La columna de historia de Daniel Cecchini
Operación Pindapoy: el
secuestro
y la muerte del general
Aramburu contado por los
propios Montoneros
Infobae
29
de Mayo, 2023
Los
diarios de la mañana del viernes 29 de mayo de 1970 llevaban en sus portadas –
sin excepción – el anticipo del acontecimiento oficial del día: la celebración
del Día del Ejército que, como en toda dictadura militar que se preciaba de
serlo, sería con gran despliegue de tropas y discursos alusivos. Se anunciaba
la presencia del teniente general de Caballería que por entonces se apoltronaba
en la Casa Rosada, Juan Carlos Onganía, y las palabras de ocasión
estarían a cargo del jefe del Ejército, Alejandro Agustín Lanusse.
Además
de la fecha conmemorativa, ese 29 de mayo se cumplía un año del estallido
del Cordobazo, la rebelión popular que – aunque todavía no se sabía
– quedaría en la historia como el hito a partir del cual comenzó la debacle de
la autodenominada “Revolución Argentina”. De ese otro aniversario no se
publicaba nada.
Todo
apuntaba a que ese viernes transcurriera como otro día gris en tiempos grises
de
La
noticia conmocionó al país. Ese mismo día se montó un gigantesco operativo para
encontrar al militar secuestrado, pero tanto él como sus secuestradores
parecían haberse esfumado.
Lo
poco que se supo durante los tres días siguientes fue a través de los
comunicados que Montoneros hizo llegar a los medios de comunicación. En ellos
se adjudicaron el secuestro y anunciaron que Aramburu sería sometido a
un juicio popular.
Las
versiones que corrían eran de lo más dispares. Pese a que un grupo guerrillero
se había adjudicado el operativo, no faltaban quienes sostuvieran que en
realidad era una maniobra de un sector del Ejército – después de todo, se sabía
que los secuestradores habían usado uniformes del arma – destinada a
desestabilizar a Onganía.
Otros
apuntaban a una autoría similar, pero con diferente objetivo: sacar del medio
a Aramburu, a quien se le adjudicaba la intención de ser
protagonista de un proceso de apertura democrática que la dictadura no estaba
dispuesta a permitir.
Se
demoraría en saber que Juan Carlos Aramburu fue ejecutado la madrugada del 2 de
junio mediante un disparo de pistola
El
comando que sacó a Aramburu de su casa, lo trasladó a una estancia en la
localidad de Timote – propiedad de la familia de uno de los integrantes del
grupo - en el partido bonaerense de Carlos Tejedor, lo sometió a un “juicio
revolucionario” y lo mató con un disparo de pistola
Por
entonces no había muchos más. Cuando el 29 de mayo de 1970 los todavía
desconocidos Montoneros secuestraron al general Pedro Eugenio Aramburu, en lo
que llamaron “Operación Pindapoy”, la organización estaba integrada
por apenas doce miembros.
El velorio de Aramburu tras el hallazgo del cuerpo en el campo
de Timote
Sólo tres integrantes de aquel comando se refirieron públicamente alguna vez a la acción que habían llevado a cabo. Norma Arrostito y Mario la contaron con detalle en una entrevista publicada en la revista Causa Peronista el 6 de septiembre de 1974, en coincidencia con la decisión de Montoneros de pasar a la clandestinidad. El tercer testimonio es el de Ignacio Vélez, otro de los fundadores de Montoneros, recogido por el periodista e historiador Marcelo Larraquy.
El
núcleo fundador de Montoneros se conformó entre fines de 1968 y principios de
1969 en total secreto. Fuera de sus integrantes y algunos otros pocos, nadie
conocía la existencia de la organización. Decidieron sacarla a la luz con una
acción que golpeara a la dictadura de Juan Carlos Onganía y causara un fuerte
impacto en la opinión pública: el secuestro del segundo presidente de facto de
la llamada Revolución Libertadora y responsable último de los fusilamientos de
militares y civiles de
Conformar
el grupo operativo, con integrantes a jugarse en una acción arriesgada fue el
primer paso. “El ajusticiamiento de Aramburu era un viejo sueño nuestro.
Concebimos la operación a comienzos de 1969. Había de por medio un principio de
justicia popular -una reparación por los asesinatos de junio del 56-, pero
además queríamos recuperar el cadáver de Evita, que Aramburu había hecho
desaparecer. Pero hubo que dejar transcurrir el tiempo, porque aún no teníamos
formado el grupo operativo. A fines del 69 pensamos que ya era posible encarar
el operativo. A los móviles iniciales, se había sumado en el transcurso de ese
año la conspiración golpista que encabezaba Aramburu para dar una solución de
recambio al régimen militar, debilitado tras el Cordobazo. Por
El “cara o ceca” de Firmenich no era una metáfora, de fracasar en el intento, Montoneros moriría antes de nacer. En el mismo reportaje, Arrostito puso la cuestión en números: “Toda la ‘organización’ éramos doce personas, entre los de Buenos Aires y los de Córdoba. En el operativo jugamos diez”.
