El informe de Isabel De Sebastián
El informe de Isabel De Sebastián
EL
BARBIJO DE
EL
BARBIJO DE LA DISCORDIA
(*)
“Imagino que una de las razones por las que la gente se aferra a
sus odios es porque perciben que una vez que ya no estén van a tener que
enfrentar al dolor”.
James Baldwin
El barbijo —ese humilde objeto de 10 gramos que se instaló
en las vidas de todos los habitantes del planeta— se ha convertido en estos
días en el nuevo símbolo de la batalla cultural estadounidense. Erigido por
algunos como muestra de cuidado y solidaridad, para otros sólo es expresión de
debilidad y sometimiento. Luego de una confusa comunicación inicial sobre las
bondades del barbijo por parte del gobierno, hay algunos que lo militan (como
los manifestantes de la lucha contra el racismo que lo portan religiosamente
durante sus marchas diarias) y otros que se niegan a usarlo: los acólitos de
Trump rechazaron con desdén los barbijos que se repartían de forma gratuita
durante el reciente acto proselitista en Oklahoma. El barbijo es la nueva
expresión de la grieta entre los republicanos, devotos de los símbolos de la
masculinidad y siempre temerosos de ser percibidos como “frágiles”, y los
demócratas, que, con sus distintos grados de progresismo, apelan en general a
ideales altruístas, más allá del cinismo que a veces esconden. Sólo el 47% de
los republicanos declara usar esta protección en público, contra el 69% de
demócratas. “Los valientes no usan barbijo” parece ser la versión actual de la
famosa “los hombres no lloran”. El riesgo de sobreimprimir valores como la
libertad y el coraje en el rechazo del cuidado mutuo es inmenso, sobre todo
cuando se están batiendo récords de contagio en varios Estados, especialmente
aquellos donde se desoyeron las restricciones. Los anti-barbijo defienden una
muy triste y particular idea de la libertad, porque una cosa es ser libre de
enfermarte y morir, y otra muy distinta es serlo para enfermar al otro y,
quizás, sin saberlo, provocar su muerte.
Unos días antes el Presidente había declarado que “hay
gente que usa barbijo sólo para demostrar su oposición a mi persona”. Aparte de
la constante negativa a usarlo y la tibieza para promoverlo, Trump ha cambiado
en estos días su postura con respecto a otra necesidad sanitaria fundamental,
la de testear a la población. “He ordenado a los funcionarios que por favor
frenen un poco el testeo”, cacareó Trump durante su discurso en Oklahoma, que
estuvo mucho más cerca del stand-up que de la oratoria
política. Ante tamaña afirmación —que implica ignorar enfermos y por ende dejar
que el virus se disemine—, varios funcionarios de la Casa Blanca se
apresuraron a decir que se trataba de un chiste. Trump, como de costumbre, los
desmintió: “Yo no hago chistes”, aseguró un par de días más tarde.
Afortunadamente el doctor Fauci, la figura más prominente del equipo de
coronavirus del gobierno, declaró esta semana ante el Congreso que aún no ha
recibido ninguna orden al respecto. Es que tal orden sería, lisa y llanamente,
criminal. Detrás de la frase: “Si no hay testeos, no hay casos”, repetida por
el Presidente y su Vice, hay una clara lógica electoral (cuanto menor es el
número, mejor queda el gobierno y menos cae el mercado bursátil). El tema es
que niega el arma principal que tiene el planeta (junto al barbijo) para luchar
contra el Covid-19. El testeo dibuja un mapa y un recorrido, y, por el momento,
sólo podremos enfrentar al virus si logramos pisarle los talones. Esta es una
verdad rotunda aceptada en todos los países del mundo, aunque personajes
nefastos como Bolsonaro o Trump la deformen, desvergonzadamente, a cara
descubierta. La utilización política del barbijo y los testeos quedará como la
zona más oscura, irracional y destructiva de la historia de la pandemia.
