La pluma de Marcelo Figueras
RETORNO AL
BOSQUE OSCURO (*)
Si algo necesitamos en estos días son cuentos de hadas. En serio. Ustedes dirán: En materia de relatos creados para un destinatario infantil, con Durán Barba tenemos suficiente. Pero cuando digo cuentos de hadas me refiero a algo más que un relato concebido para distraer a un público ingenuo. Las princesas y la corrección política son la resaca del género, lo que ocurre cuando se bebe de más sin tener la cultura para metabolizar el licor. Para empezar, los mejores cuentos de hadas carecen de hadas y de princesas: es la forma en que denominamos lo que antes llamábamos fábulas, una historia breve con un espinazo ético, de esas que incorporamos cuando niños y si hay suerte terminamos de entender de grandes. Pero lo fundamental, lo que determina que estamos en presencia de un verdadero cuento de hadas, es su incorrección política. Son cuentos que no están pensados para bailar de puntillas alrededor de la sensibilidad del lector, concebido como un alma de cristal. Al contrario: se los construye así para perturbarlo, para cuestionar aquello en lo que creía y someterlo a una experiencia sísmica.
Por extensión
asumimos que la era de oro de los cuentos de hadas fue aquella en la cual
brillaron Perrault, los Grimm y Hans Christian Andersen: lo que va del siglo
XVII al XIX, cuando una sensibilidad que se asumía como moderna remozó cuentos
folklóricos —historias para niños que ya eran parte de alguna tradición— para
paladares contemporáneos. Pero, si esos autores se consideraban parte de una
civilización que había alcanzado una cima iluminada (Perrault escribió Parallèle des Anciens et des Modernes en ce qui
regarde les Arts et
Hablamos de relatos
que, en su génesis, le habían dado cuerpo a una intención didáctica: nunca te
apartes del camino marcado, no comas nada que te ofrezca un extraño, no te
dejes hipnotizar por una bella melodía. Recomendaciones para sobrevivir en un
mundo inhóspito, a las que se dotaba de la atractiva forma de un cuento. Y
aunque las épocas que abarcaron de Perrault al Patito Feo Andersen se tenían a sí mismas por
iluminadas —particularmente en comparación con lo que asumían como la noche
medieval—, existía la consciencia de que aún no lo eran del todo. A pesar de
los avances de las ciencias, las artes y la tecnología, estos europeos vivían
en naciones arrasadas por guerras y diezmadas por pestes incontrolables. (Que
se cebaban prioritariamente, como era inevitable, en los más pequeños. Cuya
mortalidad volvió a aumentar con el desarrollo de las grandes ciudades
industriales.) Por eso los cuentos de hadas seguían cumpliendo una función
social. En un mundo que no daba segundas oportunidades, había que sacudir a las
criaturas para que espabilasen pronto o resignarse a que muriesen.
Dado que nuestro
mundo gira hacia una zona en sombras (el lado oscuro de
Quien quiera arribar
sano y salvo a una edad provecta, hará bien en revisarlos. Como dijo C. S.
Lewis, el creador de la saga de Narnia: «Algún día llegarás a la edad
suficiente para volver a leer cuentos de hadas».
Muchachas,
muchachos: esa edad nos ha llegado.
El ruiseñor, el
amor y la muerte
Mi favorito siempre
fue Hans Christian Andersen. Que irrumpió en la forma de un libraco maravilloso
que compilaba sus mejores cuentos. Primero me conquistaron las ilustraciones
del impronunciable Jiri Trnka, nacido en Pilsen, Bohemia Occidental, en 1912 y
muerto en Praga en 1969. Los dibujos de Jiri —déjenme llamarlo Jiri— no podían
ser más adecuados: eran de una belleza formal deslumbrante, que nunca llegaba a
ser empalagosa porque la rescataba a último momento mediante elementos
humorísticos, terroríficos o grotescos — adjetivos esenciales a la narrativa de
Andersen.
