La columna de historia de Alberto Amato
“Por cada uno de los nuestros, caerán cinco de
los de ellos”: el furioso discurso de Perón que
encendió la violencia (*)
La frase, la que pasó a la historia y tiñó de sangre tres
décadas de
Ahora, en la fría tarde gris del 31 de agosto de hace
sesenta y seis años, un Perón desencajado, descontrolado y furioso lanzó: “La
consigna para todo peronista, esté aislado o dentro de una organización, es
contestar a una acción violenta ¡con otra más violenta! ¡Y cuando uno de los
nuestros caiga, caerán cinco de los de ellos!”.
Una multitud rugió entusiasmada y celebró el
inicio de una gran tragedia. Había nacido el discurso del “cinco
por uno”, que sería luego una doctrina que adoptarían por igual los dos
bandos en pugna en los que se partió el país de entonces.
Fue el último discurso de Perón desde el balcón de
¿Buscó Perón dar un mensaje de paz aquel 31 de
agosto? Si esa fue su intención, ¿cómo fue que se convirtió en una
declaración de guerra? Por el contrario, ¿tenía planeada esa declaración de
guerra y envió antes falsos mensajes pacificadores? “Con nuestra tolerancia
exagerada –dijo segundos antes de hablar del cinco por uno– nos hemos
ganado el derecho de reprimirlos violentamente. Y desde ya establecemos
como una conducta permanente para nuestro Movimiento: aquel que en cualquier
lugar intente alterar el orden en contra de las autoridades constituidas o en
contra de
¿Quiénes eran los “otros” a los que había que
reprimir tan violentamente? Eran los antiperonistas, que a esa altura y
después de nueve años de gobierno se contaban por millones, encarnados en el
golpismo militar que en junio, y a sólo diez años de terminada
Una leyenda nunca confirmada, que forma parte de la
mitología política que rodea a aquellos años, dice que Perón tenía en el bolsillo
un discurso conciliador, que preanunciaba cambios en su gabinete, el cese del
enfrentamiento con
Ese discurso conciliador, jamás dicho y si es que existió
alguna vez, se perdió en el turbión de la historia. Pero quienes alimentan la
leyenda, dicen que el mensaje dejaba en claro que Perón había acusado el impacto
del bombardeo de junio y sus consecuencias. No
era para menos. El bombardeo a
Un mes después, Perón se reunió con los legisladores
peronistas para hacer un extenso mea culpa en el que admitió,
entre otras cosas: “No negamos que nosotros hayamos restringido algunas
libertades, lo hemos hecho siempre de la mejor manera, en la medida
indispensable y no más allá de ello. No hemos instaurado jamás el
terror, no hemos necesitado matar a nadie (…)”.
Luego dijo que consideraba terminado el período de
cumplimiento de los objetivos revolucionarios peronistas: “¿Qué implica eso
para mí? La respuesta es muy simple, señores. Yo dejo de ser el jefe de
una revolución para pasar a ser el presidente de todos los argentinos, amigos o
adversarios. Mi situación ha cambiado absolutamente y al ser así, yo debo
devolver todas las limitaciones que se han hecho en el país sobre los
procederes y los procedimientos de nuestros adversarios, impuestas por la
necesidad de cumplir los objetivos, para dejarlos actuar libremente dentro de
la ley, con todas las garantías, derechos y libertades. Eso es lo que vamos a
hacer”.
Eso fue lo que no sucedió. El discurso de Perón del 31 de
agosto, que intentó ser pacifista y derivo en una declaración de guerra, o fue
pensado como declaración de guerra vestida con ropas pacifistas, barrió con
cualquier posibilidad de diálogo con la oposición y, de alguna manera, aceleró
los planes de derrocamiento de Perón por parte de los militares, en especial de
Aquel país había empezado a desangrarse por
horas.
