El recuerdo histórico de Alberto Amato
Winston Churchill, controversias
y principios de un orador
brillante, premio Nobel de
Literatura y enemigo vital del
nazismo
Cambió el destino de Europa,
sombrío ante la cruel aventura nazi; galvanizó a su nación para que enfrentara
con decisión y heroísmo a las huestes de Adolf Hitler, a quien odiaba con
obstinada lucidez; mientras los nazis se adueñaban de
Mientras fue primer ministro
durante
Era un orador brillante,
apasionado y poderoso. Fue su voz y su estilo los que mantuvieron a Inglaterra
unida en “su hora más oscura”, y fue su voz y su estilo los que convencieron a
toda una nación que podían ganar, que sobrevivirían, que Hitler sería vencido.
Junto con esa vibrante cualidad de tribuno romano, derrochó infinidad de frases
brillantes, sabias, corrosivas, mordaces, oportunas, irónicas, humorísticas,
punzantes, afiladas, envenenadas o elegantes que o bien sí dijo, o le atribuyen
o escribió en su larga vida y que retratan una época, un mundo, un
estilo. Escribía sus propios discursos, improvisaba con sorprendente
astucia y retrataba hechos y personas con la calidad de un cronista: lo había
sido, había viajado a Cuba en 1835, como militar británico, a atestiguar la
lucha por la independencia de ese país y se había convertido en corresponsal de
guerra. Su extraordinarias Memorias de
Era también un bebedor empedernido;
desayunaba con un dedo de whisky y soda hasta arriba de un vaso largo; el trago
se repetía por la noche, sin soda, siempre de una botella de Johnnie Walker
Black Label; sus almuerzos, que eran abundantes, estaban regados con champagne
francés, Pol Roger era su marca preferida, que también bebía en la cena que
culminaba con una copa de coñac. Fumaba a diario un par de largos puros que se
convirtieron en un símbolo de su personalidad, lo mismo que su sombrero bombín
o su galera y sus dedos en V, presagiando la victoria. Churchill hizo famoso
ese símbolo; empezó a difundirlo con el dorso de la mano al frente, hasta que
le dijeron que, en algunos sitios de
Hoy, su estatua, vecina al
Parlamento, los hombros algo inclinados, el bastón en la mano derecha, que mira
con sus ojos de bronce el Big Ben, es el recordatorio de un pasado heroico,
ilustre, tal vez añorado. Decenas de libros recorren su vida, interpretan sus
discursos, deshilvanan sus decisiones de gobierno, desmenuzan su pasado, cuando
ya todo parecía haber sido escrito, en busca de inspiración o de guía. El ex
primer ministro Boris Johnson, que soñaba imitarlo sin más atributos que su profusa
imaginación, escribió al menos un libro entretenido sobre su vida y figura. Más
allá del amateurismo, los historiadores desgranan hoy aspectos poco conocidos
de su personalidad, de su pensamiento y hasta de su vida, lo que humaniza más
el bronce.
En suma, Churchill es
hoy, a un siglo y medio de su nacimiento, el primer ministro británico más
famoso en la larga historia de esa nación. Sin embargo, cuando llegó al
poder en plena guerra, en mayo de 1940, nadie daba un centavo por él. Lo veían
como a un sesentón fracasado y chapucero. Tal vez lo era.
Había nacido en el palacio de
Blenheim el 30 de noviembre de 1874, hijo de Lord Randolph Churchill, séptimo
duque de Marlborough y de Jennie Jerome. Fue un chico tímido, de fácil
emotividad, pésimo alumno, azotado en las nalgas por sus rígidos maestros con
una vara de mimbre como era costumbre, esa pedagogía conocida como “el vicio
inglés”, y que muy joven también ingresó en la vida militar. Viajó a Cuba,
India, Sudán y, en
En 1924 volvió a su viejo amor, el Partido Conservador, del que ya no se iría más y vivió varios años como periodista, escritor y conferencista. Se había casado en 1908 con Clementine Hozier, una bellísima mujer de escasos recursos, como Winston. Tuvieron cinco hijos. Con los años, Churchill iba a ironizar sobre su vida y sus logros políticos, como lo hacía con casi todo: “Mi logro más brillante fue mi habilidad para convencer a mi esposa de que se casara conmigo”.
