La columna política de Ernesto Tenembaum
La columna política de Ernesto Tenembaum
Los
peligros de llamar “infectadura” a nuestra querida democracia (*)
Los
peligros de llamar “infectadura” a nuestra querida democracia (*)
El
29 de marzo, cuando los Estados Unidos habían sufrido apenas tres mil muertes
por el coronavirus, el premio Nobel de Economía, Paul Krugman se preguntaba por
qué su país empezaba a sufrir más que el resto del mundo. La nota fue publicada
en The New York Times y se llamaba “This Land of Denial and
Death”. La tierra de la negación y la muerte.
Krugman, un economista muy respetado por propios y ajenos, se
negaba a aceptar que la tragedia inminente se debiera exclusivamente a un error
o a un problema de personalidad de Donald Trump. Entre los elementos
que incluía para explicar lo que estaba sucediendo, señalaba los largos años de
conflicto entre el poder político conservador de su país y el conocimiento
científico. “Mientras la negación del cambio climático es un fenómeno mundial,
su epicentro se ubica acá en los Estados Unidos. Los republicanos son el único
partido mundial que está oficialmente a favor de la negación del cambio
climático. Pero no es lo único que rechazan. No hay un solo candidato
republicano que se atreva a respaldar la teoría de la evolución de Charles
Darwin”.
Donald
Trump, presidente de los Estados Unidos (REUTERS/Yuri Gripas)
Como
se sabe, el enfoque que primó en la Argentina respecto del coronavirus fue
exactamente opuesto al norteamericano. Cuando casi no había sufrido
pérdidas humanas, la
Argentina entró en cuarentena, y lo hizo guiada por un grupo
de destacados hombres de ciencia. Los resultados de esa decisión son hasta
aquí abrumadores. Los Estados Unidos tienen 313 muertos por millón de
habitantes. La Argentina
11. En Estados Unidos murieron 105 mil personas. En la Argentina 528.
Una de las diferencias sustanciales entre las democracias y las
dictaduras es que en las primeras se intenta cuidar la vida de las personas. En ese sentido, el
camino elegido hasta aquí por nuestro país ha sido más congruente con ese
precepto -el de cuidar la vida- que el de naciones más poderosas de la región
como Estados Unidos, Brasil o México. Miles de personas hubieran muerto si las
opciones hubieran sido otras. No es -o no debería ser- un componente pequeño
para evaluar la gestión de un problema. Cuando la democracia cuida la
vida, en vez de estar en riesgo, se fortalece mucho.
El
segundo punto que distancia a la estrategia argentina y norteamericana es la
manera en que se apoyó en el conocimiento científico. En los Estados Unidos
existe una personalidad fascinante que se llama Anthony Fauci. Probablemente
sea el epidemiólogo más prestigioso del mundo. El 12 de marzo, Fauci advirtió
que si no se tomaban medidas extremas se infectarían o morirían “millones,
muchos millones”. A medida que moría más gente, Fauci escaló las objeciones a
la política oficial. Donald Trump desató entonces una campaña en su contra y en
contra de los científicos. Ese proceso derivó en las últimas horas en una
decisión que sacudió al mundo sanitario: la salida de Estados Unidos de la Organización Mundial
de la Salud.
A
diferencia de lo sucedido allí, el Gobierno argentino se apoyó en un
grupo destacado de científicos. Pero no solo en los argentinos. Los
científicos de todo el mundo se consultan permanentemente sobre los distintos
pasos para afrontar la crisis. Eso hace que, casi en tiempo real, en la Argentina se conozcan
las marchas y contramarchas, y los resultados de las decisiones que se toman en
Corea, Italia, Israel o Wuhan.
La toma de decisiones en función del conocimiento científico -con
todas las limitaciones que tiene este último- es un logro y no una concesión de
la democracia. No significa transformarla en una “infectadura” sino
enriquecerla con bases más sólidas y racionales. En los países de Trump y
Bolsonaro se humilla a los científicos. Es difícil entender para un demócrata
cuando, en nombre de la democracia, se coquetea con esas alternativas.
Pero
las diferencias con los Estados Unidos no terminan allí. La posición de Donald
Trump acentuó las ya extremas diferencias entre el Presidente y la oposición,
que fue agredida sistemáticamente por él. Los demócratas y los científicos
pasaron a formar parte de un complot comunista para desplazarlo del poder. En
los momentos de mayor tensión Trump amenazó incluso con cerrar el Congreso.
Casi idéntica situación se vive en Brasil.
Nada
de eso ocurrió en la
Argentina. Al contrario, aquí se transformó en algo habitual
que Alberto Fernández, Horacio Rodriguez Larreta y Axel Kicillof, coordinen y
discutan políticas, y las presenten conjuntamente ante la sociedad, en
sucesivas conferencias de prensa, donde nadie se queda sin preguntar, un método
que era una de las deudas de la democracia argentina. Fernández se ha sacado
fotos amigables con Gerardo Morales, un enemigo del sector dominante de su
Gobierno, intercambiado saludos de codo con Jorge Macri, poseedor de un
apellido muy emblemático. La idea antidemocrática según la cual quien
pertenece a otro espacio es un enemigo despreciable fue abandonada, al menos
mientras dure la pandemia.
