La postura de Diego Sztulwark
FASCISMO
FUSIÓN (*)
Ni Trump, ni Le Pen, ni Bolsonaro están en
condiciones de construir un Estado fascista y, al mismo tiempo, no podemos
evitar ver en ellos a los arquetipos humanos de un cierto tipo
de fascismo postmoderno, un tipo específico de
vitalismo que se afirma en su pureza –étnica, de clase o
nacional– por medio de una violencia intolerante y de
la inferiorización de poblaciones enteras. La pregunta por la
posibilidad de la actualidad del fascismo supone, entonces, un ejercicio de
caracterización de fuerzas y circunstancias políticas e históricas.
I. ¿Qué es el
fascismo histórico?
El debate marxista
Desde el punto de vista del debate marxista sobre el
Estado y la política, el fascismo no se asimila a cualquier gobierno de rasgos
autoritarios o conservadores, sino que responde a una cierta coyuntura: el
capital monopolista, el gran capital centralizado, activa a sectores
medios en su favor, a fin de desplazar a los círculos de las clases dominantes
que bloquean su expansión, afirmando así su dominación sobre el
conjunto. En la polémica entre Nicos Poulantzas y Ernesto Laclau, el fascismo
(fenómeno que engloba también el nazismo) es caracterizado como un fenómeno
de movilización de la sociedad en contra de la amenaza socialista obrera,
así como de capas del viejo bloque de clases dominante que, como sucedía en
¿Qué nos enseña la
tradición sobre el fascismo?
Bajo el triunfo del fascismo europeo
Walter Benjamin escribió “Sobre el concepto de historia”. Allí
sugiere que si la izquierda europea no pudo derrotar el fascismo se debe “en
parte no insignificante” a su creencia en una “norma histórica” fundada en la idea
de “progreso”. En lugar de partir de la tradición específica de los
oprimidos –un saber de la excepción como única norma–, la
socialdemocracia se dejó llevar por la de los opresores –una temporalidad
lineal de tipo evolutiva–. El marxismo, reducido a discurso de las fuerzas
productivas (más fábricas, más obreros, más votos a los partidos
socialistas, etc.), corre el riesgo de adoptar el punto de vista del
enemigo. El precio a pagar por la adopción de este punto de vista
“antifilosófico” (asombrarse de la existencia y crecimiento del nazismo como de
un anacronismo, un arcaísmo que no debería subsistir “en pleno siglo
xx”) es patente. Para Benjamin, la tarea es concebir
la historia desde un punto de vista que permita expandir la excepción al
entero campo social. El asombro ante fenómenos como el de Bolsonaro, en Brasil,
debe producir saberes políticamente útiles, sin quedar estancados en la escasez
filosófica ante el hecho de que las cosas que vivimos sean “aún” posibles en el
siglo XXI. Pensar el fascismo ayer y hoy supone, por lo tanto, mantener la
guardia en alto con respecto a lo que cada época propone como evolución
normalizada del estado de cosas.
II. ¿Es fascista
la derecha que hoy gobierna?
¿Cómo se caracterizan las
mutaciones de la derecha?
En su reciente libro Las nuevas caras de la derecha, el
historiador Enzo Traverso caracteriza el ascenso de las derechas en Europa
y en los Estados Unidos (de Trump a Le Pen) con el término
de postfascismos. Se trata de una categoría a la que se le puede
reprochar imprecisión –sólo determina un después del fascismo–, pero a cambio
tiene la ventaja de proponer, para cada caso, un análisis concreto de las
mixturas de rasgos racistas, autoritarios y xenófobos de estos
movimientos que denuncian a las elites de las finanzas, con
las que no obstante sostienen vínculos estrechos. En ese
sentido, Traverso afirma que Trump encarna como nadie una
antropología neoliberal. Con la expresión postfascismo se intenta nombrar
un complejo de continuidades y discontinuidades, a establecer en cada
caso, con respecto al fascismo histórico.
Esta formulación interesa en
particular si se la aplica al fondo de la discusión más
general sobre cómo caracterizar a la derecha que
llegó con Macri al gobierno de
De Massera a Macri
En la historia argentina, el fascismo histórico no se
dio como forma dominante. Ciertos sectores de la izquierda y del liberalismo
intentaron adjudicárselo de modo fallido al movimiento que creó Juan Domingo
Perón. Pero, como lo explicaba León Rozitchner, Perón no expresó la vía
del dominio por la vía de la guerra abierta, sino por la de la tregua. El
tiempo y no la sangre. El asesinato y la tortura como modo de
reestructurar las relaciones de poder estuvo a cargo de militares muy
diferentes. En 1977, el almirante Massera (o Almirante Cero,
nombre con el que este alto jefe participaba de la patota que desaparecía a
militantes populares) ofreció un discurso en la jesuítica Universidad de
El Salvador, en ocasión de recibir un premio honorífico. Massera, por
entonces miembro de la junta militar que gobernaba el país, se explayó sobre
las motivaciones que impulsaban a la cruzada occidental cristiana a la guerra
que se libraba en los fondos de la ESMA: defensa de la propiedad contra la
ideología marxista, defensa de la familia contra la perversión freudiana,
defensa de valores absolutos contra la relatividad einsteniana. La
práctica de exterminio en los centros clandestinos
de torturas y los vuelos de la muerte, el catolicismo integrista
de muchos de sus cuadros y los lazos indisociables con las jerarquías de
¿Hay una derecha no fascista?
