La pluma de Marcelo Figueras
POR
ESTO LUCHAMOS (*)
Hice cuentas y
llegué a la conclusión de que hace ocho años que quiero escribir sobre The
Decemberists. Acá es donde ustedes preguntan: ¿sobre quién? Me refiero a un grupo de rock
oriundo de Portland, Oregon, al que definiría como
Pero este artículo no es ese artículo. No es el texto sobre
The Decemberists que vengo prometiéndome desde hace tanto. Es algo que necesité
escribir, nomás, porque me lo inspiró una —una sola— de sus canciones. Que ni
siquiera era de mis favoritas del álbum The King Is Dead (2011), pero ya
saben: las buenas canciones te esperan lo que haga falta, hasta que la vida te
ponga en condiciones de vibrar con ellas. (Cosa que a veces hace gentilmente, y
otras tantas a lo bruto.) Corría julio cuando rescaté el CD y me lo llevé al
auto, con la idea de revisitarlo. Pero ninguna de las canciones que tenía
listadas como preferidas me produjo el impacto de esta, que había escuchado un
montón de veces sin que me pegase así.
Se llama This Is Why We
Fight. Llevo días preguntándome cuál sería la mejor manera de traducir
el título, que parece simple pero tiene sus bemoles; y de las variantes que barajé,
la que hoy se lleva la corona es la siguiente: Por esto luchamos.
The Decemberists no es una banda política, al menos en
sentido convencional. Es cierto que el nombre que eligieron lo es, y del modo
más expreso: una alusión a los diciembristas que en 1825 se
alzaron contra
Meloy y el Indio no pueden ser más distintos, pero
tienen dos rasgos en común. El primero: la tendencia a incluir en cada canción
alguna palabra que nunca antes habías oído. Y segundo: la capacidad de crear
personajes marginales a los que jamás se mira desde la condescendencia, al
contrario: los elevan hasta convencernos de que son magníficos — criaturas
gloriosas.
La canción de la que hablo tiene un título belicoso
desde el vamos. Y la propulsión de su música —The Decemberists es una banda más
bien tranca, amante del mid tempo— parece subrayar ese ánimo.
Pero la letra es elusiva. De los años que llevo incubando la nota sobre Meloy
& Co., los seis últimos me los pasé charlando con el Indio, lo cual
constituyó (¡entre tantas otras cosas!) una suerte de Seminario Personal Sobre
Letrística; y si algo entendí, es que los versos de una canción funcionan mejor
cuanto más espacio le dejan a el/la oyente para completar sentidos con su
propia proyección. Un modo de funcionamiento que comparten con la poesía, de la
cual el haiku es
su forma más escueta y disciplinada: tres versos que son como tres trazos de
tinta sobre un papel, a partir de los cuales conjuramos un universo. Y aunque
Meloy es un letrista libertino con vocación literaria (en paralelo funciona
como escritor hecho y derecho: tiene publicada una saga para niñes/jóvenes,
llamada Wildwood), This Is Why We
Fight es de sus textos más económicos y precisos: un buen
ejemplo de esa técnica basada en la sustracción, en mostrar apenas el tip del
iceberg que asoma por encima de las aguas para invitarnos a imaginar la
inmensidad que esconde debajo.
Que venga la guerra
/ Que venga la avaricia / Que venga el infierno, dice en el
arranque. Que venga la atrición / Que venga el hedor de huesos / Que venga el
infierno.
Un puñado de imágenes que esboza un paisaje
apocalíptico. Pero no hay en ellas, ni habrá en el resto de la canción, pista
alguna respecto de qué guerra se trata, o indicación de qué la desató, o qué
está en juego. Eso es parte de lo que me conmocionó esta vez. La naturalidad
con que Meloy asume, desde el título, que el y la oyente también están
en batalla.
Si existe un sentimiento que últimamente me persigue es
el de encontrarme en plena lid, a la hora en que la brega se espesa y los
combatientes asumen que la lucha está por dirimirse.
¿No sienten lo mismo ustedes, en estos días?
Fight the Power
Uno de los lugares comunes de nuestra construcción de
sentido cultural es asumir la vida como una batalla. «Escuchen el grito de la
mujer a la hora en que da a luz», escribió Kierkegaard. «Vean la lucha del
moribundo en su estertor, y díganme si algo que empieza y termina de ese modo
puede estar destinado al placer».