Casey Mulligan, un ex-funcionario jerárquico del
gobierno, ilustra en su próximo libro sobre Trump cómo esas mentiras y exageraciones
están cuidadosamente calculadas. Entre muchos ejemplos, relata que el
Presidente —refiriéndose a la mayor cifra de crecimiento económico lograda en
14 años— le comentó que estaba indeciso entre declarar públicamente si había
sido la mejor de los últimos 20, o de los últimos 50 años. La apuesta es que,
exagerando una cifra, se logra que circule mucho más, al ser inevitablemente
disputada. Se trata de una manera perversa de dominar la agenda de los medios
que no sólo ha desgastado a la sociedad sino que la está enfermando. Esta
agenda, para colmo, se repite hasta el hartazgo. Está comprobado que la
redundancia agota y daña al sistema nervioso. Si le sumamos la disonancia
cognitiva que provocan las mentiras constantes, es posible imaginar el nivel de
fatiga mental a los que está expuesto quien lee las noticias aquí. En estos
días el desempleo es altísimo, no hay deportes, ni restaurantes, ni consumo, ni
series nuevas, así que no es difícil dejarse invadir por el gigante insecto
kafkiano del día a día que asoma desde nuestras pantallas, entreteniéndonos y
sorbiéndonos los sesos. Sé que esta historia les resultará familiar a mis
compatriotas argentinos. Con distinto marco y distinta impronta, las agendas
reaccionarias de aquí y allá se las arreglan para generar ruido, división y
desesperanza, en un juego donde perdemos todos, hasta Trump, «el gran ganador»,
que según las encuestas perdería hoy por 14 puntos ante el demócrata Joe Biden,
lo que sería un verdadero ejemplo de justicia poética.
La amenaza real del Covid-19 llegó a ambos países cuando
el odio, esa enfermedad autoinmune que nos debilita y nos destruye, se
encontraba ya muy avanzado. Estas patologías aparecen como una especie de
paranoia celular en la que nuestro cuerpo se ataca a sí mismo defendiéndose de
amenazas inexistentes. ¡Los inmigrantes mexicanos son violadores! ¡No van a
parar hasta expropiar tu departamento! ¡El 5G es una trampa para dominarnos!,
grita el cuerpo enfermo. Ese odio hoy se revela en los seguidores duros de
Trump con sus xenofobias, cuidadofobias y racismo, y también en muchos de los
manifestantes que se expresan en contra del gobierno argentino; aquellos que
dicen estar viviendo bajo una “infectadura”, comparando vilmente las medidas
tomadas por un gobierno democratico para salvar vidas con el capítulo más
cruento, absurdo y doloroso de nuestra historia. Hace mucho tiempo, y
emparentados con la misma ideología, otros escribían “Viva el Cáncer” y
secuestraban el cadáver de Evita. Luego de ver un video de la reciente marcha
del banderazo, no me sorprende que esa misma pulsión tanática esté latiendo hoy
en estas marchas. El video mostraba a un hombre, totalmente enfurecido —y sin
barbijo— gritando que el virus es un engaño y que el gobierno quema los cuerpos
de los fallecidos para que no se sepa la verdad. Claramente, algunos de los que
protestan están enajenados. Otros participan llevados por una genuina
impotencia ante la situación económica. Pero hay muchos que simplemente están
tomados por el odio, esa enfermedad que también provoca excitación y promete
engañosamente una razón de vivir al que siente que no la tiene. Ellos son la
parte del cuerpo social que se ataca a sí misma, como quien prende fuego su
casa para ahuyentar a un mosquito.
“Quieren tirar por la ventana el maravilloso sistema
respiratorio de Dios”, declaró conmovida una vecina en la sesión legislativa
del condado de Palm Beach, uno de los tantos donde se votó a favor del uso
obligatorio del barbijo. Otra aseguró desde el estrado que “los barbijos
matan”. Últimamente las fricciones ocasionadas por el uso de éstos ocupan un
lugar preponderante en los titulares. Una mujer de San Diego escrachó en
Facebook a un empleado de la compañía Starbucks, posteando su foto y asegurando
que la próxima vez iba a ir acompañada por la policía. Como consecuencia
inesperada, su post recibió más de 100.000 comentarios de repudio, mientras que
el empleado cobrará más de 55.000 dólares de propina gracias a una campaña
generada en su apoyo. En Arizona, durante un encuentro anti-barbijo llamado
Unmask Us, un concejal invocó cínicamente la muerte de George Floyd al gritar varias
veces “no puedo respirar”, generando una ovación entre los concurrentes al
arrancarse el barbijo. En Flint, Michigan, un hombre mató al guarda de
seguridad de un supermercado por no permitirle a su hermana comprar allí sin
usar protección. En Stillwater, Oklahoma, el gobierno local decidió ir para
atrás con el requerimiento obligatorio, ya que varios ciudadanos amenazaron con
usar la violencia. Los negadores del barbijo tienen un discurso paradójico: uno
de los asistentes al banderazo explicaba su desinterés en usarlo: “El de ahí
arriba decide, él me cuida, querido”, dijo, olvidando que casualmente “el de
ahí arriba” solía predicar eso de amar al prójimo como a sí mismo. Rechazando a
la OMS y a los
expertos, es decir, a la ciencia, una señora aseguraba que el virus no existe,
citando la teoría de un médico. El pastiche de ideas es infinito: “NO AL NUEVO
ORDEN INTERNACIONAL, NO A LAS VACUNAS, NO AL ABORTO, NO A SOROS, NO AL 5G”,
decía el cartel de un muchacho de pelo rapado, presentando un mix delirante que
está encontrando un terreno fértil, tanto entre las señoras de Barrio Norte
como entre los jóvenes desilusionados de la clase media. El tema es que esas
consignas se repiten de manera idéntica aquí en Nueva York. No sé que habrá
detrás de la proliferación de estas pancartas para que puedan navegar
fluidamente entre culturas tan distintas y tan distantes, aunque puedo imaginar
que Steve Bannon, el brillante ex-estratega de Trump, puede tener algo que ver.