El
funcionamiento pleno de la democracia se manifestó en la riqueza del debate que
se produjo estos meses trágicos. Los gobiernos discutieron en público
si la ciudad debía o no habilitar el comercio, o si las salidas recreativas se
debían permitir. Ignacio Levy, el líder de La Poderosa , acusó a gritos
a Horacio Rodriguez Larreta por las primeras muertes en la villa 31. Hubo
debates durísimos por el destrato a jubilados aquel viernes terrible de las
colas en los bancos, por la compra con sobreprecios de alimentos en el gobierno
nacional, por los alquileres de hoteles y compras de barbijos en la ciudad, por
el vergonzoso intento oficial de enviar a Ricardo Jaime a su domicilio, por el
apoyo oficial indiscriminado a la prisión domiciliaria. ¿No fue esta sociedad desde
sus balcones la que frenó a Alberto Fernández en ese momento?
Los
periodistas expusimos, además, la desesperante situación de los varados en el
exterior o las demoras para cobrar el modestísimo IFE o la incapacidad para
llegar a los trabajadores en blanco por medio de créditos bancarios o las
erratas en las filminas. Una reacción fuerte de personas mayores de 70 obligó a
retroceder al gobierno porteño respecto del permiso que debían pedir para salir
de sus casas.
Todo
esto describe la manera en que funcionó la vital democracia argentina
aun frente a un desafío extremo en lo económico y lo sanitario.
En
este punto, el manejo de la crisis sanitaria enfrenta nuevos desafíos. El
primero de ellos es que continúe el acatamiento a las medidas
sanitarias dispuestas por el Gobierno. Los números de las encuestas
sugieren que el apoyo a la cuarentena se mantiene alto. Pero el movimiento de
las calles de Buenos Aires anima a pensar algo muy distinto. Y si ese
movimiento es una medida del descontento, parece alumbrar una decisión social
que va a contramano de las recomendaciones oficiales.
El
segundo desafío es inherente a la democracia. La discusión empezó, y de manera
muy fuerte. Algunas personas relevantes han sostenido que la defensa de
una política restrictiva sobre el coronavirus es producto del fanatismo
religioso o intenta construir un discurso único donde no se puede discutir
nada. Se habla de la “democracia” de los científicos, se postula, sin
datos, que “morirá más gente por la cuarentena que por el coronavirus”.
“Devuelvan nuestros derechos”, dicen algunas personas por televisión. Otras
llaman a una “rebelión social” o comparan una medida sanitaria con “el gueto de
Varsovia”. La líder del principal partido de oposición ha calificado como
“terrorista” a un prestigioso infectólogo. Algunas personas han comenzado a
expresar estas ideas en las calles, aun a riesgo de contagiarse y contagiar a
otros de una enfermedad que puede ser mortal.
Aunque
la democracia exista, la prédica de quienes creen que se transformó en
una “infectadura” puede crecer en tiempos tan duros y debilitarla en lo
político, en lo económico y en lo sanitario.
El
tercer elemento que amenaza en estos días la estrategia argentina son algunos
comportamientos de las autoridades. Las fotos del presidente Alberto Fernandez,
sin barbijo, rodeado de simpatizantes es un ejemplo que mucha gente está
siguiendo en las calles. Esos actos son típicos de Trump y de Bolsonaro: ¿cómo
se le puede exigir a la gente que acepte restricciones que el mismo Presidente vulnera?
Si él puede estar a los abrazos sin el más mínimo cuidado, ¿por qué Rudy Ulloa
no, o Susana Giménez no, o el surfer de Necochea, o los judíos ortodoxos que
bailaban en un casamiento, o los jovenes que celebraban un baby shower o quien
sea?
La
democracia argentina ha superado pruebas tremendas en estos 36 años. Ha sido la
epopeya de una generación. Basta mirar lo que ocurre en Brasil, Estados Unidos,
Venezuela, Bolivia, Nicaragua o Ecuador para entender las proporciones de lo
que se está diciendo.
Naturalmente,
la vida en cuarentena restringe la libertad de reunión, de trabajo o de
movimiento. Es un problema mundial. La humanidad ha enfrentado siempre
muchos dilemas, pocos tan terribles como el actual: cuántas vidas está
dispuesto a sacrificar cada país para recuperar esas libertades. Todos los
gobernantes del mundo tienen dudas. “Nuestras proyecciones se derrumbaron como
un castillo de naipes”, dijo el ministro de Salud de Chile, Jaime Mañalich, al
anunciar el jueves que modificaban la estrategia de cuarentena selectiva por un
cierre total de Santiago. “Hay que ser estrictos con el aislamiento social. Es
nuestra única esperanza”. ¿En Chile también hay una “infectadura”?
En
ese contexto angustiante, cien mil muertos después de la columna con que
arranca esta nota, Krugman cerró su último artículo con una frase certera:
“La principal obligación de un líder consiste en mantener a su
gente con vida”.
(*) Infobae, 31/5/020.
Comentarios
Publicar un comentario