Para releerlo una y mil veces
A continuación transcribo nuevamente este
texto extraordinario. Para releerlo una y mil veces.
¿Quiere ser Usted
diputado? (*)
Roberto Arlt
Si usted quiere ser
diputado, no hable en favor de las remolachas, del petróleo, del trigo, del
impuesto a la renta; no hable de fidelidad a
-Soy un ladrón, he
robado… he robado todo lo que he podido y siempre.
Enternecimiento
Así se expresa un
aspirante a diputado en una novela de Octavio Mirbeau, El jardín de
los suplicios.
Y si usted es
aspirante a candidato a diputado, siga el consejo. Exclamé por
todas partes:
-He robado,
he robado.
La gente se enternece
frente a tanta sinceridad. Y ahora le explicaré. Todos los sinvergüenzas que
aspiran a chuparle la sangre al país y a venderlo a empresas extranjeras, todos
los sinvergüenzas del pasado, el presente y el futuro, tuvieron la mala
costumbre de hablar a la gente de su honestidad. Ellos “eran honestos”. “Ellos
aspiraban a desempeñar una administración honesta.” Hablaron tanto de
honestidad, que no había pulgada cuadrada en el suelo donde se quisiera
escupir, que no se escupiera de paso a la honestidad. Embaldosaron y empedraron
a la ciudad de honestidad. La palabra honestidad ha estado y está en la boca de
cualquier atorrante que se para en el primer guardacantón y exclama que “el
país necesita gente honesta”. No hay prontuariado con antecedentes de fiscal de
mesa y de subsecretario de comité que no hable de “honradez”. En definitiva,
sobre el país se ha desatado tal catarata de honestidad, que ya no se encuentra
un solo pillo auténtico. No hay malandrino que alardee de serlo. No hay ladrón
que se enorgullezca de su profesión. Y la gente, el público, harto de macanas,
no quiere saber nada de conferencias. Ahora, yo que conozco un poco a nuestro
público y a los que aspiran a ser candidatos a diputados, les propondré el
siguiente discurso. Creo que sería de un éxito definitivo.
Discurso que tendría éxito
He aquí el texto
del discurso:
Señores:
Aspiro a ser diputado, porque aspiro a robar en grande y a “acomodarme” mejor.
Mi finalidad no es salvar al país de la ruina en la que lo han
hundido las anteriores administraciones de compinches sinvergüenzas; no, señores,
no es ese mi elemental propósito, sino que, íntima y ardorosamente, deseo
contribuir al trabajo de saqueo con que se vacían las arcas del Estado,
aspiración noble que ustedes tienen que comprender es la más intensa y efectiva
que guarda el corazón de todo hombre que se presenta a candidato
a diputado.
Robar no es fácil, señores. Para robar se necesitan determinadas
condiciones que creo no tienen mis rivales. Ante todo, se necesita ser un
cínico perfecto, y yo lo soy, no lo duden, señores. En segundo término, se
necesita ser un traidor, y yo también lo soy, señores. Saber venderse
oportunamente, no desvergonzadamente, sino “evolutivamente”. Me permito el lujo
de inventar el término que será un sustitutivo de traición, sobre todo necesario
en estos tiempos en que vender el país al mejor postor es un trabajo arduo e
ímprobo, porque tengo entendido, caballeros, que nuestra posición, es decir, la
posición del país no encuentra postor ni por un plato de lentejas en el actual
momento histórico y trascendental. Y créanme, señores, yo seré un ladrón, pero
antes de vender el país por un plato de lentejas, créanlo…, prefiero ser
honrado. Abarquen la magnitud de mi sacrificio y se darán cuenta de que soy un
perfecto candidato a diputado.
Cierto es que quiero robar, pero ¿quién no quiere robar? Díganme
ustedes quién es el desfachatado que en estos momentos de confusión no quiere
robar. Si ese hombre honrado existe, yo me dejo crucificar. Mis camaradas
también quieren robar, es cierto, pero no saben robar. Venderán al país por una
bicoca, y eso es injusto. Yo venderé a mi patria, pero bien vendida. Ustedes
saben que las arcas del Estado están enjutas, es decir, que no tienen un mal
cobre para satisfacer la deuda externa; pues bien, yo remataré al país en cien
mensualidades, de Ushuaia hasta el Chaco boliviano, y no sólo traficaré el
Estado, sino que me acomodaré con comerciantes, con falsificadores de
alimentos, con concesionarios; adquiriré armas inofensivas para el Estado, lo
cual es un medio más eficaz de evitar la guerra que teniendo armas de ofensiva
efectiva, le regatearé el pienso al caballo del comisario y el bodrio al
habitante de la cárcel, y carteles, impuestos a las moscas y a los perros,
ladrillos y adoquines… ¡Lo que no robaré yo, señores! ¿Qué es lo que no
robaré?, díganme ustedes. Y si ustedes son capaces de enumerarme una sola
materia en la cual yo no sea capaz de robar, renuncio “ipso facto” a
mi candidatura…
Piénsenlo aunque sea un minuto, señores ciudadanos. Piénsenlo. Yo
he robado. Soy un gran ladrón. Y si ustedes no creen en mi palabra, vayan al
Departamento de Policía y consulten mi prontuario. Verán qué performance tengo.
He sido detenido en averiguación de antecedentes como treinta veces; por
portación de armas -que no llevaba- otras tantas, luego me regeneré y
desempeñé la tarea de grupí, rematador falluto, corredor, pequero,
extorsionista, encubridor, agente de investigaciones, ayudante de pequero
porque me exoneraron de investigaciones; fui luego agente judicial, presidente
de comité parroquial, convencional, he vendido quinielas, he sido, a veces,
padre de pobres y madre de huérfanas, tuve comercio y quebré, fui acusado de
incendio intencional de otro bolichito que tuve… Señores, si no me creen, vayan
al Departamento… verán ustedes que yo soy el único entre todos esos hipócritas
que quieren salvar al país, el absolutamente único que puede rematar la última
pulgada de tierra argentina… Incluso, me propongo vender el Congreso e instalar
un conventillo o casa de departamento en el Palacio de Justicia, porque si yo
ando en libertad es que no hay justicia, señores…
Con este discurso, la
matan o lo eligen presidente de la República.
(*) “Aguafuertes porteñas”
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