La pluma de Jorge Fernández Díaz
El establishment es cómplice del
kirchnerismo
27 de noviembre de 2022
En su risueño y mágico regreso a un pasado de leyenda, el atribulado protagonista de Medianoche en París –guionista consumado y novelista en ciernes– se cruza en un bar con un joven Luis Buñuel. El alter ego de Woody Allen, conociendo el futuro, le sugiere entonces al cineasta aragonés una extraña idea para una película: “Un grupo de personas asisten a una cena formal y al final cuando intentan irse se dan cuenta de que no pueden salir del salón”. Buñuel, interesado pero perplejo, le pregunta: “¿Por qué no pueden salir?”. El escritor agrega, sonriendo: “Parece que no pueden atravesar el umbral”. Como Buñuel no entiende, su interlocutor añade: “Cuando se ven obligados a quedarse juntos, la pátina de la civilización se va y lo que queda es lo que realmente son: animales”. Buñuel se encoge de hombros: “No lo entiendo. ¿Por qué no salen directamente de la habitación y punto?”. Woody Allen no puede explicarlo, como tampoco pudieron hacerlo con certeza su genial director ni los infinitos críticos de El ángel exterminador, uno de los films más valorados de la historia del cine. El relato –más surrealista que fantástico– comienza luego de una función de ópera, cuando veinte burgueses derivan en esa mansión de la calle Providencia para una cena de etiqueta y buen gusto. La elegancia del momento se va degradando cuando, en efecto, una fuerza inexplicable les impide abandonar el salón y pasan allí las horas y los días encerrados; los acosa la desidia, el envilecimiento y la histeria, y una serie de fenómenos vergonzosos. Buñuel, a quien le gustaba jugar con los espectadores y no resolver sus enigmas narrativos, no tenía una teoría asertiva acerca de lo que significaba su película, que quedó abierta así a múltiples interpretaciones. De hecho, el propio realizador se preguntaba sobre sus pobres criaturas: “¿Por qué no se entienden? ¿Por qué no llegan juntos a una solución para salir de la casa?”. Entre tantas hipótesis, se me permitirá traer al presente la mía, que es más prosaica y de hecho funcional a esta coyuntura política: la fábula metaforiza la imposibilidad del establishment argentino para cruzar el umbral del statu quo y aventurarse en los territorios de un cambio real y ambicioso. Hay en ese sector una queja razonable –el nivel de inflación, los cepos y la destrucción de la moneda amenazan la salud de sus negocios–, y hay también una retórica rupturista y moderna, pero a la hora de la verdad pocos se atreverían realmente a acompañar esa esforzada épica. La infección populista es muy profunda y atraviesa también a muchos conductores de compañías privadas, que están aclimatados en las reglas truchas del peronismo y en el método del “toma y daca”. Empresarios ricos con empresas pobres –sin motivaciones personales para salir de su conservadurismo–, se unen así a una ristra de sindicalistas multimillonarios con afiliados pauperizados, periodistas acaudalados con audiencias indigentes y, sobre todo, potentados de la política que gobiernan territorios de ciudadanos venidos a menos, cada vez más sufrientes y menesterosos. Algunos empresarios de precios regulados se han estacionado en el inestable pero cordial confort del “tira y afloja”, y muchos industriales no están dispuestos a readecuarse y a salir a competir en serio al mundo, por más que vayan a la televisión y a los foros a declamar exactamente lo contrario.
Cualquiera que ha seguido atentamente la experiencia variable de
estas décadas tristes sabe que aunque les abran la puerta no podrán salir y que
a la hora de levantar vuelo pesará más sobre ellos esa súbita ley de gravedad
que los aplasta, ese inmovilismo callado al que adhieren por instinto de
conservación y costumbre. Salvo honrosas excepciones, muchos han perdido
músculo y ese proceso ya es irreversible; tienen una fiaca existencial,
imaginan guerras políticas y económicas necesarias para el progreso que no
están dispuestos a asumir y prefieren entonces metamorfosis homeopáticas,
proyectos módicos y gatopardismo: cambiar solo lo indispensable para que en
verdad nada cambie. Esta es una sociedad que paulatinamente se fue acomodando a
la cultura populista y que tiene una “burguesía nacional” obligada a los pactos
corporativos, y que ahora prefiere un shock económico meramente estabilizador
pero un gradualismo político en cámara lentísima, inocuo y con barbitúricos. Si
tuvieran en sus manos la varita mágica harían una amnistía generalizada,
que incluiría por supuesto a los que pagaron las coimas, y proclamarían bellos
pero imposibles “Pactos de
Este contexto, esta respiración callada, explican en parte los
calurosos aplausos con que los empresarios recibieron esta semana el discurso
“fiscalista” de Sergio Massa, a la sazón socio de un gobierno que se ha caracterizado por
expandir el gasto con cuatro planes platita, con un empleo público creciente y
descontrolado y con compañías estatales escandalosamente deficitarias; creando
además una bomba de pesos y una inflación monstruosa que ahora intentará
menguar por la vía del enfriamiento recesivo. El ministro describe
implícitamente la situación económica como la de un cadáver o al menos como un
herido de muerte cuando critica para la hinchada a algunos empresarios
“cuervos” que pretenden aprovecharse de la “carroña”. La carroña admitida es el
resultado de tres años de gestión negligente. También se ilusionan en el
establishment con el presunto giro a la moderación de
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