Perón abrió las radios a los opositores. Pero el discurso del líder socialista Alfredo
Palacios no fue autorizado porque quiso compartir micrófono
con otro dirigente socialista, Nicolás Repetto. El mensaje de ambos
circuló luego en discos. En su arenga, Palacios justificó de alguna manera la
violencia del bombardeo a
Sin embargo, a finales de julio y principios de
agosto, Perón había dado otra muestra de sus ansias de pacificar a
aquella Argentina en llamas. A los complotados militares de junio que
fueron detenidos, se los sometió a un Consejo de Guerra que presidió el general
Juan Eriberto Molinuevo. A la hora de dictar la sentencia, el tribunal
juzgó que, en al menos un caso, correspondía aplicar la pena de muerte por
fusilamiento. El cúmplase final lo debía dar Perón. Molinuevo encargó entonces
al secretario del tribunal, coronel Juan Villafañe que pusiera
en antecedentes a Perón. Los dos militares se encontraron en
La escena fue revelada por el historiador Isidoro
J. Ruiz Moreno en su minuciosa “La revolución del
Cuenta Ruiz Moreno, insospechado de alguna simpatía con
Perón y de cualquier tipo de empatía con el peronismo: “Pese a sus desplantes
en público, Juan Perón era desafecto a verter sangre. No estaba en
su idiosincrasia asumir la responsabilidad de ordenar ejecuciones, por más que
alentara a otros a desatar una violencia despersonalizada. Mirándose al espejo
del amplio ascensor mientras se ponía su gorra militar, el Presidente respondió
al anhelante Villafañe:
-Hijo, yo no fusilo a nadie. Dígale a
Molinuevo que busque la forma de evitarlo.
Las sentencias contra los sublevados se dictaron el 10 de
agosto y no hubo ninguna condena a muerte. ¿Cómo fue que aquel
hombre atribulado, pero decidido, dijo en tono paternal a un subordinado:
“Hijo, yo no fusilo a nadie”, y días después lanzó un discurso incendiario que
impulsaba un baño de sangre?
Perón preparó con sumo cuidado el escenario del que iba a
ser su discurso pacificador que derivó en un llamado a la guerra, o su discurso
de guerra que tal vez vistió de pacificador. El 30 de agosto el Presidente
envió una larga nota al Partido Peronista y ofreció su “retiro” como solución a
la crisis. Hizo una revisión de sus dos gobiernos que sintetizó con una frase
contundente: “Recibimos una colonia y devolvemos una Patria libre y soberana”,
y agregó sobre el final: “Con mi retiro presto al país el último
servicio desde la función pública”.
Nadie le creyó del todo. No se trataba de una
renuncia a la presidencia, que debió haber sido dirigida al Congreso. Perón
empleó la palabra “retiro”, de raíz militar, y dirigió el mensaje a su partido,
donde fueron los primeros en comprender la jugada: había que llenar
El diario
Ese era el escenario que esperaba a Perón, y el que Perón
acaso había fabricado, para su discurso de paz que se convirtió en declaración
de guerra, o que fue pensado de guerra con el ropaje de la pacificación. Ese
31, Perón llegó temprano a
Perón almorzó y durmió la siesta, otro de sus ritos
inalterables. Basado en el testimonio de Albrieu, el historiador Félix
Luna recordó una vez para
El acto empezó a las cinco de la tarde. Habló primero Di
Pietro: fue previsible y obvio porque tampoco
Su discurso, pacífico que devino en guerrero, o guerrero
vestido de pacifismo, empezó calmo y sereno, casi nostálgico con un tiempo,
intuyó tal vez el General, que ya no iba a volver: “Compañeras y compañeros: He
querido llegar hasta este balcón, ya para nosotros tan memorable, para
dirigirles la palabra en un momento de la vida pública y de mi vida, tan
trascendental y tan importante, porque quiero de viva voz llegar al corazón de
cada uno de los argentinos que me escuchan. Nosotros representamos un
movimiento nacional cuyos objetivos son bien claros y cuyas acciones son bien
determinadas; y nadie, honestamente, podrá afirmar con fundamento que tenemos
intenciones o designios inconfesables”.
De inmediato recordó el salvaje bombardeo a la Plaza de
Mayo, al que calificó
de “infamia”, evocó a sus víctimas y enumeró lo que juzgó sus
esfuerzos por pacificar al país: “Hace poco tiempo esta plaza de Mayo ha sido
testigo de una infamia más de los enemigos del pueblo. Doscientos inocentes han
pagado con su vida la satisfacción de esa infamia. Todavía nuestra inmensa
paciencia y nuestra extraordinaria tolerancia, hicieron que no solamente
silenciáramos tan tremenda afrenta al pueblo y a la nacionalidad, sino que nos
mordiéramos y tomáramos una actitud pacífica y tranquila frente a esa infamia.