Venimos a este mundo en indefensión, que se prolonga
durante un tiempo infinitamente más largo que el que entraña para las demás
especies. Si durante pila de años no nos abrigasen, alimentasen y protegiesen
de toneladas de peligros, moriríamos como moscas. Casi nada viene dado para
nosotros: carecemos de pelaje que nos preserve del frío, de alimento adecuado
al alcance de la mano, de garras y colmillos con los que defendernos. Para
obtener cualquier cosa, no nos queda otra que batallar de algún modo. Todo nos
resulta arduo, cuesta arriba. Por eso no podemos darnos el lujo de vivir en el
presente constante de los animales, de habitar sólo este instante. Necesitamos
ver más allá de hoy, si no planeamos a futuro y nos organizamos en
consecuencia, nuestra expectativa de seguir vivos se reduce drásticamente.
Esa es la respuesta instintiva al título de la canción:
luchamos para sobrevivir, para que la existencia no nos expulse de sus dominios
antes de tiempo.
Pero transcurrieron milenios desde la indefensión
original, y desde entonces nos las ingeniamos para reducir esa lucha a su
mínima expresión. Hoy existe gente que no padece necesidad imperiosa durante su
vida: nunca calor ni frío extremos, nunca sed ni hambre, nunca enfermedad
intratada, nunca violencia física, nunca una dificultad severa. Es lógico
preguntarse por qué motivos lucharía alguien así, más allá del deseo instintivo
de prolongar la vida.
Algunos ejemplos que tenemos a mano sugieren que
batallan de todos modos, pero para sobreponerse a otras limitaciones; por
ejemplo, la contradicción entre lo descomunal de sus privilegios y su
inseguridad patológica. La compulsión de Trump a subrayar constantemente que es
el más grande y que no ha habido mejor Presidente en toda la historia de los
Estados Unidos es pasmosa. (Si lo despojásemos de la palabra tremendous, que
usa como muleta cada frase y media, creo que no podría hilvanar un nuevo
pensamiento.) Hasta los faraones y los emperadores romanos, a quienes se
consideraba dioses, eran más modestos. Si el refrán dime de qué te fardas y te diré de qué careces expresa
una verdad universal, Trump vendría a ser el hombre peor dotado del mundo
para alcanzar grandeza en ningún rubro que no sea la balanza.
La convención republicana de estos días tuvo
características apoteósicas. Monopolizada por Trump y sus parientes, deberían
rebautizarla The Trump-man Show. A diferencia de la película de Peter
Weir (The
Truman Show), que cuenta de un hombre que ignora que su vida
transcurre en medio de un programa de TV, la variante trumpiana sugiere que son
les ciudadanes de su país quienes no advierten que no son gente libre sino
comparsas del show 24/7 que Trump estelariza.
El ejemplo que picó cerca nuestro es más discreto, pero
igualmente mórbido. Que Macri sólo pueda sentirse tranquilo, o ligeramente
superior a los demás, espiando a quienes lo rodean (¡tanto enemigos como
aliados!) en busca de secretos con los que nivelar el juego, expresa el non plus ultra de
la inseguridad. Si la dimensión del espíritu humano fuese visible y yo contase
con un microscopio, tendría más probabilidades de encontrarme con un virus
bailando el mambo que de divisar la personalidad de Macri en el portaobjetos.
El tema es que, paralelamente, siguen existiendo
millones de seres humanos que vienen al mundo en condiciones opuestas, más
parecidas al desamparo de la humanidad primitiva que a aquellas en las que se
criaron Trump y Macri. Gente que nace sin tener garantizado alimento, refugio,
medicación básica — antibióticos, por ejemplo. En estos casos es evidente por
qué luchan: porque a pesar suyo los reclutaron para una guerra que existe desde
nuestro debut como especie, en reclamo de los derechos humanos más esenciales.
Su situación es tan precaria que los empuja a vivir en un presente perpetuo,
sin otro objetivo que llegar al final del día. Cada jornada se presenta como
una nueva batalla: o la das, o no habrá mañana.
