La indignación de Julio Maier
SIENTO
VERGÜENZA (*)
Esta vez no es ajena
sino propia. Por razones que no puedo explicar, fui educado desde niño para
vivir con aquello que podría llamarse «nuestro presupuesto familiar», en lo
posible sin deudas. Formada mi propia familia, muy pocas veces acepté tener una
deuda. Así sucedió sobre todo cuando compré el departamento pequeño en el que
vivía mi familia, luego cuando compramos nuestra propia casita y, por último, cuando
construí la casa en la que actualmente vivo, al comienzo con mis hijos, hoy
sólo con la compañía de mi esposa. Los créditos que me fueron concedidos
oportunamente por instituciones financieras, fueron pagados totalmente y, según
creo, incluso liquidados anticipadamente, a medida que mi vida económica
mejoraba. Las palabras crédito y deuda no suenan como «palabras buenas» —por no
decir «malas»— en mi familia. Por ello es que la primera de mis vergüenzas
tiene como portador a mi nacionalidad. Soy argentino nativo, la siento a mi
patria con un amor muy especial —no sólo cuando enfrenta a otro país en algún
deporte, ni cuando están de por medio las Islas Malvinas—, y es por ello que la
situación actual me avergüenza como argentino, pidiéndole a cada santo una
vela, solicitando ayuda a quien se cruza en nuestro camino, país extranjero o
instituciones crediticias ajenas, sin poder suscribir nuestro contrato social
para vivir «con lo nuestro», gastando más de aquello que producimos y, aún
peor, sin compartir con nuestros connacionales nuestras pobrezas y nuestras
riquezas. Nos hemos convertido en pedigüeños, simples pordioseros universales
por gracia de nuestro gobierno y —lo peor— en un claro e inmoral beneficio de
la porción más rica de la población de nuestro país y en perjuicio actual y
futuro de los más necesitados.
Pero allí no acaba
mi vergüenza, sino que, tan sólo, comienza. No puedo tampoco explicar el por
qué abracé mi profesión. Apenas podría decir que ella me dio de comer a mí y a
mi familia y, también, nos procuró ciertos bienes materiales —sin excesos
mayores— de los cuales todavía gozamos, sin abrir juicio alguno sobre mis
méritos ni referir aquellos éxitos a algún mérito. Pero esa misma profesión
prolonga mi vergüenza, a contrario de lo que sienten algunos de mis colegas que
la estiman y la defienden. Durante mi vida útil intenté colaborar de la mejor
manera posible con los estudios académicos sobre Derecho, al punto de haber
ejercido con cariño la docencia y la investigación jurídicas. Sólo recogí frutos
personales, amistad y reconocimiento académicos, mientras mi Universidad, su
Facultad de Derecho, no parece asombrarse por la estrepitosa pérdida de
derechos actual de mis conciudadanos ni por la caída de aquello que nuestras
obligaciones internacionales consideran derechos humanos; ni qué decir de
aquello que designamos como garantías de las personas humanas en el sistema
penal. La protesta por este —incluso desigual— desarrollo funciona por fuera de
la vida universitaria, que es capaz de quejarse por el presupuesto, pero nunca
por la custodia de su objeto propio.
Del mismo modo
sucede en lo que fue la práctica de esa profesión y, en especial, en mi vida
judicial, donde comencé esa práctica. Me dan vergüenza aquellos a quienes no
puedo llamar mis colegas por la diferencia generacional, pero que escucho o leo
con asombro, como me sucedió en un conocido programa político de la mano de
quien, según dijo, se postula para presidir la corporación que los agrupa en su
gran mayoría. La vergüenza no es aquí tampoco ajena, sino propia, porque,
seguramente, yo procedí del mismo modo siendo juez —eso sí, sin agremiarme—,
creyendo que bastaba con mis pronunciamientos judiciales, allende aquello que
les sucedía a mis conciudadanos. En verdad, más allá de una decisión o de un
juez valiosos individualmente —que los hay, como los hay también en otras
profesiones y en otras labores— el problema lo constituyen tanto quienes hablan
por el conjunto, como la mayoría silenciosa. Fui contrario a la corporación
judicial, pero hubiera sólo valido la pena para oponerse corporativamente a la
injusticia. Sin embargo, observé que aún están preocupados, en primerísimo
lugar, por la imposición a las «ganancias» —contribución obligatoria para los
demás, que contribuye a pagar su salario— y por la llamada «independencia
judicial», que ni siquiera poseen en el texto de
Por fin, me
avergüenza la diferencia entre «rubios» y «negros» —estos últimos «de mierda»—,
distinción que, a contrario de lo logrado en Bolivia, separa por niveles de
ciudadanía —en lugar de reconocer en un único nivel ciudadano distintas
nacionalidades—, el más bajo para nuestros escasos habitantes de pueblos
originarios o para los mestizos, diezmados antes, aun cuando merecedores de
todo nuestro respeto, de nuestra invocación de perdón y de nuestro esfuerzo
reparatorio, y el superior para los hijos de extranjeros colonizadores y hoy
dueños de nuestra tierra y —otra vez para colmo de males— somete a los
primeros, encierra a sus líderes y hasta, incluso, mata con «el auxilio de la
fuerza pública».
Para colmo de males,
escuché después a quien nos preside como «república» en su alocución durante el
llamado «coloquio de idea». Mi vergüenza fue total, a punto del vómito y con
lágrimas. No pude soportar que él se sienta un genuino trabajador, principal
defensor del salario y del empleo, exitoso empresario y gobernante, espartano
de la libertad. ¿Quién le da letra, él está loco de remate o está fuera de toda
regla ética?
(*) El cohete a la luna, 21/10/018
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