El enfoque de Eduardo Fidanza
El enfoque de Eduardo Fidanza
Nuestro coronavirus (*)
Eduardo Fidanza
La
pandemia es un fenómeno histórico extraordinario, con dos notas distintivas: la
escala global y el hecho de haber obligado a millones de personas a encerrarse
en sus casas durante semanas, mientras muchos miles morían, configurando una
tragedia aún difícil de estimar. Las lecturas de este fenómeno novedoso son
inabarcables e involucran dimensiones claves del mundo contemporáneo: los
medios de comunicación y las redes, que comentan, analizan y discuten las
repercusiones inmediatas; la biología y la medicina, que estudian la naturaleza
del virus y su terapéutica; el estado y la política, obligados a encarar
la emergencia mientras repiensan sus tareas y objetivos; la economía, que contabiliza
el derrumbe de la actividad productiva; la psicología, focalizada en atenuar
las consecuencias perturbadoras del confinamiento. La sociedad mundial quedó
atrapada en la incertidumbre y el temor, en tanto los países donde pareciera
que ya pasó lo peor empiezan a liberalizar las restricciones porque los
estragos económicos y psicológicos son insostenibles. Esto le ocurre a todos,
constituye el fenómeno general. Pero a medida que el virus desciende de norte a
sur, marchando del desarrollo al subdesarrollo, se palpa una nueva sensación:
ahora está entre nosotros, no es ya una acechanza lejana, que esperamos
prevenidos, ni una noticia funesta de continentes distantes. A partir de este
momento el contagio puede sucederle a cualquiera de nosotros. Y con la llegada
de la pandemia se desnudan las calamidades del país donde vivimos: “el rostro
puro y terrible de mi patria”, como escribió Blas de Otero. Al cabo de su
recorrido previsible, el coronavirus se volvió argentino. Nos alcanzó, sin
escapatoria, en el territorio propio, obligándonos a enfrentar verdades
incómodas.
No
se trata del virus global, sino del nuestro. El que está entrando a las grandes
ciudades confundiéndose con los rasgos dolorosos e intransferibles que nos
caracterizan, con las enfermedades preexistentes que padecemos como males
naturalizados que nadie curó. Por eso, Villa Azul pertenece a todos los
gobiernos, sean populares o republicanos. No la cerquen ahora con la policía,
ni hagan proselitismo con su sufrimiento. Ella interpela a las élites
indolentes, reflejada en un espejo trágico que convenía no mirar. Una
consecuencia paradójica del aborrecido germen: nos enfrenta con realidades que
evadimos en épocas normales. Aunque no todos fueron errores y descuidos. Al
inicio se logró un consenso amplio, que atravesó a la sociedad y sus
dirigentes. Sucedió en el plano instrumental, con la fructífera asociación del
Estado y los científicos, extendiéndose a la clase política y a sectores
económicos y sociales relevantes. El Gobierno estableció una cuarentena que
salvó muchas vidas, logrando aceptación social. La mayoría acató con disciplina
las duras medidas y aprobó a los gobernantes. Tal vez porque todo comenzó muy
temprano o porque los intereses pudieron más que la solidaridad, el consenso
inicial empezó a resquebrajarse. Se mantuvo en el plano instrumental, pero no
en el político. La grieta escapó a la calle sin esperar que remitiera la peste.
Así, intelectuales irresponsables de la oposición repudian la cuarentena,
asimilándola a una dictadura; y acólitos del oficialismo llaman a dejar la
moderación o quieren apropiarse de parte de las empresas privadas. Actúan como
si pertenecieran al “partido de los puros”, que el recordado Carlos Floria
asociaba a la conciencia conspirativa. Con estos datos, entramos al pico de la
pandemia, que se espera para los próximos días.
La
situación es muy compleja: con el consenso político dañado, la actividad
económica en caída libre y la sociedad estresada, empiezan a llover los casos,
provenientes en su mayoría de los barrios pobres donde la cuarentena es un lujo
que sus habitantes no pueden darse. El Gobierno conserva alto apoyo en la
opinión pública y el dispositivo sanitario se refuerza, pero el temor es el
mismo: el desborde de los servicios hospitalarios, que siguen siendo precarios.
La imagen de los médicos eligiendo a quién salvar y a quién dejar morir además
de ser atroz representa una amenaza acaso insuperable para la legitimidad de
los gobiernos. Los frentes son preocupantes: cada día es más difícil sostener la
subsistencia de las familias y las empresas, la restructuración de la deuda es
aún incierta, crece la angustia ciudadana, la protesta social es una
posibilidad latente. Ante el coronavirus argentino la administración tejió una
red de contención indispensable cuyo financiamiento depende de la emisión, un
recurso acotado para un país que destruyó su moneda. El Estado protector del
que habla el Presidente tiene límites precisos a pesar de las buenas
intenciones. El aborrecido germen posee una consecuencia paradójica e inusual:
nos enfrenta con realidades que evadimos en épocas normales. Para la Argentina significa
encontrarse con enormes desigualdades, querellas irresueltas, atraso educativo,
corrupción estructural y un estancamiento secular inconcebible. Cuando el virus
se vuelve argentino, ya no es posible eludir los dramas del país. Ante esta
conmovedora evidencia, tal vez la clase dirigente tome por una vez conciencia
de su responsabilidad. Y establezca acuerdos básicos, que serán cruciales para
el arduo día después.
(*) Perfil, 31/5/020.
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