Entonces, ¿todos luchamos? Me temo que no. Somos legión
aquellos que, sin llegar a la abundancia en que se criaron Macri y Trump,
tuvimos un buen pasar y hoy no enfrentamos lucha más tenaz que la de cumplir
con el laburo que garantiza las vituallas que duran el mes entero. Gente que
puede dedicarse a hacer lo suyo y disfrutar; siempre hay aspiraciones y dolores
personales —ley de la vida—, pero que no necesariamente llegan a ser sangrientos.
Tengo amistades en otros países que, habiendo crecido al amparo de Estados que
garantizan condiciones de vida razonables para todos, son más bien apolíticas.
(Si apoyan causas tienden a ser universales, como el ecologismo.) A excepción
de los afanes de su profesión, se concentran en pasarla pipa, hacer miniturismo
los fines de semana y planear sus vacaciones con tiempo.
Pero también estamos aquellos que, aun sabiéndonos
privilegiados y con uñas para el disfrute, crecimos en países inestables e
injustos. Donde no existe nada que pueda llamarse bienestar general. Y en consecuencia,
dificultan guardarse en el interior de burbujas que aislen del sufrimiento
ajeno o te preserven de sus consecuencias. (Quiero decir: podés vivir en una
nube de pedos, si tuviste suerte y no la dilapidaste, pero sólo hasta que
descubrís que alguien está durmiendo en el umbral de tu casa.) En países como
el nuestro se complica sentirte Gene Kelly en Cantando bajo la lluvia, porque el
Estado no fue garante de condiciones básicas de modo sostenido, para toda la
población. Aun cuando vivas en un barrio bacán, estás atado a empresas que ofrecen
servicios defectuosos y te dejan a oscuras o sin conexión. Incluso en esos días
donde todo sonríe la calle se resiste a convertirse en set de tu comedia,
porque no hay forma de recorrer cien metros sin toparse con una escena de
necesidad insatisfecha.
¿Por qué luchamos, pues, algunos de los que podríamos
vivir sin tener la guardia permanentemente en alto? Porque hay muchos,
demasiados, que no tienen más elección que luchar o morir. Y entendemos que
suerte —esa que nos hizo nacer donde nacimos, que nos dotó de esa familia y de
los recursos que nos permitieron defendernos— no equivale a justicia. Por eso
mismo, como somos agradecidos, no amarrocamos esa suerte; no pretendemos ser
los únicos en merecerla. Creemos, por el contrario, que la fortuna —en todas
las acepciones del término— puede contagiarse como los buenos sentimientos y
mostrarse elástica como el corazón humano, que siempre hace espacio para querer
a alguien más.
Es una buena razón para luchar.
La canción de los
(a)brazos
Por supuesto, reconocemos el derecho de otros a luchar
por motivos que no son los nuestros. Hay quienes luchan para estar a la altura
de su ego. (Conozco bien a uno de esos, a quien se le ocurrió en estos días
bardear a Messi.) Hay quienes luchan para sobrecompensar su miedo. (A veces
pienso que la adicción a las armas de los pobretes blancos de los Estados
Unidos—rednecks—
se debe a que sólo se sienten seguros con un fusil automático en brazos.) Hay
quienes luchan en defensa de su deseo de no pensar en nadie más que en sí
mismos. («Bullrich… ¿Dónde está Bullrich?») Uno no comulga con esas razones,
pero entiende que son lícitas.
No todas lo son. Amenazar de muerte por las redes a un
alto funcionario electo, que además es mujer, no es luchar sino transgredir un
límite del que no hay regreso, a la vez que un acto de equilibrismo entre dos
pulsiones que (sólo) parecen contrapuestas: la criminal incitación a la
violencia y la cobardía supina. (Si lo encerrasen en una habitación con una
pantufla de Cristina, ese pánfilo empezaría a gritar por clemencia a los diez
segundos.) En ocasiones como esta, en las que la ley moderna no profiere
respuestas satisfactorias, me pregunto si no había más sabiduría en ciertos
castigos formalizados por los antiguos, como el ostracismo: una condena que no
era ni penal ni judicial sino social, por votación, y que subrayaba que el
condenado no era considerado digno de pisar el mismo suelo que sus
conciudadanos.
En lo que respecta a los que creemos luchar por lo que
es bueno y bello, no se me escapa que lo nuestro es modesto. Luchar, lo que se
dice luchar, es lo que hacen aquellos que se juegan a diario sus vidas y las de
sus familias. Lo de uno es apenas opinar, twittear bien, perseguir fugaces
momentos de gracia y, cuando pinta el momento, emplear el peso del cuerpo y del
voto en favor de los que están jodidos.
