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junio 01, 2019
Heridas que no han cicatrizado
Hernán Andrés
Kruse (23/03/2016)
El 24 de
marzo se cumple el cuadragésimo aniversario del golpe de Estado cívico-militar
que derrocó a María Estela Martínez de Perón. Nunca en la historia se había
anunciado tanto un golpe. En los meses previos, nadie dudaba de la poca vida
política que le quedaba a “Isabel”. A fines de 1975, un sector de la Fuerza Aérea intentó
hacerlo antes de lo planeado y fracasó, no por falta de apoyo sino porque no
era el momento elegido. El 24 de marzo de 1976, la población se despertó con la
noticia: “Isabel” había sido derrocada y posteriormente trasladada al sur en
calidad de detenida. El gobierno quedó en manos de una Junta Militar integrada
por Jorge Rafael Videla, Emilio Eduardo Massera y Orlando Ramón Agosti. Como
parte integrante de la misma, Videla fue elegido presidente. Su ministro de
Economía fue un conspicuo representante de la oligarquía agropecuaria, José
Alfredo Martínez de Hoz. Videla, Martínez de Hoz y el ministro del Interior,
Albano Harguindeguy, conformaron el ala “liberal” de la dictadura militar. En
la vereda de enfrente se encolumnaban los seguidores del almirante Massera, el
“macho” de la Junta,
quien no ocultaba sus ambiciones políticas. Muy pronto ambos sectores lucharían
por el control del gobierno, pese a que ambos coincidían en algo que para la
dictadura era fundamental: la lucha contra la subversión. Desde un
principio, la Junta
Militar gozó de un amplio consenso popular. Negarlo
sería, a esta altura de los tiempos, ridículo. La sociedad respiró aliviada al
tomar conocimiento, esa mañana del 24 de marzo de 1976, del derrocamiento de
“Isabel”. Atemorizados por la subversión (temor que fue alimentado por una
eficaz tarea de los medios de comunicación), cuya amenaza militar había
desaparecido el 23 de diciembre de 1975, cuando fue diezmada en Monte Chingolo,
los argentinos nos tranquilizamos y decidimos darles un voto de confianza a los
militares.
El
aniquilamiento de la subversión (tal fue la orden dada por Ítalo Luder a
mediados de 1975) fue el objetivo principal de la dictadura militar. Para no
enemistarse con Estados Unidos y Europa, la Junta Militar y
los altos mandos decidieron emplear “la capucha” como método para destruir a la
subversión. Siguiendo el ejemplo de los militares franceses en Argelia, los
militares argentinos aplicaron un terrorismo de Estado que asombró por su
crueldad: secuestro de personas, interrogatorios de prisioneros en centros
clandestinos de detención, ejecución y posterior desaparición de la mayoría de
los detenidos, torturas y los vuelos de la muerte. Las principales víctimas del
terrorismo de Estado fueron sindicalistas de base, seguidos por intelectuales,
periodistas, estudiantes, sacerdotes; por todo aquél considerado “sospechoso”
por las autoridades de facto, en suma. Mientras tanto, la guerrilla ejecutaba
aislados pero mortíferos ataques que no hacían más que legitimar el terrorismo
de Estado. En el área económica, Martínez de Hoz sentó las bases del
capitalismo financiero en reemplazo del modelo industrialista que estaba
vigente hasta ese momento. Se abrieron las importaciones y comenzó a hablarse
de la privatización de las empresas estatales. En el área internacional la
dictadura militar intentó acercarse a Estados Unidos y Europa Occidental, pero
muy pronto desde el mundo occidental comenzaron a llover las denuncias sobre
desaparición de personas. Incluso el gobierno demócrata de Carter se mostró muy
preocupado, a tal punto que en 1979 decidió enviar al país a la funcionaria
Patricia Derian para interiorizarse sobre la cuestión. A comienzos de 1977 un
grupo de madres habían comenzado a reunirse todos los jueves en la histórica
plaza clamando por el destino de sus hijos desaparecidos. Ese grupo de madres
finalmente pasó a la historia con el nombre de “Madres de Plaza de Mayo”. Muy
preocupado por la “imagen” internacional la Junta Militar se
valió del Mundial de Fútbol celebrado en el país en 1978 para cohesionar a la
sociedad. “Los argentinos somos derechos y humanos” fue el slogan que se
utilizó en aquel entonces para contrarrestar lo que la dictadura entendía era
una campaña de desprestigio orquestada desde el exterior. La victoria del
equipo de César Luis Menotti le vino como anillo al dedo ya que presentó las
demostraciones de júbilo popular en las calles como una palpable demostración
de unidad y fervor populares. En 1980 la unidad de la Junta Militar comenzó
a sufrir grietas y el plan económico de Martínez de Hoz no estaba dando los
resultados esperados.