Que, dicho sea de
paso, era en sí mismo un cuento de hadas con patas. El pobre Hans Christian
nació en Odense, Dinamarca, en 1805, hijo de un pobrete con delirios de
grandeza y de una lavandera analfabeta. Además no podía ser menos agraciado;
ante todo hay que leer El patito
feo, uno de sus cuentos más recordados, como una autobiografía
velada. Su fealdad y su falta de encanto social lo convertían en un personaje
que, a pesar de su éxito internacional, no demoraba en volverse incómodo. El
relato que Peter Aykroyd hace de su estadía en casa de Dickens durante 1857 es
tragicómico. Dickens lo había invitado a pasar dos semanas y un mes y pico
después no sabía ya cómo quitárselo de encima. Katie, una de sus hijas, lo
describía como «un embole huesudo» (a
bony bore) y el mismo Dickens lo definía como una mezcla entre el
patito del cuento y el inecrupuloso Pecksniff de su propia novela Martin Chuzzlewitt.
A diferencia de
Perrault y de los Grimm, que solían reformular relatos populares, Andersen era
un original. Un artista de verdad, que empleó un formato tradicional —el de los
cuentos de hadas— para recrearlo e imbuirlo de sus obsesiones. Difícil
leer La reina de las nieves sin
encontrar allí rastros de su propia, frustrada relación con la soprano Jenny
Lind —que además sedujo al célebre entertainer del
Nuevo Mundo P. T. Barnum—: ella es la soberana cuyos besos congelan el alma. O
no atribuir a la soledad su sensibilidad con el mundo de los objetos
inanimados, clave en El soldadito de
plomo, El hombre de nieve y El abeto; y con los animales, como en El ruiseñor. O no ver en sus
trágicas historias de amor —del mencionado Soldadito a La
sirenita original— una expresión del dolor que le producía
desear sin ser correspondido. Para colmo todo indica que el pobre era bisexual,
lo que duplicaba su capacidad de ser rechazado: se prendaba de mujeres
inalcanzables y era capaz de experimentar por hombres —como Edvard Collin— «los
sentimientos de una mujer», sin llevarlos nunca a fruición por considerarlos
una pasión prohibida. Todo indica que fue célibe su vida entera.
Muchos de sus
cuentos versan sobre la experiencia de la inadecuación. (Lo cual, imagino,
ayudó a que millones de niñxs se identificasen con ellos.) El soldadito de plomo, al que le
falta una pierna, se enamora de una bailarina de papel en la cual proyecta un
alma gemela, ya que también ella —inmortalizada en plena pose de ballet— se
alza sobre un solo pie. El hombre de
nieve se prenda de una estufa a la que observa a través de la
ventana: otro amor imposible. (Hay quienes ven en el atizador que los niños
habían usado como columna vertebral del muñeco un símbolo sexual, y de carácter
ambiguo: a la vez como el falo que nunca pudo usar para atizar la estufa o como
el falo que le habían metido dentro.) La
sirenita se enamora de alguien de otra especie y sacrifica su
preciosa voz para alcanzarlo; pero el príncipe, aun cuando la valora, no
reciproca sus sentimientos.
Esta es otra
característica de la narrativa de Andersen: no existe en sus cuentos nada
parecido a un happy ending asegurado.
Al contrario: muchos de sus finales son tremendos, y sin disimulo. El abeto quiere ser más alto, pero
crecer sólo le vale el hacha y la breve gloria de ser usado como árbol de
Navidad, para terminar arrumbado en un ático y finalmente trozado y echado a
las llamas. La misma Sirenita lo
pierde todo por haber deseado algo que estaba más allá de su alcance: empieza
por sacrificar la voz, o sea su esencia, y eventualmente su vida. Las zapatillas rojas castiga la
vanidad con dolores inenarrables, hasta que la pobre Karen pide que le corten
los pies. Y La pequeña vendedora de
fósforos es una lágrima: la pobre niña muere congelada en las
vísperas de Año Nuevo, después de haber consumido la mercancía que su padre le
había ordenado vender, so pena de una golpiza. Al lado de historias como estas,
la muerte de la madre de Bambi parece
un sketch de Olmedo.