Uno de los costados menos
conocidos de Churchill lo define como un opositor al voto femenino.
Lo era. Las mujeres británicas luchaban por acceder al mismo derecho que tenían
los hombres y varios actos de Churchill fueron interrumpidos por protestas de
las sufragistas, como se llamaba el movimiento pro voto de la mujer. Churchill
creía que las mujeres casadas y con hijos ya tenían una “adecuada
representación” electoral por parte de sus maridos. Y llegó a decir una vez,
con cierta aprensión: “Si se le da el voto a la mujer, en último término será
obligatorio permitir que también ocupen un escaño en el Parlamento”. Su
posición dio un giro total luego de
A propósito de su postura
frente a la actuación de la mujer en política Churchill tuvo épicos
encontronazos verbales, cargados de malicia, humor, ingenio y mala uva, con
Nancy Witcher Langhorne, vizcondesa Astor, conocida como Lady Astor. Era una
mujer brillante, luchadora por el voto femenino, bella y de lengua afilada y
encantadora; los conservadores la hicieron de su partido y fue una de las
primeras mujeres en llegar al Parlamento, pese a los viejos vaticinios de
Churchill. Dos ejemplos del ingenio de Lady Astor: “De paso, me gustaría decir
que, en la primera oportunidad que tuvo, Adán le echó la culpa a una mujer”. Y
luego: “Las mujeres tenemos que hacer el mundo más seguro para los hombres, ya
que los hombres lo han hecho tan inseguro para las mujeres”.
El duelo con Winston parecía
inevitable. Sobre todo porque Lady Astor estuvo sospechada de simpatizar con
Hitler, sospechas que resultarían no muy fundadas. Algunas de las anécdotas
entre ambos les son atribuidas; otras están documentadas. Churchill le dijo una
vez a Lady Astor que tener en el mujer en el Parlamento “es como tener a una
intrusa toqueteándole a uno en el baño”. Y Lady Astor: “Usted no es tan
atractivo como para tener que preocuparse por eso”. En otro encuentro,
Churchill, tal vez en tren de acercar posiciones, le preguntó cuál disfraz
debería usar él en un baile de disfraces. Y Lady Astor: “¿Por qué no prueba a
venir sobrio, Primer Ministro?”. La última y tal vez la más famosa: una noche,
harta de tanta porfía y tanta camorra, Lady Astor le dijo a Winston:
“Si usted fuese mi marido, le envenenaría el té”. Y Churchill: “Señora, si
usted fuese mi esposa, me lo bebería”.
La eventual admiración de Lady Astor por Hitler bien pudo ser un mal de la época. El entonces embajador de Estados Unidos en Gran Bretaña, Joseph Kennedy, también se había sentido sintió atraído por aquel alemán, rimbombante y descarado, que había irrumpido en la política europea, que escalaba a fuerza de gritos y a golpes de efecto, también con la ayuda de un brazo armado, vestidaos sus tropas con camisas pardas, que la emprendían a golpes con los opositores. El hijo del embajador americano en Londres, el joven estudiante John Kennedy, también recorrería Alemania interesado por la explosiva personalidad de aquel caudillo. En 1932, un año antes de la llegada de Hitler al poder, Churchill viajó a Berlín con la esperanza, que no el ansia, de conocer a Hitler. Pero el líder nacionalsocialista faltó a la cita. Winston diría después: “Así fue como Hitler perdió su única oportunidad de reunirse conmigo”.
Fue el drama de
Fue entonces cuando apareció su
porte de orador, el 13 de mayo, cuando dijo en
Así fue. Pero pudo no haber
sido. Días antes de ese discurso, el 27 de mayo, Churchill había comentado a
los miembros de su gabinete de Guerra que estaba dispuesto a alcanzar la paz
con Hitler, aunque debiera entregarle a los alemanes Gibraltar, la isla de
Malta y algunos territorios africanos. Lo pensó, pero en público siempre hizo
todo para mantener en alto la moral de guerra de los británicos. No
todo era cuestión de moral de guerra; era imprescindible evitar el derrotismo.
