La reflexión de Eduardo Fidanza
Las vacunas del poder (*)
Alejémonos por un momento de las
circunstancias del vacunatorio vip: el nombre de los vacunados, los detalles
del hecho, las repercusiones mediáticas, el torrente de condenas, la
perplejidad. Acaso sea útil considerar los escándalos con una visión más
amplia: la de sus antecedentes culturales y su alcance geográfico. En otras
palabras, con una perspectiva histórica y universal.
Desde esa mirada, se destacan dos rasgos
singulares: este escándalo ocurrió en pocos países, en el campo sanitario y
ante una situación límite. Sucedió en organismos estatales, lo consumaron los
que poseen altos cargos, en lugares reservados para ellos y sus allegados. Esta
peculiaridad es relevante: otorga dimensión política y relatividad
internacional a la transgresión. Evoca el “arriba” y el “abajo” que define a
todo régimen de dominio, más allá de su sofisticación.
Pero el poder es anterior a la política. En
sentido ancestral, constituye ante todo un hecho físico. Tal vez Elías Canetti
es el que mejor lo metaforizó, mediante la analogía de la mano, de los dedos
que aprietan: “la mano que ya no suelta –escribe– se convierte en el símbolo
propiamente dicho del poder”. Es la mano con que el más fuerte oprime al más
débil. La herramienta que le permite dominarlo hasta engolosinarse. Como juega
el gato maula con el mísero ratón.
En democracia no deberíamos temer la
violencia del poder: el vínculo entre los gobernantes y los gobernados se
sublima mediante las reglas del sistema. El poder político proviene del consenso
y queda sujeto a la legitimidad que otorga o quita el votante. De ese modo, la
brutalidad se repliega al mundo privado. Los femicidios, para exponer el caso
más estremecedor, nos retrotraen todos los días a la crueldad primitiva del
poder, donde la fuerza física es determinante.
Sin embargo, la democracia no logró
doblegar del todo la cultura histórica. Ciertos rasgos del poder atravesaron
las épocas y los sistemas políticos. Quizá el más prevaleciente y universal es
el privilegio. La prerrogativa del que está ubicado en un rango superior.
Podría decirse que desde la antigüedad hasta hoy, el privilegio marca una de
las diferencias cruciales entre los que tienen poder y los que carecen de él.
La cultura, con sus conductas arraigadas,
no solo reproduce el privilegio sino que lo naturaliza. Entre otros, tres
rasgos contribuyen a ese proceso: la conciencia de superioridad, el
distanciamiento social y la afinidad con los iguales. Estos signos del poder
rebaten dos mitos: que la democracia es incompatible con la desigualdad, y que
la grieta produce divisiones irreconciliables.
La conciencia de superioridad es propia de
los que ocupan altos puestos. Ellos se acostumbran a ser distinguidos, a
acceder a la solución de sus problemas, a que les abran las puertas y les
faciliten los negocios. A estar primeros por influencia, no por mérito. El
sentimiento de superioridad acostumbra a los privilegios y reblandece el
aprecio por lo público. Es paradójico: contradice la democracia en democracia.
El distanciamiento social es otro rasgo
característico: los poderosos pierden noción de la vida de los ciudadanos
comunes. Caminan por la calle solo por indicación de sus asesores de imagen,
viajan detrás de vidrios polarizados, se reúnen en los pisos más altos de las
torres de cristal, que hacen juego con su estatus. Como cantó la insuperable
María Elena Walsh, ellos van “del sillón al avión/ del avión al salón/ del
harén al edén”. Y en esos trajines olvidan cómo viven las personas comunes.
Por último, existe la afinidad de intereses.
La que niegan los abonados a la grieta, acaso porque no conviene a la tosquedad
de sus argumentos o al prejuicio de sus audiencias. Lo cierto es que los altos
cargos de distintas ámbitos poseen intereses comunes, expresados en simpatías,
alianzas estratégicas, negocios y proyectos que están por encima de sus
posiciones ideológicas.
Esta fenomenología no constituye un juicio
de valor, surge de una constatación empírica. Tampoco pretende asimilar el
ejercicio del poder a una fatal arbitrariedad que ejecutarían minorías
perversas. Existen los buenos gobiernos que conviven inteligentemente con
élites razonables, preservando el bien común, y existen los malos gobiernos a
pesar de que las controlan y limitan.
El realismo sociológico caracterizó el rol
de las élites, sus modos de surgimiento, funcionamiento y reproducción. Es una
lección imprescindible para entender cómo son de hecho las sociedades, no cómo
quisiéramos que fueran. El realismo muestra la otra cara de la democracia e
intensifica el debate nunca resuelto entre libertad e igualdad dentro del
sistema.
En esa línea, el sociólogo Charles W. Mills
interpeló con severidad a las élites, en The power elite, un clásico vigente
publicado en 1956. Su tesis es que en Estados Unidos la extraordinaria
concentración del poder deja al país a merced de una cerrada minoría que impone
sus deseos a la sociedad. Esta concentración es mortífera: el monopolio de las
decisiones y los privilegios, además de amplificar la inequidad, favorece la
corrupción.
En el caso de las vacunas vip deben sumarse
a estos rasgos estructurales la convicción argentina en la impunidad y, como
observó el periodista Claudio Jacquelin, la proximidad del hecho a la
enfermedad y la muerte. Irónicamente, vacunando primero a los prebendados, las
autoridades decidieron a quiénes salvar y a quiénes postergar, cuando habían
enfatizado que la larga cuarentena era para evitar que los médicos tuvieran que
enfrentar ese cruel dilema.
El Presidente hizo control de daños
expulsando de manera fulminante al ministro de salud. Con eso buscó preservar
su jefatura y a los funcionarios decentes del escarnio. Sin embargo, aún falta
tiempo para saber si esta decisión conformó o no a la opinión pública. Es un
dato significativo, porque Alberto Fernández construyó su prestigio conduciendo
al país en medio de la pandemia, más allá de las deficiencias sanitarias y las
muertes.
Como se ha repetido tanto, el covid es un
punto de inflexión. Una catástrofe histórica y global cuyas consecuencias aún
no pueden evaluarse. Constituye un fenómeno completamente nuevo, que los
especialistas deben incorporar a sus modelos cualitativos y cuantitativos hasta
poder obtener explicaciones ciertas, en lugar de las nebulosas hipótesis que
ofrecen hoy.
A pesar de eso, tal vez la sociedad argentina
asimile este escándalo como tantos otros y lo minimice, sobre todo si empieza a
ser masivamente vacunada. Aunque también pudo haberse traspasado un límite. Si
fuera así, las mayorías podrían decir: tolerábamos ser gobernados por las
élites, pero nunca imaginamos que se atreverían a tanto.
(*) Perfil, 28/2/021
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