La situación es muy otra cuando escuchamos hoy al
jefe de Gabinete de Macri y a su asesor Alejandro
Rozitchner mezclar en sus hablas neocapitalismo con budismo, ideología del rock
y estética de la transgresión, y en consecuencia no podemos menos que asumir
que no hay posibilidad alguna de trazar de modo lineal una relación entre
derecha y fascismo. ¿Hay entonces una nueva derecha, diferente a la del
terrorismo de Estado? La cuestión volvió a plantearse con fuerza en la
coyuntura de la desaparición forzada seguida de muerte de Santiago Maldonado, y luego
de las elecciones parlamentarias de octubre de 2017 con resultado favorable al
gobierno. Fue el periodista y politólogo
José Natanson quien intentó provocar la discusión con su
libro ¿Por
qué? La rápida agonía de la argentina kirchnerista y la brutal
eficacia de una nueva derecha. Allí se refiere a una
derecha “democrática” –sin dudas una novedad histórica– a la que
habría que comprender en nuevos términos. Y en eso último tiene
razón. Comprender es imprescindible.
Por un problema de comodidad intelectual y afectiva, la
izquierda convencional, sea kirchnerista o no, ha
reaccionado ante el macrismo más de una vez como si
fuera una continuidad directa de la dictadura. Este tipo de
afectividad congelada bloquea la comprensión de lo que con Traverso
denominábamos las “nuevas caras”, la capacidad de innovar, las discontinuidades
históricas de eso a lo que llamamos la derecha argentina. El
asesinato por la espalda del militante mapuche Rafael Nahuel, poco tiempo
después de la aparición del cuerpo de Maldonado, confirmó lo evidente: la
defensa de la tierra como mercancía, en el marco de nuevos negocios –sobre todo
en torno a la energía– define nuevos enemigos del Estado y promueve una
práctica y una legitimación del aniquilamiento físico. La ventaja
del método de Traverso –considerar a la vez variaciones y
continuidades– permite organizar discontinuidades e innovaciones junto
con prolongaciones de tipo estructural, tales como
las vinculadas al desarme de la política como lucha de clases, a una
visión jerárquica del mundo y a una confianza en la articulación entre
iniciativa capitalista, una idea de la “seguridad” concebida sobre la de
“propiedad” (privada, concentrada), y una percepción sobre la pobreza en
términos de contención y peligrosidad. Ni fascismo, ni nueva “derecha
democrática” por sí solo resultan entonces términos apropiados.
El fascismo postmoderno y el odio a
la igualdad
El fascismo, en sus formas
políticas y/o deseantes, implica una pasión por la
desigualdad y una fobia a las diferencias que no tiene nada incompatible
con fenómenos tan modernos y neoliberales como es la subsunción de la vida a la
dinámica conectiva de los mercados. El carácter absolutista de esta
sumisión ha dado lugar a formas de microfascismos que
pululan por –y taponan– los poros de la ciudad
parlamentaria. Racismos, machismos y clasismos arraigan en lo que desde
hace unos cuantos años Santiago
López Petit señala como la pervivencia de un tipo de
fascismo “postmoderno” que actúa repitiendo uno de los rasgos
fundamentales del fascismo histórico: la movilización total. Ya no se
trata de ideales, sino de una movilización entera de la vida por lo
obvio. En el momento en que el capitalismo se revela ya no como simple
fábrica de mercancías, sino como una completa fábrica de subjetividades, se
plantea como nunca antes la necesidad de
establecer una correlación entre economía, deseo y
política. Una ecuación en la que el deseo de revolución deja lugar a
un intenso deseo de normalidad que las izquierdas procuran codificar
como inclusión social y las derechas como
integración meritocrática al mercado. El reverso de ese deseo de
norma, como lo muestra la obra de teatro Diarios del odio, dirigida por
Silvio Lang, es una desinhibición general de la pasión por el odio a
la igualdad.
