brazo cuando la llevaba los domingos a la iglesia. Y K podía creer
al primo, pues éste era miedoso y solía exagerar en sus informes lo malo antes
que lo bueno. Pero K se había decidido a partir. Desde hacía tiempo había
confirmado en su temperamento, entre otras cosas desagradables, una cierta
inclinación a quejarse, así como una ansiedad irrefrenable por satisfacer todos
sus deseos. Bien, en este caso particular, ese defecto serviría para una buena
acción. Se acercó a la ventana para ordenar un poco sus pensamientos, luego
mandó que se llevasen la comida, envió al ordenanza a casa de la señora Grubach
para que le anunciase su partida y para recoger el maletín, en el que la señora
Grubach podía meter lo que considerase conveniente. A continuación, dejó unos
encargos, referentes a algunos negocios, al señor Kühne, para que los realizase
durante el tiempo en que iba a estar ausente; esta vez apenas se enojó por las
malas maneras con que últimamente recibía sus encargos, sin ni siquiera
mirarle, como si supiera de sobra lo que tenía que hacer y sólo tolerase ese
reparto de encargos como una ceremonia. Finalmente, se fue a ver al director.
Cuando
le pidió dos días libres para visitar a su madre, el director preguntó,
naturalmente, si la madre de K estaba enferma. ––No ––dijo K, sin más
explicaciones. Permanecía en medio de la habitación, con las manos entrelazadas
a la espalda. Reflexionaba con la frente arrugada. ¿Acaso se había precipitado
con los preparativos del viaje? ¿No era mejor quedarse? ¿Quería viajar sólo por
puro sentimentalismo? ¿Y si por ese sentimentalismo descuidaba algo allí, por
ejemplo perdía una importante oportunidad para actuar, que, además, podía
surgir en cualquier momento, sobre todo ahora, cuando el proceso, desde hacía
semanas, no había experimentado cambio alguno y no había surgido ninguna
noticia referente a él? ¿Y no asustaría a la pobre mujer, ya mayor? Eso era
algo que no pretendía en absoluto y, sin embargo, podía ocurrir contra su
voluntad, pues ahora muchas cosas ocurrían contra su voluntad. Y la madre
tampoco había manifestado su deseo de verle. Antes, en las cartas de su primo,
se habían repetido regularmente las urgentes invitaciones de la madre, pero
desde hacía un tiempo se habían interrumpido. Así que por la madre no iba, eso
estaba claro. Si iba, no obstante, por alguna esperanza referida a él, entonces
era un completo demente y allí, en la desesperación final, recibiría la
recompensa por su demencia. Pero, como si estas dudas no fueran las suyas
propias, sino que intentasen convencer a gente extraña, mantuvo, al despertar
de su ausencia mental, la determinación de viajar. El director, mientras tanto,
casualmente o, lo que era más probable, por especial consideración a K, se
había inclinado sobre el periódico, pero ahora elevó los ojos, estrechó la mano
de K y le deseó, sin plantearle más preguntas, un buen viaje. K esperó en su
despacho al ordenanza paseando de un lado a otro, rechazó casi en silencio al
subdirector, que quiso entrar varias veces para preguntarle por los motivos de
su viaje y, cuando al fin tuvo el maletín, se apresuró a llegar hasta el coche.
Se encontraba aún en la escalera, cuando arriba apareció el funcionario Kullych
con una carta en la mano, con la que aparentemente quería solicitar algo de K.
Éste le rechazó con la mano, pero terco y necio como era ese hombre rubio y
cabezón, interpretó mal el gesto de K y bajó las escaleras con el papel dando
unos saltos en los que ponía en peligro su vida. K se enojó tanto que, cuando
Kullych le alcanzó en la escalinata, le arrebató la carta y la rompió. Cuando K
se volvió ya en el coche, Kullych, que probablemente aún no había comprendido
el error cometido, permanecía estático en el mismo sitio y miraba cómo se
alejaba el coche, mientras el portero, a su lado, se quitaba la gorra. Así que
K aún era uno de los funcionarios superiores del banco, el portero rectificaría
la opinión de quien lo quisiera negar. Y su madre le tendría, incluso, y a
pesar de todos sus desmentidos, por el director del banco y, eso, desde hacía
años. En su opinión jamás descendería de rango, por más que su reputación
sufriese daños. Tal vez era una buena señal que justo antes de salir se hubiera
convencido de que aún era un funcionario que incluso tenía conexiones con el
tribunal, podía arrebatar una carta y romperla sin disculpa alguna. Pero no
pudo hacer lo que más le hubiera gustado, dar dos sopapos en las mejillas
pálidas y redondas de Kullych.