Elegido
el objetivo, a principios de 1970 el grupo empezó a relevar los movimientos de
Aramburu para, a partir de ellos, planificar el secuestro. “El edificio donde
él vivía está frente al colegio Champagnat, y averiguamos que en el primer piso
- de ese colegio - había una sala de lectura o una biblioteca. Entonces nos
colamos y fuimos a leer ahí. Más que leer, mirábamos por la ventana. Nos
quedábamos por periodos cortos, media hora, una hora. Nunca nadie nos
preguntó nada”, relata Firmenich.
Desde esa ventana lo vieron por primera vez, pero pronto se dieron cuenta de que Aramburu no tenía rutinas fijas. “Solía salir alrededor de las once de la mañana, a veces antes, a veces después, a veces no salía. Lo vimos tres veces desde el Champagnat. Después fichamos desde la esquina de Santa Fe, en forma rotativa. Llegamos a hacer relevos cada cinco minutos. Teníamos que hacer así porque en esa esquina había un cabo de consigna, uno rubio, gordito, y no queríamos llamar la atención”, cuenta Arrostito.
Esa
ausencia de rutinas fue lo que los hizo descartar la primera alternativa en la
que habían pensado, secuestrarlo en la calle cuando salía a caminar. No podían
permanecer mucho en el lugar sin llamar la atención. “Pensábamos llevar uno de
esos autos con cortina en la luneta y tapar las ventanillas con un traje a cada
lado. Le dimos muchas vueltas a la idea hasta que la descartamos y resolvimos
entrar y sacarlo directamente del octavo piso. Para eso hacía falta una buena
‘llave’. La mejor excusa era presentarse como oficiales del Ejército. El
Gordo (Emilio) Maza y otro compañero habían sido liceístas, conocían el
comportamiento de los militares. Al Gordo Maza incluso le gustaba, era
bastante milico, y le empezó a enseñar a Fernando los movimientos y las
órdenes. Ensayaban juntos”, explica Firmenich.
Los uniformes no resultaron un problema. Los compraron en una sastrería, haciéndose pasar por jóvenes oficiales del Ejército. “Fernando Abal tenía 23 años, Ramus y Firmenich 22, Capuano Martínez, 21. Cortándose el pelo pasaban por colimbas. Así que allí compramos las insignias, las gorras, los pantalones, las medias, las corbatas. Un oficial retirado peronista donó su uniforme: simpatizaba con nosotros, aunque no sabía para qué lo íbamos a usar. El problema es que a Fernando le quedaba enorme. Tuve que hacer de costurera, amoldárselo al cuerpo. La gorra la tiramos -era un gorrón- le bailaba en la cabeza pero usamos la chaquetilla y las insignias”, cuenta Arrostito.
Además
de los uniformes, para entrar al departamento de Aramburu sin problemas
necesitaban una excusa. “Una cosa que nos llamó la atención es que Aramburu no
tenía custodia, por lo menos afuera. Después se dijo que el ministro Imaz se la
había retirado pocos días antes del secuestro, pero no es cierto. En los cinco
meses que estuvimos chequeando, no vimos custodia exterior ni ronda de
patrulleros. Solamente el portero tenía pinta de cana, un morocho corpulento. A
alguien se le ocurrió: Si no tenía custodia, ¿Por qué no íbamos a ofrecérsela?
Era absurdo, pero esa fue la excusa que usamos”, dice Firmenich.
La
noche del 28 de mayo, un integrante del grupo llamó por teléfono al
departamento de Aramburu y pidió hablar con él con una excusa. “Aramburu lo
trató bastante mal, le dijo que se dejara de molestar o algo así. Pero ya
sabíamos que estaba en su casa”, relata Arrostito.
Con
esa seguridad, decidieron que lo secuestrarían el día siguiente, 29 de
mayo, Día del Ejército.
“De casualidad”
Para
Ignacio Vélez, la coincidencia con la fecha fue casual, no algo previamente
planificado. “Hay cosas que la historia hace de casualidad. El 29 de
mayo, Día del Ejército. Yo creo que no se pensó la fecha. Por ahí, el
Gordo (Maza) y Fernando (Abal Medina) la pensaron”, dice en el testimonio
recogido por Larraquy.
Ya
tenían listos todos los autos necesarios para el operativo. “Dentro de Parque
Chas dejamos estacionados esa noche los dos autos operativos: la pick-up
Chevrolet y un Peugeot 404 blanco; y tres coches más que se iban a necesitar:
una Renoleta 4L blanca mía, un taxi Ford Falcon que estaba a nombre de
Firmenich, y una pick-up Gladiator
Poco
antes de las 9 de la mañana del 29 de mayo, ya estaban todos en posición.
“Llegamos en un Peugeot, Capuano al volante, yo al lado, Fernando y Maza.
Estacionamos en el garage (Del Colegio Champagnat), vamos los tres al edificio,
se queda Capuano. A Mario, a Maguid y a Arrostito no los vi porque era un
operativo compartimentado. Fernando y el Gordo (Maza) estaban vestidos de
militares, yo de civil con pelo cortito y un sobretodo. Teníamos muy buena
formación para actuar como militares. Yo voy al séptimo piso. El Gordo
(Maza) y Fernando, al octavo”, relata Vélez.
