La contratapa de Rodrigo Fresán
Homo Tamaño (*)
UNO "Tamaño
hombre", repetía una y otra vez, como un mantra, el imponente bisabuelo de
Rodríguez durante aquellas vacaciones prehistóricas. Radiaciones veraniegas
menos calurosas que las de ahora. Y el pequeño Rodríguez de entonces (ahora el
cada vez más reducido Rodríguez) no entendía nunca si esa suerte no de muerto
vivo sino de muy articulada momia se refería a la grandeza de las miserias o a
las minucias de la generosidad de algún terrateniente local. Tiempos en los que
Rodríguez acudía como en peregrinación dominguera al cine local a consumir
películas clases B en las que algún desmadre atómico resultaba en la
miniaturización o el crecimiento XXL de pobres hombres que pasaban por ahí.
Como Scott Carey, aquel increíble y menguante de Richard Matheson, que luchaba
contra gato y araña a medida que iba reduciéndose rumbo a su desaparición en
este mundo pero, también, a una nueva vida en otra dimensión. Quién pudiera,
transpira ahora Rodríguez. Contrayéndose y cayendo en los dilatados calores de
noche tropical de último día de agosto. El futuro era esto y esto es lo que
hay. Y hay poco. Cada vez menos y en raciones progresivamente más reducidas,
como las para tantos tan discriminadoras tallas de Zara y mientras no deja de
aumentar, a la velocidad de la luz, la cada vez más electrizante factura de la
electricidad.
DOS Y
Rodríguez vuelve a ver ese episodio de Rick and Morty de
alguna temporada anterior (la presente temporada que ya termina probablemente
sea la más inspiradamente demencial de toda la serie) en la que el abuelo
revela que en el motor de su vehículo cósmico habita toda una
civilización-religión-microverso. Después, las lamentables noticias que parecen
ser, en proporción, cada vez menos materia inmediata y cada vez más hipótesis
por venir. Nuevas cepas, cambio climático (y más muertes por calor que
por frío), playas a convertirse en paisajes sepultados por las aguas en
ascenso, proliferación de problemas mentales y, last but not
least, progresiva y cada vez más veloz "reducción de la comprensión
lectora" (España, junto a Grecia, es el país europeo en el que menos
evoluciona el don en cuestión entre los 15 y los 27 años y más se acentúan las
miopías gracias a las pantallitas donde se leen cosas incomprensibles). Y, en
algún lugar, J, G. Ballard sonríe con tristeza. Pero aún falta un poquito para
todo eso y, mientras tanto, impera la disfuncionalidad de Philip K. Dick.
Y Rodríguez se entera de que
--a partir de un estudio de la universidad de Cambridge-- se supo que el tamaño
promedio del cuerpo de los humanos ha fluctuado a lo largo de milenios y que
esto está ligado a los cambios de temperatura. A saber: el frío expande y el
calor contrae. Así, la ahora tan cuestionada ducha, según sea fría o caliente,
corta o alarga, ja. Así, el cerebro también pesa más o menos; pero que sus
menos y sus más van a ritmo diferente del envase que lo contiene y al que rige.
Y piensa más y mejor en desiertos que en junglas. Y ahora, con creciente
dependencia de la tecnología (incluyendo a "asistentes inteligentes"
y "mayor externalización de razonamientos complejos") se espera una
disminución de su actividad intelectual a mayor temperatura. Mientras tanto,
también se reporta que animales surtidos (ratones, ballenas, aves y
salamandras, ya militando en lo que se ha denominado "la sexta gran
extinción") cada vez vienen en tamaños más pequeños. Como si quisieran
desaparecer o --mejor aún, como el héroe de Matheson-- irse a otra parte, de
vacaciones largas y grandes y sin fecha de retorno ni de salida ni de sálvense quien
pueda en el aeropuerto de Kabul.
TRES Y
al pequeño gran hombre Rodríguez siempre le sorprendió que, a finales de julio,
los suplementos literarios se la pasen publicando recomendaciones de
voluminosos libros para el cada vez más encogido verano (para que los
consultados de siempre pueden decir una vez más Tolstoy y Proust y Mann y Musil
y Joyce) y no, mejor y más honesto, a principios de septiembre, las confesiones
acerca de lo poco y minúsculo que en verdad se leyó (si es que se leyó algo de
frente y que no sean reductores e incomprensibles perfiles sociales). En
cualquier caso, Rodríguez sí leyó un pequeño inmenso
libro: Los domingos, de Guillem Martínez. Compilación
de epifanías elegíacas y ensayos generales que puede entenderse como manual de
instrucciones para desarmarse dividido en muy concentradas/distendidas
secciones temáticas. Y con los ojos bien abiertos (y es que Martínez goza de y
hace gozar con su simultánea capacidad de microscopio y telescopio) creció la
comprensión lectora y vital de Rodríguez para con todo lo que le rodea fuera y
contiene dentro. Así en el tan próximo apartado "Sobre el mapa del
tesoro", Rodríguez leyó: "Se denomina enanismo insular o isleño al
proceso evolutivo que tienden a sufrir las especies en pequeños entornos cerrados.
En una isla, por ejemplo, las especies tienden a desarrollar una disminución
del tamaño para adaptarse a la limitación del espacio o de los recursos. Un
águila imponente, en fin, no necesita ser imponente en una isla minúscula.
Sucede algo parecido en la selva, un espacio tan grande que puede resultar
impracticable y limitado, y donde el calor, además, tiende a crear cuerpos
diminutos, sin interés alguno en retener su temperatura. Tu casa, tu salario,
tu tiempo se han empequeñecido. Esa reducción indica que vivimos aislados en
una selva, ese sitio en el que todo se empequeñece. Pero sabernos aislados y en
una selva nos indica que estamos rodeados de aún más objetos mermados. Nosotros
somos objetos mermados. Nuestra libertad ha mermado. Es posible que dispongamos
de una vivencia pequeña del amor o de la amistad. O de la paternidad o de la
maternidad. Esos conceptos nos copan el pecho porque recordamos que siempre fue
así. O porque, simplemente, nuestro pecho ya es pequeño y cualquier gota lo
colma. Una carcajada, una lágrima, deben de pesar, en verdad, poco. Las
palabras sí o no deben de ser ya minúsculas". Y concluye Martínez:
"En la calle, en el trabajo, en la cocina ves, aislado, la selva. Y los
gritos y los mordiscos apenas duelen. Un águila imponente moriría en esas
jaulas. Pero nosotros no, a pesar de que nuestra muerte sería pequeña. Solo es
grande el miedo a la selva y a nosotros, las fieras pequeñas. Es preciso huir,
que no se nos empequeñezcan las ganas de huir. Conservar el secreto de la huida
en nuestro cuerpo diminuto. Es poco, pero ese secreto, tan pequeño, algún día
podrá ser el mapa del retorno. Al país de las águilas imponentes".
Y un desplumado Rodríguez
(tamañito hombrecito) cierra las alas de Los domingos. Y
piensa en que mañana es miércoles. Y en que se acaban las vacaciones para que
vuelva a empezar lo interminable (y continúe el deseo de que algo
empiece/concluya para que todo termine/comience): el tiempo perdido, la guerra
y esa paz que en verdad es apenas tregua, la falta de atributos, la escarpada y
mágica muerte y la trascendente odisea de la jornada más larga y orgásmica
entre tantos minúsculos e insignificantes y frígidos días que nunca florecerán.
Días donde siempre habrá uno asegurando aquello de que el tamaño es lo que
menos importa mientras todos sospechan que nada importa más.
(*) Página/12, 31/8/021
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