Lo que sí sé es que este rejunte extravagante de amenazas imaginarias también
me llegó por WhatsApp, lo que indica que ya se está propagando como un virus.
La psicoanalista y politóloga Nora Merlín llama
“condensadores de odio” a estos ítems de afecto negativo que se vuelven
obsesiones. Más allá de los que nos llegan importados, tenemos en Argentina una
gran cosecha propia que va desde la mención a la Play de Máximo a las cifras
del presunto PBI robado. “El neoliberalismo ha generado una geopolítica del
odio a través de la manipulación y el disciplinamiento”, explicó la doctora
Merlín en el Observatorio Sociopolítico Latinoamericano. “Este odio es capaz de
derrocar gobiernos como en el caso de Dilma o de Evo Morales, es capaz de ganar
elecciones y de instalar un Presidente como Bolsonaro con todo un relato
xenófobo a través del miedo, porque el odio va de la mano del miedo y la
inseguridad”. Cabe preguntarse dónde nos llevará esta penosa enfermedad que ya
ha llegado tan lejos, ahora que estamos amenazados por esta profunda crisis
sanitaria, económica y global que parece no tener un cercano fin.
Algunos datos recientes brindan cierta esperanza. Ese
catalizador del miedo que es Bolsonaro está cayendo en desgracia
precipitadamente. Alberto retiene una imagen positiva del 65% en un país que ya
venía devastado por una deuda impagable, pese al enojo generado por los efectos
de la cuarentena en la economía y teniendo la mayoría de los medios en contra.
Biden —que aseguró este viernes que, si gana, impondrá el barbijo obligatorio—
sigue sacándole ventaja a Trump, cuya estrategia de apoyo a la mano dura es
cada vez más impopular frente al cambio de paradigma de la sociedad frente al
racismo. Los pueblos pueden confundirse, pero en general tienden a la
supervivencia. Ahora que la pandemia dejó al descubierto las fallas
primordiales de las políticas neoliberales, tenemos una oportunidad de
demostrar que el hombre no es el lobo del hombre y que existe la posibilidad de
una sociedad solidaria. Parafraseando a Hamlet podríamos decir: “Ser y ayudar a
ser, esa es la cuestión”.
Los días del verano en Brooklyn son húmedos e
interminables. Por la ventana entra el aliento cansado de una ciudad que casi
no recuerda cómo supo ser. A un par de cuadras de mi casa cerraron una avenida
y han escrito, en todo su ancho, las palabras BLACK LIVES MATTER (Las vidas
negras importan) en amarillo. Ningún auto las pisa, pero los
caminantes de las marchas las celebran todos los días y el eco de sus consignas
llega hasta mi casa. Es en ese canto donde hoy escucho un genuino deseo. Me
hace sentir que, después de todo, quizás no se vaya todo a la mierda, pese al
odio y pese a la pandemia. Ángela Davis, la legendaria activista y filósofa
antiracista, dijo: “No creo que tengamos otra alternativa que el optimismo. El
optimismo es una necesidad absoluta, aún si es, como dijo Gramsci, optimismo de
la voluntad y pesimismo intelectual”. Yo le respondo a Angela: que así sea.
(*) El cohete a la luna, 28/6/020
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