“En
el Peugeot 404 subieron Capuano Martínez, que iba de chofer, con otro
compañero, los dos de civil pero con el pelo bien cortito y detrás, Maza con
uniforme de capitán y Fernando Abal, como teniente primero”, corrobora
Arrostito.
Mientras
tanto, Ramus se mantenía al volante de la camioneta, mientras Firmenich, con
uniforme de policía, parecía estar autorizándolo a que se detuviera en ese
lugar. Carlos Maguid, vestido de cura, se quedó en la vereda, cerca de la
entrada del colegio. A metros de él, Norma Arrostito, con peluca rubia, parecía
estar esperando a alguien. Todos tenían armas y su tarea era hacer la
contención.
“Nosotros seguimos hasta la puerta del Champagnat y estacionamos sobre la vereda. “El cura” y yo nos bajamos. Dejé la puerta abierta con la metralleta sobre el asiento, al alcance de la mano. Había otra en la caja al alcance del otro compañero. También llevábamos granadas”, relata Firmenich.
Mientras,
en el séptimo piso, Vélez mantenía abierta la puerta del ascensor, para evitar
interrupciones y poder salir rápido, Abal Medina y Maza tocaron el timbre en el
8° A. Los atendió Sara Herrera, la esposa de Aramburu. “No le infundieron
dudas: eran oficiales del Ejército. Los invitó a pasar, les ofreció café
mientras esperaban que Aramburu terminara de bañarse. Al fin apareció sonriente
impecablemente vestido. Tomó café con ellos mientras escuchaba complacido el ofrecimiento
de custodia que le hacían esos jóvenes militares”, relata Firmenich.
Pasaron
pocos minutos hasta que Fernando Abal Medina le dijo a Aramburu:
-Mi General, usted viene con nosotros.
Aramburu
se puso de pie y salió con ellos.
En
el ascensor los esperaba Vélez. “Bajamos los cuatro, todos juntos en el
ascensor. Él estaba convencido de que iba a una asonada. Y ahí caminamos,
subimos al Peugeot. Soy el único que está vivo de ese viaje: en la ida, hasta
detrás de
“¿Si se resistía? Lo matábamos. Ese era el plan, aunque no quedara ninguno de nosotros vivos”, dice Firmenich en la entrevista de Causa Peronista.
Trasladaron
a Aramburu en el Peugeot hasta las cercanías de
Allí
Vélez y otros miembros del comando se separaron del grupo. “Yo había dejado
una Renoleta estacionada cerca de los bosques de Palermo. Y nos
quedamos en Buenos Aires viendo algunos detalles operativos; dejar los fierros,
ese tipo de cosas. Y después, camino a Córdoba, pasamos por Rosario y dejamos
en dos o tres baños los comunicados del secuestro de Aramburu, con lo cual
dispersábamos la búsqueda. Llegamos a Córdoba bien”, relata.
Llegaron
a
Aramburu estuvo secuestrado tres días en un dormitorio del casco de
La
madrugada del 2 de junio, Fernando Abal Medina le comunicó que había sido “sentenciado
a la pena de muerte”.
Firmenich reconstruye así los últimos momentos de Aramburu antes
de su muerte:
“Ensayó
conmovernos. Habló de la sangre que nosotros, muchachos jóvenes, íbamos a
derramar. Cuando pasó la media hora lo desamarramos, lo sentamos en la cama y
le atamos las manos a la espalda. Pidió que le atáramos los cordones de los
zapatos. Lo hicimos. Preguntó si se podía afeitar. Le dijimos que no había
utensilios. Lo llevamos por el pasillo interno de la casa en dirección al
sótano. Pidió un confesor. Le dijimos que no podíamos traer un confesor porque
las rutas estaban controladas.
“-Si
no pueden traer un confesor -dijo-, ¿cómo van a sacar mi cadáver?
“Avanzó
dos o tres pasos más. ¿Qué va a pasar con mi familia? preguntó. Se le dijo que
no había nada contra ella, que se le entregarían sus pertenencias.
“El
sótano era tan viejo como la casa, tenía setenta años. Lo habíamos usado la
primera vez en febrero del 69, para enterrar los fusiles expropiados en el Tiro
Federal de Córdoba. La escalera se bamboleaba. Tuve que adelantarme para ayudar
su descenso.
“-Ah, me van a matar en el sótano-, dijo. Bajamos. Le pusimos un pañuelo
en la boca y lo colocamos contra la pared. El sótano era muy chico y la
ejecución debía ser a pistola.
“Fernando
tomó sobre sí la tarea de ejecutarlo. Para él, el jefe debía asumir siempre la
mayor responsabilidad. A mí me mandó arriba a golpear sobre una morsa con una
llave, para disimular el ruido de los disparos.
“-General -dijo Fernando-, vamos a proceder.
“-Proceda
-dijo Aramburu.
“Fernando disparó la pistola
El
cuerpo de Aramburu, enterrado en “
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