Picada de noticias en el recuerdo
El punto de vista de Ricardo Iacub
Los nuevos excluidos (*)
Tres
horas antes de viajar al exterior recordé que no había dado aviso a las
tarjetas de crédito. Tarea que no existía, algunos años atrás, y que fuimos
agregando a nuestros esfuerzos cognitivos. Cada una de estas tareas me genera
cierta inquietud y preocupación ya que lo que pueda suceder tiene un cierto
margen de incertidumbre.
Fui
por una de las tarjetas y a través del home banking pude resolverlo en
segundos. Lo que aumentó considerablemente mi seguridad personal. Así fue que
me embarqué en la segunda tarjeta asociada a otro banco, pero en esta ya no
aparecía en el sitio, ni siquiera lo mencionaba. Llamé a ese banco y me dijeron
que no es allí donde debía gestionarlo, vaya a saber por qué, sino a la empresa
correspondiente de la tarjeta de crédito. Al empleado le resultaba totalmente
lógico tal desvinculación y cuándo le pregunté sobre la facilidad que otorgaba
el otro banco, su respuesta fue breve: “En este no. Llame a la empresa cuyo
número figura en el reverso de su tarjeta”.
Ante
tal contundencia intenté comunicarme con el teléfono que me indicó. Aunque una
desagradable experiencia sucedió, ni con mis lentes pude ver la letra de
dimensiones minúsculas que aparecía en un plástico recién entregado. Solicité
ayuda de ojos más saludables, aunque sin mucho éxito.
No
importó, fui a internet y busqué ese teléfono, sin que resulte fácil porque
aparecen muchos que fui descartando por errados. Cuando di con él la operadora
me indicaba que si quiero anunciar el viaje, hete allí la sorpresa, debo
hacerlo solo por internet. Pensé, seguramente por dedicarme a personas mayores,
si todos tenían internet, computadora y los conocimientos que se requieren para
usar una simple tarjeta de crédito.
Agradecí,
con cierto egoísmo, que lo tenía y me dispuse a hacerlo. Sin embargo esta red
para hacer cualquier trámite solicita usuario y contraseña para ingresar a su
sitio, que yo no tenía. Es llamativo como uno desconoce las cosas que debería
tener y que a estos espacios les resultan obvias. Al poner los datos que
requerían, me solicitaron un número de cuenta que aparece en el resumen
mensual. Cuando fui a buscarla recordé que ya no llegaba en papel por lo que
debía buscarla en el home banking de mi banco. Con cierto odio y prisa, ya que
para ello el tiempo pasaba y pronto el taxi vendría a buscarme, noto que al
pasar el número, me dice que falta uno.
Repito
la operación, copio y pego dicho número y me dice “mal” nuevamente. Y como si
el sistema se enojara, inhabilita que lo pueda seguir haciendo ¿Qué podía
fallar? Era yo el que no podía o el sistema que fallaba.
Mi
tendencia es más culpabilizante y suelo pensar que el problema es mío. Llamé a
alguien de esa red de servicios para entender la falla, y luego de muchísimos
intentos y minutos más logro que me atiendan y le cuento lo sucedido. Ante lo
que me responde: ¿pero no le puso un 0 antes? Juro que el empleado fue amable
pero lo que se oía era: es obbbvio.
Allí pasé de la culpa al odio y le pedí
que me demuestre cómo creía que podía llegar a esa conclusión.
Acaso
en el número de CBU uno puede agregar ceros para rellenarlos como si fueran
velitas de cumpleaños. El joven que me atendía calló y le dije que me
consideraba incapaz y que ellos debían hacerme esa tarea.
Tras
pedidos cada vez más tensos, luego de una hora y media de haber comenzado, y al
avisarle que en poco tiempo viajaba, salomónicamente terciaron las autoridades
del operador en hacer lo que parecía imposible, que en segundos lo realicen.
Estas
historias solemos atribuirlas a ciertos grupos con mayores limitaciones
tecnológicas, como los más grandes o los que tienen menor nivel educativo pero,
en mayor o menor medida, nos suceden a todos.
Las
tensiones entre la seguridad de los datos y la incapacidad de recordarlos, o
en querer generar todo pedido vía internet y las limitaciones para su ejecución
son cada vez mayores. Solo recordemos cuando el banco nos pide que cambiemos
las diversas claves o las complicaciones que se generan cuando ponen máquinas
para los trámites bancarios y luego hacen falta azafatos (apelación muy actual
y no muy precisa) para ayudar a los desorientados clientes.
Esta
experiencia se dimensiona en su complejidad y peligrosidad con
otras que suceden cotidianamente. Bancos que le han sacado a los jubilados, de
un día para el otro, la posibilidad de cobrar su jubilación por caja sin
ofrecer alternativas y un tiempo para su formación; trámites o pedidos de
turnos de instituciones dedicadas al adulto mayor en los que se requiere la
presencia de un acompañante porque se entiende que muchos de sus beneficiarios
no van a poder ejecutarlo. Lo que lleva a situaciones de malos tratos y
exclusión de tareas que deberían ser personalísimas.
Cuando
los procedimientos dejan de ser amigables, es decir donde el esfuerzo cognitivo
es demasiado alto, las personas suelen dejar de creer en sus capacidades y realizan
un retiro de la actividad para no confrontarse con la dificultad, lo
que lleva a requerir de una asistencia permanente que conforma una suerte de
“discapacidad tecnológica”.
Si
el futuro no se adecua a los criterios de usabilidad tecnológica será muy
difícil pensar cómo manejaremos la cotidianeidad con aplicaciones de software
para cada situación. No debemos suponer un sujeto ideal que puede manejar tales
niveles de información y complejidad procedimental sino en diseños que atiendan
a la mayor diversidad de individuos.
Esto
no debe llevarnos a una posición antitecnológica ya que esta debería ser una
herramienta para facilitarnos la vida. El problema es comprender la usabilidad
que pueden tener dichos mecanismos y evitar que ante cada tarea haya un largo
manual de uso que nadie quiere leer y no todos llegan a interpretar.
Así
como hoy no deberíamos dejar de considerar el uso de rampas o cualquier medio
que facilite los desplazamientos para personas con limitaciones, con la misma
vara deberíamos condenar procedimientos con tal nivel de complejidad que
excluyan a sectores cada vez más amplios de la población.
(*) Clarín, 26/2/019.
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