La pluma de Jorge Fernández Díaz
Ni
el más grande fracaso persuadirá al kirchnerismo
30 de octubre de 2021
A principios del siglo pasado los
grandes duelos dialécticos se seguían por los periódicos y se debatían cara a
cara en los bares. En una tarde de 1918, el notable economista Joseph Schumpeter y el padre
de la sociología moderna, Max Weber, se encontraron en un café de Viena para intercambiar
impresiones acerca de la revolución rusa. El primero estaba excitado ante la
perspectiva de que la teoría de Marx probara su viabilidad en el terreno, pero
el segundo se mostraba seguro de que esa práctica conduciría a la miseria y a
la violencia. “Sí, eso es lo que ocurrirá –aceptaba Schumpeter–. Pero
qué perfecto experimento de laboratorio”. Weber se exaltó: “¡Un laboratorio en
el que se apilarán montañas de cadáveres!”. Schumpeter no abandonó su gélida
mirada: “Lo mismo se podría decir de cualquier sala de disección”. Los testigos
narran que intentaron sin éxito desviarlos de esa polémica, pero que ambos se
enrocaron en sus posiciones; el primero con su sarcasmo, el segundo con su
indignación. Cuando el cruce alcanzó su punto máximo, Weber se levantó de la
silla y se marchó de manera intempestiva, olvidando incluso su sombrero. No
movió un músculo su interlocutor, apenas esbozó una sonrisa: “¿Cómo puede un
hombre gritar tan fuerte en un café?”. Añade de su cosecha el filósofo
francés Jean-François Revel: “Como economista, Schumpeter pensaba que el fracaso
significaría refutación. Como sociólogo, Weber sabía que ninguna utopía se
siente jamás refutada por su fracaso”.
El kirchnerismo parece aproximarse a
su momento de la verdad: salvar al país del abismo seguro o salvar lo que le
queda de capital simbólico
La anécdota es famosa en el mundo
académico y Revel la incluye en un libro llamado La gran mascarada, donde despliega
su penúltima perplejidad. Luego de la implosión del régimen soviético –no por
ataques exteriores, sino por su propia putrefacción interna– muchos
pensaron que la izquierda internacional produciría una reflexión crítica, pero
sucedió todo lo contrario: “Hizo esfuerzos sobrehumanos para no sacar fruto del
naufragio de sus propias ilusiones” y construyó laboriosamente la idea de que
el problema de aquel mundo bipolar no era el sistema que se había muerto, sino
la democracia liberal que lo sobrevivía. Todo este asunto no es meramente
arqueológico, puesto que exhibe una conducta mental que caracteriza ya no a los
adalides del “socialismo real”, sino a sus orgullosos descendientes: los
populistas del siglo XXI. “Para un ser ideológico –abunda el autor–, obtener
durante décadas el resultado contrario de lo que se pretendía no prueba jamás
que sus principios sean falsos o su método erróneo”. En el mejor de los casos,
el modelo –cualquiera sea este– “era bueno porque respondía al ‘sueño’ de tanta
gente buena”, y sus ruinosas secuelas se explican así: “Negamos categóricamente
que esos desafortunados sinsabores expresen la esencia de nuestro proyecto, que
permanece intacta, inmaculada y con la promesa de una próxima encarnación”. El
criterio para evaluar a los defensores de un modelo ideal –concluye– no son
entonces sus actos, sino sus intenciones; los hechos pueden ser rebatidos,
pero una utopía es imposible de objetar.
El único interrogante pertinente que
recorre hoy
El planeta kirchnerista, sin embargo,
es más ancho que sus fanáticos más intensos. Y entonces, más allá de
triquiñuelas imaginarias y ficciones verosímiles (el peronismo es una gran
mentira muy bien contada), se abren otras perspectivas y conjeturas acerca de
la pregunta del millón. Una de las hipótesis –la más pesimista– conduce a una
radicalización, para la que no parece haber caudales suficientes, ni
condiciones objetivas de imponerla por la fuerza, como cuentan otros regímenes
“hermanos” de América Latina. La más optimista, en cambio, consiste en que el
kirchnerismo calque a partir del “día después” esta táctica preelectoral del
doble discurso, habilitando secretamente un acuerdo con el Fondo y arrojándole,
a un mismo tiempo, piedras desde la tribuna. Pero incluso esta variante parece
insostenible, en tanto y en cuanto un camino moderado implica sacrificios sin
beneficios de corto alcance y al menos un giro copernicano en la política
exterior: no podremos seguir apoyando dictaduras regionales que violan los
derechos humanos. Es por eso que el kirchnerismo parece aproximarse a su
momento de la verdad: salvar al país del abismo seguro o salvar lo que le queda
del capital simbólico. Las alternativas no se presentan como combinables, sino
como antagónicas, y para este dilema quizás ya no existan tangentes, atajos ni
maquillajes. El capital simbólico, para decirlo con todas las letras, consiste
en defender a capa y espada –incluso hasta el dislate o el suicidio político–
el espacio mítico de “los pibes para liberación”, que se sienten herederos de
los 70, aquella experiencia que “salió mal, pero estaba bien”.
Comentarios
Publicar un comentario