Churchill admitió coartar algunas libertades civiles para no ceder a la
tentación del abandono. Se arrestó a británicos que se quejaron por el
desabastecimiento, o por el incremento de los precios; un tipo que en
Leicestershire dijo en un pub que no sabía cómo Gran Bretaña podía ganar la
guerra, fue condenado a dos años de cárcel. Churchill creía que, en una
emergencia como la de la guerra y la de la posible invasión nazi, debía
regir “la subordinación completa del individuo al Estado”.
En los años previos a
John Charmley, autor de Churchill:
The End of Glory (Churchill: el final de la gloria), sostiene:
“Churchill se veía a sí mismo y a Gran Bretaña como los ganadores en
una jerarquía darwiniana”. Para el historiador Richard Toye, autor de Churchill´s
Empire (El imperio de Churchill): “Como atenuante hay que decir que
sus ideas no eran muy singulares; pero había mucha otra gente que no las
compartían”. Nicholas Soames, nieto de Churchill y miembro del Parlamento, cree
que es ridículo atacar al ex primer ministro por eso: “Estamos hablando de uno
de los mejores hombres que el mundo ha visto nunca, hijo de la época eduardiana
y que hablaba el idioma de su época”. En ayuda de Churchill no acuden sus
sentimientos hacia Mahatma Gandhi, el padre de la independencia de
Esas ideas del Churchill de los
años 30 cambiaron a raíz de
Si Churchill es hoy un ejemplo
para los estadistas del siglo XXI, es porque creía que la educación y la
cultura eran dos armas poderosas para ganar la guerra y, luego, para fomentar
el desarrollo de las naciones. Su particular visión de ciertas jerarquías
sociales le hizo ver a los alemanes de Hitler como a unos bárbaros y a
Inglaterra y Francia como últimos y único baluarte en defensa de esa cultura,
base de la civilización occidental. Max Hastings, en su libro La guerra
de Churchill, narra una anécdota ilustrativa. Una tarde, el gabinete de
guerra del primer ministro lo visita en su despacho. Le llevan una propuesta
audaz: recortar el presupuesto educativo para destinar los fondos a solventar
los gastos de guerra, que eran muchos. Y Churchill: “¿Recortar el gasto
en educación? ¿Para que estamos peleando entonces esta guerra?”.
Sabiduría, entereza, estrategia, vigor, decisión, todo estuvo teñido por su carácter agresivo, insoportable y violento. Lo disculpaban, quienes lo querían y respetaban, por la presión a la que estaba y estuvo sometido durante toda su primera gestión como primer ministro. Pero no era sólo eso: era un tipo de genio explosivo. Tampoco hacía mucho por contenerse. Por el contrario, lo exhibía aun a su pesar, a diario. Nunca fue un tipo fácil.
Con Charles de Gaulle mantuvo
una relación de durísimos enfrentamientos. De Gaulle tampoco era un muchacho
que criara rosas en Champs Elysses: era consciente del peligro que acechaba a
Francia, con un gobierno colaboracionista enraizado en Vichy, y temía que la
poderosa Inglaterra olvidara a su histórico rival y flamante aliado, Francia,
en las manos de los bárbaros “hunos”, como Churchill llamaba a los alemanes.
Las discusiones Churchill-De Gaulle incluyeron portazos, largos silencios, un
intento de prohibirle al francés el acceso a la BBC, desde donde
enviaba mensajes a
Pero el mal carácter de
Churchill también afloraba a diario y para con sus colaboradores; hería a los
suyos con comentarios irónicos, sarcásticos y a veces hasta ofensivos; era
difícil entenderle porque soltaba gruñidos, sonidos incomprensibles, trabados
por una dentadura postiza floja, desajustada y rebelde que además le
hacía imposible pronunciar el francés para hablar con De Gaulle. Cuando los suyos
no lo entendían, los acusaba de no haber leído lo suficiente, o de haberse
educado en colegios miserables, o con profesores incompetentes. Un día,
Clementine le envió una carta, porque también a ella le gustaba dejar las cosas
por escrito. Le decía, piadosa, que había notado que ya no era tan amable como
antes; que tal vez debía cuidar un poco más sus formas, sus modales, su verba
encendida y filosa. Churchill, que podía ser áspero, duro y desagradable, pero
no era tonto, admitió que podía ser brusco en exceso y en un discurso ante
Según el historiador Andrew
Roberts, que es un decidido defensor de Churchill, si hoy se comportara
de la misma forma que en los años 40, acabaría en la cárcel. Lo que salvaba
a sir Winston era que, así como era cruel y ofensivo, te untaba después con una
dosis de encanto y bonhomía que favorecía el olvido de cualquier ofensa.