Esos doscientos cadáveres destrozados fueron un holocausto más que el pueblo
ofreció a la patria”.
Perón hablaba ante una multitud cargada de fervor a la que
reveló que había ofrecido el perdón a los complotados a cambio de comprensión,
todo, anticipó, en vano: “Pero esperábamos ser comprendidos, aun por
los traidores, ofreciendo nuestro perdón a esa traición. Pero se ha visto
que hay gente que ni aún reconoce los gestos y la grandeza de los demás.
Después de producidos esos hechos, hemos ofrecido a los propios victimarios
nuestra mano y nuestra paz. Hemos ofrecido una posibilidad de que esos hombres
se reconcilien con su propia conciencia.”
Casi de modo imperceptible, el discurso se despojó de sus
ropajes pacifistas cuando Perón analizó qué había ocurrido en los dos meses y
medio que habían pasado desde el bombardeo a
El discurso, y Perón, subieron un tono. El vozarrón del
presidente dejó de mirar el pasado reciente para planear el futuro inmediato en
el que incluyó al pueblo peronista en el ejercicio, por derecho, de una
represión violenta: “La contestación para nosotros es bien clara: no quieren
la pacificación que les hemos ofrecido. De esto surge una conclusión bien
clara: quedan solamente dos caminos; para el gobierno, una represión ajustada a
los procedimientos subversivos, y para el pueblo, una acción y una lucha que
condigan con la violencia a que quieren llevarlo. Por eso, yo contesto a esta
presencia popular con las mismas palabras del 45: a la violencia le
hemos de contestar con una violencia mayor”.
Ya no había más ropajes pacifistas. Ni posibilidad de
volver a la calma inicial. Perón lanzó entonces su irracional llamado a
que cada miembro del movimiento que dirigía pudiera matar a quien juzgara
opositor al Gobierno: “Con nuestra tolerancia exagerada nos hemos
ganado el derecho de reprimirlos violentamente. Y desde ya,
estableceremos como una conducta permanente para nuestro movimiento: aquel que
en cualquier lugar intente alterar el orden en contra de las autoridades
constituidas, o en contra de la ley o de
Y luego llegó la bomba, entre el atronar jubiloso de la
multitud: “La consigna para todo peronista, esté aislado o dentro de
una organización, es contestar a una acción violenta, ¡con otra más violenta!
¡Y cuando uno de los nuestros caiga, caerán cinco de los de ellos!”
¿Fue consciente Perón de lo que había dicho? ¿Supo
que había incitado casi a una guerra civil? ¿Había sido pensada esa
frase tremenda en el plan de discurso de todo buen orador? ¿Se dejó llevar
Perón por la pasión, por el fervor popular, por la sed de venganza que
expresaban miles de personas reunidas alrededor de los árboles deshilachados y
las paredes hendidas por la metralla de junio?
En sus palabras siguientes, Perón atenuó en parte su
violencia. Ya no podía salir del todo de aquella fragua ardiente en la que se
había embarcado y recurrió a la necesidad de defender las conquistas de su
gobierno, o lo que consideraba conquistas de su gobierno, sin abandonar del
todo las amenazas: “Compañeras y compañeros: hemos dado suficientes pruebas de
nuestra prudencia. Daremos ahora suficientes pruebas de nuestra energía. Que
cada uno sepa que donde esté un peronista estará una trinchera que defienda los
derechos de un pueblo. Y que sepan, también que hemos de defender los derechos
y las conquistas del pueblo argentino, aunque tengamos que terminar con todos
ellos. Compañeros: quiero terminar estas palabras recordando a todos
ustedes y a todo el pueblo argentino que el dilema es bien claro; o
luchamos y vencemos para consolidar las conquistas alcanzadas, o la oligarquía
las va destrozar al final. Ellos buscaran diversos pretextos. Habrá
razones de libertad, de justicia, de religión, o de cualquier otra cosa, que
ellos pondrán por escudo para alcanzar los objetivos que persiguen. Pero una
sola cosa es lo que ellos buscan: retrotraer la situación a 1943. Para que ello
no suceda estamos todos nosotros para oponer a la infamia, a la insidia y a la
traición de sus voluntades nuestros pechos y nuestras voluntades. Hemos
ofrecido la paz. No la han querido. Ahora, hemos de ofrecerles la lucha, y
ellos saben que cuando nosotros nos decidimos a luchar, luchamos hasta el final”.