En
marzo de 1981 Videla fue reemplazado por el general Roberto Eduardo Viola quien
designó en el ministerio de Economía a Lorenzo Sigaut, quien pasó a la historia
con su frase “el que apuesta por el dólar, pierde”. Viola intentó acercarse
a la
Multipartidaria pero a fines de ese año las Fuerzas
Armadas lo eyectaron del poder. Fue sustituido por Leopoldo Fortunato Galtieri,
un halcón del poder militar. En Economía fue designado Roberto Alemann y en
Relaciones Exteriores Nicanor Costa Méndez. Lo primero que hizo Galtieri fue
enfatizar que las “urnas estaban bien guardadas”. En el verano de 1982 la
situación económica empeoró y el 31 de marzo la CGT declaró un paro
general con movilización a Plaza de Mayo, movilización que fue duramente
reprimida. Cuarenta y ocho horas más tarde, casi como por arte de magia, el
humor social de los argentinos cambió radicalmente. El 2 de abril un grupo
comando recuperó por la fuerza el control de las Islas Malvinas. La Plaza de Mayo se cubrió
de enfervorizados manifestantes quienes no fueron conscientes de lo que ese
acto militar significaba para Gran Bretaña y Estados Unidos: un desafío al
imperio anglonorteamericano. Pese a los esfuerzos del enviado de Reagan, Alexander
Haig, por encontrar una solución negociada al conflicto, la intransigencia de
Galtieri y Margaret Thatcher desembocaron en lo inevitable: la guerra. El
conflicto duró un mes y medio y al final la superioridad inglesa impuso sus
condiciones. La rendición de las tropas argentinas demolió a la dictadura
militar y hundió a los argentinos en una profunda depresión. Atrapado y sin
salida el régimen militar no tuvo más remedio que negociar con la
multipartidaria la transición a la democracia. El 30 de octubre de 1983 el
radical Raúl Alfonsín derrotó por doce puntos al peronista Ítalo Luder.
Comenzaba otra época histórica en el país.
A partir
de entonces mucho se dijo y mucho se escribió sobre la dictadura militar. Las
nuevas generaciones probablemente estén convencidas de que el 24 de marzo de
1976 un grupo de lunáticos disfrazados de militares se adueñaron del país para
saquearlo a su antojo. Nada más alejado de la realidad. Los militares que
derrocaron a “Isabel” no nacieron de un repollo sino que formaron parte de una
sociedad que en aquel entonces valoraba muy poco a la democracia. La dictadura
militar cometió atrocidades, eso nadie lo pone en duda. Fueron actos que
denigraron a la condición humana. Muchos de sus responsables recibieron el
condigno castigo. Pero el golpe de Estado cívico-militar no puso fin a una
época de paz y prosperidad, de tolerancia y respeto mutuo. Los militares no
derrocaron a Isabel e implantaron una dictadura porque se les dio la gana,
porque estaban aburridos o porque estaban alienados. Lo que aconteció el 24 de
marzo de 1976 fue el fruto de lo que sucedió antes en el país, donde la
democracia estuvo ausente durante décadas. Para comprender la decisión de las
Fuerzas Armadas de adueñarse de la Argentina a sangre y fuego no queda más
remedio que hacer un poco de historia. Porque la dictadura militar no fue más
que el capítulo final de una gran tragedia que se extendió por mucho tiempo y
que costó miles y miles de vidas.
Ahora
bien ¿cuándo comenzó la tragedia argentina? Si bien todos tienen el derecho de
poner la fecha de su preferencia, en mi caso escojo el 20 de junio de 1973. No
niego que lo más adecuado sería remontarnos al propio 25 de mayo de 1810 pero
creo que lo más sensato es no irnos tan atrás en el tiempo. Aquel 20 de junio
de 1973 fue trágico para el país. La izquierda y la derecha del peronismo se
trenzaron a balazos en los campos de Ezeiza para zanjar la disputa por el
control del peronismo. Perón, anciano y enfermo, decidió recostarse sobre los
hombros de los dirigentes más importantes del peronismo de derecha, como José
López Rega y José Ignacio Rucci. La notable elección de Perón el 23 de
septiembre no detuvo el río de sangre. El 25, un comando (aparentemente fueron
los montoneros) acribilló a Rucci, el hombre de confianza de Perón. La guerra
estaba declarada. El 1 de mayo de 1974 Perón insultó a la juventud peronista y
exclamó que había llegado la hora de hacer tronar el escarmiento. Perón murió
el 1 de julio y el gobierno quedó en manos de “Isabel”, López Rega y Lorenzo
Miguel. A partir de entonces y hasta el 24 de marzo de 1976 la Argentina se
convirtió en un gigantesco campo de batalla entre la derecha y la izquierda del
peronismo. Todos los días morían asesinados militantes de ambos bandos mientras
el pueblo asistía perplejo y anonadado a lo que estaba sucediendo. Incapaz de
conducir el timón del barco, “Isabel” hizo un postrer esfuerzo haciendo un
desesperado llamado a elecciones presidenciales para 1976. Nadie la apoyó.
Estábamos en presencia de la crónica de un golpe anunciado. Finalmente,
“Isabel” cayó ante la indiferencia y el alivio de la inmensa mayoría de la
sociedad.
Las
heridas provocadas por la denominada “guerra sucia” aún no han cicatrizado.
Lamentablemente, un tema tan delicado como éste fue utilizado con fines
políticos por demasiada gente que evidentemente no desea que se sepa toda la
verdad. Porque en esta trágica historia nadie fue inocente. Los grupos
guerrilleros no fueron más que funcionales a los militares. Las muertes
ocasionadas por la guerrilla no hicieron más que legitimar el terrorismo de
estado. Otro gran responsable fue el propio Perón quien durante el exilio
bendijo a “la juventud maravillosa” para luego escupirla de la Plaza de Mayo cuando se
estaba muriendo. Ni qué hablar de Videla y compañía que aplicaron el terrorismo
de Estado temerosos de lo que podría pensar Occidente si aplicaban la ley
marcial. En aquella época la
Argentina descendió a los infiernos por culpa de quienes
no dudaron en matar a mansalva con tal de satisfacer su enfermiza avidez de
poder. Hoy, a cuarenta años del golpe, la democracia parece estar lo
suficientemente afianzada como para permitirnos recordar aquellos trágicos años
con más calma y racionalidad, como para enseñarles a las nuevas generaciones
que la violencia, al generar más odio y deseos de venganza, empeora las cosas.
Ojalá que los argentinos hayamos aprendido esa lección de una vez y para
siempre.
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