Y sin embargo esa
impiedad aparente, que hoy nadie osaría infligir a nuestros niños, es parte del
valor de la narrativa de Andersen y de los cuentos de hadas en general. Puede
haber objetos mágicos, hechiceras y animales que hablan, pero por detrás de ese
oropel, los cuentos de hadas te la cuentan tal cual es.
¿Sartre era un
personaje de cuento de hadas?
El impulso original
fue siempre el de no engañar a las criaturas respecto del mundo al que habían
venido a dar. Aquí puede ocurrir lo peor: la pobreza, la discriminación, la
injusticia, el hambre, la soledad, la muerte absurda y temprana. Claro, también
puede sonreír la fortuna si se tiene la dosis adecuada de suerte, ingenio y
coraje. Uno de mis favoritos es The
Tinderbox, al que habría que traducir incómodamente como El yesquero, o El encendedor de yesca. El relato
es amoral de la manera más deliciosa. Un soldado que regresa de la guerra se
cruza con una vieja bruja, que le pide un favor: que se meta dentro de ese
árbol hueco y rescate para ella un yesquero, y que como pago se quede con los
demás tesoros que encuentre allí dentro. En las profundidades a que accede a
través del árbol, el soldado da con tres estancias llenas de monedas, plata y
oro y custodiadas por perros monstruosos: uno con ojos «del tamaño de tazas de
café», otro con ojos del tamaño de ruedas de molino y el último con ojos «del
tamaño de
Después vienen
peripecias que el soldado sortea a fuer de descaro, sagacidad y por supuesto
con el yesquero, que al ser usado convoca a su rescate a los perros ojudos.
Estas bestias lanzan por los aires al Rey,
Pero a menudo no hay
recompensa palpable. En La sirenita —el
relato original, no su versión disneyficada—, la protagonista no consigue
retener al príncipe. Sobre el final, sus hermanas le ofrecen un cuchillo y le
dicen que si mata al príncipe y vierte sangre sobre sus pies, volverá a tener
su cola original y podrá regresar al mar. Pero la sirenita no quiere resolver
su drama a costa de una injusticia y arroja el cuchillo al mar y después se
arroja ella, disolviéndose en la espuma. Se ha discutido mucho sobre las frases
finales, que se consideran un agregado de último momento y le regalan a la
sirenita un alma inmortal de la que hasta entonces carecía. Es verdad que
ablandan el relato, pero no diluyen su sentido. Aquí, como en tantos otros de
sus cuentos, Andersen reconoce que el mundo es cruel, que no regala nada y que
es improbable que nos trate con justicia; pero lo que determina quiénes somos
en realidad es, precisamente, lo que hacemos en la hora más difícil. La
sirenita no permite que la crueldad de su destino la vuelva cruel a ella,
conserva la elegancia de su espíritu; y por eso es memorable, ya sea que se
disuelva en la espuma o ascienda a los cielos.
Y ese es un mensaje
que no envejece, aun cuando los cuentos de hadas pasen de moda o pequen de una
incorrección política que el presente usa en su contra. Una lección valiosa,
que Sartre sintetizó (visto desde aquí, su aspecto de sapo estrábico no
desentonaría en un cuento de hadas) cuando dijo que lo importante no es tanto
lo que nos hacen, como lo que hacemos con la carrada de mierda que la vida nos
vierte encima.