Con la experiencia, se concluye que sólo hay cuatro
tipos de votantes. Los que votan para que las mayorías estén mejor. Los que
votan para estar bien ellos. Los que, creyendo votar para estar bien ellos,
votan en contra de sus propios intereses. Y los que, aun sabiendo que votan en
contra de sus intereses, votan por odio. Ayer hizo roncha el Tweet de un
pelmazo que fue a a un restaurant clandestino, donde le cobraron casi $ 10.000
por comer mondongo y fideos. «Nos rompieron el orto», puso, pero se manifestaba
feliz porque le había hecho un corte de manga a Alberto que expresaba de este
modo, un tanto obsesivo en materia temática (debe ser proctólogo, o estar
enamorado de uno): «(Alberto) metete tu cuarentena en el orto».
Me pregunto si una persona así puede ser real, aun
cuando sé —sabemos— que existe gente así. (En la presentación de su cuenta de
Twitter, el tipo pone como mérito que una vez lo confundieron con Maluma. Si no
existe, es obra de un escritor genial.) Su grado de confusión es sublime,
porque Alberto no se jodió en lo más mínimo. El que se jodió fue él mismo, que
a fin de mes es diez lucas más pobre y cree que ese acto de autoagresión es un
gesto libertario. Personas como esa piensan que luchan, cuando no hacen más que
precipitar su muerte y la de aquellos que las rodean.
Menos mal que nuestras mayorías, aun siendo futboleras,
no confunden una elección con un partido; al contrario, la encaran como un
momento sagrado —que lo es, a cuenta de la sangre derramada para defenderlo—
durante el cual practican la responsabilidad cívica y, ante todo, exhiben
generosidad como pueblo. Mientras la pulsión de vida siga siendo más fuerte que
la pulsión de muerte, el campo popular será masivo en Argentina.
Tal vez sea por eso que resulta fácil identificar a
quien está en la misma que uno, sin necesidad de entrar en disquisiciones
ideológicas. Es una cuestión más primal, que pasa por cómo estás parado ante
esta vida y ante los otros. Por eso la canción de Meloy parece imprecisa, incompleta
en muchos sentidos —ignoramos de qué lucha habla, con qué armas lucharíamos— y
sin embargo, cuando la escuchás no te queda duda de que pertenecés al bando de
quien canta.
Las estrofas siguen formulando un desafío a las fuerzas
nefastas que tienen enfrente: Que venga la infantería / Que vengan los arqueros
del infierno. Entonces llega el estribillo. (Acabo de
escucharlo por enésima vez, a modo de experimento, y no falla: cada vez que
entra, se me hace un nudo en la garganta.) Y esto es lo que dice:
Por esto luchamos
Esta es la razón por
la cual yacemos despiertos
Y cuando muramos,
moriremos
Con los brazos
libres de ataduras.
Parece que no dice nada, y sin embargo dice todo lo que
hay que decir, o por lo menos consigue que yo lo proyecte todo sobre esos
versos. La inquietud de quien no puede conciliar el sueño, preocupado por una
suerte que no es sólo individual. La calma de quien acepta la inevitabilidad de
la muerte, pero reclama el derecho a elegir cómo llegar a ella: libre, sin
cadenas físicas ni virtuales.
Y para que no quede duda de para qué necesita sus
brazos, Meloy recupera la melodía del estribillo pero modifica su letra:
Así que ven a mí
Ven a mí ahora
Pon tus brazos alrededor
mío
Por esto luchamos.
Recién entonces se entiende el desparpajo con que la
canción le moja la oreja a la guerra, a la avaricia, al infierno y su
infantería. Porque procede desde la convicción de quien lucha por la mejor de
las causas y por eso se permite —aunque se sepa en inferioridad de condiciones—
lanzar el guante, establecer el reto y saludar de modo cortés, creando belleza
en las fauces de la muerte.
Así queremos ser, al menos.
Si cualquiera de nosotros dijese por esto lucho y
cerrase la boca, todos los demás sabríamos de qué está hablando.
(*) El cohete a la
luna, 30/8/020
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