Él mismo recibió una ofensa
mayúscula de parte de los ingleses, a los que había salvado del nazismo y había
llevado a la victoria. En las elecciones generales del 5 de julio de
Su médico, sir Charles McMoran
Wilson, primer barón Moran, escribió en su libro The Struggle for
Survival (La lucha por la supervivencia), que se había compadecido de
Churchill, y así se lo dijo, por “la ingratitud del pueblo británico”. Y aquel
trueno, aquel león de las tribunas y del Parlamento, aquel tipo que ofendía con
facilidad con su lengua de doble filo, murmuró: “Yo no lo llamaría así… Lo han
pasado muy mal”.
Con quien sí fue cruel fue con
su sucesor, Attlee, que durante su gestión sentó las bases para el Estado de
bienestar y creó la asistencia sanitaria universal en el Reino Unido. Churchill
lo fulminó con una de sus frases envenenadas: “Al 10 de Downing Street llegó un
día un taxi vacío. Y de él se bajó Clement Attlee”. Si un hombre puede ser
retratado por sus frases, aquí van diez de Winston, al azar,
arbitrarias y caprichosas.
“En la guerra, resolución;
en la derrota, desafío; en la victoria, magnanimidad; en la paz, buena
voluntad”.
“Si Hitler invadiera el
infierno, yo haría un discurso en
“El gin tonic ha salvado más
vidas y mentes inglesas, que todos los doctores del Imperio”.
“En el curso de mi vida, a
menudo me he tenido que comer mis palabras, pero debo confesar que es una dieta
sana”.
“Cuando era joven, me impuse
como norma no tomar nunca una copa antes de comer. Ahora, mi regla es no
hacerlo antes del desayuno”.
“Un fanático es alguien que
no puede cambiar sus opiniones y que no quiere cambiar de tema”.
“Un hombre hace lo que debe,
a pesar de las consecuencias personales, a pesar de los obstáculos, peligros y
presiones, y eso es la base de la moral humana”.
“El problema de nuestra época
consiste en que los hombres no quieren ser útiles sino importantes”.
“Sería una gran reforma en
la política si se pudiera extender la cordura con la misma facilidad y rapidez
que la locura”.
“La principal diferencia entre los humanos y los animales es que los animales nunca permitirían que los lidere el más estúpido de la manada”.
Volvió al poder luego de las
elecciones del 25 de octubre de 1951. El Partido Laborista ganó el voto
popular, pero Churchill y los conservadores ganaron la mayoría absoluta de los
parlamentarios. En
Su salud se deterioró el 23 de
junio de 1953. Sufrió un derrame cerebral que le dejó un lado del
cuerpo paralizado. El estado del primer ministro se mantuvo en secreto
hasta su recuperación, en noviembre. Finalmente, renunció el 6 de abril de 1955
y lo sucedió Anthony Eden, que había sido su sobrino y estaba casado con una
sobrina de Churchill, Anna Clarissa.
Churchill murió el 24 de enero
de 1965, en su casa del 28 de Hyde Park Gate, Londres. La reina le otorgó un
funeral de Estado en
Horas antes, la muerte de
Churchill había sido anunciada por lord Moran, aquel médico personal que se
había compadecido en la hora de su derrota electoral, con un mensaje breve,
claro y conciso. Decía: “Poco después de las 8 AM, sir Winston murió en su
casa. Moran”. Eso era todo. Moran había ahorrado apellido y distinciones para
decir adiós a su amigo de tantos años. Tampoco hacía falta aclarar nada. Había
un solo Winston.
Aún hoy, no hay otro.
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