Para los lectores de El Informador Público
Bobbio y el
gobierno de las leyes (2)
IP-30/1/024
“El tema de la superioridad del
gobierno de las leyes recorre, sin solución de continuidad, toda la historia
del pensamiento occidental (pero, no con menor fortuna, también la del
pensamiento político de la antigua China). Una de las formas más antiguas para
expresar la idea del buen gobierno es el término griego eunomía, usado por
Solón, el gran legislador de Atenas, en oposición a disnomía. Separada del
contexto, de difícil e incierta interpretación, la expresión más célebre, entre
los antiguos —y, por tanto, tomada infinidad de veces por los modernos—, del
señorío de la ley, se halla en el fragmento de Píndaro, transmitido con el
título de Nómos Basileús, el cual se inicia diciendo que la ley es reina de
todas las cosas, tanto de las mortales como de las inmortales. Entre los
pasajes canónicos que
El principio de la rule of law pasó
desde Inglaterra a las doctrinas jurídicas de los Estados continentales, dando
origen a la doctrina, hoy verdaderamente universal (en el sentido en que ya no
es contestada por nadie como cuestión de principio, tanto que, cuando no es
reconocida, se invoca el estado de necesidad o de excepción), del «Estado de
derecho», o sea, del Estado que tiene como principio inspirador la
subordinación de todo poder al derecho, desde el nivel más bajo, hasta el más
alto, a través del proceso de legalización de toda acción de gobierno que ha
sido llamada, desde la primera Constitución escrita de
Para completar esta exposición es
preciso reflexionar aún sobre el hecho de que por «gobierno de la ley» se
entienden dos cosas distintas, aunque ligadas entre sí: además del gobierno sub
lege, que es el considerado hasta aquí, también el gobierno per leges, o sea,
mediante leyes, o bien a través de la promulgación, si no exclusiva, sí
predominante, de normas generales y abstractas. Una cosa es que el gobierno
ejerza el poder según leyes preestablecidas, y otra que lo ejerza mediante
leyes, o sea, no mediante órdenes individuales y concretas. Las dos exigencias
no se superponen: en un Estado de derecho, el juez, cuando emite una sentencia
que es una orden individual y concreta, ejerce el poder sub lege, pero no per
leges. Por el contrario, el primer legislador, el legislador constituyente,
ejerce el poder no sub lege (salvo que se admita por hipótesis, como hace
Kelsen, una norma fundamental), sino per leges, desde el momento mismo en que
promulga una Constitución escrita. En la formación del Estado moderno, la
doctrina del constitucionalismo, en que se resume toda forma de gobierno sub
lege, marcha paralelamente a la doctrina de la primacía de la ley como fuente
de Derecho, entendida la ley, por una parte, como expresión máxima de la
voluntad del soberano ―sea éste el príncipe o el pueblo― y, como tal, en
oposición a la costumbre, y, por otra parte, como norma general y abstracta y,
como tal, en oposición a las órdenes dadas oportunamente.
Consideremos a los tres máximos
filósofos cuyas teorías acompañan la formación del Estado moderno: Hobbes,
Rousseau y Hegel. Se puede dudar de que puedan incluirse entre los partidarios
del gobierno de la ley, pero ciertamente son los tres defensores de la primacía
de la ley como fuente del Derecho, como principal instrumento de dominio y,
como tal, prerrogativa máxima del poder soberano. Esta distinción entre
gobierno sub lege y gobierno per leges es necesaria no sólo por razones de
claridad conceptual, sino también porque los méritos que se suelen atribuir al
gobierno de la ley son distintos, según se refieran al primer significado o al
segundo. Los méritos del gobierno sub lege consisten, como ya hemos dicho, en
impedir o, por lo menos, obstaculizar el abuso del poder, mientras que los
méritos del gobierno per leges son otros. Más aún, hemos de decir que la mayor
parte de los motivos de preferencia por el gobierno de la ley sobre el gobierno
de los hombres, adoptados empezando por los escritores antiguos, están ligados
al ejercicio del poder mediante normas generales y abstractas. En efecto, los
valores fundamentales a los que se han remitido variamente los partidarios del
gobierno de la ley, la igualdad, la seguridad y la libertad, quedan ya
garantizados por los caracteres intrínsecos de la ley entendida como norma
general y abstracta, más que por el ejercicio legal del poder. Está fuera de
toda discusión que la función igualadora de la ley depende de su naturaleza de
norma general, que tiene por destinatarios no sólo a un individuo, sino a una
clase de individuos, que puede también estar constituida por la totalidad de
los miembros del grupo social. Precisamente a causa de su generalidad, una ley,
sea cual sea, y, por tanto, independientemente de su contenido, no permite, por
lo menos en el ámbito de la categoría de sujetos a los que se dirige, ni el
privilegio, o sea, la medida en favor de una sola persona, ni la
discriminación, o sea, la medida en contra de una sola persona. Que luego haya
leyes igualadoras y leyes desigualadoras es ya otra cuestión, que depende no de
la forma de la ley, sino del contenido de la misma.