Alerta Brasil
Días antes de la primera vuelta electoral, Vladimir
Safatler –filósofo y docente brasileño– analizaba, en una entrevista, la
coyuntura de su país de cara a las inminentes elecciones polarizadas entre los
principales candidatos –el postfascista Jair Bolsonaro y el candidato del
Partido de los Trabajadores, Fernando Haddad–, calificándola como “una guerra
civil de baja intensidad”, desarrollada contra los movimientos populares que
obstaculizan las políticas de privatización de los servicios públicos y del
sistema financiero, así como de la reforma laboral (ver: http://lobosuelto.com/?p=21800). Según
Safatler, la situación actual está determinada por la reconstrucción
reaccionaria del bloque de poder que estuvo detrás del golpe de 1964, que
apunta a anular de modo violento los límites y las trabas que la sociedad
brasileña impuso a la valorización capitalista durante las últimas décadas. Por
detrás del lenguaje soez de Bolsonaro, se alza un enemigo aún más temible: la
decisión de ese bloque de poder de destrabar de modo violento las relaciones de
fuerzas, ante una izquierda en crisis que aspira a reunir electoralmente al
centro político del país, en torno a un pacto de conciliación que Safatler
considera a esta altura inviable.
III. ¿Es posible eludir el fascismo?
El fascismo postmoderno es la articulación
de rasgos del fascismo histórico con la hegemonía neoliberal (y con
el neoliberalismo en crisis). En el corazón de este dispositivo de dispositivos
se elabora una normativización del tiempo histórico, una prefiguración en la
cual el futuro resulta deducido a partir de los miedos del presente. De allí la
importancia de la experiencia benjaminiana de la excepción. Sea por
la vía de una ruptura, una fuga o un desborde, una vida no fascista deviene
inseparable de la interrupción de los mecanismos de la prefiguración.
En una línea similar, León Rozitchner escribió que
“si la guerra está en la política como violencia encubierta en la
legalidad, se trata de profundizar la política para encontrar en ella las
fuerzas colectivas que, por su entidad real, establezcan un límite al poder. La
guerra ya está presente desde antes, solo que encubierta. Por eso decimos: no
se trata de que neguemos la necesidad de la guerra, solo afirmamos que hay que
encontrarla desde la política, y no fuera de ella. Porque de lo que se trata en
la política es de suscitar las fuerzas colectivas sin las cuales ningún aparato
podrá por sí mismo vencer en la guerra”.
Esta capacidad de poner límites al poder viene asociada
en Rozitchner a la producción de un conocimiento —el desencubrimiento de la
violencia dominante en la política democrática– y desarrollo de la tarea
práctica de suscitar fuerzas colectivas orientadas a desactivar esta
violencia. La experiencia sudamericana reciente (las crisis del
neoliberalismo de los años ’90, el protagonismo de los movimientos populares,
el ensayo de gobiernos llamados progresistas) vuelve a plantear estas
cuestiones de modo acuciante. La gradual subordinación de aquel poder colectivo
impugnador al que se refería Rozitchner al juego restringido de una mediación
precaria (regulación de una morigerada inclusión vía consumo, tentativa de
moderación de los impulsos represivos más salvajes), estrechó el campo
estratégico de las organizaciones populares, cada vez más compelidas a
priorizar su capacidad de contención por sobre la de la interrupción.
La vigencia declinante de estas mediaciones precarias
determina, aún hoy y en buena medida, las posibilidades de un poder colectivo
que quizás pueda ser reactivado a partir de la doble pinza con la que Benjamin
imaginaba, en el citado texto sobre el concepto de historia, la generalización
de la excepcionalidad: por un lado, la irrupción de una nueva generación de
luchas (una “débil fuerza mesiánica”, un cierto potencial de transformación que
“no cabe” despachar a “bajo precio”); y, por otro, cierto “don de encender la
chispa de la esperanza” propia de quien está convencido “de que ni los muertos
estarán seguros ante el enemigo si es que este vence. Y este enemigo no ha
cesado de vencer”. El hecho de que en la actualidad ambas tendencias o
motivaciones se encuentren igualmente presentes en el campo político (el ímpetu
de nuevas generaciones de activistas –movimiento de mujeres, gremiales,
barriales, culturales– coexiste con la conciencia urgente de detener el
desastre –la impunidad ligada a la violencia y a políticas que favorecen la
desposesión comunitaria, la liquidación de derechos colectivos y la exclusión
de la participación de riquezas y expectativas comunes–), quizás permita
concluir que lo que está hoy en juego es precisamente el proceso lento y
difícil de esta articulación, que se juega por entero en su capacidad de darse
un método de convergencia capaz de organizar su complejidad sin aplastarla, de
historizar (no de esencializar) una conciencia de la enemistad, y de seleccionar
un liderazgo a la altura de las exigencias éticas que toda transformación
política genuina demanda.
(*) El cohete a la luna, 21/10/018
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