Luego volvió a la dureza, esta vez acaso retórica pero
indisimulable, y a dejar de lado, como al pasar, como si fuese algo sin
importancia, su anunciado “retiro” de la vida pública: “Que cada uno de ustedes
recuerde que ahora la palabra es la lucha, se la vamos a hacer en todas partes
y en todo lugar. Y también que sepan que esta lucha que iniciamos no ha
de terminar hasta que no los hayamos aniquilado y aplastado. Y ahora,
compañeros, he de decir, por fin, que yo he de retirar la nota que he pasado,
pero he de poner al pueblo una condición: que así como antes no me cansé de
reclamar prudencia y de aconsejar calma y tranquilidad, ahora les digo que cada
uno se prepare de la mejor manera para luchar. Tenemos para esa lucha el arma
más poderosa que es la razón; y tenemos también, para consolidar esa arma
poderosa, la ley en nuestras manos”.
El lenguaje hablado no tiene mucho parentesco con el
escrito. Leer hoy el discurso de Perón no es lo mismo que escucharlo a sesenta
y seis años de distancia, como no fue lo mismo leerlo al día siguiente en los
diarios que haberlo escuchado en la plaza fervorosa. “Hasta que no los hayamos
aniquilado y aplastado”, puede sonar en la lectura de ayer y de hoy como una
expresión enfática, intensa, enérgica, tal vez ampulosa o aparatosa; pero
escuchada en la voz impetuosa, vehemente e inflexible de Perón sonaba y suena
hoy a otra cosa.
En su pendular recurrencia a la guerra y la
pacificación, Perón retornó a la calma y a las amenazas veladas:
“Hemos de imponer calma a cualquier precio, y para eso es que necesito la
colaboración del pueblo. Lo ha dicho esta misma tarde el compañero De Pietro:
nuestra Nación necesita tranquilidad y paz para el trabajo, porque la economía
de
Para cerrar su discurso, Perón echó sobre los hombros de
los peronistas la responsabilidad, cargada de peligros, de que custodiara al
gobierno, tomara a su cargo la represión de quienes osaran alterar el orden,
significara eso lo que significase, y vaticinó para sus opositores el fin de
las palabras y el inicio de las acciones: “Pueblo y gobierno, hemos de
tomar las medidas necesarias para reprimir con la mayor energía todo intento de
alteración del orden. Pero yo pido al pueblo que sea él también un custodio. Si
cree que lo puede hacer, que tome las medidas más violentas contra los
alteradores del orden. Este es el último llamamiento y la última
advertencia que hacemos a los enemigos del pueblo. Después de hoy, han de venir
acciones y no palabras. Compañeros: para terminar quiero recordar a cada uno de
ustedes que hoy comienza para todos nosotros una nueva vigilia en
armas. Cada uno de nosotros debe considerar que la causa del pueblo
está sobre nuestros hombros, y ofrecer todos los días, en todos los actos,
decisión necesaria para salvar esa causa del pueblo”.
Eso fue todo. Casi nada.
Félix Luna recordó, y juzgó, que la multitud
no percibió el sentido del discurso. Supo, sí, que Perón estaba furioso, un
sentimiento que compartían. Pero poco más. A modo de despedida, la gente cantó
las consignas partidarias de siempre y luego desalojó
Perón sí que comprendió el alcance de sus
palabras y la imposibilidad de borrarlas, retrotraerlas a las vestiduras de
pacificación que había lucido su discurso de guerra. Se despidió en
persona de cada uno de los funcionarios que lo habían acompañado, muchos de
ellos sumidos en el desconcierto. El propio Presidente parecía aturdido,
turbado y desorientado. Según uno de los testigos, recordó Luna, Perón llamó
aparte al jefe de
Al día siguiente Albrieu y Bouché presentaron sus
renuncias al ministerio del Interior y a
Pero no. El discurso del cinco por uno había
encendido una llamarada trágica que iluminó sombría las siguientes tres décadas
de vida política argentina. Todavía hay quienes la alimentan.
(*) Infobae, 31/8/021
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