ANOTACIONES EN LOS DIARIOS DE KAFKA
REFERENTES A EL PROCESO
«Josef
K, el hijo de un rico comerciante, se dirigió una noche, después de una gran
disputa con su padre ––el padre le había reprochado su vida licenciosa y le
había exigido que cambiase de vida––, hacia la casa de comercio, situada en las
cercanías del puerto, sin ninguna intención definida, inseguro y cansado. El
guardián ante la puerta se inclinó profundamente. Josef le miró fugazmente sin
saludarle. “Estas personas mudas y subordinadas hacen todo lo que se espera de
ellas pensó––. Si pienso que me observa con mirada impertinente, así lo hace en
realidad”. Y se volvió de nuevo hacia el guardián de la puerta sin saludar.
Éste se volvió a su vez hacia la calle y contempló el cielo cubierto» (29 de
julio de 1914). «Comencé con tantas esperanzas y ahora rechazado por las tres
historias, hoy más que nunca. Tal vez sea conveniente trabajar en la historia
rusa después del Proceso. En esta ridícula esperanza, que sólo se apoya en una
fantasía maquinal, comienzo de nuevo el Proceso. No fue del todo en vano» (21
de agosto de 1914). «Fracaso al intentar terminar el capítulo, otro ya
comenzado no podré continuarlo tan bien, mientras que aquella vez, por la
noche, me habría sido posible. No puedo abandonarme, estoy completamente solo»
(29 de agosto de 1914). «Frío y vacío. Siento demasiado los límites de mi
capacidad, que, cuando no estoy plenamente concentrado, se estrechan» (30 de
agosto de 1914). «Un completo desamparo, apenas 2 páginas escritas. Hoy he
estado muy cansado, aunque he dormido bien. Pero sé que no puedo doblegarme si
quiero llegar a la gran libertad que tal vez me espera más allá de los
padecimientos más bajos de mi actividad literaria, tan nimia a causa de mi
forma de vida» (1 de septiembre de 1914). «Otra vez sólo 2 páginas. Al
principió pensé que la tristeza provocada por las derrotas austríacas y el
miedo ante el futuro (un miedo que me parece al mismo tiempo ridículo e infame)
me impedirían seguir escribiendo. No ha sido así, sólo una abulia que me asalta
una y otra vez y que tengo que superar continuamente. Para la tristeza hay
tiempo suficiente cuando no escribo» (13 de septiembre de 1914). «He tomado una
semana de vacaciones para dar un impulso a la novela. He fracasado, estoy en la
noche del miércoles, el lunes se acaban las vacaciones. He escrito poco y
débil» (7 de octubre de 1914). «14 días, en parte un buen trabajo, comprensión
completa de mi situación» (15 de octubre de 1914). «Desde hace 4 días no he
trabajado apenas nada, alguna hora y un par de líneas, pero he dormido mejor,
los dolores de cabeza prácticamente han desaparecido por esta razón» (21 de
octubre de 1914). «Paralización casi completa del trabajo. Lo que he escrito no
parece espontáneo, sino el reflejo de un buen trabajo realizado con
anterioridad» (25 de octubre de 1914). «Ayer, después de un largo espacio de
tiempo, avancé un buen trecho, hoy de nuevo casi nada, los 14 días de
vacaciones se han perdido prácticamente del todo» (1 de noviembre de 1914).