Por el contrario, la función de seguridad
depende del otro carácter puramente formal de la ley, el carácter de
abstracción, o sea, del hecho de que enlaza una determinada consecuencia a la
comisión o emisión de una acción típica y, como tal, irrepetible. En este caso,
la norma abstracta contenida en la ley se contrapone a la orden dirigida a una
persona o incluso a una clase de persona (en este aspecto, la naturaleza del
destinatario es indiferente) para que lleve a cabo una acción específicamente
determinada, cuyo cumplimiento agota de una vez por todas la eficacia de la
orden. Mientras que los antiguos, particularmente sensibles al problema del
gobierno tiránico, pusieron de relieve, sobre todo, la función igualadora de la
ley, los modernos (me refiero a la categoría del Estado legal y racional de
Weber) han exaltado, sobre todo, la función que el gobierno, al promulgar
normas abstractas, puede desarrollar en cuanto a asegurar la previsibilidad y,
por tanto, la calculabilidad de las consecuencias de las propias acciones,
favoreciendo de esta manera el desarrollo del intercambio económico.
Más problemático es el nexo entre la
ley y el valor de la libertad. El famoso dicho ciceroniano según el cual hemos
de ser esclavos de la ley para ser libres, si no se interpreta bien, puede
aparecer como una invitación retórica a la obediencia. Pero, ¿cómo
interpretarlo? Son dos las posibles interpretaciones, según se considere la
libertad negativa o la positiva. Más simple es la interpretación fundada en la
libertad positiva, como aparece en este fragmento de Rousseau: «Se es siempre
libre cuando se está sometido a las leyes, pero no cuando se debe obedecer a un
hombre; porque en este segundo caso debo obedecer la voluntad de otros,
mientras que cuando obedezco las leyes, sólo obedezco la voluntad pública, que
es tanto mía como de cualquier otro.» Más simple, pero también más reductiva,
mejor dicho, más simple precisamente por ser más reductiva: por «ley». Rousseau
entiende únicamente la norma emanada de la voluntad general. ¿Se podría decir
lo mismo de la ley promulgada por el sabio legislador, o de una norma
consuetudinaria o, de cualquier forma, de una ley no emanada de la voluntad
general? ¿Se puede considerar como carácter intrínseco de la ley, además de la
generalidad y la abstracción, su emanación de la voluntad general? Si no se
puede, lo que garantiza la protección de la libertad positiva, ¿es la ley en sí
misma, o bien la ley a cuya formación han contribuido aquellos que luego
deberán obedecerla? Para atribuir también a la ley como tal la protección de la
libertad negativa, se requiere una limitación aún mayor de su significado. Es
necesario considerar como leyes propiamente dichas sólo aquellas normas de
conducta que intervienen para limitar el comportamiento de los individuos,
únicamente al objeto de permitir a cada uno gozar de una propia esfera de
libertad protegida contra la eventual interferencia ajena.
Por muy extraña e históricamente
insostenible que sea, esta interpretación de la naturaleza «auténtica» de ley
no es en modo alguno rara en la historia del pensamiento jurídico. Corresponde
a la teoría —no sé si inaugurada, pero sí divulgada por Thomasius— según la
cual el carácter distintivo del Derecho respecto a la moral radica en que está
constituido exclusivamente por preceptos negativos, resumibles en el neminem
laedere. También para Hegel, el Derecho abstracto, que es el Derecho del que se
ocupan los juristas, está compuesto sólo por prohibiciones. Esta vieja
doctrina, que podríamos llamar de los «límites de la función del Derecho» (y
que se integra históricamente en la doctrina de los límites del poder del
Estado), fue tomada de nuevo y sacada a la luz por uno de los mayores
partidarios del Estado liberal, Friedrich von Hayek, el cual entiende por
normas jurídicas propiamente dichas sólo aquellas que ofrecen las condiciones o
los medios con los que el individuo puede perseguir libremente sus propios
fines sin que pueda impedírselo nada, aparte el mismo derecho de los otros. No
es una casualidad el que las leyes así definidas sean también para Hayek
imperativos negativos o prohibiciones. Mientras que el nexo entre ley e
igualdad y entre ley y seguridad es directo, para justificar el nexo entre ley
y libertad es preciso manipular el concepto mismo de ley, asumir de la misma un
concepto selectivo, eulógico y, en parte, también ideológicamente orientado. La
prueba de ello es que la demostración del nexo entre ley y libertad positiva
exige la remisión a la doctrina democrática del Estado, mientras que la del
nexo entre ley y libertad negativa puede estar fundada sólo en los presupuestos
de la doctrina liberal”.
(*) Norberto Bobbio: ¿Gobierno de los
hombres o gobierno de las leyes? (procedencia del texto: Cap. 7 de “El futuro
de la democracia”, Ed. Plaza Janés Editores, 1985).
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