La ola y el océano
Puede que el arte de
los cuentos de hadas ya no se practique en forma directa, pero sigue brotando
aquí y allá. Los relatos de Roald Dahl merecen formar parte del canon, porque
son crueles como los clásicos (el niño de Las brujas jamás recupera la forma humana, el
protagonista de James y el durazno
gigante pierde a sus padres de un modo aberrante,
Pero también hay
relatos maravillosos a los que apelamos por fuera del dominio de los cuentos de
hadas. En estos días pensaba si el 17 de octubre no era uno de ellos, conectado
con aquel otro del mismo ciclo narrativo que habla de un hada plebeya —rubia
porque se teñía, nomás— que tenía un poder inmenso con el cual hacía el bien a
los pobres, pero no podía emplear para salvarse a sí misma. No va a faltar el
gil que pegue el salto, imaginando que le resto veracidad al Día de
Otras veces la
realidad se muestra tan desalmada que, más que a nuestro mundo, parece pertenecer
al dominio extremo de los cuentos de hadas. No hay mucha diferencia entre La pequeña vendedora de fósforos y
Sheila Ayala, la nena de 10 que fue asesinada, metida en bolsas de basura y
arrojada a una zona de nadie entre dos medianeras. Una es rubia y la otra
morena, pero por lo demás ambas fueron víctimas de un sistema que desprotege
sistemática y criminalmente a los más débiles. Me siguen perturbando las
simetrías entre los sitios donde van a dar sus cuerpitos: la fosforera se
sienta y congela en «una esquina entre dos casas», Sheila queda apretada entre
los muros que separan otras dos casas — condenadas a un no-lugar, desde que la
sociedad en que nacieron no les concedió espacio propio ni siquiera en la
muerte. No mucho parece haber cambiado entre
«En una era tan
utilitaria en comparación con las precedentes, es un asunto de la más seria
importancia que se le conceda a los cuentos de hadas el respeto que merecen»,
escribió Dickens en aquellos tiempos. Veneraba el género porque formaba a los
más pequeños en valores que creía vertebrales: «Paciencia, cortesía,
consideración con los pobres y los viejos, un tratamiento amable de los
animales». También enseñaban a mirar más allá de las apariencias, como aprendió
a los golpes la bestia de la célebre fábula. (Juro que no sabía que la autora
de La bella y la bestia era
una mujer del siglo XVIII, Gabrielle-Suzanne Barbot de Villeneuve.) Llevo años
diciéndome que algún día escribiré cuentos de hadas contemporáneos: podría ser
—¿por qué no?— uno protagonizado por una niña que se cruza con un hada trans
llamada Rosamel (prometo no incurrir en bromas sobre varitas mágicas) que,
conmovida por la gracia con que la pequeña la trata en lugar de burlarse como
hacen los trolls, le regala una flor de tela que no puede verse más cachi pero
que —Rosamel lo jura— es mágica. Y que al fin prueba serlo de cierto modo,
cuando un juez reconoce la flor como una prenda de Rosamel, a quien debe tantas
horas de placer rentado, y entonces…
Pero no, no: este no
es el lugar. Lo que quiero decir acá es que Dickens da en el clavo cuando opone
los cuentos de hadas a la impronta utilitaria del mundo de hoy. Es verdad que
cuando hay hambre nada parece más importante que un perfumado y sangrante trozo
de carne, o el papelucho impreso —verde, de ser posible— que puede canjearse
por ese manjar. Pero tan pronto nos elevamos por encima del instante, la
precariedad de lo material —su infinita prescindibilidad— vuelve a
conmocionarnos. Por la brevedad de sus formas y sus reglas del juego, el cuento
de hadas nos conecta con los aspectos más esenciales de la experiencia humana.
(Su poder emocional equivale al de una canción inolvidable.) Al leerlos
recordamos que somos bestias que saben que tarde o temprano dejarán de ser; que
los huesos que nos sostienen, tan sólidos, se volverán fleco y luego nada
(¿acaso hay algo más precario, más destinado a evaporarse, que el universo
digital que ocupa cada vez más el lugar de nuestra realidad?); y que, en ese
marco inexorable, la vida de aquel que se dedicó a acumular riquezas dura lo
mismo que la vida de aquel que se dedicó a ser, aunque sólo uno de ellos llegue
al final con una sonrisa en los labios.
Los cuentos de hadas
recuerdan que nuestra existencia es fugaz, poco más que un soplo, y que apenas
elegimos entre consagrarla al dinero, la generosidad, la belleza o la nada.
Como lo resume Container, una
canción de Fiona Apple —díganme si no es un nombre de personaje de Andersen—: «Yo gritaba dentro del cañón / En el momento
de mi muerte / El eco que generé / Duró más que mi último aliento… Tengo sólo
una cosa que hacer y esa es / Ser la ola que soy y después / Hundirme de
regreso en el océano».
(*) El cohete a la luna, 21/10/018
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