«––… A causa del miedo al dolor de cabeza, que ya ha comenzado, como he dormido
poco por la noche, no he trabajado nada, en parte también porque temo estropear
un pasaje soportable escrito ayer. El cuarto día desde agosto en el que no he
escrito nada» (3 de noviembre de 1914). «No puedo seguir escribiendo. He
llegado al límite definitivo en el que tendré que permanecer otra vez muchos
años, luego comenzaré, a lo mejor, otra historia, que probablemente también
quedará inconclusa. Este destino me persigue. También estoy frío y confuso,
sólo me ha quedado el amor senil a la completa tranquilidad. Y como un animal
cualquiera apartado del hombre vuelvo a balancear el cuello y quisiera intentar
conseguir de nuevo a F durante el tiempo intermedio. Realmente lo volveré a
intentar, si las náuseas que me causo a mí mismo no me lo impiden» (30 de
noviembre de 1914). «( …) Seguir trabajando como sea. Triste de que hoy no sea
posible, pues estoy cansado y padezco dolores de cabeza, ya los tuve por la
mañana, como una premonición, en la oficina. Seguir trabajando como sea, tiene
que ser posible a pesar del insomnio y de la oficina» (2 de diciembre de 1914).
«Ayer, y por primera vez desde hace mucho tiempo, con la capacidad para
realizar un buen trabajo. Sin embargo, sólo he escrito la primera página del
capítulo de la madre. Puesto que no había dormido en dos noches, padecí ya
desde por la mañana dolores de cabeza y tenía demasiado miedo al día siguiente.
Otra vez he comprobado que todo lo escrito fragmentariamente y no a lo largo de
la mayor parte de la noche (o durante toda ella) es de escaso valor y que estoy
condenado a esa calidad inferior debido a mis condiciones de vida» (8 de
diciembre de 1914). «En vez de trabajar (sólo he escrito una página ––exégesis
de la leyenda––), he leído los capítulos concluidos y los he encontrado en
parte buenos. Siempre con la conciencia de que tendré que pagar todo
sentimiento de satisfacción o de felicidad, como el que por ejemplo tengo
frente a la leyenda, y, además, para no disfrutar jamás de descanso, lo tendré
que pagar con posterioridad» (13 de diciembre de 1914). «El trabajo se arrastra
lamentablemente, tal vez en el lugar más importante, donde hubiera sido
necesaria una buena noche» (14 de diciembre de 1914). «No he trabajado nada»
(15 de diciembre de 1914). «He trabajado desde agosto, en general bastante y
bien, pero ni en el primer sentido ni en el segundo hasta los límites de mi
capacidad, como debería haber sido, sobre todo considerando que mi capacidad, según
todos los indicios (insomnio, dolores de cabeza, insuficiencia cardíaca), no
durará mucho. He trabajado en algunos textos incompletos: El proceso, Recuerdos
del Kaldabahn, Un maestro rural, El ayudante del fiscal y pequeños inicios.
Completado sólo: En la colonia penitenciaria y un capítulo de El ausente, ambos
durante los 14 días de vacaciones. No sé por qué hago este repaso, no es propio
de mí» (31 de diciembre de 1914). «He resistido los muchos deseos de comenzar
una nueva historia. Todo es inútil. No puedo seguir escribiendo las historias
durante las noches, se interrumpen y se pierden, como con El ayudante del
fiscal» (4 de enero de 1915). «He dejado provisionalmente Un maestro rural y El
ayudante del fiscal, pero también incapaz de continuar El proceso» (6 de enero
de 1915). «También se lo he leído a ella (Felice), las frases irrumpían
repugnantes y confusas, ninguna conexión con la oyente, que yacía en el canapé
con los ojos cerrados y muda. Una tibia solicitud para llevarse el manuscrito y
copiarlo. Gran atención a la historia del centinela y buena observación. En ese
momento comprendí la importancia de la historia, también ella la comprendió
correctamente, luego hicimos algunos burdos comentarios acerca de ella, yo
comencé» (24 de enero de 1915).
33 Tachado en el manuscrito: «No
habla sinceramente conmigo y nunca lo ha hecho. Por esto no se puede quejar si
no le comprendo. Yo, sin embargo, soy sincero. Se ha hecho cargo de mi proceso
como si yo fuera libre, pero a mí me parece que no sólo lo ha llevado mal, sino
que ha intentado ocultármelo, sin emprender en él nada serio, para impedir que
actuara por mí mismo, y con el fin de que un día se pronuncie la sentencia en
mi ausencia».
34 Para describir el interior de
la catedral, Kafka se inspiró en la catedral de Praga y, según algunos
estudiosos de su obra, en la catedral de Milán, que visitó en 1911 durante sus
vacaciones.
35 Aquí se produce una
incoherencia temporal. K había quedado con el italiano a las diez y, sin
embargo, dan las once. Max Brod lo consideró un error y lo corrigió. Algunos
intérpretes, no obstante, opinan que puede tratarse de una divergencia
consciente, mediante la cual Kafka intentaba mostrar la confusión interna de K.
36 Kafka separó de la novela el
pasaje que sigue y lo publicó en la revista semanal judía Selbstwehr (1915).
También lo incluyó, ligeramente modificado, en su volumen de relatos Un médico
rural (Leipzig, 1919).
37 Tachado en el manuscrito: «le
hace retroceder con su vara y dice: "Tampoco puedes mirar"».
38 Tachado en el manuscrito:
«dijo K en seguida. Estaba muy agradecido al sacerdote. Su buena opinión sobre
él se había fortalecido. No se ufanaba, como los demás, de sus conocimientos
acerca de la justicia, aunque, sin duda, los poseía».
39 Tachado en el manuscrito: «El
Estado me ofrece su ayuda––dijo K al oído de uno de sus acompañantes––. ¿Qué
ocurriría si trasladase el proceso al ámbito de la ley estatal? Es posible que
tuviera que defender a los señores del Estado».
40 En el manuscrito hay varios
intentos para continuar el fragmento: «Así permaneció largo tiempo y realmente
pudo descansar. Aunque seguía reflexionando, lo hacía en la oscuridad y sin que
nadie le molestara. Pensaba en Tit. Tit. estaba sentado en una silla y K
permanecía arrodillado ante él, acariciando sus brazos y adulándolo de todas
las maneras posibles. Tit. sabía lo que K pretendía, pero hacía como si no lo
supiera y así le atormentaba un poco. No obstante, K sabía que al final
conseguiría lo que se proponía, pues Tit. era un imprudente, un hombre fácil de
convencer, sin conciencia del deber. Era incomprensible cómo el tribunal podía
tener tratos con un tipo así. K se dio cuenta: era posible influir en él. No se
dejó confundir por su sonrisa desvergonzada, dirigida al vacío, se mantuvo en
su petición y alzó las manos hasta acariciar con ellas las mejillas de Tit. No
se esforzaba mucho, lo hacía casi con pereza, prolongó su gesto por puro
placer, estaba seguro de su éxito. ¡Qué fácil era engañar al tribunal! Como si
obedeciera a una ley natural, Tit. se inclinó hacia él y un guiño de ojos
amigable y lento le mostró que estaba dispuesto a concederle su favor. Estrechó
la mano de K con fuerza, éste se levantó, sintió que era un momento solemne,
pero Tit. no toleró ninguna solemnidad, abrazó a K y se lo llevó. Llegaron en
seguida al edificio del tribunal y se apresuraron a subir las escaleras, pero
no sólo subieron, se deslizaron hacia arriba y hacia abajo como si estuvieran
en una barca. Y precisamente cuando K observaba sus pies y llegaba a la
conclusión de que esa bella forma de desplazarse no era propia de su vida
vulgar, precisamente en ese momento se produjo la transformación sobre su
cabeza inclinada. La luz, que hasta ese momento procedía de la parte de atrás,
cambió y les dio de frente, cegándoles. K miró hacia arriba, Tit. asintió y se
dio la vuelta. Otra vez se encontraba K en el pasillo del juzgado, pero estaba
mucho más tranquilo, no había nada que llamase la atención. K lo contempló
todo, se soltó de Tit. y siguió su propio camino. K llevaba un traje nuevo,
largo y negro, era pesado y cálido. Sabía lo que acababa de ocurrirle, pero
estaba contento de no querer reconocerlo. En un rincón del pasillo, en el que
había una gran ventana abierta, encontró sus ropas, la chaqueta negra, los
pantalones y la camisa arrugada».
la labor del abogado debe ser intachable. Debe respetar y hacerse respetar. No vale todo para obtener un resultado.
ResponderEliminarCuando un abogado incumple su código deontológico para conseguir lo que desea, se está haciendo un flaco a él mismo y a la sociedad.
Sé firme en tus convicciones, en tu labor como letrado, en cómo llevar los casos y desecha a esos clientes que quieren guiar tu trabajo de los mejores abogados
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